Categoría: El jefe dice que…

  • La buena educación de los animalistas

    La buena educación de los animalistas

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    Hace unos días me topé en Twitter con este artículo. No me gusta la tauromaquia -ni los correbous ni los toros embolados…-, pero como el debate sobre cómo conjugar la continuidad de las tradiciones culturales -en el sentido amplio de la palabra cultura- con actitudes y comportamientos que no conlleven la tortura de animales en público sí que me interesa, pues empecé a leer. Todo iba más o menos bien -aunque no demasiado– hasta que me tropecé con este fragmento:

    Entonces, podemos hablar de una persona bien educada cuando nos referimos a sujetos que respetan y, a ser posible, también aman a los animales no humanos desde el amor, la responsabilidad, la compasión y la empatía. Cuando esto no sucede, se acostumbran a detectar problemáticas que requieren una intervención educativa especial y de alto riesgo social, ya que diversos y prestigiosos estudios criminológicos demuestran la estrecha relación que existe entre la violencia hacía los animales y hacía las personas humanas.

    Me tropecé y casi me caigo del susto.

     

    O sea, que si eres alguien que se declara omnívoro -por poner un ejemplo-, y que por tanto comes animales y alimentos de procedencia animal, de bichos que ha habido que, ya no sólo criar para tal propósito, sino finalmente matar, resulta que eres el producto de una educación deficiente y corres el peligro de ser señalado directamente como sospechoso de ser un «riesgo social», y con altas probabilidades de acabar matando a tu abuela según explican unos «prestigiosos estudios criminológicos» que no se citan. Porque deduzco que el hecho de matar algo para comérselo es una de la mayores -y postreras- faltas de respeto que se puede mostrar hacia cualquier ser vivo, ¿no? El consuelo que nos queda es un clásico de la criminología: no es que seas mala persona, es que no has recibido una buena educación.

    Si nos cruzamos por la calle, cambiad de acera. No sea caso que -como Pedro Navaja- esconda «un puñal bajo el gabán» y os acuchille con la misma falta de amor, responsabilidad, compasión y empatía con la que devoro animales

    Vaya por Dios. Soy un mosntruo. Soy omnívoro, como animales muertos, a veces hasta vivos como las ostras. No siento ni culpa ni remordimiento. Es más, lo pienso seguir haciendo hasta que un médico me diga que mejor dejo el jamón de bellota, los mariscos, las chuletas, las tortillas de bacalao, los quesos, el pollo en pepitoria, el corzo, el ciervo, el rodaballo, y así hasta agotar toda la fauna comestible. Incluso en este caso, valoraré cambiar de médico antes que dejar de ser omnívoro. O sea que ya lo sabéis. Si nos cruzamos por la calle, cambiad de acera. No sea caso que -como Pedro Navaja– esconda «un puñal bajo el gabán» y os acuchille con la misma falta de amor, responsabilidad, compasión y empatía con la que devoro animales.

    Derechos de los animales

    La presión de los animalistas y los veganos

    Y si este tipo de afirmaciones fueran tan sólo la ocurrencia de una persona -en este caso el autor del artículo-, una simple anécdota, pues en eso se quedaría, pero con demasiada frecuencia los no veganos y los no animalistas tenemos que oirnos mentar la madre, y servidor empieza a estar harto. Dejad que aclare que el artículo en cuestión no habla de veganismo, pero sí de la violencia hacia los animales, y se centra en la fiesta (sic) del Toro de la Vega, que dicho sea de paso me parece una barbaridad. Yo sí hablaré de veganos y animalistas, porque muchas veces van de la mano y, en todo caso, he citado ese fragmento del artículo porque me parece representativo de determinada actitud.

    La criminología verde se plantea que, por ejemplo, la experimentación con animales con fines científicos -algo que mata animales, pero salva vidas- puede ser considerada un crimen

    Por cierto, después de leer el artículo escribí un tuit diciendo lo que me parecía, y el autor me respondió que «en Estados Unidos la criminología verde está muy avanzada, y es todo un referente para los estudios criminológicos internacionales». Sí, habéis oído bien: cri-mi-no-lo-gí-a ver-de. Todos estamos de acuerdo que los delitos ecológicos hay que perserguirlos y castigarlos, pero relacionar que alguien contamine un río o deforeste una selva, con una mayor propensión a desarrollar instintos criminales, no sé, qué queréis que os diga. Entre otras cosas, la criminología verde se plantea que, por ejemplo, la experimentación con animales con fines científicos -algo que mata animales, pero salva vidas– puede ser considerada un crimen. Y por último, las cosas o tienen un valor por sí mismas o carecen de valor. Justificar la bondad de lo que sea con el sosnsonete de que en Estados Unidos tal y cual, pues como argumento me parece pobre. ¿O hacemos la lista de las cosas de Estados Unidos que no quisiéramos para nosostros ni en pintura?

