Autor: Oliver Benet Arnau

  • Chattanooga Choo Choo

    Chattanooga Choo Choo

    Aunque soy un señor viajado, jamás he salido del viejo continente, era de los que pensaba que Europa ya ofrecía un infinito sinfín de posibilidades que no hacían necesario viajar al exterior… Yanquis, leones, canguros, chinos y bailadores de tango no tenían suficiente fuerza para hacerme gastar un dineral para viajar a sus lejanos y a la vez dignos países.

    Por un hecho extremadamente casual y por un extraño, porque no decirlo, ajuste de fechas laborales, me vi sin tenerlo previsto con cuatro días de vacaciones de la noche a la mañana. La venta, por fin, de una plaza de párquing mal vendida, todo sea dicho, hizo que por primera vez en mi vida dispusiera de cuatro duros… cuatro. Y cuadrando el círculo, tenía a la mujer inmersa en exámenes universitarios -clausura total- y a mi hija de colonias en Olot.

    Pensé que era el momento ideal para abrir las alas y cruzar el charco.

    Stephen Cook

    Momentos después de despedirme de mis compañeros de trabajo, me dirigí presto al bar para hacer un merecido after-work y con un gin-tonic en mi poder empecé a estrujarme las neuronas dispersas que pueblan mi desértico cerebro. Tenía que preparar un plan conciso y certero para que todo saliera bien rodado.

    ¿Qué le digo a mi mujer?
    ¿A dónde voy?
    ¿Qué le traigo de regalo a mi mujer?
    ¿Cómo supero mis ansiedades ante tantas horas dentro de un avión?

    Las respuestas tenían que ser rápidas… no podía perder ni un segundo.
    Mmmm, que sé yo… mmmm, ya me lo pienso en el metro.
    A Chattanooga, Estados Unidos… Sí, sí, Chattanooga.

    Mmm, un libro, a ella le encanta leer. Mmmm a lo mejor me lo tira por la cabeza… mmm, me lo pienso en Chattanooga.
    Pastillas, alcohol, tilas, no dormir desde ya para así subir destruido al avión, no respirar hasta quedarme morado durante el despegue y desmayarme….
    Todo parecía que estaba controlado.
    Con la mejor de mis sonrisas entré en casa perfumado con el primer tester que pillé en El Corte Inglés.
    -Cari, ya estoy aquí.
    -Holaaaa, com ha anat?
    -Bieeen, tengo una semana de vacaciones. Me voy a Estados Unidos
    -Com? Qué collons dius?

    Interesados en esta insignificante parte de la historia, consultar a @olibakf

    Enclaustrado, gracias a mis dos metros, dentro del avión, en medio de un niño hiperactivo y un religioso naftalítico que hablaba solo, despegábamos del aeropuerto de El Prat dirección Atlanta.
    Mi querida mujer sufre de grandes dolores de espalda y sin intención alguna de hacer propaganda del medicamento, se toma de vez en cuando una pastillita que la deja mansa mansa, momento que acostumbro a explicarle cosas que sé que no son de su agrado.

    -Cari, quin mal que em fa l’esquena.
    -¿Pastillita?
    – Sí
    -Sabes, este mes la Visa me sube a 800€

    -No passa reeees, amor meeeeu….

    Pues ya está, como si se tratara de heroína, pastillita pa el bolsillo.
    Las horas dentro del avión iban pasando, y parecía tenerlo bajo control, pero a medio camino aquello empezó a moverse de mala manera…. Pastillita pa dentro y quede fulminado al instante.

    Con unos ligeros golpecitos en el hombro, la azafata me indicaba que nos acercábamos al aeropuerto de Hartsfield-Jackson de la capital de Georgia.

    Nathan Gonthier

    Esquivando el errático y voluminoso cráneo del niño que tenía a mi vera, pude ver, mientras el aeroplano descendía, una inmensidad boscosa, con el skyline de Atlanta al fondo, una auténtica Nueva York de tercera división.

