Autor: Maria Nicolau

  • El desprecio

    El desprecio

    El pasado año 2018, según la Encuesta de Población Activa (EPA) del Instituto Nacional de Estadística (INE), el número de trabajadores ocupados en hostelería en España superó los 1,7 millones de personas.

    En 2017, y también segun datos del INE, en España había 253.344 empresas dedicadas al sector de la hostelería, 68.454 de las cuales son restaurantes y puestos de comida, 13.528 empresas de provisión de comidas preparadas para eventos y otros servicios y 171.362, bares.

    Segun la última edición de la Guía Michelín, la correspondiente al presente año 2019, en España hay 206 restaurantes con alguna estrella de la citada guía.

    Así pues, los estrellados representan un 0,3% del total de restaurantes de este país. El 99,7% de los restaurantes que quedan son el resto.

    Decía Wittgenstein, autor de la que es considerada la obra filosófica más importante y relevante del siglo XX, Investigaciones Filosóficas de 1953, que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo«. Esto es, cómo hablo del mundo acaba configurando el mundo del que hablo, el lenguaje crea la realidad y, más allá de hablar de lo que vemos, cómo hablamos determina lo que vemos y cómo lo vemos.

    Zhaoqui Yu

    Consideraba el lenguaje como un abigarrado juego de sonidos en el cual el significado de las palabras deriva de su uso público. El significado de lo que decimos se genera después de haber sido dicho y, una vez generado, configura y dibuja la realidad que percibimos. La cháchara en la plaza pública es el Big Bang.

    Si algo tienen la sabiduría popular y los dichos de siempre que han conseguido pasar de generación en generación sin desvanecerse es que echan raíces en este mismo fondo del que beben las grandes cuestiones filosóficas, por esto consiguen no perecer y mantenerse vivas a través de modas, edades y tempestades, porque siguen siendo vigentes y útiles en contextos y sociedades variadas y variantes, y nutren como fuentes naturales y campestres la vida y vicisitudes diarias y más pragmáticas de los que somos gente común. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio dice el dicho o, como diría Wittgenstein, aquello de lo que no hablamos no existe.

     

    El 99,7% de los restaurantes de este país no existen. Son nada. Valar Morghulis.

    Hablemos de esta nada. Hablemos de aquello de lo que no hablamos. Hablemos de la criatura que habita debajo de la cama.

    Hace unos pocos días tuve una conversación interesante con un compañero cocinero. Me gusta, y lo hago a menudo y tanto como puedo, encontrarme con compañeros de oficio, conocer el viaje de estas personas, compartir batallitas. Y hay algo, siempre hay algo en esas conversaciones, que me transporta a esa antigua fábula india en la que a siete hombres se les vendan los ojos y se les acerca a un elefante para que lo palpen y lo describan. Cada uno de ellos palpa una parte diferente del animal y, por lo tanto, cada uno lo describe de forma totalmente distinta de acuerdo con su propia y personal experiencia: un pilar de piedra (la pierna), una serpiente (la cola), una hoja gigantesca de palmera (la oreja)… Al compartir sus impresiones éstas aparecen totalmente diferentes, pero al fin, al quitarse las vendas de los ojos, se dan cuenta de que sus descripciones, pese a ser tan distintas, son todas ellas acertadas y describen a un único animal.

    Hay algo en las conversaciones entre compañeros de oficio que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.

    El desprecio

    Hay algo en estas conversaciones habituales entre compañeros de oficio venidos de restaurantes y trayectorias totalmente diferentes, un mecanismo oculto, que funciona igual que en esta vieja fábula. Algo que en el caso del cuento no hay venda que pueda cubrir. Algo en las conversaciones que es recurrente, una sensación común a la que se llega desde ángulos diametralmente opuestos, un latido de fondo que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.

    El desprecio.

    Ali Yahya

    Como un poliedro o como una criatura viscosa con tentáculos, este fenómeno, esta emoción malsana, muestra una apariencia distinta según el ángulo desde el que se observe, y es percibida, como el elefante, de formas que se diría no tienen nada que ver entre sí.

    Para algunos de los habitantes de este embalse del 99,7%, éste aparece como una especie de cementerio de dinosaurios, un sitio donde van a dejarse morir paulatinamente, y sin grandes sobresaltos, aquellos a los que el sistema considera que ya se les ha dado tiempo suficiente para probar su valía sin éxito; mayores de treinta y cinco años (viejos) con cargas familiares e hipotecas o con deudas y resentimiento de aventuras anteriores. Cocinas de hoteles o así, con horarios contenidos y salarios más o menos cubiertos por la facturación de las pernoctaciones. Una gastronomía grisácea incluída como daño colateral en las pensiones completas y las medias pensiones.

    Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo

    Los dinosaurios conviven en simbiosis con los chavales tontos, se compenetran a la perfección, sea los que en la escuela de hostelería eran etiquetados de poco avispados, sea los blanditos, los que no tienen lo que hay que tener, sea los que tienen vicios caros de los que pueden estropearte un poco, y que entran a las seis para preparar la bollería y los embutidos del buffet de desayunos, o a las 9 para preparar las ensaladas del surtido de entrantes y cortar la macedonia de los postres.

    Bucean en esa charca del 99,7%, tambien, los habitantes de locales que se diría, físicamente, han echado raíces en él. Condenados a ser traspasados cada, pongamos, año y medio, estos espacios preñados de neblina ocre infectan todo emprendedor que entra en ellos detrás de la zanahoria de la ilusión. Locales de los que el cliente no espera nada, a los que nadie tiene previsto ir nunca. Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo.

    Eduardo Sánchez

    Todo el mundo sabe lo que va a pasar. Desesperanza a cubos, de esa que se refiere a lo que es no esperar nada. Hemos visto a esos cocineros y camareros volverse ocres un millón de veces. Antes no lo eran. Y con el empuje inicial, puede muy bien ser que después de zafarse del tentáculo de la mala inercia, sobren fuerzas para hacer una buena tortilla de patatas. Que nadie espera que esté bien, recordemos, que nadie espera que esté rica, que todo el mundo sabe como va a terminar la historia. Y como la vida es cuesta arriba y el tentáculo está en su salsa, por una cuestion de perseverar (como dicen en los cursos) la babosa casi siempre gana, y al huésped se le presentan dos opciones: abandonar y marcharse con la deuda a cuestas para dejar paso al siguiente, o abandonarse y fundirse con el local, pasando a tener un color parecido al de las paredes. Ese ocre. Sin fuerza ni ánimo para hacer una tortilla como la del primer día. Tirando de los oficinistas y currantes de alrededor. Tenía que ser mala. Pues claro. En el fondo todos teníamos razón.

    O pueden hacerles palpar la forma, hablar de ella, describir ese hedor, a los jefes de cocina de lo que llamamos la vieja escuela, que tambien estan en esa zona turbia del 99,7%. Levantan franquicias, locales de provincias, casas de comidas de linaje familiar y restaurantes de esos de los que no habla nadie.

    Estos jefes de cocina hicieron lo que se supone que debían hacer: subirse al caballo, atravesar tempestades, salvar dificultades, matar al dragón y rescatar a la princesa. Fueron arrastrados por la necesidad de trabajar o por el padre y por la oreja al mundo laboral, sea en el restaurante familiar sea en el ajeno, y empezaron barriendo cámaras y rascando en la pica, pelando patatas y limpiando calamares, hasta ganarse el derecho a entrar en la rueda de partidas a base de aprender a ver, oír, callar y currar. Dos años en gardemanger, otro par en entrantes calientes, arroces, con suerte pescados y al fin carnes, que era el paso previo a ser designado segundo de cocina y aspirar algun día a ser el capataz (pasteleros y salseros son un mundo aparte, orbitan distinto).

    Oliver Rouse

    Saben de sobra que nadie hoy elige con entusiasmo y libremente trabajar en sus cocinas, no son el plan A de ningún estudiante ambicioso de los que salen de la escuela de hostelería o de los cursos prestigiosos pateando como jóvenes centauros. Se comen los marrones del de arriba y la sorna de los de abajo, que en estos tiempos entran siempre sabiendo más, teniendo mucha más visión e ideas creativas, y nunca, nunca, terminarán así. Qué dices. Las escuelas de hostelería y los buenos cursos caros de ahora, consiguen en un par de años lo que antes se conseguía en veinte. Porque eran unos catetos, ea.

    Cargados de malos vicios, cobrando más de lo que se merecen por eso de antes que eran los bonos por antigüedad, malhumorados y quemados.

    Ahora que ya no existen discos ni cassettes la analogía es peliaguda, pero uno podría fácilmente ver su cargo de chef como una cinta en la que sólo se hubieran grabado caras b. Porque se parecen tan poco a los hits que todos conocemos…

    Malte Wingen

    Tamizado el barrizal, buena parte de lo que resta de ese 99,7% está cubierto por la fuerza laboral de inmigrantes. Que son los que se quedan cuando el resto se van. Los que, qué curioso, entran en la rueda de la cocina de un restaurante por la misma puerta que los cocineros de antaño, casi que por los mismos motivos, y terminan convirtiéndose en oficiales más que competentes sin los laureles de los de aquí y de pro. Haber estudiao.

    Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación

    El desprecio.