    Me parece que tanto el veganismo como el animalismo van por mal camino si su estrategia es la de señalar como psicópatas sociales a aquellos que no comparten sus ideas. Si ambas quieren ser ideologías hegemónicas -y esa es una característica de cualquier ideología- el camino de la seducción y -ahora sí- el de la responsabilidad y la empatía sería mucho mejor. Y aún más cuando hay argumentos de sobra, y también unas cuantas mentiras, para defender el animalismo y el veganismo.

    Eat makes you happy

    La dieta vegana, los animalistas y los omnívoros

    Es verdad que yo como de todo, aunque odio el cilantro, pero también es cierto que de un tiempo a esta parte como mucha menos carne roja que antes. No es nada extraño. Mucha gente ha hecho lo mismo ante la evidencia científica de que una dieta saludable pasa por ingerir más productos de origen vegetal y menos de procedencia animal. Los incrédulos pueden leer el excelente libro de Julio Basulto y Juanjo Cáceres Más vegetales y menos animales.

    Del mismo modo, es cierto que una dieta vegana, si está bien planificada y suplementada con vitamina B12, es perfectamente compatible con un patrón de alimentación sano. Exactamente lo mismo sucede con la dieta omnívora, en este caso sin tener que suplementar nada, pues la dieta omnívora es, en este sentido, full equip. El problema de que en algunos estudios los veganos obtengan mejores indicadores de salud es que se les compara con una población omnívora que sigue una dieta desastrosa, basada en comida basura: los populares ultraprocesados.

    De todos modos, una ojeada a los datos de consumo alimentario que publica periódicamente el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación muestran algo muy distinto. Si bien es cierto que el consumo de carne ha bajado, no lo es menos que lo ha hecho en porcentajes pírricos (sobre el 1,5%, la última vez que los consulté). Disminución que no recogen los alimentos de productos vegetales frescos -cuyo consumo también disminuye, aunque más o menos la mitad que los cárnicos- sino que lo que sigue aumentando día tras día es el consumo de productos ultraprocesados.

    Cuando la mayoría de la población come tan mal como come, y con los problemas de salud pública que esto provoca, y puesto que la dieta omnívora bien llevada es saludable, no creo que merezcamos -los come animales- que se nos trate de criminales en potencia

    Y para mi este debate es más importante que el de si comemos o no animales. Otra cosa son, como veremos más tarde, las consecuencias de la produción de alimentos. Cuando la mayoría de la población come tan mal como come, y con los problemas de salud pública que esto provoca, y puesto que la dieta omnívora bien llevada es saludable, no creo que merezcamos -los come animales– que se nos trate de criminales en potencia. O caso amigos veganos y animalistas, ¿no queréis hablar sobre la relación entre dieta y pobreza? ¿Los derechos de los animales son más importantes que los de las personas a tener acceso a una alimentación sana y que puedan pagar?

    La falacia de los derechos de los animales

    Tengamos clara una cosa. Desde los tiempos del Imperio Romano, el derecho es una construcción humana que sólo se puede aplicar a las personas. Cuando hablamos de derechos de los animales, lo que en realidad estamos haciendo es ponernos límites a nosotros mismos, y establecer cómo debe ser nuestra relación con ellos, lo cual, sin duda, está bien que sea así. No se me ocurre mejor ejemplo de lo que digo que aquello que dicen que puesto que hay que llevar animales al matadero, hay que intentar que el sacrificio se realice de la forma más humana posible.  El concepto de muerte humana de los animales es algo que nos interpela a nosotros y que poco tiene que ver con que los animales tengan el derechos de ser muertos con dignidad.

    O sea que lo siento, pero los animales no tienen derechos. Ni uno. Somos nosotros los que decidimos no comerlos, no torearlos, criarlos en unas determinadas condiciones y, llegado el caso, matarlos con el menos sufrimiento posible, siempre teniendo en cuenta que matar es matar.

