Autor: Jorge Guitián

  • Bueno, limpio y justo: por qué cierran los restaurantes de éxito

    Bueno, limpio y justo: por qué cierran los restaurantes de éxito

    Hace apenas 6 horas Magnus Nilsson, el cocinero de Fäviken, el restaurante sueco que actualmente ocupa el puesto 67 en la lista 50 Best (en la que llegó a ostentar la decimonovena posición en 2014), anunciaba que al finalizar el año cerrará su restaurante.

    Aparentemente las cosas funcionan: tiene las reservas completas para todo el año y los clientes parecen dispuestos a hacer el peregrinaje que supone llegar a Järpen, a unas 8 horas en coche desde Estocolmo, si no nieva demasiado. No son pocos logros para un cocinero de 35 años que, según cabría imaginar, podría seguir en la cresta de la ola unos cuantos años, ganar una cantidad nada despreciable de dinero y, tal vez, dedicar las últimas décadas de su carrera a vivir de rentas: sea esto convertir su restaurante en uno de esos clásicos atemporales como pueden ser, tal vez el restaurante de Paul Bocuse o quizás alguno de los de Alain Ducasse, rentabilizar la fama a través de un sistema de franquicias como han hecho Nobu, Robuchon y tantos otros o, quizás, derivar hacia el estrellato televisivo.

    ¿Qué llevó a Robuchon a abandonar la primera fila? ¿Por qué Ferran Adrià decidió que 2011 era el momento idóneo para cerrar una etapa? Roellinger, Redzepi, Dufresne… podríamos alargar la lista tanto como quisiéramos

    Cualquier cosa, en principio, menos cerrar ahora. Y, sin embargo, uno mira hacia atrás y se encuentra con un reguero de cierres más o menos inesperados a lo largo de las últimas dos décadas. Cocineros que, en lo mejor de su éxito, deciden que ha llegado el momento de decir basta. ¿Qué llevó a Robuchon a abandonar la primera fila? ¿Por qué Ferran Adrià decidió que 2011 era el momento idóneo para cerrar una etapa? Roellinger, Redzepi, Dufresne… podríamos alargar la lista tanto como quisiéramos con cocineros quizás con menos nombre pero que han dado un paso atrás en la alta cocina para volver a formatos más tranquilos, a cocinas más relajadas, a una vida familiar y social más razonable.

    Detrás de cada uno de esos nombres hay una historia diferente, distintos motivos, circunstancias familiares, personales y empresariales que nacen de contextos que no son equiparables. Lo sé. Pero el resultado final es, en todos esos casos, el mismo: profesionales relativamente jóvenes, que en cualquier otro sector estarían alcanzando la madurez y sus años más productivos que, por los motivos que sea, lo dejan.

    Heather Sperling

    Escribo sobre la marcha, así que me falta tal vez poner orden en las ideas. No quiero, sin embargo, perder el ritmo de lo que se me iba amontonando este mediodía mientras volvía a casa en coche: la conciliación familiar, los servicios interminables, un ambiente en ocasiones excesivamente marcial, el agotamiento físico o psicológico, la presión mediática, los proyectos obsesionados con conseguir una estrella (o una estrella más. O entrar en un ranking. O mejorar la posición que se obtuvo el año pasado).

    El dichoso sambenito de que en España los restaurantes gastronómicos son más baratos que en cualquier otra parte del mundo, la necesidad de estar permanentemente en los medios, de volver el año que viene a ese congreso y hacerlo, además, con una idea nueva que genere titulares. El libro, el programa de televisión, la entrevista, el pregón de las fiestas en aquel pueblo, el congreso de aquella provincia en la otra punta de España, el homenaje de una universidad de Letonia, el cuatro manos esta semana a 500 km de casa y la conferencia sobre esto o aquello la semana que viene en la otra punta de la península. La recepción en la Diputación, la charla en la escuela de hostelería, el convenio con el grupo de bodegas, la foto delante del coche del patrocinador, la firma en el libro de honra del ayuntamiento, las jornadas de emprendimiento en las que tienes que hablar de sostenibilidad empresarial, el foro de cocineros que no te puedes perder. Mañana a las 11 te llama la prensa. Y a las 12 tienes aquí a los de la tele local. El jueves te nombran fallero mayor. Y tienes que mandar un video de agradecimiento, son sólo cinco minutos…

    Vayamos por partes. ¿Es posible que una nueva generación de cocineros, como ha pasado en el sector de la panadería, no esté dispuesta a renunciar a una calidad de vida mínima por ejercer esta profesión? ¿Cabe la posibilidad de que los gritos, los turnos interminables, los “porque lo digo yo” o los todo vale porque estamos buscando el éxito no estén hechos para todo el mundo?

    Mañana a las 11 te llama la prensa. Y a las 12 tienes aquí a los de la tele local. El jueves te nombran fallero mayor. Y tienes que mandar un video de agradecimiento, son sólo cinco minutos…

    Quizás las cuestiones laborales y económicas tengan algo que ver ¿Cuántos restaurantes con estrella cierran o, al menos, aguantan a duras penas? ¿Ocurre lo mismo con la élite en cualquier otro sector? Tal vez si un porcentaje nada despreciable de los mejores restaurantes de un país no son capaces de sobrevivir o lo pasan realmente mal para poder hacerlo haya que plantearse qué está pasando. Tal vez eso, lo que sea que esté pasando, hace que algunos cocineros se hagan a un lado.

    ¿Cuántos cocineros de éxito lo son, a día de hoy, a costa de haber cerrado uno, dos, cinco proyectos antes? ¿Cuántos cocineros se han quedado en el camino? ¿Cuántas deudas ha supuesto la fiebre del éxito? ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a aguantar ese proceso? Yo no, lo tengo bien claro.

    Y una vez arriba, una vez que las dos o tres estrellas adornan la puerta (en los escasísimos casos en los que esto ocurre) ¿Ya está? ¿Cuántas noches al año va a haber que pasar entonces fuera de casa? ¿Cuántos hoteles, cuántas horas de avión, cuántos aeropuertos? ¿Cuántas charlas, cenas, copas, horas de autobús o de taxi con gente que no te importa, en lugares de los que quizás no habías oído hablar vas a tener que aguantar? ¿Y qué pasa si te niegas? ¿Y si mañana ya no estás en ese ranking, o no te llaman a ese congreso? ¿Y si no te invitan ya a la reunión de cocineros en la que hay que estar si eres alguien? ¿Y si una de esas estrellas el año que viene ya no está en la puerta? ¿Qué pasa si el año que viene los titulares los genera otro?

    Heather Sperling

    La cuestión reside en las expectativas, que como expectativas que son, no siempre se cumplen. No hay sitio en la élite para todos. Ni en cocina ni en ningún otro lado

    No digo que entrar a ese trapo sea malo. Ni mucho menos. Es bueno para algunos, para los que lo quieren y son capaces de aguantarlo. Pero para otros parece que no.  Admiro a quienes son capaces de hacerlo, del mismo modo que admiro a los actores populares que saben que esa fama les va a impedir salir a la calle, sentarse en una terraza o ir a la playa del mismo modo que tú o yo lo hacemos. Yo no sería capaz pero acepto que hay otra gente, con otra personalidad, que sí que lo haga. Y no sólo lo acepto, sino que muchos de ellos me merecen un enorme respeto.