    Sé perfectamente que la línea que he trazado al inicio alrededor del 0,3% es atrevida y tendenciosa. A brocha gorda si quieren. Pero necesito narrativamente mandar un mensaje. Sé que probablemente el grupo de restaurantes y grandes chefs de los que hablamos cuando hablamos de gastronomía españolao chefs incluye algun que otro nombre más que sólo los estrellados. Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación.

    Y, teniendo clarísimo que los que más brillan son no sólo dignos de todo reconocimiento por méritos incuestionables, sino además fuente de inspiración y por lo tanto de gratitud por todos los que les miramos cuando buscamos referentes (que sí, que vale), me embarga un terror paralizante cuando me paro a observar cómo ese 0,3% ocupa la inmensa mayoría del discurso cuando se habla de restauración.

    Florencia Viadana

    Ese 0,3% ha canibalizado el espacio de diálogo y se ha convertido en el marco de referencia. 0,3% o nada. Hemos llegado a tal punto de martilleo desinformativo por tendencioso e incompleto que por acoso y derribo hemos conseguido que ese 0,3% del pastel sea visto como el todo, como lo normal.

    Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables

    Ese 0,3% es el destino al cual enfocamos la inmensa mayor parte de la formación académica y de expectativas que reciben las nuevas generaciones de cocineros, de la divulgación y oferta de entretenimiento gastronómico televisivo y en línea que llega al público general, que es también la masa de clientes potenciales de, no sólo ese 0,3% que le corresponde, sino del 100%.

    Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables, realistas y competentes y sus grandes problemas y dificultades son ignorados y desatendidos. El abismo entre unos y otros va creciendo.

    Steve Long

    El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española

    Decíamos al principio que el 99,7% de los restaurantes de este país no existen, y lo decíamos porque no se habla de ellos como lo que son, eso es la normalidad, la base de todo.

    El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española. Hemos confundido lo normal con lo mediocre a base de ampliar tantísimo la imagen de lo excelente que ésta ha pasado a ocupar todo el espectro.

    A golpe de congresos gastronómicos, inauguraciones de flamantes escuelas de hostelería y creative labs, programa tras programa de televisión, ranking tras ranking tras lista, discurso tras discurso, la grieta que separa lo que las nuevas generaciones aprenden y esperan del mundo de la gastronomía se aleja cada día más de lo que el mundo real de la restauración necesita, ofrece, es.

    Ye Chen

    ¿Se dan cuenta de lo dañina que es esta forma de abordar la restauración?

    ¿Conocen a alguien que quiera ser nadie? ¿Alguien de ustedes estaría dispuesto a plantearse seriamente dedicar la mayor parte de sus esfuerzos y recursos en formarse y labrarse una carrera profesional en un ámbito en el que no sólo se conoce que es un ambiente peculiarmente duro, sino que lo más probable es que en él acabe por ser y sentirse nadie?

    Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar

    Yo tampoco.

    Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar. Porque es lo que se les ha vendido y se les está vendiendo.

    No es viable que para sentirse parte activa y digna de reconocimiento de la restauración de este país haya que llegar a formar parte de ese 0,3%. Porque no todos tenemos las mismas ambiciones, los mismos sueños, las mismas vocaciones, el mismo talento, los mismos valores, las mismas capacidades ni la misma suerte. Y porque lo que necesita y demanda, legítimamente, ese 0,3% tiene muy poco que ver con lo que necesita y demanda el 99,7% restante.

    Lan Phan

    Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando; más desalentador va siendo cada día ver que las soluciones a las dificultades reales ni están ni se les espera. Porque ni siquiera se tiene el coraje de observar, verbalizar, diagnosticar y compartir el mal del que se adolece.

    Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando

    Puede que algun día salgamos del túnel, que se apague tanto bombo mediático y tanta brillantina, y que podamos calmarnos todos un poco y volver a encontrarnos como, no sé, un oficio cualquiera. Ebanistas, mecánicos de coches, carpinteros, fotógrafos, pintores… Habrá que ver ese día si por el camino hemos perdido algo más que algún que otro eslabón de la cadena de transmisión de la dignidad del oficio.

    Habrá que ver si esos nadies olvidados no se han rendido. Cansados y cabreados por tanto desprecio.

    Por ahora, somo muchos los que hemos decidido entregarnos a esta cocina, darnos a ella para aportar lo que podamos. Nos encontramos, hablamos, compartimos y de forma más o menos evidente nos damos ánimos. Y hay que hacerlo más.