    Otro ejemplo. Vamos por la sabana y nos topamos con un león con malas intenciones. Si los animales tuvieran derechos podríamos establecer aquí la discusión sobre qué derecho prevalece, el del león de devorarnos o el nuestro de meterle una bala entre las cejas, en el caso de que fuéramos buenos tiradores. De hecho, algunos millones de años atrás las cosas se planteban precisamente en estos términos. Alguien dirá que en este caso, si decidiéramos disparar al león, estaríamos ante un acto en defensa propia que justificaría la muerte del animal. Claro que la otra opción puede ser dar un rodeo, evitar al animal, ahuyentarlo y decidir respetarle la vida, ya que a lo mejor no estamos muy seguros de nuestra puntería. De ser así, de nuevo somos nostros los que nos ponemos un límite -aunque sea por falta de pericia-, ya que supongo que nadie se plantea que el león tenga un derecho efectivo a devorarnos. A una gacela sí, pero a nosotros no joder. Aunque imagino que habrá quien piense que tampoco está bien que el león se coma a la gacela porque, ¿y los derechos de la gacela? Y os recuerdo que ya hay en el mercado comida vegana para perros y gatos.

    Y luego se quejará de la experimentación con animales -salva vidas, insisto- y dirá que no podemos jugar a ser dioses, como si intentar subvertir el orden natural de la cadena alimenticia no fuera precisamente un poco lo mismo

    No le hables a un animalista -tan bien educado él- de selección natural, de darwinismo y de la ley del más fuerte. Te hablará del progreso tecnológico y ético del ser humano que le ha llevado a dominar el medio natural, y de la responsabilidad asociada a ser la especie dominante -o sea darwinismo puro- para negar, precisamente, el darwinismo. Y luego se quejará de la experimentación con animales -salva vidas, insisto- y dirá que no podemos jugar a ser dioses, como si intentar subvertir el orden natural de la cadena alimenticia no fuera precisamente un poco lo mismo. Estoy exagerando, lo sé. Pero ya me entendéis.

    ¿Quiere decir todo esto que me importa una higa que los animales que me voy a comer vivan en una condiciones horripilantes hacinados en granjas de producción masiva de carne, huevos o lo que sea?  ¿Y quiere decir todo esto que me importa una mierda el impacto que su cría pueda tener en el medioambiente? Por supuesto que no. Precisamente, porque me los pienso comer quiero que sean críados en las mejores condiciones posibles, libres de enfermedades, con el menor uso de antibióticos posibles -por cierto su uso está muy controlado y se usan muy poco-, que coman lo mejor posible, que crezcan sanos y fuertes, porque sí, porque me los voy a comer. Lo siento. Y como no quiero acabar acusado de nada por un criminólogo verde, también quiero que el hecho de comer un filete no signifique deforestar medio Amazonas ni que las emisiones de carbono de las terneras estabuladas por todo el mundo amenacen con derretir los hielos de los polos en 30 años.

    Y no quiero ninguna de estas dos cosas porque tengo derecho a comer alimentos saludables y mis hijos lo tienen a heredar un planeta habitable. Pero son derechos míos -nuestros- no de las vacas. Pero sin duda, cómo producimos aquello que comemos sí es una cuestión importante.

    salvar el mundo

    Los veganos no salvarán al mundo

    Históricamente, hemos demandado muy pocas cosas a nuestros alimentos. A saber, y no necesariamente por orden de importancia. En primer lugar que hubiera y que hubiera suficiente para todos. En segundo lugar, que fueran baratos, nutritivos y, por último, que no nos mataran, o sea que fueran seguros desde el punto de vista de la seguridad alimentaria. Ahora además, pedimos que sean saludables o sea que además de seguros no nos hagan enfermar, y que tengan nombres y apellidos. Con esto no sólo me refiero a la trazabilidad, sino a que queremos saber quién los produce y cómo, y si es cerca de casa mucho mejor.

    Ya que estamos, y sin querer pecar de estadouniditis, hace ya varias años que en EE.UU. los productos de origen vegetal se han convertido en el principal foco de intoxicación alimentaria, según el Center for Disease Control and Prevention. El 50% de las intoxicaciones son provocadas por verduras, frutas, legumbres y coles. Detrás vienen los pescados y los mariscos (6%), y el resto se reparte entre las carnes, los huevos y los lácteos. Sólo hace 20 años, la cosa era muy distinta, y las carnes ocupaban el primer lugar.

    La explicación no es muy complicada y está relacionada básicamente en un cambio de hábitos en un doble sentido. En primer lugar, la gente come cada vez vegetales y menos carne, y ya sólo por ese efecto la balanza se puede estar inclinando hacia el otro lado. Y en segundo lugar, ese incremento del consumo se ha producido en forma de verduras y ensaladas lavadas, cortadas y embolsadas que requieren de cierto procesado en casa, y que si no se manipulan bien puede ser un foco para el crecimiento de las bacterias. Dejemos de lado que el sistema de producción de estos embolsados, además, hace complicado detectar los brotes de intoxicación, ya que en un mismo lote puede contener lechugas de distintos productores. Y es que es mucho más importante el cómo se produce lo que comemos que qué comemos.