    La cuestión, sin embargo, no está tanto en ellos como en muchos de los que sueñan con llegar a estar en su posición. Tiene probablemente que ver con la épica que se les ha trasladado, con esas historias de sangre, sudor y lágrimas, con ese relato en el que todo se consigue a costa de más horas, de más sacrificios. El esfuerzo como valor supremo que todo lo puede.  Ese relato que no siempre es verdad y que, a veces, lo es a costa de sacrificios personales de los que no se habla tanto.

    La cuestión reside en las expectativas, que como expectativas que son, no siempre se cumplen. No hay sitio en la élite para todos. Ni en cocina ni en ningún otro lado. Así que muchos, a pesar de todo ese esfuerzo, esas horas de más, esas renuncias personales y esos servicios enlazados unos con otros nunca llegarán a estar ahí.

    Tampoco hace falta. La dignidad de un oficio no está solamente en la élite. Está, si acaso, en poder vivir dignamente de una profesión de la que sentirse orgulloso. Sea en la élite o sea en cualquier otro peldaño de la pirámide. Y esta, tal vez, sea otra clave: vivir dignamente.

    Anders Carlsson

    ¿Qué hace falta para vivir dignamente? ¿Un sueldo de 3.000€ al mes? ¿Cambiar de coche (de gama alta) una vez al año? ¿Poder viajar cada cuatro meses al otro lado del mundo? No. Eso no es vivir dignamente en ningún lugar del mundo. Y en España, donde el sueldo más frecuente no llega a los 1.200€/mes, menos aún. Eso es un lujo que no está garantizado.

    Ahí llegamos a la burbuja. Todos conocemos a cocineros jóvenes, recién salidos de la escuela, que renuncian a trabajos de 1.200, 1.300 o 1.400€ sin contemplaciones porque son demasiado duros, o porque alguien los ha tratado mal. O porque se quieren ir a un festival y no les merece la pena. Seamos sinceros ¿En qué otro sector se manejan salarios similares para niveles formativos equivalentes? O visto de otra manera: si me estás leyendo y no eres cocinero ¿Cuánto cobraste en tu primer trabajo?

    Ese es, seguramente, uno de los elementos clave. Si no cobras bastante más que eso eres un fracasado. Y si lo cobras, en muchos casos, los números no van a salir. Te han convencido de que cuando llegues a jefe de cocina de un local normalito, como otras cuantas docenas en la ciudad, cobrarás eso y más. Y de ahí para arriba. Es decir, el equivalente a un funcionario de grupo A con unos cuantos años de antigüedad.  Pero la vida, lamentablemente, se empeña en llevarte la contraria.

    Un sector bueno es el que trata bien a sus empleados, el que hace que sus empleados se sientan valorados y parte de algo más grande que ellos; un sector limpio es el que no exige más de lo que es razonable exigir. No, uno no es mejor por aguantar más

    Nos hemos llenado la boca, en los últimos años, hablando de la cualidad artesanal de la cocina, del cocinero como artesano. De acuerdo, lo formularé así. ¿Cuántos ceramistas, encuadernadores, cesteros que no sean la élite más absoluta de su profesión cobran salarios parecidos? ¿Cuántos escultores, actores, pintores, escritores lo hacen? ¿Cuántos investigadores postdoctorales o científicos? Muy pocos. Proporcionalmente muchos menos que cocineros. Porque hacerlo seguramente convertiría en inviables sus proyectos. Porque económicamente, en España, en la actualidad cobrar 3 o 4.000€ en la inmensa mayoría de los negocios es, sencillamente, inviable. Que esto esté bien o sea deseable es otra cuestión y daría para otro artículo. Exponer la realidad no necesariamente implica compartirla con alegría.

    Se van sumando las frustraciones potenciales, las expectativas difíciles de materializar. Eso lleva, me temo, a desengaños, a eternos descontentos que hacen que, en una profesión físicamente tan exigente y psicológicamente tan intensa no todo el mundo esté dispuesto. Y hace que, una vez en la élite, el peaje necesario para continuar ahí sea tan exigente que no todo el mundo lo quiera para siempre. Es algo, imagino, que algunos no están dispuestos a aguantar y que otros soportan tal vez durante unos años. Muy pocos, supongo, están hechos para soportarlo toda la vida.

    Tavallai

    Todo esto me lleva, para terminar, al lema de Slow Food, reciclado aquí como título aplicado a la cocina: Bueno, limpio y justo. Un sector bueno es el que trata bien a sus empleados, el que hace que sus empleados se sientan valorados y parte de algo más grande que ellos; un sector limpio es el que no exige más de lo que es razonable exigir. No, uno no es mejor por aguantar más. No, no todo vale para llegar a un objetivo. Y menos aún si consideramos que la mayoría de las veces, además, no se va a llegar. Un sector justo es el que trata a sus empleados con justicia. Es decir: el que otorga sueldos dignos, pero también razonables; el que no exige más de lo que debe exigir; el que no explota a los empleados para que el socio capitalista arañe un poco más.

    Un sector bueno, limpio y justo es un sector del que la gente no se baje en el momento cumbre, un sector del que la gente no deserte, quemada, a los 35 años; un sector que permita vivir de una manera digna, ejercer una profesión edificante de la que sentirse orgulloso y hacerlo durante décadas; un sector maduro que no alimente el sueño de un pelotazo que para una inmensa mayoría no va a llegar y que no queme profesionales como quien sacrifica peones en una partida de ajedrez.

    Más allá de las medallas, los logros y el siguiente escalón están los trabajadores, están las personas y están los proyectos de vida. Y si un sector no es capaz de garantizar esto último para una inmensa mayoría de sus miembros a largo plazo tal vez hay cosas que deberíamos revisar, tal vez hay mitos que tendríamos que desechar y tal vez hay realidades a las que en algún momento habrá que mirar a los ojos.

  • Contra la revolución permanente

    Contra la revolución permanente

    Creo que no es necesario estar aludiendo permanentemente a la vanguardia o a la revolución en gastronomía. Creo, también, que debo ser el único que lo cree, porque cuando hablamos de gastronomía esas son, seguramente, las palabras más utilizadas. Y es algo que, si tengo que ser sincero, me resulta descorazonador porque no es necesario y porque acaba por aniquilar lo que aparentemente reivindica.

    Ni Picasso ni Miguel Ángel ni Le Corbusier ni Mondrian hicieron su historia. No fueron ellos los que definieron su arte como vanguardia ni los que midieron su peso histórico

    Vivimos en un sector un tanto complaciente en ese sentido, acostumbrado a hacer auto-historia, a analizarse desde dentro, algo que por mucho que se haga de buena fe acaba desembocando en vicios y en defectos de forma. Ni Picasso ni Miguel Ángel ni Le Corbusier ni Mondrian hicieron su historia. No fueron ellos los que definieron su arte como vanguardia ni los que midieron su peso histórico. En muchos casos las etiquetas y las valoraciones llegaron décadas después. Si hubiera sido de otra manera no habría pasado de ser un ejercicio de egolatría sin mayor significación histórica. Y esto es algo que en demasiadas ocasiones olvidamos al hablar de cocina y gastronomía.