    Muchos hemos pasado por esos restaurantes y esas experiencias que he puesto como ejemplo unos párrafos más arriba. Yo les he dedicado los últimos veinte años de mi vida. Y no tengo intención de rendirme ahora, porque les digo que la vida en este lago del 99,7% es lo más intenso y maravilloso del mundo, y hay tanta cocina por hacer, tantísima, tanto por mejorar, tanto por disfrutar, tanto por aprender, tantas recetas y formas de trabajar valiosísimas que incorporar, que todo aquél que quiera apuntarse será no sólo necesario para que esto siga vivo sino privilegiado de poder vivirlo.

    Yo soy Espartaco.

    ¿Alguien más?

  • Velociraptores en la cocina

    Velociraptores en la cocina

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]L[/ms_dropcap]La cocina en casa murió el día que mi abuela Juanita mandó astillar para quemar la mesa larga de madera maciza de roble americano donde comía toda la familia, hecha por mi abuelo, y la cambió por una plegable de melamina, de las modernas, hará unos cincuenta años, después de que la televisión se asentase en su sitio de honor en el salón.

    Con la cocina pasa un poco lo mismo que con Dios: por un lado, hemos puesto una imagen de ella en un pedestal, para idolatrarla y, manteniéndola bien alta y bien por encima de los mortales humanos corrientes, evocarla como entidad amada, lejana y difícil, utópica. Y por otro, hemos cogido su cuerpo físico y lo hemos extirpado como un tumor del cuerpo vivo del mundo cotidiano, lo hemos descuartizado, porcionado en trozos más o menos identificables y manejables y hemos convertido a cada uno de ellos en una máquina de fabricar dinero, sentimiento de culpa, y residuos no reciclables.

    Lo primero, alimentado por ideas como que la cocina es difícil, laboriosa o una actividad que demanda dedicación, tiempo y hasta talentos especiales sólo a mano de unos pocos elegidos. Y ahora la cocina se encuentra en los restaurantes, donde los que saben cocinan, en las grandes cadenas de fabricación y distribución de comida precocinada, desde donde los que cobran una miseria te salutan, o en los programas de televisión, donde los que molan, te lo enseñan. Los caminos del neoliberalismo són inescrutables.

    Hemos extirpado la cocina de la vida doméstica y la hemos colocado en territorio mercantil. Pagamos para que nos cocinen, cada día más

    Y esto no es nuevo, no es una fase ni una etapa, esto es nuestro estilo de vida, el modus operandi humano por excelencia. Lo mismo que hacemos, por ejemplo, cuando extirpamos cultura y la exponemos en un museo haciendo pagar entrada para verla. ¿Han estado alguna vez en el British Museum?

    Al principio del texto, les he citado a mi abuela Juanita. Me parece inexacto que se identifique la cocina como una forma de opresión femenina. La opresión no estaba en la cocina, sino en el veto al acceso a la propiedad y a los factores de producción. La mejor arma contra la opresión que conozco es hacerse hábil, llenarse de recursos, de cultura, de herramientas; hacerse cuan más autónomo mejor, lo más capaz posible de sacarse uno mismo las castañas del fuego para no tener que rendirse a ningun tipo de chantaje por necesidad. ¿La cocina opresión?

    La cocina me salva de quedar a la merced de que la corporación de turno me saque del apuro de tener que cenar vendiéndome una solución en blister individual y con instrucciones de recalentado. Eso, o un taburete en la barra de un restaurante. El tema, al fin y al cabo, es que las mujeres conseguimos finalmente ejercer el derecho que humanamente siempre ha sido nuestro de salir al mundo y acceder a la posibilidad de autonomía económica, y la cocina quedó desierta.

    cocina

    La cocina, en un mundo en el que cada día más gente usa el horno como un armario extra para guardar sartenes, es parte orgánica e indivisible de ese cuarto propio, de esa autonomía feminista que reclamaba Virginia Woolf, donde autonomía es la palabra clave, conocimiento, herramientas, capacidad de hacer cosas, y es autonomía no contra nadie ni nada, sino en pro de la libertad personal sin etiqueta de género alguna. Cosa de mujeres y de hombres.

    ¿Puede ser que, entre el ímpetu de salir adelante femenino y el horror vacui masculino, que veía de reojo en los fogones como el vacío le devolvía la mirada, el espacio de la cocina se convirtiese en una de las oportunidades de negocio más brillantes de las últimas décadas?

    Oigo a menudo decir que la cocina es el corazón de una casa y me provoca escalofríos de repulsa el tono condescendiente y cursi que carga esa afirmación.

    La cocina es el epicentro del oikos nomos, del gobierno de una casa, de una organización doméstica, el vórtice alrededor del cual se toman decisiones económicas y políticas de calado; la sala de control que decide cómo nos alimentamos nosotros y a qué proveedores y productores alimentamos de rebote invirtiendo en ellos nuestro dinero; en la cocina decidimos también cómo gestionamos nuestros desechos y si delegamos su gestión en los camiones municipales o si aplicamos eso de las recetas de aprovechamiento.