    Por otro lado, hace un par de años, se publicaba un estudio de la Universidad de Oxford publicado en la revista PNAS, que resaltaba el enorme potencial que tendría un cambio de dieta hacia el veganismo si se adoptará a nivel mundial. Según el estudio, la dieta vegana podría ayudar a salvar cerca de 8 millones de vidas hasta el año 2050. El ahorro en dinero, en términos de costes médicos y de mejora de la productividad, se evaluaba en un 885.000 millones de euros anuales. Además, aseguraba que la ganadería es responsable de un 14% de las emisiones de los gases de efecto invernadero -dato que es cierto- y que en 2050, el sector alimentario podría copar el 50% de todas las emisiones, si otros sectores implementan las medidas de recorte que están planteadas en la actualidad, y que se pasan por el forro contínuamente. Un cambio significativo en la dieta podría reducir en un 70% las emisiones de la ganadería y un 63% la del conjunto de la industria alimentaria, según el estudio británico.

    Que exista una actividad agrícola y ganadera ayuda a mantener un equilibrio socioeconómico y poblacional entre el mundo rural y el urbano

    Pero es que además hay que tener en cuenta que, eliminar el consumo de carne tendrá invetiblemente un impacto económico. Según la FAO, en el mundo hay 1.300 millones de personas que viven de la ganadería, de los cuales casi 1.000 millones son pobres. Y están los veterinarios y la industria farmacéutica… A lo mejor, que exista una actividad agrícola y ganadera ayuda a mantener un equilibrio socioeconómico y poblacional entre el mundo rural y el urbano. Hay zonas de secano, donde la agricultura es complicada, y donde la ganadería es un buen complemento económico para sus habitantes.

    Así que un mundo vegano quizás sea una utopía, pero a caso no tanto uno más vegetariano y ecológico. La ganadería ecológica ayuda a mantener el sector rural vivo y contribuye a la conservación de los ecosistemas. Que los animales pasten es una buena medida para prevenir los incendios forestales, por ejemplo. Además, proporciona estiércol para fertilizar los campos y reduce el uso de los fertilizantes químicos. Y eso no lo digo yo, lo dice Greenpeace.

    De todas formas, achacar todos los males a la ganadería intensiva tampoco es justo. Hay zonas, que aparecen en los mapas de zonas más contaminadas del mundo, en los que no existe la cría de animales. Y es que la agricultura tampoco es inocua del todo, y  el uso de fertilizantes minerales, que aseguran al agricultor una regularidad que el abono orgánico no puede darle, también es el culpable de la contaminación de los acuíferos.

    Dinamarca ya produce todos sus productos de origen vegetal mediante agricultura eco, pero hablamos de un país de 7 millones de habitantes. También es cierto que a lo mejor tampoco necesitamos los niveles de producción actuales de la agricultura convencional

    Los alimentos orgánicos no son más nutritivos que los convencionales, eso es así, pero seguramente -y con matices- son más sostenibles. Claro que hasta la fecha, los rendimientos de la llamada agricultura orgánica son menores, y la pregunta que cabe hacerse es sí con prácticas de agricultura ecológica seríamos capaces de alimentar un mundo completamente vegano, a pesar de las tierras que dejaría libre la ganadería. Dinamarca ya produce todos sus productos de origen vegetal mediante agricultura eco, pero hablamos de un país de 7 millones de habitantes. También es cierto que a lo mejor tampoco necesitamos los niveles de producción actuales de la agricultura convencional, que genera unos excedentes de entre el 30% y el 40%. Y sobre las producciones locales, dudo mucho que los 7.000 millones de habitantes del planeta se puedan alimentar con productos de Km 0. La cara insostenible de la sostenibilidad. Y de los huertos urbanos -las ciudades tienen por lo general los suelos más contaminados– y de la gente que se hace compost en casa sin tener ni pajolera idea, ya mejor ni hablamos.

    Sobre la cuestión del rendimiento hay otra cosa importante. Menos rendimiento quiere decir menor ingreso para el agricultor a igual superfície de tierra cultivada. Ante esto, hay dos posibles soluciones. O se aumenta el precio por kilo de venta al público o se aumenta la cantidad de tierras de cada explotación ecológica. En 2013, en Europa el 48% de las explotaciones convencionales tenían menos de 2 hectáreas. Por contra sólo el 6% de las explotaciones ecológicas tenían esa superfície. No sé si el abandono de la ganadería -de toda- bastaría para cubrir las necesidades de tierras de la agricultura ecológica para alimentar al mundo, y por tanto habrá que seguir desforestando.