    Lo mismo ocurre cuando establecemos periodos, etapas o ciclos. Los hacemos y deshacemos a nuestro antojo, según las necesidades del momento, sin darnos cuenta de que con eso simplemente estamos banalizando el conjunto. Un ejemplo: este otoño se celebraba un congreso que conmemoró 20 años de revolución. Según ese cálculo, la revolución (luego entraré en qué significa esto) habría empezado en 1998. Todo lo anterior quedaría fuera: el libro El sabor del Mediterráneo (1993), que suele considerarse un momento fundacional, quedaría fuera; las primeras tres estrellas en España quedarían fuera, la Nueva Cocina Vasca quedaría fuera, la tercera estrella para Santi Santamaría (primer tres estrellas catalán) en 1994 quedaría fuera, el programa de Karlos Arguiñano (que supuso un auténtico cambio de paradigma en la relación de la televisión con la cocina) y antes de él Con las manos en la masa… No fueron revolución o, si lo fueron, fueron otra.

    Este año, precisamente, se cumplen 25 años de El sabor del Mediterráneo y habría sido un gran momento para hablar de un cuarto de siglo de la revolución (no DE revolución sino DE LA revolución. El matiz es importante), pero esa realidad histórica sobre la que sí parece haber un consenso no se adaptaba a las necesidades del momento. Así que se cambia y a otra cosa ¿A quién le importa la historia cuando se trata de generar titulares?

    Las revoluciones permanentes no existen. Si se diera el caso dejarían de ser revoluciones y pasarían a ser un fenómenos asimilado y domesticado por el sistema al que pasarle la mano por el lomo sabiendo que no va a morder. Pasa en política, pasa en todos los ámbitos sociales y culturales y pasa también en cocina. No hay revoluciones que duren 20 años. Por eso podríamos celebrar 25 años desde que la revolución tuvo lugar, si aceptamos que esa revolución tuvo lugar en aquel momento, pero nunca 25 años de revolución continuada porque entonces estaríamos celebrando otra cosa: la desactivación de la revolución, quizás; el anquilosamiento de cualquier vocación revolucionaria. Y, la verdad, sería triste. Una revolución es un cambio brusco y radical (frecuentemente violento) en el ámbito social, cultural o económico. Por definición no puede ser permanente.

    Si todo es una revolución, la revolución deja de existir

    Este es uno de los grandes vicios del sector gastronómico español en el último cuarto de siglo. Un vicio que no le quita méritos, pero que con frecuencia los distorsiona. Si todo es una revolución, la revolución deja de existir. Algo es importante, influyente o revolucionario en función de su contexto, así que si todo es revolucionario la revolución como tal desaparece. Simplificando mucho: si todo es revolucionario lo que hizo elBulli dejará de ser revolucionario porque será sólo un capítulo más de esa revolución permanente, otro de tantos.

    Debido a la euforia estamos devaluando aquellas cosas que realmente tuvieron un significado cultural renovador. Y uno acaba por pensar si, en realidad, esa desactivación no será algo buscado: si asumimos la revolución como algo propio y cotidiano deja de ser peligrosa porque no revolucionará nada. Pasará a ser el plato de turno presentado en el escenario de una feria gastronómica, el aniversario de un congreso, la apertura de un restaurante que dará que hablar este mes, un titular en prensa local o lo que la nota de prensa que nos llegue esta mañana nos diga es que -esta vez sí- la revolución. Mañana la revolución será otra igual de vacía.

    Cuando la revolución es algo que ya sólo proclaman los grandes grupos editoriales es, en realidad, un fiasco, el black friday de la auténtica revolución, una palmadita en la espalda para que todos nos sintamos un poco revolucionarios y dejemos de dar la lata

    No, la revolución no es eso. La revolución debería incomodar a todos esos que hoy la abrazan, la hacen suya y la monetizan. La revolución debería ofender, cuestionar, irritar, debería pillarnos con el paso cambiado. La revolución debe excluir a los que ponen (venden?) etiquetas porque la revolución -y cuando hay que pararse a explicar esto es que vamos mal- no es parte del sistema. Cuando la revolución es algo que ya sólo proclaman los grandes grupos editoriales es, en realidad, un fiasco, el black friday de la auténtica revolución, una palmadita en la espalda para que todos nos sintamos un poco revolucionarios y dejemos de dar la lata. Esa revolución que proclamamos ha de ser vendible, entendible, cómoda, fácil de empaquetar y etiquetar, conformista, lineal y contada por agencias de comunicación. Aburrida, repetitiva en el fondo aunque sea llamativa en la forma. Cualquier cosa menos disrupción y nuevos paradigmas.

    Ese es el verdadero significado de la revolución: la renovación, el planteamiento de nuevos modelos que no sólo cuestionan los anteriores sino que los sustituyen ¿Pasa esto a diario? No, afortunadamente. Las revoluciones son, por su propia naturaleza, puntuales. En muchos casos tardamos décadas en entender que han sido verdaderas revoluciones y no simples modas o revueltas sin mayor trascendencia. La primavera de 1968 supuso una revolución no porque sus artífices lo dijesen sino por todo lo que implicó durante las décadas siguientes. Hoy, 50 años después, es cuando somos conscientes de una trascendencia que sus artífices, por mucho que la imaginaran, ni soñaron llegar a conseguir.

    Otro tanto ocurre con la vanguardia: no existe la vanguardia permanente. Si así fuera, dejaría de ser vanguardia. Son obviedades que, sin embargo, hay que repetir. La vanguardia es, etimológicamente, lo que va por delante, lo que abre camino. No se puede estar 25 años abriendo camino y menos aún hacerlo en grupo, en masa. La gastronomía de un país no puede ser vanguardia en su conjunto, por mucho que nos hayamos hartado de leer lo contrario. La vanguardia no es democrática, no todos pueden formar parte de ella por mucho que lo deseen muy fuerte.

    Seamos sinceros: no hay una revolución permanente, como no hay una sucesión de vanguardias, una detrás de otra. La vanguardia es algo que ocurre ocasionalmente y que viene seguida por sus consecuencias. Y en esas estamos. Es algo que no le quita importancia a lo que está pasando. Lo único que le quita es el nombre. Una vez más, como ocurre con la revolución, si todo es vanguardia estamos aniquilando la vanguardia, estamos creando un sector sumiso, carente de ambición, que deja de aspirar a ser verdaderamente revolucionario o vanguardista porque está convencido de que ya lo es; un sector autocomplaciente que se conforma con ser un producto de mercado.

    Cuando la prensa más conservadora habla de revolución de una manera complaciente habla, en realidad de otra cosa. Porque la revolución no puede ser conservadora por definición

    Se habla de la muerte de las ideologías. Y, no, no se mueren, las estamos matando. La revolución es parte de un sistema ideológico opuesto a la comodidad y a la evolución lógica. Si las empresas, los grupos económicos y los gobiernos la hacen suya es otra cosa. Cuando la prensa más conservadora habla de revolución de una manera complaciente habla, en realidad de otra cosa. Porque la revolución no puede ser conservadora por definición, no puede encajar de un modo apacible en un discurso conservador. Si lo hace es porque no es una revolución.

