Experimentado mediante ensayo-error, a lo largo de toda la historia de la humanidad, fue a finales del siglo XVIII, con el desarrollo del método científico, cuando el hombre -y la mujer, no quisiera entrar aquí en cuestiones de género- empezó a estudiar de manera sistemática cómo aquello que comía afectaba a su salud.
Como el lector podrá imaginar, en aquella época no se buscaba encontrar una fórmula mágica para perder 5kg en dos semanas o para mantener una tez firme y brillante a los sesenta y largos. En aquel entonces, el foco de atención estaba claramente dirigido a comprender qué era esencial ingerir y en qué cantidades, para evitar ciertas afecciones comunes en aquel entonces, como el escorbuto, el beriberi, la pelagra o el raquitismo (enfermedades causadas por déficit de vitamina C, B1, B3, y calcio, respectivamente). Durante muchas décadas, de hecho, en un contexto de carestía alimentaria causada por malas cosechas, peor repartimiento de lo que se recogía, guerras y postguerras, toda la -también escasa- ciencia nutricional estuvo abocada al estudio de las carencias alimentarias.
A partir de los años 50 y 60 del siglo pasado, con la mejora de las condiciones socioeconómicas y el consiguiente aumento de la esperanza de vida, el efecto de los alimentos en la salud empieza a tenerse en cuenta desde el equilibrio y las proporciones, con la finalidad de alargar la vida y que ésta pueda ser vivida con buena calidad. Es la época de los primeros estudios sobre hábitos alimentarios, del famoso estudio de los Siete Países de Ancel Keys, y de la proliferación de las guías y pirámides de la alimentación saludable: las evidencias epidemiológicas apuntan a una perniciosa relación entre el consumo excesivo de energía, grasas, colesterol y la enfermedad cardiovascular, y se promueven las primeras recomendaciones de alimentación baja en grasas, rica en verduras, hortalizas, frutas y lácteos desnatados. La población interioriza ese mensaje, cuidar la alimentación se vuelve tan importante que es casi un imperativo moral, y la industria alimentaria encuentra un nuevo nicho de mercado en los productos bajos en grasa y light.
El bienestar (ese tipo concreto de bienestar) se ha tornado en ideología, de manera que no conformar con esa norma social implica la estigmatización del individuo, no porque este esté enfermo, sino porque renuncia a vanagloriar, aspirar y anhelar el ideal de salud que persiguen todos los demás
Del imperativo moral en qué se ha convertido la salud (y con ella la alimentación “sana”) han hablado muchos, últimamente. Me apetece recuperar aquí alguna idea de Carl Cederström y André Spicer en su libro The wellness syndrome (PolityPress, 2015), ya que encuentro que explican de manera muy elocuente cómo el bienestar (ese tipo concreto de bienestar) se ha tornado en ideología, de manera que no conformar con esa norma social implica la estigmatización del individuo, no porque este esté enfermo, sino porque renuncia a vanagloriar, aspirar y anhelar el ideal de salud que persiguen todos los demás. Es algo así como lo que plantea Chul Han en su Sociedad del cansancio (Herder, 2017): pensando que nos realizamos, acabamos explotándonos. Pensando que nos cuidamos, acabamos enfermando.
Además, todo eso sucede a la vez que la vida se acelera: trabajo, proyectos, reuniones, gimnasio, amigos, familia, cine, teatro… ¡Tantas cosas por hacer y tan poco tiempo! ¿Cómo no sucumbir a los atractivos del ready to? Comida rica, sabrosa, barata -en la mayoría de los casos-, y lista para consumir. Comida que satisface dos grandes necesidades inmediatas: la falta de tiempo y una gran palatabilidad, casi pornográfica, que nos da placer en un día a día veloz y con muchos sinsentidos, en el que, en aras de la salud ¡bio!, nos olvidamos del imprescindible bienestar que nos aporta el disfrute de la comida.
Y no nos engañemos: el placer por la comida es algo tan humano y tan fundamental que su renuncia es irrealizable
Y no nos engañemos: el placer por la comida es algo tan humano y tan fundamental que su renuncia es irrealizable. Y, por ello, recuperar la gastronomía es más urgente que nunca.
Y no hablo de una gastronomía sibarita y exótica. No hablo (necesariamente) de restaurantes de comida thai ni de hummus de garbanzo, alcachofa y remolacha. No hablo de restaurantes conceptuales de 200€ el cubierto ni tampoco de la paella de la cocinera más experta. Mi anhelo tiene más bien que ver con el retorno de la gastronomía que uno hace el día que se siente chef y decide poner una hoja de laurel a su arroz blanco, o darle un corte diferente al tomate que compró ayer en el mercado, o incluso saltear con unos taquitos de chorizo de León esas acelgas ricas y frescas que no todo el mundo está acostumbrado a comer con aceite. Con una gastronomía que no por ser buena es complicada y que se saborea desde que se escogen los ingredientes hasta que se rebaña el plato. Porque eso sí, la gastronomía que nuestra salud necesita es, sin duda, la que se construye en el mercado, en la cocina, en los salones, y con nuestras manos.
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