    Por último está la cuestión importantísima del precio. Hay estudios que aseguran que los sistemas de producción de alimentos mejor adaptados son aquellos más vinculados con el entorno y encaminados a reducir la producción de carne, pero eso también tiene un impacto en el precio, que es lo que acaba determinando que la gente pueda comer. Lo eco es más caro y no alimenta más. Así que la relación coste beneficio no juega a su favor. Es verdad que si le sumamos los costes medioambientales seguro que las cuentas se ajustan más -aunque ya hemos visto que en esto también hay matices-, pero aún así tengo mis dudas. Por tanto, quizás lo más lógico sea un uso racional de los recursos, que sin duda debe incluir la ganadería y el consumo de animales, y optar por una dieta más equilibrada como mucha gente ya ha empezado a hacer.

    Idos a pastar

    Idos a pastar

    Amigos veganos y animalistas. Los omnívoros estamos tan sanos como vosostros, incluso puede que algunos un poco más, que demasiados os pasáis lo de la B12 por el forro porque además sois quimifóbicos. Podemos y somos tan buenas personas como vosotros, respetamos a los animales tanto como vosotros -aunque nos los zampemos- estamos tan bien educados como vosotros, pero sin duda no damos tanto el coñazo como vosotros. Antropomorfizar a los animales os aseguro que no ayuda a hacer un mundo mejor, más justo y con menos desigualdades en el que todo el mundo pueda vivir con dignidad. Sois unos pijos urbanitas. El problema es que tenéis el ombligo del tamaño de Wisconsin, y la suerte de no pasar hambre. La naturaleza no se intelectualiza. Se vive, se disfruta y sobre todo se cuida.

    Anda, idos a pastar un rato o a pedirle explicaciones a la madre naturaleza.

  • La cocina como arte

    La cocina como arte

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    La cocina es un perfeccionamiento de la alimentación,

    la gastronomía es un perfeccionamiento de la cocina misma.

    La alimentación es inseparable de la imaginación.

    Un festín en palabras, Jean-François Revel

     

    El arte es una actividad humana consciente capaz de reproducir cosas, construir formas o expresar una experiencia, si el producto de esta reproducción, construcción o expresión puede deleitar, emocionar o producir un choque.

    Wladislaw Tarkiewicz, Historia de seis ideas (1976)

     

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]L[/ms_dropcap]as procelosas aguas de la reflexión sobre lo que es arte y lo que no, y si la cocina y los cocineros o algunos cocineros y alguna cocina pueden ser considerados artistas y arte respectivamente han sido surcadas por otros capitanes -y más expertos que yo- en otras ocasiones. De hecho, lo que viene a continuación es la puesta al día de algo que escribí ya hace mucho tiempo, cuando yo era un bloguero novato con ínfulas y publicaba Homo Gastronomicus.

    La inquietud surgió entonces después de leer un libro que si ya era viejo ni decir que ahora pertenece al pleistoceno. Se trataba y se trata de Comida para pensar. Pensar sobre el comery que a su vez tenía su razón de ser en la invitación que recibió Ferran Adrià para participar en la Documenta 12 de Kassel, uno de los eventos artísticos más importantes del mundo. Este hecho por sí solo, y aunque una sola flor no hace verano, podría zanjar de un plumazo el debate, y este artículo, y llevarnos a decir que rotundamente sí, que la cocina es arte, ya que nunca antes alguien que no practicaba ninguna de las disciplinas artísticas tradicionales, por decirlo de algún modo, había sido invitado a participar en una demostración artística y mucho menos a una de esa envergadura.

    “Estamos en un momento crucial de mi carrera profesional y esta exposición ayudará a entender mi lenguaje expresivo”

    ¿Qué artista creen que dijo estas palabras? Pues, oh sorpresa, fue Quique Dacosta que, en la primavera de 2016, y en el MuVIM de Valencia, realizó una exposición que llevaba por título Paisajes transformados. Y Dacosta añadía:

    “La perspectiva que han dado a la exposición no es puramente gastronómica, sino fundamentalmente artística. Han extraído la parte más inspiracional y conceptual de los platos y la han mezclado con la parte creativa. Las obras comestibles del restaurante entran en el museo como conceptos que crean un lenguaje en el que participan otras disciplinas”.

    Y Quique Dacosta remataba la presentación de la exposición con estas palabras:

    Paisajes Transformadoses un paso más en la expresión artística de mi obra, el fruto del ejercicio de comunicarla desde mi propio lenguaje, trascendiendo al espacio natural para el que he nacido, la cocina y la mesa”

    Pero claro, las cosas nunca son tan fáciles y cabe preguntarse cosas como si, ¿vale todo esto por sí solo para considerar la cocina como arte? O sí, ¿el hecho de que un cocinero en concreto fuera el invitado a participar en la Documenta o a mostrar su «obra» en una exposición museística, le otorga a él y sólo a él el estatus de artista?

