Autor: Elena Carrillo Álvarez

  • Segunda parte, ¿y cómo lo hacemos? Estrategias, riesgos y dificultades

    Segunda parte, ¿y cómo lo hacemos? Estrategias, riesgos y dificultades

    Debo confesar que me siento halagada y sorprendida por la acogida que ha tenido el artículo Recuperar la gastronomía, una cuestión de salud que escribí para Food Undercover. De hecho, se trataba de un texto que tenía pendiente hacía mucho, de manera que, aunque había sido ideado antes del verano -y puedo asegurar que sus raíces se remontan a antes de que escogiera estudiar para ser dietista-nutricionista-, de alguna manera recogió mis inquietudes y convicciones más recientes.

    A la vez, no obstante, soy consciente de que, en un texto que era introductorio y una suerte de declaración de intenciones, algunas de las ideas que presentaba no habían podido ser desarrolladas con la profundidad necesaria.

    Caroline Attwood

    Por esta razón, hoy querría presentar una segunda parte a ese artículo, que desgrane con mayor detalle algunas de las cuestiones clave. Además, la difusión que se ha hecho del texto me ha permitido entrar en conversación con varios lectores que me han expuesto su perspectiva y han confrontado algunos de los puntos tratados. Aspiro, pues, también, a que los siguientes posts aborden y den respuesta sus inquietudes.

    Tres son los aspectos principales que quisiera desarrollar: el peligro de convertir la gastronomía en un nuevo dogma, cómo gestionar condicionamientos fisiológicos (azúcar, bla bla) a la hora de recuperar la parte organoléptica y hedónica de la alimentación para poderlo hacer de manera saludable, y cómo podemos hacer esto en el mundo de la palatabilidad pornográfica. En este artículo me centraré en el primero.

    Mi propuesta de volver a apreciar lo culinario de la alimentación, más allá de los valores de salud, parte de algunos supuestos que tal vez no fueron suficientemente explícitos en el texto previo

    Mi propuesta de volver a apreciar lo culinario de la alimentación, más allá de los valores de salud, parte de algunos supuestos que tal vez no fueron suficientemente explícitos en el texto previo. El primero, es que apuesto por una concepción de la salud muy amplia, que incluye el bienestar psicosocial. Eso implica que no es tanto que le proponga al lector que se olvide de la relación entre alimentación y salud, como que la enmarque de una manera diferente.

    Interpretar un plato de comida en términos de kilocalorías, hidratos de carbono, grasas y proteínas (o de micronutrientes milagrosos) corresponde a una mirada centrada en la parte orgánica de la persona, en sus niveles de colesterol, su índice de masa grasa y su tensión arterial.  Cuando, además, en ese mismo plato vemos reminiscencias de lo que nuestra madre o abuela cocinaba, vemos una disposición de colores que nos resulta estéticamente agradable, o su olor despierta nuestro apetito, entonces estamos incorporando a la persona en su totalidad.

    Joshua Newton

    Ahora bien, así como en la primera parte de esta serie hablábamos, citando a Chul Han y a Cederström y Spicersu, del valor moral de la salud en el contexto actual, quisiera huir de hacer lo mismo con la gastronomía y la parte más culinaria: creo que en general es una buena manera de trabajar para muchos  -sobre todo en el momento social actual-, pero ni tiene que serlo para todos ni tiene que serlo siempre. Y este es el segundo supuesto. Me explico. Habrá quién disfrute de un plato de lechuga iceberg sin aliño mientras que una ensalada con mil colores le resultará difícil; y eso es bien.

    Habrá quién generalmente prefiera la ensalada con mil colores, pero habrá días logísticamente complicados y el plato de iceberg hará las veces de algo verde; y eso también es bien. En definitiva, recuperar la gastronomía tiene sentido en el contexto en el que hemos vanagloriado la salud biológica, dejando demasiadas veces de lado lo organoléptico y en el que hemos priorizado (relativamente obligados) la conveniencia y la rapidez ante el cocinado personal de los alimentos; pero todos le vamos a dar una forma diferente y también puede ser que haya a quién este planteamiento no le sirva.