    Después de una larga cola y de un inútil mini interrogatorio en la zona de aduanas, pillé el típico shuttle que me disparaba al downtown de la city. No quería perder el mínimo resquicio de tiempo en aquella mierda de ciudad, y sin comer, con una tortícolis y empanamiento descomunal me dirigí a una lamentable estación de autobuses, que a mi pesar estaba en la otra punta de Atlanta.

    El puto jetlag me estaba literalmente destruyendo, hacía mucho tiempo que no me encontraba tan mal, y el trayecto hasta la eestación fue un auténtico vía crucis. ¿Qué coño estaba haciendo allí?

    What time does the first coach to Chattanooga leave?
    In chen miñuts, cha!!
    Raich, af a Chiket, nu (pa acentos…mi Geordie)

    Después de una primera hora durmiendo en el bus me desperté en medio de una vasta tierra de bosques, con extrañísimas casas insoladas, habitadas en medio de la soledad más absoluta, con el típico coche, el porche de madera y la banderita sureña. La curiosidad me comía por dentro. ¿Cómo debería ser el día a día de esa gente?

    Una hora más tarde, me adentraba en una enorme zona industrial, a la vez que cruzaba la frontera entre Georgia y Tennessee y entraba de lleno, por fin, en la ciudad de Chattanooga. Una ciudad del tamaño de Sabadell, pero con una extensión como la de Barcelona.

    Presto, me dirigí al hotel Chatt Inn en la interminable Calle 23. El sitio… bien… El sitio, una puta mierda, era tarde y ni las cucarachas, ni el agua de la ducha 3 segundos hirviendo, 3 segundos helada, hicieron que me quitaran el terrible sueño. Tenía por delante un día y medio para descubrir una extraña ciudad de la América profunda.

    Jason Leung

    El día despertó con un sol radiante y después de una ducha de 120 segundos, divididos en 50 segundos de caldarium, 20 segundos de placer y 50 segundos de frigidarium, con una jarra de agua con gusto a café, encaré la jodida Calle 23 dirección centro. A los 5 minutos de caminar arribé a un párquing con el típico café-cadena que vemos en todas las películas. Muerto de hambre, solo Dios nuestro Señor sabía las horas que llevaba sin comer, me adentré para tomarme a las 10:15 las mejores albóndigas industriales de pollo muerto que recuerdo haber catado jamás, junto con un descomunal coleslaw de acompañamiento y una infinita fuente de french fries.

    Ahora sí, ahora sí…. Ara, ara!!!!

    Como no me veía nadie, pensé que mi esencia punk no se vería afectada si destinaba mis escasos recursos en un ticket turístico. La verdad es que por un módico precio, no sé qué coño me vendieron, pero la señorita de las taquillas, me llenó de tickets, descuentos, entradas, para toda una vida.

    Me uní a un rebaño de turistas panochas y nos metieron en una barcaza que empezó a descender el rio Tennessee. La verdad es que me estaba cagando en todo. Mi manera de ser antisocial y el no saber decir no me condujeron a una maratoniana jornada rodeado de una “colla” de guiris flipados de Alabama que le hacía fotos a cada gota de agua del río. Ya no había marcha atrás, y en la proa de la “golondrina” con un hot dog en la mano -deferencia de la tripulación-, imaginé ser Leonardo di Caprio, en Titanic… Eso sí, con unas ganas de tirarme por la borda que te cagas.

    Después de sobrepasar un aburridísimo meandro divisamos el Lookout, un peñasco de tres al cuarto que le da nombre a la ciudad. Chattanooga quiere decir roca levantada en el idioma de los indios que antaño habitaban esas fértiles tierras. Allí, bajo un espectacular salto de agua desembarcamos y nos dividimos en dos grupos; los aventureros dispuestos a patearse una barbaridad de escaleras y los jubilados que nos quedamos en un snack-bar degustando unas riquísimas ostras junto a un vaso de ginebra.