    Desde que escribí esa primera reflexión, he podido hablar con algunos cocineros sobre el tema y preguntarles directamente su opinión. Quique Dacosta al margen, todos sin excepción me respondieron que no. Que ni la cocina es arte ni ellos artistas. Incluso se lo pude preguntar al propio Ferran Adrià, y su respuesta fue que no, aunque su argumento fue curioso. Me dijo que no, porque los cocineros «no participan del circuito del arte». No, claro. Los cocineros no participan del circuito del arte del mismo modo que no participan del circuito de los músicos de rock, aunque se pueden establecer anologías entre unos y otros más que evidentes. Incluso hubo un cocinero que me dijo que ellos no eran artistas, que eran artesanos, y que la cocina era, por ende, una artesanía. Bien, en ese caso, los museos de medio mundo están llenos de artesanía que nos cuelan como arte. Para serles sincero, creo que noté cierta vergüenza en los chefs a la hora de rechazar la posibilidad de ser considerados artistas, como si les diera reparo que se les pudiera poner al mismo nivel que Dalí o Picasso. La de cocinero no ha sido una profesión que haya gozado siempre de la mayor de las consideraciones sociales. Quizás sea eso. Claro que la de artista tampoco, y básicamente por los mismos motivos Algo de eso apunta el creativo publicitario Toni Segarra, en una entrevista de Cristina Jolonch, para La Vanguardia. Por cierto, la entrevista -aparte de excelente- es reveladora para el menester que me ocupa hoy.

    Pero claro, si el objeto mismo de la cosa, o la mitad de él, se posiciona tan claramente a favor de que los ni cocineros ni cocina forman parte de lo artístico, una vez más, polémica zanjada y punto y final a este artículo.

    Aunque, el 15 de febrero de de 2012, en la web de El Mundo aparecía la noticia de que el restaurante Tristán en Portals (Mallorca), renunciaba a la estrella Michelin para “reinventarse”. La razones aducidas por el propio establecimiento eran “el deseo de ofrecer una cocina sin las ataduras artísticas y reglamentarias que exige Michelin”. Oiga, a ver si al final va a resultar que algunos cocineros sienten la necesidad o la presión de tener que ser artistas, cosa que de ser así sin duda no estaría a la altura de todos.

    Pero vamos a ver, ¿qué carajo es el arte?

    ¿Qué es el arte?

    Morris Weitz dijo que era “imposible establecer cualquier tipo de criterios sobre el arte que sean necesarios y suficientes; por lo tanto cualquier teoría del arte es una imposibilidad lógica y no simplemente algo que sea difícil de obtener en la práctica”. Para Ernst Gombrich “en realidad el arte no existe: sólo hay artistas”. Apaga y vámonos. No se trata de  hacer aquí tratadística sobre arte ni historia del arte, pero parece imprescindible tratar de definir un poco el sujeto del que hablamos, y ver si entender la cocina como arte encaja o no. Imagino que estaremos de acuerdo en que el arte ha sido algo dinámico a lo largo de tiempo. Quiero decir que las disciplinas que se han considerado arte no han sido siempre las mismas, y que si ben no ha habido bajas -vaya, creo-, sin duda sí ha habido altas. También desde el punto de vista formal, las concepciones que basaban el arte sólo en la creación de belleza o en la imitación de la naturaleza han ido cambiando. Hace tiempo que tenemos arte efímero, de percepción instantánea -¿las stories de Instagram pueden ser arte?- o que da el mismo valor a la idea que al objeto que la materializa.

    Atendiendo a una de las definiciones que encabezan este artículo, se necesita cierta intención para que algo sea considerado arte. Obviamente en un menú de 10 euros quizás cueste ver esa intención pero, ¿y en la cocina de Mugaritz,  Quique Dacosta o Massimo Bottura? ¿La tenía la de El Bulli? Pero a la luz -precisamente-, de la definición de Tartarkiewicz y si entendiéramos el arte como cualquier actividad o producto realizado por el ser humano con una finalidad comunicativa, a través de la cual se expresan ideas emociones o, en general, una visión del mundo mediante diversos recursos, ya sean plásticos, lingüísticos, sonoros o una mezcla de todos ellos, y recordamos -por ejemplo-, que Heston Blumenthalservía uno de sus platos con un ipod en el que se oía el sonido del mar, quizás la alta cocina no estaría tan alejada de todos estos planteamientos. Incluso sin la performance del británico, porque otra cosa es la valoración que hacemos a posteriori de la obra de arte. O ¿a caso todos los pintores que exponen y venden su obra en la parisina place du Tertre son unos incomprendidos que deberían tener todos sus cuadros colgados en el museo del Louvre, aunque nadie, y mucho menos ellos mismos, les niega su condición de artistas? Un artista, como un cocinero, lo es más allá de que sea bueno o malo.