    Sí, la revolución también es ideología. Y no es transversal. Si lo que hacemos es cómodo, asumible por todos y funciona bien en el mercado no es una revolución. Eso que nos venden y que estamos comprando es, en realidad y si tenemos suerte, un sucedáneo de andar por casa; una imitación fácil de masticar, apta para todos los públicos; algo que podemos colocar en el mercado sin ofender a nadie, inocuo, inofensivo. Desactivado ¿Esa es la revolución que quieres? Adelante, toda tuya.

    Dejemos que pase el tiempo, que otros etiqueten lo que está ocurriendo, que los años nos digan qué ha tenido recorrido y qué se ha quedado en una moda pasajera

    Afortunadamente hay excepciones, gente que no se conforma con ser el revolucionario de la semana. Y quizás ahí radique lo poco de auténtica vanguardia que sí está activo. Todo lo demás no pasa de ser mercadotecnia. Rentable hoy, seguramente, pero sin demasiado recorrido histórico. Dejemos que pase el tiempo, que otros etiqueten lo que está ocurriendo, que los años nos digan qué ha tenido recorrido y qué se ha quedado en una moda pasajera.

    Sobre todo y para terminar,  ¿Queremos vanguardia? Trabajémonosla ¿Queremos que alguien hable de revolución? Dejemos que el tiempo y los historiadores hagan su trabajo. Mientras tanto, vamos a dejar quieta la revolución un rato, que vamos a acabar rompiéndola.

     

  • Cocina, testosterona y rock

    Cocina, testosterona y rock

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]H[/ms_dropcap]ace unos diez años escribí un texto sobre las diferencias entre el ambiente del sector gastronómico español y el anglosajón. Redactado, como tantos otros en mi vida, más desde la intuición que desde un conocimiento profundo y basado en las evidentes diferencias entre lo que por entonces plasmaban los documentales, los libros y las revistas de aquí y de allí.

    En España todavía no existían ni MasterChef ni Pesadilla en la cocina, los cocineros lanzando miradas asesinas a sus discípulos en primer plano y en prime time eran algo que desconocíamos aún y muchos teníamos la idea de que una cocina debía funcionar como una máquina bien engranada: eficiente, silenciosa, regular, sistemática. Recuerdo comidas en Casa Marcelo o en Dos Cielos, locales en los que por aquella época el comensal podía ver el funcionamiento de la cocina, que me pasmaron por la concentración, la efectividad y el silencio del equipo. Eso, pensaba, es una cocina profesional.

    Al mismo tiempo, en Reino Unido, las revistas se llenaban de comentarios, rumores y anécdotas relativas a la sonada rivalidad entre Gordon Ramsay y el que fuera su mano derecha, Marcus Wareing. Ninguno de los dos tenía grandes reparos en airear trapos sucios, en retar al otro de manera más o menos velada y en colgarse medallas autoproclamándose el más duro entre los duros. Aquello olía a testosterona -y un poco a caspa- incluso desde el otro lado del Cantábrico.

    Uno no podía evitar acordarse de las bravuconadas entre los líderes de Blur y los de Oasis y pensar que aquello que hacían los dos cocineros estrella del Londres de la época tenía muy poco que ver con la cocina y que, aplicado a este nuevo contesto, resultaba esencialmente ridículo. Sin embargo, al poco tiempo Ramsay saltó al estrellato internacional con un programa titulado The F Word que ya desde el título dejaba claro el enfoque.

    Sí, lo sé, las cocinas son duras, el ambientes es casi marcial, la tensión del momento del servicio y demás. Si tienes algo que ver con el sector, por muy de refilón que sea, te han contado doscientas batallitas cargadas de sangre, sudor, camaradería y gritos. Y también de machismo, explotación laboral, reacciones infantiles, adicciones de todo tipo y nervios no siempre bien controlados que, aunque no quedan tan bien en la foto general, suelen estar ahí, de fondo, en buena parte de esas historias.

    Porque las cocinas son duras, sí, pero no tienen la exclusiva de la dureza, los nervios, los plazos y la tensión

    El cocinero que impone su valía con firmeza, al que no le tiembla el pulso, que es capaz de poner orden en el caos y que sale de todo ello como una estrella del rock triunfante después del concierto ante un estadio enfervorizado y el profesional alcoholizado incapaz de gestionar un equipo de otra manera que no sea a gritos, ignorante de los derechos de sus subordinados –ni hablemos de sus sentimientos o de su calidad de vida- no están, en realidad, tan distantes. En muchas ocasiones son la misma persona y depende más bien de quién relate el episodio y en dónde ponga el acento.

    Porque las cocinas son duras, sí, pero no tienen la exclusiva de la dureza, los nervios, los plazos y la tensión. Me pregunto si habéis estado en un laboratorio científico en el momento en el que años de investigación se pueden ir al garete, en una redacción de periódico en el momento del cierre de un día especialmente duro, en una ambulancia del 061 de camino hacia un choque en cadena en la autopista o si os habéis asomado a una reunión de becarios con jefes la víspera de un congreso al que asiste cualquier autoridad. Porque tampoco son precisamente un remanso de paz.

    Y aunque es cierto que existe una cierta épica del periodismo, de la investigación o de casi cualquier oficio esa parte, la desagradable, la que demuestra que todos somos miserablemente humanos, no es la que se suele sacar a relucir como un galón más que ponerse en el hombro. A veces hay gritos, en ocasiones se pierde el control, pero no es algo que los periodistas, los científicos, los organizadores de congresos o los médicos saquen a relucir con especial orgullo. Más bien al contrario, es ese momento en el que se pierde la profesionalidad y que todos preferimos esconder debajo de la alfombra. Mientras que en algunos relatos de cocina todo eso parece ser una medalla que colocarse en el pecho en otras profesiones tiende a verse, más bien, como un pedo en una reunión: algo que está ahí y de lo que nadie está libre, que puede pasar porque todos somos humanos pero que, vamos a ser sinceros, no nos hace quedar particularmente bien.

    Aquí es donde el recientemente desaparecido Anthony Bourdain tiene, en mi opinión, algo de responsabilidad. Porque apareció en el momento en el que perdíamos la inocencia, en el que los cocineros empezaron a ser ídolos de masas, en el que la disciplina, el rigor profesional y la pulcritud empezaron a compartir igualdad de condiciones con esa mitificación del esfuerzo, del cocinero hecho a si mismo a base de sacar pecho, de insultar al jefe, al compañero con el que hay un roce o al cliente que pide la carne a un punto que no considera digno; a base de partirse la cara con quien sea si hace falta y volver a casa magullado, pero orgulloso como un personaje más de Jessica Jones.

    Y apareció contando todo esto, que está ahí desde siempre pero que nunca se había llevado al primer plano. Lo hizo primero en un texto ya clásico en la revista The New Yorker que visto desde hoy hace que nos sorprendamos con los ingenuos que éramos respecto a este oficio no hace tanto. No pretendo negar el valor documental de su retrato de un oficio tan agradecido como en ocasiones degradante, exigente hasta casi impedir cualquier atisbo de vida social normal en muchos casos. Fue, seguramente, el primero en contarlo y en hacerlo desde dentro, sin adornos.