    Lee Weng

    A la vuelta de tan lamentable crucero, nos enviaron a visitar el acuario de agua dulce mas importante del mundo, pero como ustedes supondrán, no estaba yo después de tantos kilómetros para meterme en un antro, para ver, truchas, sapos y alguna que otra salamandra. Así que despidiéndome a la francesa me adentre en el downtown de la ciudad.

    Cerca del bonito puente peatonal, el  Walnut street bridge, encontré el restaurante Big River Grille, una autentica trampa para turistas, pero que con buena vista me anticipé al que pudo ser un atraco a mano armada, y cené un delicioso salmón a la brasa, acompañado de un sinfín de verduras y una buena cerveza artesanal. De allí hasta de regreso al hotel cucaracha fui visitando extraños tugurios repletos de mala gente, esa mala gente que te arrean con una pala, te descuartizan y al agua patos.

    Al día siguiente, ya paseaba de nuevo por las calles de Atlanta, una ciudad que me lleva a disgusto. Honestamente está en el número 12 de mis ciudades estadounidenses más odiadas, por lo tanto no iba a hacer el mínimo esfuerzo para que me agradara. El avión de regreso a la capital catalana me salía de noche, por lo tanto decidí sentarme en un bar cercano a la estación y empezar a beber, más que nada para hacer algo. El lugar se llamaba The Nook entre trago y trago se me hizo el lunch time, y animado por las deliciosas aromas que salían de la cocina decidí catar la gastronomía local. ¿Qué mejor sitio que un bar? Pedí la especialidad de la casa, un extrañísimo bloody mary -más alcohol para el cuerpo- con unas brochetas de guindillas, bacon, carne, y huevo duro avinagrado. Eso de una manera o otra lo tengo que meter en el menú de mi restaurant. Empecé -de manera extraña en mi- a platicar animadamente con el público local, estaban encantadísimos de hablar con alguien de Barcelona, además, puta como soy, les mentí diciendo que era una estrella de la televisión local -¿Por qué coño hago estas cosas?-, comentario que hizo que las jarras de cerveza no pararan de acercarse, sin pedirlo, a mi vera.

    Amigos míos, cuando me di cuenta, y después de jurar que Atlanta era mi ciudad favorita, caí en alarma viendo que el jodido Cronos me había hecho una putada monumental.

    Con un, see you later aligator, salí disparado de The Nook con movimiento cercano a la polio, para pillar un taxi que me enviara a la velocidad de la luz al aeropuerto Harstfield-Jackson. Comiéndome las uñas de los pies en un descomunal traffic-jam fui dándome cuenta que perdía sin solución visible el avión. Y así fue.

    El siguiente vuelo, 24 horas después, estaba repleto y solo 2 días más tarde me salía otro con unos precios astronómicos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué hubieran hecho ustedes?

    En mi caso, me abrí otra lata de cerveza desde el sofá de mi casa, y con un golpe certero con el pié, acerté a cerrar el portátil, cansado ya, de viajar, gracias al Google Earth, el Google maps, el Landing del Youtube y las recomendaciones dispares del Tripadvisor.

    ¿Donde iré mañana?…. Lo veo……. Ulm.

  • Carne de prisión (y 2)

    Carne de prisión (y 2)