    Decidimos también cuánto gasoil quemamos cuando abordamos la disyuntiva de usar lo de aquí o lo de allí, y decidimos también si invertimos en salud a largo plazo o en liquidez y fondo de maniobra a corto.

    Cuando uno no ocupa el mando y la toma de decisiones ese mando lo ocupará otro, y las decisiones las tomará en pos de sus intereses. Faltaría más. Hemos delegado la cocina, y lo pagaremos, lo estamos pagando ya, muy caro.

    Es tentador decir que antes la cocina era la herramienta, el camino para hacer con lo que había lo máximo posible, aprovechándolo todo y sin tirar nada, sabiduría y maestría combinadas en pos de la gestión óptima de los recursos de una casa, pero sería falso, puesto que aún lo es. Eso es la cocina, a la espera de que nos demos cuenta.

    Por ahora, la cocina es una faena, un problema.

    Pienso y elijo el plato que quiero servir (que no significa que sea el plato que quiero hacer, cuidado con la sutileza), busco la receta, hago la lista de la compra y me dirijo al supermercado. Ante la dificultad de conseguir exactamente los 32 gramos de pimentón, pongamos, que indican las instrucciones, compro un bote, así con toda la lista, y me planto en casa con media nevera llena de bolsas empezadas, tarros abiertos y medias cosas, y la bolsa de bolsas colgada detrás de la puerta a rebosar. Este proceso se va repitiendo con más o menos frecuencia, y con el ánimo de quien emprende una tarde de manualidades, con recetas más o menos complejas y quizá hasta acudiendo, pagando, a algun taller de cocina para ampliar el repertorio.

    A la tercera tarde de cinco, los ingredientes del primer día están ya todos medio pochos. Congelamos demasiado tarde y tiramos más de lo que usamos, sin contar envoltorios y despojos (a quienes miramos con cara de asco y aires de superioridad). Abordando el acto de cocinar desde esta perspectiva, la cocina se convierte en una fuente de enormes problemas e incomodidades tanto para la vida y la logística particular como para la vida y la sostenibilidad a lo grande. Es profúndamente incómodo.

    Citando a la periodista Mar Calpena en un artículo de 2014 en el que se preguntaba si ¿Es la gastronomía española cultura de la transición?:

    La cocina se ha convertido en un acto más de consumo, en un deporte para los fines de semana, en algo que ver por la tele en un reality.

    Hemos abandonado la cocina como forma de mirar y como conjunto de saberes, herramientas y conocimiento para la toma de decisiones y nos hemos convertido en sujetos pasivos de consumo.

    Consumimos comida precocinada, consumimos campañas contra el despilfarro alimentario, consumimos cocina como hobby y como forma de etiqueta de estatus social y de imagen, consumimos campañas en pro de la sostenibilidad, de lo ecológico, de lo próximo, consumimos programas de cocina con los que dormitar y documentales de Netflix sobre biodiversidad, consumimos consejos de cocina para una alimentación saludable en paralelo a consumir comida ultraprocesada compensada con suplementos alimenticios y material de farmacia, consumimos todo lo relacionado con la cocina que el neoliberalismo tomó, porque lo abandonamos, y que ahora nos vende porcionado, plastificado, masticado y al módico precio que a él le conviene.

    Y encima, encima, compramos la idea de que pedir una pizza a domicilio es más rápido, más barato y más fácil que planchar un bistec y acompañarlo de ensalada. Y es que el drama está en que miramos al bistec y a la lechuga y ya no tenemos nada que decirnos.

    ¿Saben cuál es la verdad? Cocinar está mucho más cerca de lo que hace un borracho al llegar a casa en mitad de la noche que de lo que se hace en Masterchef.

    Cocinar nos empodera como lo hace cualquier tipo de conocimiento, de cultura. Cocinar nos hace más libres, y es el arma económica y política más potente y más a nuestra disposición que tenemos

    No saben ustedes, no tienen ni idea, del drama y la profunda tristeza que me causa pensar que la sabiduría, todos los trucos, ideas, conocimientos, saber hacer conscientes o inconscientes acumulados tras vidas de experiencia en la cocina de mis abuelas, de mis antepasados, de todos los nuestros, desaparecerán.

    Hay velociraptores en la cocina mientras en el salón nosotros vemos la televisión comiendo pizza, y nos va llegando la hora de morir chillando.

  • Salvaje

    Salvaje

    Vivimos en la gran desgracia de no tener que cazar para comer.