    Sin embargo, ese enfoque que puso una realidad hasta entonces silenciada sobre la mesa acabó por llevar, con el paso del tiempo, a una cierta romantización de lo que, a todas luces, es un ambiente poco sano. Que exista no quiere decir que sea bueno, que alguien lo haga no quiere decir que sea deseable y que a algunos les guste no lo mejora ni, ya puestos a decirlo todo, habla particularmente bien de ellos. Como en cualquier trabajo especialmente exigente –porque la cocina, a determinados niveles, sin duda lo es- son relativamente frecuentes los casos de depresión, de estrés mal resuelto, de alcoholismo, de adicción a drogas, de maltrato, de rivalidades que en ocasiones llegan a lo físico.

    Las cocinas ya no eran cocinas: eran sentinas del Bounty, eran las tripas de un submarino, eran la cubierta de un barco pirata, Lee Marvin pasando revista en Doce del Patíbulo, el Hell’s Kitchen de Sleepers, el camerino de Mötley Crüe después de un concierto

    En el momento que todo eso pasó al papel de la mano de Bourdain ganó un aura mágica, un punto de atracción. La cocina metódica, silenciosa, concentrada pasó a retratarse como un antro no siempre limpio, no siempre en condiciones laborales dignas. Humo, tatuajes, gritos, grasa, porros, miradas asesinas, restos de comida en la cámara. Si, chef. Las cocinas ya no eran cocinas: eran sentinas del Bounty, eran las tripas de un submarino, eran la cubierta de un barco pirata, Lee Marvin pasando revista en Doce del Patíbulo, el Hell’s Kitchen de Sleepers, el camerino de Mötley Crüe después de un concierto. La épica estaba servida.

    Origen y auge del Cock Cook

    You know where you are? You’re in the Jungle, baby. You’re gonna die!

    La leyenda dice que eso es lo primero que oyeron William Bailey y Jeffrey Isbell (posteriormente conocidos como AXL Rose –casualidad o no, las letras del nombre, reordenadas pueden leerse como Oral Sex- e Izzy Stradlin, de Guns N’ Roses) al bajarse del autobús que los llevó desde Indiana a Nueva York en el barrio equivocado. Con un principio así es fácil trabajarse una biografía de peleas, salas de conciertos, vomitonas en el suelo, strippers, ladillas y botellas vacías de Jack Daniels sobre la que escribir. El rock, en realidad, va de eso en buena medida y por eso nos gusta.

    I’m gonna give you my love / I’m gonna give you every inch of my love

    En los 70 empezó a conocerse todo esto, de una manera entre irónica y despectiva, como Cock Rock: una mezcla de estilos en la que sobrevolaba toda una estética basada en el marcar paquete, en las groupies arrobadas y dispuestas a todo, camisas desabrochadas hasta el ombligo; los más machos del barrio, los que tienen tatuado hasta el reverso de la oreja. Robert Plant con pantalones a punto de provocarle una hernia inguinal mientras le dice a las adolescentes lo que piensa hacerles a poco que se le pongan a tiro, AXL Rose con una erección evidente mientras canta el estribillo de My Michelle ante 70.000 japoneses. Cocaina para todos. Colchones tirados en el suelo del autobús de gira.

    El rock es música pero es también, al menos al 50%, espectáculo. Algunos dicen que es una actitud, otros que es una perfecta herramienta de marketing, pero lo que está claro es que es esencialmente una imagen, una pose. No podemos entenderlo sin todos esos comportamientos asociados. Y eso es algo que nos fascina, a mí el primero. Es una suspensión de la realidad adulta que nos encanta.

    Tanto nos gusta que cuando extrapolamos el estereotipo a otro sector –pongamos, por ejemplo, la cocina- sigue funcionando en buena medida. Seamos sinceros: la imagen de un cocinero gordito, de chaquetilla impoluta y bien abrochada, prematuramente calvo, de uñas cuidadas retirándose a casa al atardecer para escuchar a Monteverdi mientras bebe agua con gas no vendería lo mismo.

    En esto Bourdain tuvo bastante que ver. Su descripción de cocinas con olor a comida al borde de la putrefacción, con una batería de machotes dándolo todo para sobrevivir un día más, para volver a casa después de un último trago, de una última raya, escupiendo en la acera de camino hacia el metro está ahí para quedarse. Tan efectivo fue que ni siquiera hizo falta que lo contase todo. Él escribió algunas cosas, insinuó algo y adoptó, si acaso una cierta actitud. Nosotros imaginamos el resto, adornamos la historia, la cubrimos de nata y pusimos la guinda en el pastel de lo canalla, lo brutal y lo cañero.

    Todos hemos escuchado, desde entonces, historias de infidelidades, de muebles bar vacíos, de señoras que entran y salen de las habitaciones del hotel; nos han contado de aquel que salió desnudo del ascensor –imaginad algo parecido en un congreso de químicos de prestigio- del que se cayó rodando por la escalera o se tiró vestido a la piscina con una botella en la mano, del que se quedó dormido al volante en un descampado a las afueras de alguna ciudad latinoamericana. Cada uno vive su vida como quiere, por supuesto, y no es intención de este texto juzgarlo. No hablo de las actitudes, sino de la relevancia estética que esas actitudes han ganado. Rebuscad, porque no encontraréis en las hemerotecas ni en el boca a boca del sector historias semejantes sobre Guerard, Marchesi, Bocuse, Pic padre o Arbelaitz. Es algo propio de la cocina y sus alrededores en las dos últimas décadas.

    Ese es ya, de hecho, el espinazo de nuestra iconografía del cocinero contemporáneo. Con la diferencia respecto al rock de que la cocina no es –no era- una profesión con una componente visual y estética. Disfrutábamos de los frutos del trabajo del cocinero, pero el cocinero, con su estilo de vida, sus preferencias y sus gustos musicales, quedaba fuera de la ecuación hasta ese momento. Hoy la parte más defendible de ese nuevo personaje que es el cocinero estrella aparece en portada y llena cientos de webs mientras la otra, la que alimenta la leyenda, la necesaria para crear el icono, se comenta en voz baja en los corrillos.

    Hoy nos hemos acostumbrado a cocineros luciendo tatuajes o abdominales en portada, a especiales en los que se nos hace un listado de sus bandas de punk preferidas o de sus escapadas perfectas para perderse en moto o saltar en parapente; a verlos llegar a congresos o ferias rodeados de seguridad privada. Si, hay casos. Los he visto. Hemos ido hibridando la cocina con la estética de la estrella crepuscular de las artes escénicas. Esto no es, seguramente, ni bueno ni malo. Es, simplemente, nuevo; algo que ha nacido ante nuestros ojos, que sigue evolucionando y con lo que tenemos que aprender a convivir.

    Cuando lo conocí en persona, sin embargo, me encontré a un tipo altísimo y de un atractivo innegable, que llevaba un jersey que gritaba dinero con solo mirarlo; una persona cortés, pero absolutamente desinterada por cualquier cosa que pudiera decirle

    Bourdain nos dejaba estos días. Por un momento pensé en hablar del suicido como otro elemento más que ha ido añadiéndose a la ecuación, pero no creo que sea el momento para meternos en ese berejenal y no es un tema sobre el que me apetezca escribir. Con él se va el icono fundacional de esa tendencia. Cuando lo conocí en persona, sin embargo, me encontré a un tipo altísimo y de un atractivo innegable, que llevaba un jersey que gritaba dinero con solo mirarlo; una persona cortés, pero absolutamente desinterada por cualquier cosa que pudiera decirle. Me saludó, esa vez y otra al día siguiente, como podría haberlo hecho George Clooney en una rueda de prensa, mirándome los segundos justos antes de pasar a mirar y sonreir al siguiente. Me dio las gracias de una manera muy cortés y al mismo tiempo absolutamente distante.