    Pues aquí estoy, queridos lectores, arrancando una linda nueva etapa en mi vida.
    Aunque Los Angeles en un primer momento la encontré una ciudad fea, la verdad es que en mi día a día, fui descubriendo una preciosa urbe. ¿Se pueden creer que hay montones de negros? Pero muchísimos, de verdad. Pero se les ve contentos, bailan y saltan constantemente, y verles tan felices me gusta mucho.
    En cuanto a mi trabajo, ¿qué quieren que les diga? La mayor parte del día me estaba tocando las pelotas. El chef me hacía pelar patatas, buscar en el ordenador personal alguna salsa francesa…. Yo me hacía el tonto porque me conozco todas las salsas del mundo, pero aprovechaba para mirar alguna web porno o consultar que hacía mi querido Numancia.
    Un día me dijo que por la noche venía gente importante a cenar. Ya era hora, pensé para mis adentros.Iba a ser mi primer servicio. Decepcionado, entendí que sólo se trataba de una mesa de 9 personas… Una mierda de servicio, vaya. Pero el chef me alertó de que se iban a gastar mucho dinero…. Que tenía que salir todo extremadamente exquisito.
    Llegó a primera hora de la mañana un camión blindado, de esos que llevan el dinero de las tragaperras, los operarios, pistolas en mano, nos hicieron llegar unas neveras típicas de las que usamos para refrescar las cervezas en el camping.
    En el interior de las neveras, había varios paquetes de carne humana. El chef me hacía manipular la carne con sumo cuidado, pero a mí me sudaba la polla. Yo aoy un profesional y lo que quería era ponerme a cocinar pero que ya.
    La indicación de la etiqueta del gobierno norteamericano disponía que se tratara de carne de mujer, blanca y anciana…. Nivel de textura 3, Gusto 6, Frescura 1 día, Muerte tipo 2. Bueno, todo eso me lo comentó el chef, porque ustedes entenderán que mi nivel de inglés no se movía del, «Hello,fucking fucking», que quiere decir amor.

    Sin vacilar, me metí un pedazo de carne cruda en la boca, necesitaba conocer el sabor de esa carne…. Mmm, que sé yo… Demasiado elástica para comer cruda, pero el sabor no fue para nada desagradable, aunque tampoco se trataba de una gran carne

    Sin vacilar, me metí un pedazo de carne cruda en la boca, necesitaba conocer el sabor de esa carne…. Mmm, que sé yo… Demasiado elástica para comer cruda, pero el sabor no fue para nada desagradable, aunque tampoco se trataba de una gran carne pero, si la trabajábamos bien, se podía sacar un buen rendimiento.
    Como snack, hervimos con un buen fondo, durante media hora las falanges, que una vez enfriadas y secadas, rebozamos con levadura nutricional, sal, pimienta y comino y tras un breve pero intenso golpe de freidora sazonamos con curri y sésamo tostado.
    Con la panza de la señora acertamos de lleno en crear unas extraordinarias albóndigas. Picamos ajos y champiñones, que salteamos en una sartén, hidratamos unas uvas pasas. En un robot picamos la carne y lo mezclamos gentilmente con un queso cremoso, los champiñones, sal, pimienta, las pasas cortaditas y perejil picado.
    Con las manos húmedas -muy importante- formamos unas pequeñas bolas estilo dim-sum y las pasamos por almidón, huevo y copos de avena triturado, por este orden, que si no la vais a cagar. El resultado se introdujo en la freidora y las acompañamos de una salsa de yogur y menta, bien sencilla y suave, para que los comensales disfrutaran del pleno sabor de las albóndigas.
    Como sorpresa, entre platos, se me apareció la divertida ocurrencia -debido al morbo demostrado por los solventes clientes- de introducir misteriosos pedacitos crudos de carne en el interior de unos cubitos de gelatina de bloody mary. Una vez consumidos, deberían acertar de qué parte de la anciana se trataba. Queda mal, amigos míos, decir que mi idea fue la más aplaudida. Aunque, se nos prohibía ver a los clientes, escuchamos las risas y los gritos encucados del tipo que descubrió escrito en una hoja de piel, que en el interior de su estómago se hallaba nada menos que la pipa de la abuelita.
    Con cierto nerviosismo, porqué no decirlo, nos acercábamos a la responsabilidad de hacer el plato principal.