    Hay quien pueda opinar que la gastronomía o la cocina es básicamente un negocio, una actividad mercantil de la que vive mucha gente. El arte igual. Si bien, los inicios de las manifestaciones artísticas nos sitúan en el mundo de lo ritual, lo mágico o lo religioso, después nadie pintaba, esculpía, componía o escribía por amor al arte. Del mismo modo, la cocina empezó vinculada a la nutrición y sobre todo a la salud, pero ahora los profesionales no cocinan por el simple hecho de que le guste pasarse horas y horas ante los fogones. Todos esperan ganar dinero con ello. Además, el arte  también tiene una función ornamental y pedagógica. La cocina, quizás no sea ornamental, pues es difícil imaginar que alguien esté tan zumbado como para querer llevarse un Bottura, un Aduriz o un Roca para decorar una pared de su casa pero, ¿a caso los foodies e Instagram no la han convertido un poco en eso? Y el componente  pedagógico aún es más claro. El famoso discurso sobre sostenibilidad, la educación sobre productos y productores… Y son sólo algunos ejemplos.

    La tradición clásica grecorromana consideraba el arte como una habilidad del ser humano en cualquier terreno productivo. Era casi sinónimo de destreza. ¿Una artesanía? Era una habilidad sujeta a reglas y racional. Para Platón, por ejemplo, era la capacidad de hacer cosas por medio de la inteligencia y ¿qué existe en la vida sin inteligencia más que el vacío, el horror y la estupidez? La buena cocina no, sin duda.

    Para Casiodoro los tres objetivos principales del arte eran enseñar (doceat), conmover (moveat) y complacer (delectet)

    Se puede decir más alto, pero no más claro. Para griegos y romanos los cocineros podían ser artistas. Fue en con el Renacimiento que se separaron los oficios y las ciencias de las artes. Esta separación se vio beneficiada por el creciente interés de los rich and famous de la época por la estética y la belleza, con lo que se inició el consumo de objetos destinados, precisamente, al consumo estético y al coleccionismo y de paso se empezó a generar un star system de artistas -¿no lo hay de cocineros también?- que ganaron en prestigio social y económico. Las guías del color que sean, las listas, los premios y la crítica, entre otros, también han generado un star system de chefs y de forma natural o artificial se ha creado una pugna por ser reconocido como el mejor cocinero del mundo.

    El arte es la idea

    Es obvio que las creaciones de los cocineros no se pueden coleccionar, aunque haya mucha afición a coleccionar visitas a restaurantes, y no es menos obvio que muchas veces se consume gastronomía un poco por las mismas razones que se consume arte. Por presumir o por ser partícipe de algo original, distinto, bello y creativo.  Un consumo de obras efímeras, sin duda, pero ¿quién no ha oído hablar del arte efímero? Marcel Duchamp dijo que “el arte es la idea” o sea el concepto, con lo que parecería que el arte pudiera quedar desligado de su parte material, de su realización física palpable. ¿Alguien conoce a un cocinero y un restaurante que hayan producido más ideas y conceptos que Ferrán Adrià y elBulli? De hecho, los conceptos y las ideas eran la razón de ser su producción, no los platos en sí. Lo importante era el concepto que los había originado, puro arte conceptual,  así que si el arte es la idea…

    El arte debe ser original, se dice, creativo se afirma. La creatividad es no copiar oyó Adrià de Jacques Maximin y Jean Dubuffet opinaba que  que “el arte es la novedad”. La creación es infinita y hay tantas artes como artistas, lo que introduce la idea de originalidad del artista. Ya no hay que representar las cosas como son, sino como las ve el artista. Todo es posible. Inspiración y genio que el Romanticismo reivindicó y que dio paso a la mitificación del artista por su genio creativo. Adolf Loos dijo que “el arte es la libertad del genio”. Todo esto son conceptos que maneja la cocina actual. Unos espaguetis a la carbonara ya no tienen que ser como fueron toda la vida, ni una simple ensalada ni la tortilla de patatas. Ahora son como el cocinero quiere que sean, según su interpretación. Vivimos la era de los platos interpretados.

    Es verdad que no toda la cocina participa de esto, pero  se manejan estos mismos conceptos. ¿Y el proceso creativo?