    Todo lo que los dietistas-nutricionista y organismos relacionados decimos en redes, revistas, guías y demás se construye sobre una base poblacional

    Esto que intento deciros, de hecho, nos da de bruces con uno de los ejes – a mi manera de ver- más críticos de la comunicación en nutrición: lo comunitario versus lo individual. Virtualmente TODO lo que los dietistas-nutricionista y organismos relacionados decimos en redes, revistas, guías y demás se construye sobre una base poblacional. Es decir, y simplificando un proceso algo más complejo, se trata de aseveraciones que surgen de observar cómo se distribuye una conducta en la población (por ejemplo, el consumo de comida rápida, ser vegetariano o no) y cómo ésta se relaciona con la respectiva distribución de algún indicador de salud (por ejemplo, prevalencia de hipertensión, de anemia).

    A partir de aquí se hacen proyecciones acerca de cuánto debería variar la conducta “y” en la población para reducir o incrementar la prevalencia del indicador x”. Al hacer eso, se asume que (1) no todos los individuos harán el cambio, (2) no todos los que lo hagan lo harán de la misma manera, y (3) el efecto de hacerlo puede distribuirse de manera diferente. Esto es algo que Geoffrey Rose desarrolla con gran detalle en su libro The strategy of preventive medicine (Oxford Medical Publications, 1993), y que explica de manera muy amena porqué lo que le va bien a la mayoría -como grupo- no necesariamente va bien a todos. Dicho de esta manera, resulta bastante obvio, ¿verdad?

    Tengo claras dudas sobre el hecho que tener más información sobre nutrición mejore la manera cómo comemos

    En el fondo, mi recuperar la gastronomía refleja mis cuestionamientos personales sobre el imperio de la educación y conocimiento nutricional. Es posible que lo que voy a decir levante suspicacias entre compañeros de profesión, pero debo confesaros que tengo claras dudas sobre el hecho que tener más información sobre nutrición mejore la manera cómo comemos. Es más, creo que en algunos casos lo empeora -especialmente cuando la información proviene de fuentes dispares-, y que, si más no, racionalizar cognitivamente todo lo que comemos es, para la mayoría de personas, una carga mental innecesaria y que puede llegar a ser contraproducente. Al fin y al cabo, ¿cómo podemos disfrutar de lo que comemos mientras lo escudriñamos mentalmente cuál disección en el laboratorio?

  • Recuperar la gastronomía, una cuestión de salud

    Recuperar la gastronomía, una cuestión de salud

    Experimentado mediante ensayo-error, a lo largo de toda la historia de la humanidad, fue a finales del siglo XVIII, con el desarrollo del método científico, cuando el hombre -y la mujer, no quisiera entrar aquí en cuestiones de género- empezó a estudiar de manera sistemática cómo aquello que comía afectaba a su salud.

    Como el lector podrá imaginar, en aquella época no se buscaba encontrar una fórmula mágica para perder 5kg en dos semanas o para mantener una tez firme y brillante a los sesenta y largos. En aquel entonces, el foco de atención estaba claramente dirigido a comprender qué era esencial ingerir y en qué cantidades, para evitar ciertas afecciones comunes en aquel entonces, como el escorbuto, el beriberi, la pelagra o el raquitismo (enfermedades causadas por déficit de vitamina C, B1, B3, y calcio, respectivamente). Durante muchas décadas, de hecho, en un contexto de carestía alimentaria causada por malas cosechas, peor repartimiento de lo que se recogía, guerras y postguerras, toda la -también escasa- ciencia nutricional estuvo abocada al estudio de las carencias alimentarias.