    Giulia Pugliese

    Tomé las riendas de la cocina, apartando al chef como se tiene que hacer, ¡¡¡pisándolo!!!. Su estúpida idea de hacer un carpaccio me resultaba demasiado básica. En prisión, concoí a un cocinero negro. Pero negro de esos que apagas la luz y mejor que no te pille, porque te parte por la mitad, ya me entienden. El hijo de la gran puta tenía un rabo, que yo cuando lo veía venir, lo encendía todo. El putas era traidor, a la mínima te la clavaba…. Disculpen el inciso, pero seguro que tenían curiosidad por el pollón del chaval. Tenía…. Bueno, basta.
    El preso, entre otras cosas, me enseño un plato típico de Nigeria. Puse cebollas, jengibre, hierba de limón, y el zumo de 5 limas en una cacerola de fondo pesado. Coloqué encima la carne de los glúteos y lo espolvoreé con guindillas machacadas. Lo cocí a fuego vivo hasta que empezó a desprender vapor, a continuación, tapé la cacerola y bajé el fuego. Lo dejé hervir a fuego lento durante20 minutos, al tratarse de señora vieja. Añadimos mantequilla de cacahuete, tomate triturado y el caldo de las rodillas.
    Volví a llevar a ebullición removiéndolo bien, tapé de nuevo y a fuego lento aguanté 15 minutos. Lo decoré con perejil y lo acompañé con un sencillo cuscús.
    No hace falta que les recuerde que la ceremonia fue un éxito espectacular. De esa manera tan simple me convertí en el chef más importante del mundo, las anónimas personalidades del planeta venían a dejarse auténticas fortunas para probar mis platos, cada vez más innovadores y creativos. Los hijos de puta, gobernantes, estrellas del rock, deportistas de élite, cada vez se atrevían -bajo precios cósmicos- a pedir cosas más morbosas. Incluso yo, viejos amigos, persona de moral transparente, me avergonzaba a qué extremo ha llegado la especie humana para hacer o pedir según qué.
    Mi historia, termina de la manera más brusca que se pueden imaginar. Un día, mientras despellejaba a un señor, blanco y joven, aparecieron de la nada unos militares que me pegaron una paliza monumental y después de largos juicios, me metieron de una patada en el culo en una cárcel espectacular, con una cocina a estrenar, con todo tipo de utensilios tecnológicos que consiguieron que pasara los mejores años de mi vida.

  • Carne de prisión

    Carne de prisión

    Ja ja ja, ja ja ja, como me reía mientras ahorcaba con mis propias manos al cartero del pueblo. De acuerdo, para ser honestos, no actué de la manera correcta, pero sin ánimo de ofender, el señor Carmelo no merecía otro final. El hombre estaba cargado de manías, unas manías que tenían a mi pequeño pueblo natal de Soria hasta el gorro. Qué si llegaba tarde, qué si hoy no vengo por el frio, qué hoy he perdido una carta….

    Ese mal momento que todos hemos tenido en nuestras vidas hizo que la justicia en mayúsculas cayera de manera exagerada sobre vuestro simpático narrador. Abandonado totalmente por la familia y amigos, mis huesos fueron a parar al Centro Penitenciario Nacional de Los Sagrados.

    Días de grandes lloros y depresiones leves me acompañaron durante mis primeros días en el talego, pero el hecho de entrar a trabajar como ayudante de cocina, y también por un nuevo mundo de drogas de todo tipo que conocí en prisión, hizo que mi adaptación fuera francamente rápida y agradable.

    Gracias, como he dicho, al caballo que consumía día sí día también en la cocina, me convertí en un ser con unas habilidades culinarias extraordinarias. Mi clarividencia a la hora de crear grandes menús con los escasos recursos que disponía hizo que me convirtiera en el preso de moda, querido tanto por asesinos en serie como por funcionarios.

    Mi día a día transcurría entre fogones, libros de recetas, violaciones y mucha, mucha cocina casera. Era realmente feliz, como que nadie me esperaba fuera, el microcosmos de la cárcel se convirtió rápidamente en mi hogar.

    A mitad de mi condena, y cuando la oscura luz que me ofrecía la libertad se iba acercando, unos señores del gobierno tuvieron a bien de hablar con vuestro humilde y a la vez franco narrador. Yo, mediante un burofax, pedí a las instituciones regionales un poco de clemencia a la hora de disponer de alimentos más variados y obtener un poco más de presupuesto culinario. Mi imaginación no tenía fin.
    La noche anterior, en el interior de mi celda, preparé a conciencia la transcendente entrevista con los eruditos del gobierno, y nervioso al extremo, sólo conseguí conciliar el sueño tras una monumental masturbación gracias a la fotografía de Ana Rosa Quintana que me pasó mi compañero de suite, el avispado Lucas “ el moscas”.