    No es que esperase que me invitara a irme de copas a un garito inmundo que sólo él conocía, que acabáramos viendo amanecer en la playa con una botella de bourbon mediada entre los dos, que me metiese en una de esas cocinas – campo de batalla para enseñarme la cruda realidad, el fragor del servicio. Pero no hubo nada en él, en su actitud, en su pose o en sus modales que me hiciera ver al mito que se sacó de la manga.

    Fue, un poco, como cuando para tratar de hablar con un Heston Blumenthal al que tenía que presentar en una mesa redonda, tuve que tratar de franquear –sin éxito- el muro formado por su agente, su jefa de prensa y no sé quién más. Como tratar de acercarte a Pacino en un rodaje y descubrir que no es ni Tony Montana ni Serpico. Conocí, aquel día, a una estrella internacional que se comportó como tal y no vi por ningún lado ni el ruido ni la furia. Me quedo con sus libros y sus programas. Si no son la realidad son una versión estudiadamente sucia de la misma que me sirve igualmente, que refleja un momento, que desmitifica un oficio y que –a esto iba- dan lugar a una nueva estética de la cocina.

    Visto ahora, con casi una década de por medio desde aquel encuentro, la situación me parece un buen ejemplo de cuánto de pose, de artificio y de impostado hay en esto que he llamado, más por la sonoridad que otra cosa, Cock Cook, Cocina o cocinero cipotudo, quizás, en una traducción de urgencia y seguramente injusta con más de uno. Bourdain no es responsable del uso que se ha hecho de su mitología, del la eclosión de cocineros que lo arreglan todo a base de gónadas y actitud. Fue un buen escritor capaz de recoger lo más vicioso de un sector y hacerlo atractivo, fue un divulgador gastronómico más que digno y seguramente esto es lo que recordaremos dentro de 20 o 30 años por encima de sus tatuajes, sus historias de la mala vida y su sonrisa canalla. Son los hijos de esa estética incapaces de arañar más allá de la superficie los que me preocupan, los que se quedan en la parte estética, coreográfica y gestual. Los que estos días sólo recordaban el personaje y se olvidaban de su legado. Los que, en definitiva, no han entendido nada.

  • Los ‘carquignols’ de Pepiña del Río

    Los ‘carquignols’ de Pepiña del Río

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    Los ‘carquignols’ de las hermanas Del Río Carreró son sólo un ejemplo, uno de tantos posibles, de cómo la gastronomía está unida a la historia de un territorio hasta el punto de poder, en ocasiones, explicarnos cosas que no acabamos de entender de la misma

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o puedo evitar verlo, en mi cabeza, como si se tratara de escenas de la película El Piano, de Jane Campion. Petronila Carreró Gelpí, nacida en el puerto de Cabo de Cruz, en el corazón de la Ría de Arousa, se casó con Enrique del Río Ferrer, nacido también en la ría, aunque en A Pobra, en la orilla norte, hijo también de una familia en la que se cruzan apellidos como Ferrer, Casellas, Nunell, Pons, Portals o Doménech.

    La suya no fue una relación fuera de lo común. Los matrimonios entre miembros de familias de origen catalán eran frecuentes en las rías a finales del XIX y ellos no fueron una excepción. Él pertenecía a los Ferrer, que habían llegado para asentarte en varias localidades de la zona arousana hacia 1790. Ella era una Carreró, de los que se asentaron primero en la costa norte, en Mugardos y Sada, y pasaron luego a las Rías Baixas.

    Petronila Carreró y Enrique Ferrer

    Las dos fueron familias típicas de un estrato social de la burguesía costera de la Galicia de aquella época y ellos -Petronila y Enrique- representantes de aquellos catalanes de tercera generación, de nietos o bisnietos de empresarios y comerciantes llegados de Reus, Vilanova i la Geltrú, Barcelona o Palamós a Galicia atraídos por el negocio de la sardina y que decidieron quedarse.

    Panteones de los catalanes en el cementerio de A Pobra

    Petronila y Enrique fueron mis tatarabuelos y en la familia se cuentan historias -que como en todas las familias tendrán una buena dosis de ficción- de los negocios del abuelo, que no siempre fueron todo lo bien que él había previsto, de su carácter excéntrico y de cómo su mujer, Petronila, cansada de sus idas y venidas lo abandonaba periódicamente para volver a Cabo de Cruz, a casa de sus padres. Lo hacía en barca, cruzando la ría.

    [aesop_image img=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/04/El-María-Assumpta-fue-uno-de-los-barcos-de-Enrique-del-Río-Ferrer.jpg» panorama=»off» imgwidth=»300px» offset=»-100″ align=»left» lightbox=»on» caption=»El María Assumpta, uno de los barcos de Enrique del Río Ferrer» captionposition=»left» revealfx=»off» overlay_revealfx=»off»]

     

     

    Y la tradición familiar cuenta que en alguno de esos viajes, además de baúles de ropa y ajuar llevó con ella vajillas y un piano. Cuatro kilómetros a penas, en línea recta, que por tierra se convierten en cerca de 20, pero que no puedo evitar imaginar, con el estado del mar de las rías durante buena parte del año, con los vestidos de aquella época, con todo lo que sin duda habría implicado entre el puñado de vecinos de A Pobra o del Cabo de rumores y escándalos. De ahí el vínculo mental con la película, con aquel piano en la playa, con faldas azotadas por el viento y con esa sensación de choque entre dos mundos.

    Cuentan que Enrique acabó por arruinarse. Hay quien dice, incluso, que perdió la villa en la que vivían jugando a las cartas. Cuentan que tenía un perro, Pocholo, que comía a la mesa y que iba con él al cine. No sé qué puede haber de cierto, aunque sí es verdad que revisando prensa de la época he ido reconstruyendo la pérdida progresiva de las fábricas, la venta de los barcos y de los aserraderos. Saliendo ya del terreno de la leyenda familiar parece que la bajada de las ventas causada por la I Guerra Mundial dio el golpe de gracia a los negocios de los Ferrer e impidió que diesen, como hicieron otras familias, el salto de la salazón a la conserva moderna.

    En cualquier caso, la historia de Enrique y Petronila, de esta rama de los Ferrer y los Carreró, representa la de tantos otros con historias similares en la Galicia de aquellos años. Y aunque no lo parezca, tiene sus implicaciones gastronómicas.

     

    [aesop_timeline_stop num=»Los fomentadores llegan a Galicia» title=»Los fomentadores llegan a Galicia»]

    Entre 1755 y 1820 llegaron a Galicia unos 15.000 catalanes para dedicarse al negocio de la sardina. La cifra es elevada, pero si se tiene en cuenta que se afincaron en un puñado de comarcas concretas y que por entonces Galicia llegaba apenas a los 700.000 habitantes el impacto que pudo suponer esta oleada migratoria aparece como inmenso.