    A partir de los años 50 y 60 del siglo pasado, con la mejora de las condiciones socioeconómicas y el consiguiente aumento de la esperanza de vida, el efecto de los alimentos en la salud empieza a tenerse en cuenta desde el equilibrio y las proporciones, con la finalidad de alargar la vida y que ésta pueda ser vivida con buena calidad. Es la época de los primeros estudios sobre hábitos alimentarios, del famoso estudio de los Siete Países de Ancel Keys, y de la proliferación de las guías y pirámides de la alimentación saludable: las evidencias epidemiológicas apuntan a una perniciosa relación entre el consumo excesivo de energía, grasas, colesterol y la enfermedad cardiovascular, y se promueven las primeras recomendaciones de alimentación baja en grasas, rica en verduras, hortalizas, frutas y lácteos desnatados. La población interioriza ese mensaje, cuidar la alimentación se vuelve tan importante que es casi un imperativo moral, y la industria alimentaria encuentra un nuevo nicho de mercado en los productos bajos en grasa y light.

    El bienestar (ese tipo concreto de bienestar) se ha tornado en ideología, de manera que no conformar con esa norma social implica la estigmatización del individuo, no porque este esté enfermo, sino porque renuncia a vanagloriar, aspirar y anhelar el ideal de salud que persiguen todos los demás

    Del imperativo moral en qué se ha convertido la salud (y con ella la alimentación “sana”) han hablado muchos, últimamente. Me apetece recuperar aquí alguna idea de Carl Cederström y André Spicer en su libro The wellness syndrome (PolityPress, 2015), ya que encuentro que explican de manera muy elocuente cómo el bienestar (ese tipo concreto de bienestar) se ha tornado en ideología, de manera que no conformar con esa norma social implica la estigmatización del individuo, no porque este esté enfermo, sino porque renuncia a vanagloriar, aspirar y anhelar el ideal de salud que persiguen todos los demás. Es algo así como lo que plantea Chul Han en su Sociedad del cansancio (Herder, 2017): pensando que nos realizamos, acabamos explotándonos. Pensando que nos cuidamos, acabamos enfermando.

    Sydney Sims

    Además, todo eso sucede a la vez que la vida se acelera: trabajo, proyectos, reuniones, gimnasio, amigos, familia, cine, teatro… ¡Tantas cosas por hacer y tan poco tiempo! ¿Cómo no sucumbir a los atractivos del ready to? Comida rica, sabrosa, barata -en la mayoría de los casos-, y lista para consumir. Comida que satisface dos grandes necesidades inmediatas: la falta de tiempo y una gran palatabilidad, casi pornográfica, que nos da placer en un día a día veloz y con muchos sinsentidos, en el que, en aras de la salud ¡bio!, nos olvidamos del imprescindible bienestar que nos aporta el disfrute de la comida.

    Y no nos engañemos: el placer por la comida es algo tan humano y tan fundamental que su renuncia es irrealizable

    Y no nos engañemos: el placer por la comida es algo tan humano y tan fundamental que su renuncia es irrealizable. Y, por ello, recuperar la gastronomía es más urgente que nunca.
    Y no hablo de una gastronomía sibarita y exótica. No hablo (necesariamente) de restaurantes de comida thai ni de hummus de garbanzo, alcachofa y remolacha. No hablo de restaurantes conceptuales de 200€ el cubierto ni tampoco de la paella de la cocinera más experta. Mi anhelo tiene más bien que ver con el retorno de la gastronomía que uno hace el día que se siente chef y decide poner una hoja de laurel a su arroz blanco, o darle un corte diferente al tomate que compró ayer en el mercado, o incluso saltear con unos taquitos de chorizo de León esas acelgas ricas y frescas que no todo el mundo está acostumbrado a comer con aceite. Con una gastronomía que no por ser buena es complicada y que se saborea desde que se escogen los ingredientes hasta que se rebaña el plato. Porque eso sí, la gastronomía que nuestra salud necesita es, sin duda, la que se construye en el mercado, en la cocina, en los salones, y con nuestras manos.