    Sergiu Nista

    Esos tipos trajeados, no se estaban con monsergas, y apenas abrí la boca me hicieron callar. Cuando mi intención era la de conseguir tener más variedad de frutas y verduras, me cortaron con un….

    -¿Te gustaría trabajar en un restaurante de lujo a cambio de tu libertad?
    -¿Ustedes que harían?

    Después de pensármelo cuatro larguísimos segundos, acepté.

    Dos días después, tras firmar un alud de papeles, y sin apenas despedirme de mis compañeros de cocina, celda y sexuales, fui conducido en un coche, con cristales tintados, hacia la ciudad de Barcelona.
    Jamás había estado en tan magna urbe. ¿ Se pueden creer que cinco quilómetros antes de llegar ya hay casas? Mi padre, enterrado muerto en el cementerio de Almazán, me habló de la capital catalana durante su estancia haciendo el servicio militar. Me habló de sus prostitutas del barrio gótico, de los llamativos taxis y de unas inmensas chimeneas que había en el barrio de San Adrián. Era un enamorado de una ciudad que, a excepción del extraño idioma afrancesado que hablaban sus gentes, le parecía la capital del mundo.
    Allí, esos señores de gran elocuencia, me tuvieron metido en un hotel de gran lujo, me sacaron a cenar y más tarde probé las mieles de unas señoras, que aunque no muy agraciadas, gritaban más que mis compañeros de intramuros.

    Jamie McInall

    Al tercer día, sin apenas intercambiar palabra, me metieron en un avión y allí no sé cuánto tiempo me tuvieron. Las horas iban pasando, y aunque yo estaba acostumbrado a estar encerrado muchas horas, noté cierto malestar en ellos. Un día después de vuelo, llegamos a Los Ángeles.
    Aquello, señores míos, es una mierda de ciudad. Tantas películas y tanta polla y aquello no ofrecía nada. Ni vi las torres gemelas, ni entendía nada del extraño idioma que hablaban, mucho más difícil que el catalán.
    Me llevaron a un chalet de las afueras, y me encerraron en una habitación lujosa llena de frutas y satén, con un gran ventanal donde podía ver a unas chicas semi desnudas bañándose en una preciosa piscina. Me dijeron que allí me quedaría un día para recuperarme de no sé qué coño de palabra que tenía que ver con las horas de vuelo. No entendía nada, porque no estaba cansado, y aunque me aburrí un montón, hice pasar el tiempo haciéndome pajas en la ventana, mirando a aquellas mozas, un tanto sucias.

    A la mañana siguiente, me condujeron a una impresionante cocina. Me presentaron al chef, el tipo, aunque era negro, hablaba español. Se acercó a mí, me felicitó por ser su ayudante. Y con un hilo de voz, me susurró si estaba preparado para formar parte del equipo de cocina del restaurante privado más importante y más elitista del mundo. Si estaba preparado para cocinar para las personas más influyentes, más ricas, más, más….
    Si estaba preparado para cocinar carne humana.

    Continuará…

  • Los antihéroes

    Los antihéroes

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]s muy difícil describir porque unos compañeros de trabajo, unos compañeros que nos esforzamos hasta la extenuación para que el barco funcione, unos compañeros que antes y después de nuestra jornada laboral nos permitimos tomar unas cañas, unas risas y unos dancings, tengamos durante unas breves horas un odio tan extremo que llega hasta el punto de desearnos la muerte mutuamente.

    Estoy hablando, sí estimados lectores, de la relación entre cocineros y mis queridos putos camareros. Queridos por que los quiero con locura. Es gente que sufre a mi lado las toneladas de horas que por norma nos comemos los de la hostelería. Y putos, porque durante las tres o cuatro horas que acostumbra a durar un servicio, se convierten en seres despreciables, en enemigos de la cocina, en chusma de la buena, en…en…en.