    Los motivos fueron muchos y muy diversos. No tendría sentido detenerse aquí en ellos, aunque podemos hablar de una tormenta perfecta en la que confluyeron las guerra con Inglaterra, los aranceles a la importación de bacalao, la mala relación con Portugal, el crecimiento demográfico en Catalunya, el comienzo de su industrialización, una época de escasez de pesca en la costa catalana y la Matrícula de Mar, una norma que obligaba a todos los profesionales del mar a inscribirse y estar disponibles para ser enviados a la guerra entre los 16 y los 60 años.

    Casa y antigua fábrica de los Carreró en el puerto de Cabo de Cruz

    Los primeros elementos hicieron que el mercado exigiera más pescado seco. Por un lado la población crecía mientras que por el otro el pescado seco importado se convertía en un bien escaso y precioso y el fresco escaseaba. Por otra parte estaba el asunto de la dichosa Matrícula. Era difícil librarse, casi diríamos que imposible. Salvo que el afectado estuviese lejos, pongamos que a unos 1.000 km, más o menos la distancia que hay entre la costa catalana y la gallega ¿Fue la matrícula de mar el detonante definitivo de este proceso? Sin duda no, pero es probable que al comienzo ayudase a más de un joven catalán heredero de una familia de pescadores, de armadores o de comerciantes del mar –gremios todos ellos sujetos a la Matrícula- a contemplar la alternativa gallega con un poco más de simpatía, considerando que las otras opciones podían ser cuatro años en la armada contra los ingleses o la emigración a las colonias de América o de Filipinas.

    Soy consciente de que estoy simplificando mucho, de que las cosas, en historia, no son nunca tan sencillas y de que no existe una única explicación válida para todos los casos. Pero la tendencia general bien podría ser esa. En un momento dado, a mediados del XVIII y debido a una confluencia improbable de circunstancias, el Finisterre atlántico comenzó a parecer una idea tentadora para miles de empresarios y comerciantes catalanes.

    Ruinas de una de las fábricas de salazón de los Ferrer en la Punta de Couso

    Recoloquemos de nuevo la imagen. Va a hacer falta para entender lo que suponía esta decisión en aquel momento. Los 1.000 km que ahora pueden no parecernos gran cosa implicaban, en 1750, unas cuantas semanas de viaje en carretas y carruajes o su equivalente, algo más corto aunque no demasiado, en barco. No volvías a casa cada pocas semanas, no tenías noticias de tu familia a diario. Seguramente no volverías a ver a tus amigos y conocidos en años, si es que volvías a verlos.

    El traslado implicaba asentarse en un lugar con otro idioma, con otra cultura, con un clima bien diferente. El shock de la llegada de aquellos jóvenes empresarios, en muchos casos comerciantes curtidos en viajes por medio mundo, acostumbrados a hacer negocios en Barcelona, en Génova o en Marsella, tuvo que ser tremendo para ambas partes. Dejar Blanes, Reus o Calella, meter a toda tu familia, tus ahorros y tus pertenencias en un buque y desembarcar a las dos semanas en una aldea de la Costa da Morte tuvo que suponer un impacto que es difícil de imaginar.

    [quote]Los fomentadors catalanes pusieron en marcha sus factorías salazoneras y no sólo trajeron con ellos a sus familias sino que, poco a poco, construyeron una capa social que creció al margen, manteniendo el contacto imprescindible con la sociedad local. El idioma y las costumbres eran otros y se convertían muchas veces en una barrera que no se lograba -o no se quería- franquear, así que estas familias de fomentadores se relacionaban básicamente entre si, tenían su vida cultural [/quote]

    Algunos de estos inmigrantes -fomentadores catalanes, como se les conoce aquí- tuvieron la fortuna o el buen ojo de acabar asentándose en A Coruña, en Ferrol o en un Vigo que por aquel entonces empezaba a crecer tímidamente. Otros se instalaron en Quilmas, en Caldebarcos, en Pinténs o en las aldeas del Cabo Udra, lugares abiertos al océano, formados por apenas un puñado de casas sobre la arena sin una conexión por carretera con ningún sitio.

    Ahí se asentaron, pusieron en marcha sus factorías salazoneras y no sólo trajeron con ellos a sus familias sino que, poco a poco, construyeron una capa social que creció al margen, manteniendo el contacto imprescindible con la sociedad local. El idioma y las costumbres eran otros y se convertían muchas veces en una barrera que no se lograba -o no se quería- franquear, así que estas familias de fomentadores se relacionaban básicamente entre si, tenían su vida cultural -es fascinante revisar la crónica de veladas musicales en aldeas de la costa en aquella época- y mandaban a sus primogénitos a estudiar a Barcelona para que, a su regreso, fueran capaces de dirigir los negocios de la familia.

    En apenas unos años nacieron los primeros descendientes, con dos apellidos catalanes. Sus hijos, en la mayoría de los casos, tendrían cuatro y seguramente seguirían hablando catalán en casa, con sus amigos -descendientes de catalanes también- o en los colegios que sus padres y abuelos habían fundado. Aquellos niños catalanes nacidos en Galicia volvieron, tras estudiar en Catalunya, para convertirse en muchos casos en los alcaldes, en los notarios, los jueces o los abogados de las aldeas en las que estaban asentados. Los menos dados a los estudios se quedaron para capitanear los barcos de la empresa, dirigir al personal de las fábricas o encargarse de las oficinas.

    Aún hoy, 270 años después, esta historia es perfectamente rastreable en la costa. Colomer es un apellido que aquí, en Galicia, se asocia con Ribeira. Los Portals son de Esteiro, los Romaní de Muros, los Sagristá de Corcubión, los Paratcha y los Portanet de Vigo. En Cangas hay una playa de Massó, en Bueu una ensenada de Barceló, en Esteiro un Porto de Boix, en A Pobra un antiguo Barrio dos Cataláns (hoy O Areal), como también lo hubo en Vigo, y en Louro una playa de Goday. El gran museo dedicado al mundo de la salazón en las rías es el Museo Massó de Bueu, instalado en la antigua fábrica de esta familia que mantuvo una conservera y una factoría ballenera en activo hasta hace apenas 25 años.

     

    [aesop_timeline_stop num=»El impacto sobre la cocina» title=»El impacto sobre la cocina»]

    La cocina no se quedó al margen. Y no sólo por ese carácter autárquico de la sociedad creada por los catalanes sino también por la naturaleza misma de sus negocios. Se habían criado en el Mediterráneo, se trataban fundamentalmente con gente de sus mismos orígenes y comerciaban, en muchos casos, con productos catalanes. Muchos de ellos exportaban sardina a Catalunya en barcos que, a su regreso, venían cargados con vinos y licores, frutos secos o hasta hortalizas. Mi familia conserva documentos que hablan de cargamentos de berenjenas, que aquí resultaban de lo más exótico. No olvidemos que desde la Costa da Morte, en línea recta, está bastante más próximo Cornwall (760 km) que la Costa Brava (1010 km a Roses), que están más lejos Barcelona o Girona que Londres o Bristol, porque el dato ayuda a situar unas cuantas cosas en cuanto a clima, paisaje o productos disponibles.

