Autor: David Valdivia

  • Apropiación cultural snob

    Apropiación cultural snob

    Es éste un artículo que llega tarde y mal como este humilde escribidor llega a la vida y a la gastronomía. Es éste un artículo que debía haberse publicado en diciembre en pleno apogeo de una de esas vanas polémicas patrias sobre cultura, y lo que sea, que tanto gustan por estos lares. Ya saben que la cultura solo es noticia si hay alguna de esas polémicas gilipollas por medio.

    Es éste un artículo que proviene de conversaciones de bar que son atrevidas como la ignorancia y amargas como un mal café solo cobrado a precio de oro en las Ramblas. Es un artículo corto como la misma polémica del principio con Rosalía cantando flamenco impostando acento. Es un artículo sobre cómo convertimos en productos pijos lo que en esencia es popular y está al alcance de todos, y en cómo encumbramos locales que no dejan de ser de medio pelo dependiendo de la mística y la comunicación sobre los mismos, muy en base a clientela y localización.

    Convertimos en productos pijos lo que en esencia es popular y está al alcance de todos y encumbramos locales que no dejan de ser de medio pelo dependiendo de la mística y la comunicación

    Es lo que denominaríamos el caso Bar Tomás. El Tomás de Sarrià es un mito entre los bares de la ciudad. ¿Pero qué lo hace un mito? Como de ser leyenda entiendo, se lo explicaré rápidamente: la mística alrededor y una base tangible más que discutible. El Tomás es conocido por sus bravas. Unas bravas que les recomiendo encarecidamente porque la verdad es que están muy bien. Aunque también es cierto que dependen del día. Son las bravas Curro Romero de la escena. De la genialidad a la irrelevancia bravil según la suerte. Pero en general se las recomiendo porque son muy buenas. El tema aquí es cómo de buenas. ¿Son las mejores de la ciudad como se suele decir? ¿Por qué hay tanta gente convencida de que lo son? ¿No hay sitios mejores en toda la ciudad? Bueno, yo no tengo respuesta a esas preguntas tan poco trascendentales, pero tengo una opinión y por eso les estoy aburriendo con este artículo: creo que las bravas de Tomás viven de hacer creer a la gente de que son las mejores de la ciudad. ¿Y cómo se hace eso? Pues aquí la teoría.

    El Bar Tomás vive de la gente que tradicionalmente ha visitado el Bar Tomás para tomar el vermut y hacer tapas. Esa gente ha sido, tradicionalmente y antes de convertirse en una atracción ya hace muchos años, vecinos del barrio de Sarrià y los vecinos del barrio de Sarrià no son los vecinos de Via Júlia. Porque tienen altavoces. Porque son gente influyente. Porque tienen acceso a los medios y han hablado hasta la saciedad de esas bravas. Y se ha creado la mística. Los bares de Via Júlia no han tenido tantos fans que escribiesen o hablasen públicamente de ellos e igual su producto era igual o mejor. La fama te la da el altavoz mediático, y hace 20 o 30 años el foco estaba ahí, no como ahora. Por eso ahora las bravas del Tomás son míticas, pero para mucha gente son decepcionantes. Y lo son porque mucha gente que visita el Tomás hoy día ha comido muchas bravas y ha visitado muchos bares. Los vecinos del barrio de Sarrià de hace 40 años igual no tenían tanta afición a ello y lo que conocían era lo mejor. Si no bajas de la Diagonal, Via Augusta o de la estación de Ferrocarrils, pues tu mundo se reduce. Y ahí el Tomás es el mejor, sin duda. Y la leyenda crece. Hasta que se pincha.

    BarTomás

    Con esto, mi teoría marxista-gastronomista es que las clases altas han modelado un discurso hegemónico que se ha venido abajo con la democratización del conocimiento. Las bravas del Tomás dejaron de ser las mejores cuando la gente de fuera de Sarrià las probó y pensó que eran muy buenas, pero a ver; que en otros sitios las hay iguales o mejores y que no se va con tantos humos. El local, los trajes de los camareros, el trato de los mismos, todo es secundario aunque ayuda a la leyenda porque al final la gente visita el templo que durante generaciones los intelectuales sin gusto, pero con voz nos descubrieron como algo incomparable y les parece ramplón. Ya pasó ese tiempo del boca-oreja, ahora se lleva la foto-texto que es simple, pero igual nos da más información y más fiable de la que nos daban los tótems vintage.