     

    ¡¡¡NO LOS PUEDO NI VER!!!

     

    Después de esta tímida entrada, vamos a intentar desgranar el por qué de esta dulce y cáustica relación.

    El final

    Empecemos por el final, ahora que están muy de moda este tipo de escritos en la movida esnob literaria.

    Había sido un servicio duro, bueno duro, de esos que se te va de las manos y acaba como el rosario de la aurora. Todos los currantes del restaurante estábamos en los vestuarios semi-triturados. Una vez todos en pelotas, era fácil, por el hedor corporal, adivinar en qué zona nos habíamos movido. El sector de colonia barata con tintes y aromas agrios de sudor dejaba entrever que era la peña de sala. Por otro lado, estábamos los del sector más tóxico, el del sudor, sangre, pescado, chocolate, hollín y ese toque sutil a crema catalana.

    Nos acercamos a un momento de gran camaradería donde los cocineros, conscientes de nuestros vapores, pedimos a los camareros «mucho más femeninos», que nos pasen sus botes de perfume. Justo en ese momento los dos grupos, ya con toda la ciudad durmiendo, salimos a romperlo todo. Unos oliendo a suciedad y los otros oliendo a cocineros.

    ¿La ciudad duerme? No, siempre hay algún tugurio donde meterse. Después de arrasar con todos los lateros que ya nos esperan a los pies de Arc del Triomf, nos dirigimos a un pequeño bar cercano a la estación de autobuses, donde a menudo no es fácil encontrar un rincón donde meternos para beber y comentar la jornada. ¿Por qué siempre los alrededores de las estaciones de autobuses son tan tristes? Como ejemplo, ese bar constantemente repleto de mendigos, borrachos, drogatas y viajeros al país de nunca jamás.

    Oliver Benet Arnau

    Salimos de allí y vamos como flechas al Diniester-Club, una puta mierda de discoteca, pero que tiene la particularidad de estar todos los días abierta. Mientras bailamos y nos codeamos con las chicas mugrientas que nos rodean, aparece la primera nota discordante. ¿Os parece que ponga un ejemplo?

    Ejemplo 1

    Protagonistas: Manolillo el camarero. Jenny, la chica.

    Jenny: Ei, ¿qué tal?. Qué guapo eres. ¿Cómo te llamas?
    Manolillo: Manuel, tú sí que eres guapa.
    Jenny: ¿A qué te dedicas?
    Manolillo: Soy camarero de un gran restaurante.
    Jenny: Qué guay, te dejo que se me quema la casa. Ciao.

     

    Ejemplo 2

    Protagonistas: Pepito el cocinero. Vicenta, la chica.

    Vicenta: Ei, ¿qué tal? Qué guapo eres. ¿Cómo te llamas?
    Pepito: Pepe, tú sí que eres guapa.
    Vicenta: ¿A qué te dedicas?
    Pepito: Soy cocinero
    Vicenta: ¿Follamos?

    Señoras y señores míos, aquí viene unos de los males de nuestra a menudo terrible relación. Mientras los cocineros, por bien o por mal nos hemos convertido en unos auténticos ídolos, nuestros compañeros de viaje, se han quedado con el caramelo en la boca. Se han convertido en los antihéroes.

    Oliver Benet Arnau

    El principio

    Los que trabajamos en grandes restaurantes tenemos claro que nuestro día a día es como una final de la Champions, cada día hay que hacerlo perfecto. El ayer no sirve de nada ¿Ayer lo hicimos bien? ¡Guay!, pero hoy tiene que ser igual o mejor, por lo tanto el nivel de estrés es perenne.