    Así que hubo recetas que pasaron de madres a hijas. De madres catalanas a hijas emigradas en el Atlántico, en un primero momento. Y de estas a sus hijas galaico-catalanas, generación tras generación.

    Es ahí donde llegamos de vuelta a Enrique y a Petronila, a A Pobra do Caramiñal y a algún momento cercano a 1900, cuando las dos familias llevaban asentadas en las rías más de un siglo. Es entonces cuando las hijas del matrimonio empiezan a recopilar las recetas de la familia.

    [aesop_character img=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/04/Petronila-Carreró-Gelpí-madre-de-Pepiña.jpg» name=»Petronila Carreró» align=»left» force_circle=»off» revealfx=»off»]

    En el cuaderno de Josefa, conocida familiarmente como Pepiña, mi bisabuela, aparecen algunas recetas claramente gallegas, aunque no muchas; algunos platos con almejas o merluza y fórmulas actualizadas según el gusto burgués de la época a partir de productos locales (budín de grelos, timbal de repollo). Es curioso que no se encuentra ninguno de los que hoy consideramos clásicos en la cocina gallega: ni cocidos, ni lampreas, ni pescados con allada, ni empanadas, ni lacones, ni roscas ni filloas. Solamente aparecen orellas y melindres y esto se convierte en un indicio más del aislamiento -buscado o no- de estas familias respecto a su contexto más inmediato. Vivían aquí, eran de aquí, pero ni cocinaban ni comían como los de aquí.

    Esta selección de recetas habla también, al mismo tiempo, de cómo la cocina de un lugar y de un tiempo concreto no es nunca algo uniforme y puede presentar rasgos bien diferentes según el estrato social que investiguemos. En Galicia, sin ir más lejos, en aquella época no era igual la cocina de los marineros que la que se elaboraba en los pazos o la de la nueva burguesía llegada años atrás de Catalunya y estos es algo que el cuaderno también recoge.

    [quote]En el cuaderno de recetas de Josefa aparecen platos que parecen mirar al Mediterráneo, algunas recetas claramente gallegas, pero ninguno de los que hoy consideramos clásicos en la cocina gallega[/quote]

    Si aparecen, sin embargo, platos que parecen mirar al Mediterráneo. Hay, por ejemplo, una profusión de recetas de pasta que no es en absoluto habitual en esta parte del mundo en aquella época. Hay un timbal de macarrones, en concreto, que suena familiar a cualquiera que conozca un poco la cocina burguesa catalana. Hay recetas de familia, como es lógico, como el pollo asado al estilo de mamá Petronila o los Petronilos, una especie de rosquillas fritas.

    Aparecen también clásicos de la cocina burguesa del momento, difíciles de situar geográficamente, pero significativos para entender el contexto en el que nace el recetario: pastelitos de cock-tail, croquetas de foie gras, gelatina de salmón, ostras al jerez, huevos modernistas, explicaciones sobre la manera de servir el chantilly, el buen uso de los vinos o la armonía que ha de tener la mesa.

    Y ahí, en medio de esta selección ecléctica de recetas de aquí y de allí, de platos que nos hacen suponer un origen, de otros que representan un estatus social y de otros que uno no acaba de situar, donde aparecen otros que hacen que toda esta historia cobre, de alguna manera, un sentido material, tangible, cristalice en algo capaz de sobrevivir a generaciones y a distancias y permanecer razonablemente inalterado.

    En una de las páginas su segundo cuaderno, en el apartado que dedica a los dulces, Pepiña anota a continuación de sus galletas de sebo el nombre de una receta: Carquignols. La ortografía no es la correcta -indica, tal vez, una transmisión de generación en generación en la que el idioma original se pierde en algún momento pero la fórmula permanece- pero la receta se mantiene fiel a la que aún hoy se prepara en Catalunya.

     

    Carquignols de Pepiña del Río Ferrer:

     

    Se pesan 6 huevos y lo que resulte de este peso igual de azúcar, harina y almendras y la cuarta parte de manteca de cerdo. Se baten los huevos todos juntos con el azúcar, luego de bien batido esto se le añade la harina, después las almendras limpias y sin tostar partidas en dos o tres pedazos y algunas machacadas y por último de todo se echa la grasa derretida sin que esté muy caliente, después se echa el batido en una lata engrasada y se mete en el horno. Cuando está bien dorado se saca, se parte en caliente en forma de bizcochos y se van tostando por donde están blancos.

     

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

     

    Receta de los carquinyolis, según la Fundació Institut Català de la Cuina i de la Cultura Gastronòmica:
     

    Hacer un círculo con la harina y poner en el centro el azúcar, la levadura, la ralladura de limón, la canela, las almendras, el agua, el anís y el huevo. Mezclar primero los ingredientes del medio y después trabajarlo con la harina hasta conseguir una masa bastante dura. Hacer unas barritas alargadas y planas de 3 a 4 cm de ancho por la mitad de altura. Pintarlas con la yema de huevo mezclado con un poco de agua. Colocar estas barritas al horno previamente calentado y dejar cocer a temperatura regular hasta que estén doradas. Retirar del horno y cortar en rebanadas

     

    Es la misma receta que preparaba de vez en cuando mi abuela para acompañar al café, la misma que preparaban sus primas cuando, ya mayores, íbamos a visitarlas. La misma que conserva mi madre y que prepara muy de tarde en tarde. Hemos perdido los apellidos –ya no conservamos ni el Ferrer ni el Carreró- pero conservamos los carquignols que Pepiña aprendió, seguramente, de su madre.

    Es la misma receta que probablemente llegó con Josefa Rovira Carreró a Cabo de Cruz hacia 1805. O tal vez lo hiciera de la mano de la familia del tatarabuelo de Maruja Ferreol Carreró Torrent cuando dejó Sant Feliu de Guixols para instalarse en las rías. Puede que llegase con Teresa Ferrer Portals cuando se instaló con su marido en O Grove cerca del año 1800 o con Marcelina Nunell y su esposo.

    Los detalles no son importantes y seguramente nunca llegaremos a conocerlos, pero estos dulces -harina, huevos, azúcar, almendra- han sido capaces de saltar más de 1000 kilómetros y 8 generaciones, de ser absolutamente catalanes y al mismo tiempo radicalmente gallegos, tan gallegos como la historia de la bisabuela, de sus padres Enrique y Petronila y de los padres de estos, nacidos a orillas de la ría de Arousa.

    [aesop_timeline_stop num=»Epílogo» title=»Epílogo»]

    Los carquignols de las hermanas Del Río Carreró son sólo un ejemplo, uno de tantos posibles, de cómo la gastronomía está unida a la historia de un territorio hasta el punto de poder, en ocasiones, explicarnos cosas que no acabamos de entender de la misma. Los carquignols de mi bisabuela de A Pobra do Caramiñal son, en realidad, un fósil, un vestigio de otra época que sobrevive mientras docenas de otras recetas se han perdido o, más bien, se han disuelto contaminando recetas locales, introduciendo ingredientes, técnicas y sabores en un lugar alejado de sus orígenes. Más que un dulce son un recuerdo de una historia que une el Atlántico con el Mediterráneo y que dio lugar a una anomalía dentro de la historia gastronómica peninsular que sigue viva, aunque oculta en buena medida, en la costa de las rías.