    Como decía la abuela muy vieja de mi amigo Pere, vivimos en la ambulancia, en tono de queja y mirando de reojo a los jóvenes de hoy en día, jóvenes ese día de hace veinte años, presentes en la habitación. Abundancia, interpretábamos todos, pero su error era sin quererlo una diana transparente.

    Hobbes (1588 – 1679) le habría dado la razón, la yaya Núria había conseguido reformular a lo tonto el empirismo inglés en cuatro palabras, añadiéndole ese toque fúnebre, el mismo que empañaba de duelo la teoría del filósofo ante el hecho trágico de habernos vendido la libertad a cambio de la paz social entre lobos, pacto contra el que se rebelaría una y otra vez siglos después el instinto de Hobbes el tigre empeñándose en cazar el desayuno.

    Calvin and hobbes food on the run

    Volví hace un par de días de una inmersión canónica en esto de la vida en la abundancia, una escapada de puro hedonismo a Narbonne para dominguear en martes: paseo por el mercado municipal y carga de alforjas con decenas de quesos, quesitos y quesazos, visita al casco antiguo y la catedral de San Justo y San Pastor y, por supuesto, comida en Les Grands Buffets, considerado por algunos como uno de los mejores restaurantes de tipo bufé de Europa, quintaesencia del all you can eat, sostenido por una idea de negocio clara, redonda, y bien ejecutada. Abundancia perfectamente domesticada y transmitida, sublimada en una cascada de langostas. Un éxito de comunicación, ofrece exactamente lo que promete. Y llena cada día.

    Ese día salí de casa feliz y volví a casa feliz. Me acordé por la noche antes de acostarme del detalle de haber pedido a la camarera que por favor no retirase el pan ni la mantequilla de la mesa durante los postres. Me atraqué a pan con mantequilla salada, después de la langosta y de los éclairs.

    Fue quizá ese detalle sin importancia, ese pequeño acto de transgresión, transgresión que lo era en la forma, en relación al protocolo de servicio contra el que mi querido TOC estuvo protestando sin ser atendido durante un buen rato, y transgresión en relación al contenido, al hecho de que uno se supone que va a atracarse de langosta y foie, no de pan con mantequilla, en una experiencia de la gastronomía de la Francia burguesa de celebración y opulencia, lo que me llevó a dudar y a parar a reflexionar cuando el jefe me propuso escribir sobre mi experiencia.

    Agatha Christie es a la literatura lo que el pollo al ast es a la gastronomía, la promesa siempre fiable de un rato de felicidad plena y fácil para los domingos de agosto de vuelta a casa

    Me viene a la memoria una conversación magnífica que tuve hace años, una tarde con mi hermana, librófaga sagaz y mi aguda prescritora de literatura de cabecera, en la que terminamos por concluir que Agatha Christie era a la literatura lo que el pollo al ast es a la gastronomía, la promesa siempre fiable de un rato de felicidad plena y fácil para los domingos de agosto de vuelta a casa, siempre un poco demasiado tarde, después de una mañana de bochorno y trasiego en la playa. Esos pollos al ast que saben a Diez Negritos. Que sientan de tal forma que uno se siente obligado a sonreír fuerte y ancho y dar gracias a la vida, minutos antes de la siesta.

    Me acuerdo tambien de los gitanos de las Siete Tetas de Vallecas en Madrid y de sus carcasas de pollo repeladas y fritas, crujientes, aliñadas con casi demasiada sal y casi demasiada pimienta y se me pone la piel de gallina. Sabían a abundancia y a fiesta entonces y acuden al presente si se les invoca haciéndome salivar mientras escribo.

    Recuerdo la ruta a la aventura que hice hace diez años con mi Van van de 125cc por el sur de la Francia rural, tan cerca y tan lejos de Les Grands Buffets en muchos sentidos, tomando por mapa una agenda de mercados semanales de pueblos pequeños. Frutas, quesos, panes, patés de campaña y mesas comunales. Visitas a granjas de cabras y sótanos de affinage en estanterías de madera. Olor a heno y a heces y los pies a remojo en el agua del río Tarn. Por la noche guateques y jaranas de fiestas mayores con señoras en sillas plegables en los portales y sardinas a la brasa. En Carcassonne, cassoulet, la plaza, Zebda y detrás de la barra un señor mayor de cara y gafitas redondas, pasando la suciedad de los vasos de un sitio a otro con un paño de algodón repuerco colgado del delantal.

    Yo disfruto como una jabata de estas cosas como disfruto y salivo observando hipnotizada en un documental de National Geographic como los osos cazan salmones en Alaska. No lo puedo evitar: me entra el hambre. Ningún salmón en ese momento me resulta más apetecible. Los ojos de ningun comensal brillan con más ganas que los de ese oso mientras exprime con sus garras las huevas frescas y vivas del vientre del animal y zambulle el hocico en esas vísceras (me excuso si generalizo porque no he tenido el gusto de verles a todos ustedes con hambre).