    Los bocadillos son de pobres hasta que nos los cobran a 18€ y nos ponen cangrejo azul y caviar. El comer con las manos es asqueroso porque te ensucias hasta que lo llamas finger food y la cuenta sale a 45€ por cabeza

    Es una tendencia de siempre. Un producto como unas bravas, unas patatas populares sin más que se convierten en icono de un barrio como Sarrià que hoy día sigue siendo inexpugnable e impermeable a la lucha de clases. Y que es símbolo.
    Lo popular pasa a ser digno cuando las clases altas y poderosas tienen acceso a ello. Los bares de patatas bravas son un horror de barrio hasta que vendemos que tenemos el mejor y todo el mundo a fichar. Fuera del barrio no nos interesan las bravas grasientas, en el Tomás, sí.
    Los bocadillos son de pobres hasta que nos los cobran a 18€ y nos ponen cangrejo azul y caviar. El comer con las manos es asqueroso porque te ensucias hasta que lo llamas finger food y la cuenta sale a 45€ por cabeza. Todo se acepta si es caro y es digno. Antes de que esos locales lleguen a barrios x y la clientela x disfrute de ellos y de las tendencias, que luego dicen que no existen, son indignos porque son vistos como cosas de gente común. Los comedores de patatas de Van Gogh. Lo común pasa a lujo y entonces magia. Puro clasismo gastronómico. Ahora las croquetas valen 3€ la unidad en restaurantes del upper diagonal y qué bien. Ahora los menús degustación de estrellas Michelin van llenos de bocadillitos, bocados con las manos y croquetitas y son lo más de la vanguardia y encantados de pagar 150€ por cabeza porque se puede. Antes de eso, lo frito y pan en restaurantes, mal.

    Hagan lo que quieran que los indignos seguimos siendo mayoría. Comíamos bocadillos antes de que fueran dignos y los seguiremos comiendo cuando dejen de serlo. No nos hace falta poder levantar el Mjolnir. Nosotros somos el Mjolnir.

  • Caníbales de la tradición

    Caníbales de la tradición

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o somos pobres, somos clase media. Es nuestro mantra. La clase media no come como pobres. No queríamos ser miserables como nuestros abuelos de postguerra y tuvimos que buscar maneras de diferenciarnos de ellos. Ellos son ellos y nosotros somos el nosotros del ahora, de ese siglo XXI donde no cabe nada que nos pueda transportar al ellos del que huimos para demostrarnos que hemos tenido éxito en la vida. Que hemos trascendido esa vida de campesinos mesetarios para ser licenciados universitarios exitosos que empezaron poniendo hamburguesas de plástico en McDonald’s y ahora, ya con más suerte, podemos permitirnos comprarnos una de vez en cuando si nuestro sueldo y ahorros nos lo permiten. La ilusión de la clase media, del ascensor social y la gran mentira que ahuyenta la revolución rojinegra. La ilusoria estabilidad del hipotético trabajo liberal y la hipotética hipoteca que te convierte en lo contrario del ellos del principio. En no ser un miserable. En ser un alguien, un notable decimonónico como gustaría a Cánovas. Y eso nos aleja de los abuelos, de los bisabuelos y de su modo de vida. Nos alejamos de la tradición artesana y casera para abrazar la modernidad del procesado y las luces cegadoras de modas efímeras que atontan mentes y destruyen patrimonio que se construyó durante siglos. Porque ser viejo no mola, hay que romper los lazos que nos atan y ser modernos porque nos dicen que eso es mejor. Y seremos más felices. No lo sé. Pasó sin más.


    Hace tiempo dejamos de cocinar, de valorar lo que se hace con las manos porque era más moderno comprar comida preparada para microondas y pan de gasolinera “recién hecho” (horneado tras descongelar) en uno de esos microondas industriales. Eso era la modernidad, lo que había que hacer. No guisar ni comer callos con garbanzos ni potaje madrileño. Hace de pobre, de ser un miserable de los 40 en una casa que se cae a trozos y huele a cerrado, a humedad y a tristeza guerracivilista. Hay que matar la tradición, romper los lazos. Y se rompieron.


    Y nos dimos cuenta muy tarde. Cuando ya no tenemos veinte años y nos creíamos clase media por tener un trabajo y la letra de un coche color negro a pagar en muchos años. Cuando renegábamos de las lentejas y los garbanzos en casa porque había que ir a comer fuera, hamburguesas, pizzas, rollitos primavera o bocadillos de mierda a cuatro duros. Pero no eran guisos de la abuela cocinados en ollas que ya no tenemos en casa. Ahí se perdió la guerra. No ahora. Renegando de lo que era de ellos y que no podía o no debía ser nuestro. Lo nuestro era otra cosa. Hasta que nos dimos cuenta de que habíamos sido unos imbéciles. Y de que ya quedan pocos locales para comer esos callos y la denostada oreja de cerdo. Y para encontrar lentejas o garbanzos en un menú de mediodía. Reducido a bares de barrio y a restaurantes étnico-folclóricos de regiones variadas de las Españas. Un desierto. Demasiado tarde. Pero matamos la tradición y ahora la queremos resucitar. Suerte para todos. Y somos pobres con ínfulas; pero pobres porque tener un trabajo no asegura no ser un miserable. La clase media del XXI que es y se siente ridícula. Pero foodtrucks a tope.