Caníbales de la tradición

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[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o somos pobres, somos clase media. Es nuestro mantra. La clase media no come como pobres. No queríamos ser miserables como nuestros abuelos de postguerra y tuvimos que buscar maneras de diferenciarnos de ellos. Ellos son ellos y nosotros somos el nosotros del ahora, de ese siglo XXI donde no cabe nada que nos pueda transportar al ellos del que huimos para demostrarnos que hemos tenido éxito en la vida. Que hemos trascendido esa vida de campesinos mesetarios para ser licenciados universitarios exitosos que empezaron poniendo hamburguesas de plástico en McDonald’s y ahora, ya con más suerte, podemos permitirnos comprarnos una de vez en cuando si nuestro sueldo y ahorros nos lo permiten. La ilusión de la clase media, del ascensor social y la gran mentira que ahuyenta la revolución rojinegra. La ilusoria estabilidad del hipotético trabajo liberal y la hipotética hipoteca que te convierte en lo contrario del ellos del principio. En no ser un miserable. En ser un alguien, un notable decimonónico como gustaría a Cánovas. Y eso nos aleja de los abuelos, de los bisabuelos y de su modo de vida. Nos alejamos de la tradición artesana y casera para abrazar la modernidad del procesado y las luces cegadoras de modas efímeras que atontan mentes y destruyen patrimonio que se construyó durante siglos. Porque ser viejo no mola, hay que romper los lazos que nos atan y ser modernos porque nos dicen que eso es mejor. Y seremos más felices. No lo sé. Pasó sin más.


Hace tiempo dejamos de cocinar, de valorar lo que se hace con las manos porque era más moderno comprar comida preparada para microondas y pan de gasolinera “recién hecho” (horneado tras descongelar) en uno de esos microondas industriales. Eso era la modernidad, lo que había que hacer. No guisar ni comer callos con garbanzos ni potaje madrileño. Hace de pobre, de ser un miserable de los 40 en una casa que se cae a trozos y huele a cerrado, a humedad y a tristeza guerracivilista. Hay que matar la tradición, romper los lazos. Y se rompieron.


Y nos dimos cuenta muy tarde. Cuando ya no tenemos veinte años y nos creíamos clase media por tener un trabajo y la letra de un coche color negro a pagar en muchos años. Cuando renegábamos de las lentejas y los garbanzos en casa porque había que ir a comer fuera, hamburguesas, pizzas, rollitos primavera o bocadillos de mierda a cuatro duros. Pero no eran guisos de la abuela cocinados en ollas que ya no tenemos en casa. Ahí se perdió la guerra. No ahora. Renegando de lo que era de ellos y que no podía o no debía ser nuestro. Lo nuestro era otra cosa. Hasta que nos dimos cuenta de que habíamos sido unos imbéciles. Y de que ya quedan pocos locales para comer esos callos y la denostada oreja de cerdo. Y para encontrar lentejas o garbanzos en un menú de mediodía. Reducido a bares de barrio y a restaurantes étnico-folclóricos de regiones variadas de las Españas. Un desierto. Demasiado tarde. Pero matamos la tradición y ahora la queremos resucitar. Suerte para todos. Y somos pobres con ínfulas; pero pobres porque tener un trabajo no asegura no ser un miserable. La clase media del XXI que es y se siente ridícula. Pero foodtrucks a tope.

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