    Jordi, Salsas y yo, ya hacía una hora que estábamos en plena mise en place. Mientras Jordi se peleaba con el encendido de las brasas, Salsas y yo nos repartíamos las tareas de la zona de pase y del cuarto frío respectivamente. Hoy, aparte de tener el restaurante lleno, se nos juntaba en plena hora punta una mesa de 40 personas, que no sé qué cojones celebraban. Este grupo tenía un menú especial que consistía en una degustación de primeros platos que ya la estábamos preparando, y un plato principal con diversas opciones a elegir. Nosotros, ya nerviosos, estábamos a la espera de que llegara el primer camarero, que encendiera el puto ordenador y nos cantase los principales, que con anterioridad los clientes ya habían decidido. Eso nos facilitaría mucho el servicio.

    Arrastra el alma, nos cuenta que ayer lo atracaron al salir del restaurante y se ha tenido que pasar toda la noche en la comisaría de los Mossos para hacer la denuncia, y que lo ha perdido todo

    Una hora antes de abrir el restaurante, aparece James, llega tarde, le echa la culpa al metro, ¡Me cago en su madre!! Cada día lo cojo yo, y nunca me ha pasado nada. Arrastra el alma, nos cuenta que ayer lo atracaron al salir del restaurante y se ha tenido que pasar toda la noche en la comisaría de los Mossos para hacer la denuncia, y que lo ha perdido todo. Nosotros nos creemos la mitad.

    Nos empieza a explicar su vida y lo cortamos rápido -¡qué cojones nos cuenta!- que encienda el ordenata y nos diga cuántos entrecots han pedido, cuántos atunes y cuántas entrañas. Nos ofrece café, nosotros resoplamos, pero se lo aceptamos, necesitaremos en este servicio una gran dosis de cafeína.

    Faltan 10 minutos para abrir y los gilipollas ya dejan entrar a una pareja de chinos. ¿Cuántas veces les tenemos que decir que no dejen entrar a nadie hasta la 1 en punto?

    No encuentra el correo electrónico que mandó el cliente. Llegan más camareros, discuten entre ellos, el tiempo se nos echa encima. Empiezan a salir chispas, pero les dejamos por imposibles.

    Faltan 10 minutos para abrir y los gilipollas ya dejan entrar a una pareja de chinos. ¿Cuántas veces les tenemos que decir que no dejen entrar a nadie hasta la 1 en punto? ¡Esos 10 minutos son vitales para nosotros! Lo tenemos todo controlado, pero todo hecho una mierda y empantanado. En esos 10 minutos, aprovechamos para limpiar, dar un último repaso a la plaza, ir a mear, hacer el último cigarro…. Dios…. Ya empezamos mal.

    Oliver Benet Arnau

    El servicio, pese a todo, empieza rápido y fresco, todo controlado, los clientes entran y son atendidos rápidamente, las sartenes, cuchillos, hornos van a toda pastilla, pero sin estrés aparente. Me empiezo a fijar en los putos camareros, un poco saturados y ya empiezan con sus trucos que nos joden a base de bien. Piden la comanda y no nos la cantan, se la guardan, así ganan tiempo, sirven la bebida y ahora sí, nos la marchan, por lo tanto nosotros empezamos a tener un alud innecesario de comandas que empieza a incomodarnos. Por su culpa la cosa se mepiza a torcer. Me cago en la puta, ¡tan bien que íbamos!

    Entra el grupo de 40, y empieza a tambalearse la sala y detrás vamos nosotros. Cagadas con los puntos de la carne, equivocaciones con los pedidos, que si ahora un cliente quiere kétchup, que si el niño quiere un yogur de fresa, que si me puedes calentar en el micro el biberón de la mesa 7…. ¡Idos a cagar! ¡Aquí no hay quien trabajeee! A mí me están machacando en el cuarto frío con los postres, todo son cagadas y excepciones, y con tanta boludez me es imposible ir a ayudar a mis otros dos compañeros que se están dejando la vida entre fuegos, brasas y vapores.

    Así es nuestro día a día, en la relación camareros-cocineros en mi restaurante. Hoy salió bien, no ha habido violencia, más de una vez se ha llegado a las manos.

    Pero hoy, pese a todo, ha ido bie. Nos volvemos a poner las colonias y nos vamos a romper la noche de Barcelona todos juntos.