    Disfruté en les Grands Buffets. Enormemente. Pero cuando sea mayor quiero ser un palmo más alta, unos quilos más gorda y bailar desnuda a la luz de la luna. En un mundo que me ofrece también la posibilidad de sentarme en un tres estrellas Michelín a alucinar en serio.

    La abundancia la tenemos de base, y no tenemos que cazar ni arriesgar la vida cada día para disfrutarla. Ese hambre que despierta el reconocimiento de esta simple realidad, hambre que es gratitud por tenerla al alcance en medio de este pacto hobbesiano de no agresión, tendría que hacernos brillar los ojos cada segundo y celebrarlo. La domesticación es lo que me incomoda.

  • Mufasa debe morir

    Mufasa debe morir

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]R[/ms_dropcap]ecuerdo el último jabalí que me trajeron a la cocina hará poco más de un mes. La temporada de caza del jabalí ahora ya ha terminado. Entran despellejados y eviscerados, horas después de haber sido abatidos y tras la consiguiente visita al veterinario que certifica que la carne está libre de triquina y de motivos para no ser consumida.

    En otras ocasiones se puede tratar de corzos, conejos o perdices.

    Mi trabajo es tocar la carne, despiezarla, cortarla y cocinarla, como se hiciera en Tomates verdes fritos, quizás, pero diferente, siempre con un cadáver.

    A veces mi hija está mirando. Oliendo, tocando y observando la carne atentamente, y descubriendo infinidad de cosas acerca de la vida que ese animal tuvo. Podemos saber qué comió. Podemos ver marcas de heridas viejas y nuevas, contracturas, quistes y tumores, fracturas sanadas, segun el olor podemos incluso intuir cuál ha sido su vida sexual y en qué momento de su ciclo hormonal se encontraba en el momento de morir si el animal es una hembra.

    Los cocineros trabajamos con cadáveres. Procuro tenerlo siempre muy presente, a veces incluso ayudan los comentarios airados que se reciben por una parte de la audiencia al compartir alguna foto en redes sociales. Si han llegado hasta aquí y se encuentran enfermos de descripciones gráficas, por favor, dejen de leer.

     

    Tocamos la carne por debajo de la piel. Eso es #pornfood o pornfood no significa nada. Y la transformamos del mismo modo que el cura transforma la hostia en misa para que el creyente se la pueda comer, como en la canción de Lax’n Busto (tal com a missa fa el capellà, per tenir-la dins me la vaig menjar). La carne que somos es la carne que nos hemos comido. Como si es carne de lechuga: la lechuga estaba viva o no estaba.

    Hay que mirar a la carne a la cara y de frente, muerta. Para que nos importe un poco como fue su vida, para preguntarnos acerca de nuestro papel en ella.

    No hay nada vivo que en un momento determinado no muera. La muerte, de hecho, no es problema. El problema quizá es la creencia de que mi calidad de vida es más importante para el universo (porque todo el mundo sabe que el universo se pasa el día pensando en mí) que la de ese conejo, ese pollo o esa vaca hinchada de mastitis y hacinada en un campo de concentración y exterminio trabajando para el hombre-dios veinticuatro horas al día.

    Tengo una hermana vegetariana, una viajera couchsurfer china y budista en la habitación de invitados con quien hemos compartido conversaciones riquísimas acerca de la carne y del respeto y tuve años atrás una compañera de piso hinduísta que me tiró una pata de jamón del lote de Navidad por la ventana en un ataque de furia redentora. Aún la echo de menos, a la pata de jamón. Y me considero una ferviente amante de la vida, mientras me limpio de sangre las manos en un trapo de algodón y paso de nuevo el deshuesador por la chaira.

     

    Dicen que decía Ferran Adrià que más vale buena sardina que mala langosta y que la Naturaleza no hace distinciones de rango entre sus criaturas. Así pues, el problema no está en que Mufasa muriese, porque tarde o temprano Mufasa tenía que morir como todo hijo de vecino, el problema está en que Scar se creyese superior a él y lo matase a mala hostia. Y nuestro problema está quizá en que nos hemos creído fuera del círculo de la canción que ganó un Oscar.

    Millennials que sienten asco al tocar carne cruda y plástico por doquier. Fiesta sería poder echar nuestros cadáveres a la tierra para ser comidos por los buitres o por los gusanos, lo mínimo vaya, para pretender estar a la altura un poco de lo que la Naturaleza nos ha dado y nos da constantemente. Que la diferencia entre la mierda y el abono viene a ser esa, el plástico. Y el plástico no hace sino dificultarlo todo: el retorno a ese ciclo.

    Hay que comer menos carne, dar espacio a una vida digna para todos, para todas las carnes. No sólo la nuestra. Hay que volver a ese ciclo, al equilibrio, cagando leches. Y tenemos que quitarnos los plásticos/filtros de una vez y mirar las cosas como son. Para poder amarlas apasionadamente.

    Ya que estás aquí…

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  • El cocinero que nunca estuvo allí

    El cocinero que nunca estuvo allí

    [ms_divider style=»normal» align=»center» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    Les dijo que no mirasen los hechos, sino el sentido de los hechos. Y luego dijo que los hechos no tenían sentido. Ed Crane en El hombre que nunca estuvo allí

     

     

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]Ú[/ms_dropcap]ltimamente me pasa que me doy cuenta de que me estoy haciendo vieja.

    Dicen que ya Sócrates se quejaba de que la juventud en su época no era como la de antes y que de seguir así las cosas el mundo se iba al carajo en cuatro días. Cinco días después aquí estamos, aún vivos como especie, galopando hacia la extinción.

    La otra tarde en el pueblo donde vivo, unos chavales que están de colonias en una de las casas de campo de los alrededores me pararon en medio de la calle, una calle de un pueblo que sólo tiene dos, para preguntarme si podía ayudarles con un cuestionario para su trabajo de Crédito de Síntesis (este dato es relevante porque nos indica que su edad debía rondar los catorce años).

    Me hicieron varias preguntas, que si cuántos habitantes tiene el pueblo, que si la iglesia es románica o gótica, etc. Al final me preguntaron si había alguna calle o plaza en el pueblo con nombre de personaje histórico. Necesitaban nombre y profesión. Les hablé de la plaza de Serrallonga, bandolero y contrabandista, y de la calle de Santa María.

    Me respondieron: ¿y su profesión?

    Se hizo el silencio. En teoría es la madre de Dios, respondí, digo yo que eso debe de dar bastante curro. Lavar sábanas divinas, hacer cenas divinas…

    Hice un esfuerzo para ponerme de nuevo en movimiento y me fui medio en estado de shock dispuesta a seguir con la vida pese a todo. Tengo la extinción muy presente.

    Y me sobrevino la epifanía. Superando las ganas de vestirme en camisón y encaramarme a la rotonda de la entrada del pueblo a lanzar bolas de fuego anunciando el fin del mundo, me di cuenta de que esos chicos, simplemente, no están aquí.

    Esto. Es exactamente esto.

    El mismo motivo detrás de la imposibilidad en este país de entrar sin mirar mucho en cualquier bar o restaurante, pedir una tortilla a la francesa, y comerse algo en condiciones. La incógnita detrás de la lucha casi perdida por encontrar una ensalada verde en un menú del día que no contenga ingredientes enlatados o plastificados, o el misterio de tener que rendirse de cansancio ante las enésimas patatas fritas congeladas acompañando un bistec.

    [quote]Ese vacío en los ojos del cocinero que ni siquiera es capaz de esperar a que el aceite esté suficientemente caliente para freír unos buenos huevos con puntilla[/quote]

    Ese misterio. Ese vacío en los ojos del cocinero que ni siquiera es capaz de esperar a que el aceite esté suficientemente caliente para freír unos buenos huevos con puntilla. Esos cocineros que, simplemente, no están allí para preguntarse por qué hacen lo que hacen. Porque saben. Todos ellos saben que pueden hacerlo mejor. Me niego a creer lo contrario.

    Me atrevería a pensar que no se han parado nunca a mirar. A estar por completo donde están.

    De alguna forma, nadie les ha agarrado por las solapas de la chaquetilla y mirándoles a los ojos les ha vuelto a la tierra y les ha preguntado qué tienen previsto hacer con todo el tiempo que han ahorrado no pelando y no cortando las patatas. En qué van a invertir ese tiempo que ahorraron. En qué. Que sea tan importante como para dejarse la dignidad por el camino.

    Nada lo vale. Somos cocineros y nos merecemos poder estar orgullosos de, si es necesario, hacer menos. Pero hacerlo impecablemente bien.

    En un mundo sano, con sus cositas, pero sano y vivo, esa cocina de parvulario, esa base, tendría que ser como el abecedario. No debería darse una licencia de restauración sin poder dar eso por sentado, como no se puede firmar según qué contratos cuando uno no sabe leer ni escribir.

    Hay que conseguir pintar esa línea roja en todas nuestras vocaciones o al final todo será excusa para echarle al bistec patatas congeladas y, camino de la extinción, a la buena cocina matarla de hambre.