    El proceso creativo

    Es muy habitual que los cocineros cierren los restaurantes una temporadita y se enclaustran en sus talleres, para crear la nueva carta, como el pintor que se encierra en el suyo para crear sus telas que después expondrá como el cocinero expone sus nuevas creaciones en el nuevo menú de su restaurante. Tampoco ahí, hay tantas diferencias, ¿no? Los cocineros hasta hacen bocetos antes de materializar un plato. Además, cuando uno acude a una exposición o a un concierto, uno ve lo que el artista expone, lo que él mismo ha decidido mostrarnos de su obra, o escucha la música que el músico decide interpretar. Ahí la audiencia poco decide. Con el triunfo absoluto del menú degustación y la eliminación de la carta tradicional, la cocina actual ha eliminado la posibilidad a su audiencia, a su público, de elegir qué comer. Ahora, en muchos de los restaurantes a los que acudimos con devoción, sólo podemos comer lo que el chef ha decidido que comamos, con la única posibilidad de cambiar aquello que nos produce alergia o alguna incompatibilidad gustativa severa.

    Hay quien puede pensar que un cocinero no es un artista, que no es más que un artesano que domina muy bien una serie de técnicas, propias de su oficio, y que usa para crear un producto original y con un marcado carácter personal. Pues bien, el proceso artístico comienza con la elaboración mental de la obra por parte del artista, el diseño mediante esbozos, dibujos y bocetos trazados en cualquier soporte, pero ésta se debe plasmar en materia, proceso que se realiza a través de la técnica. A su vez, la técnica es la manera cómo el artista da forma a la obra de arte, como moldea la materia para conseguir expresar aquello que desea crear. ¿Y un pintor no usa la técnica? ¿Y un escultor? ¿Y estos son artistas y los cocineros son como mucho artesanos?

    Estilos y modas, un paso más hacia la cocina como arte

    El arte está sujeto a modas, ¿y la cocina no? Para Charles de Baudelaire, los rasgos definitorios del arte moderno son lo transitorio, lo fugaz, lo efímero y lo cambiante, rasgos todos ellos que convergen en lo que llamamos la moda. La codificación de Escoffier dio paso a la Nouvelle Cuisine, a las nuevas cocinas, a la cocina tecnoemocional y a lo que vino y a lo que venga. Modas y tendencias de cocina como modas hay en el arte. Y las habrá. Si la palabra moda no gusta cambiémosla por estilo. En arte hay estilos y los hay también en cocina. Los explicó y definió muy bien Pau Arenós en su La cocina de los valientes.

    El estilo es aquella cualidad que identifica la forma de trabajar, de expresarse o de concebir una obra de arte por parte del artista. Si eso existe en el arte, no es menos cierto que existe en cocina: la cocina tecnoemocional, la cocina naturalista, la cocina…. infinidad de ellos. E incluso sin ser tan precisos y sin etiquetas, hay características que definen la cocina de un cocinero, como el cubismo geométrico define a Picasso.

    Gusto, placer y el arte involuntario

    Cada época ha tenido sus cánones inmutables sobre el gusto, algo que se encuentra íntimamente ligado a la idea de aquello que produce placer. En pleno siglo XXI esto es más oscilante. Lo que nos produce placer es mucho más cambiante. Al final es arte del bueno lo que a la gente le produce placer. Con la cocina pasa lo mismo. John Dewey definió el arte como “culminación de la naturaleza”, y defendió que la base de la estética es la experiencia sensorial, aspecto en el que la cocina brilla con luz propia y fuerte. Es pura experiencia sensorial, pues es la que involucra a más sentidos de todas. Con el nacimiento de la sociedad de la cultura de masas, Wilhelm Dilthey vislumbró cómo el arte se alejaba de las reglas académicas y cómo cobraba cada vez mayor importancia la función del público, que tiene el poder de ignorar o ensalzar la obra de un artista y su obra. Y esta observación de Dilthey cobra, en cocina y con las redes sociales de por medio, mayor sentido que nunca.

    Por otro lado, quizás algo no se ha hecho con finalidades artísticas, pero puede ser interpretado como tal por la persona que lo percibe, pues como decía Marcel Mauss, “es obra de arte el objeto que es reconocido como tal por un grupo social definido”. O sea que si nos da la gana de reconocer y proclamar a los cuatro vientos que tal o cual cocinero es un artista, por favor, perdamos la vergüenza y hagámoslo sin miedo.

    Las nuevas técnicas de reproducción industrial del arte pueden haber hecho variar el concepto de éste, al perder su carácter de objeto único y, por tanto, su halo de reverencia mítica. Quizás sí, pero todo cocinero tiene sus platos emblemáticos, los signature dishes que dicen los anglosajones, aquellos que les han dado fama y  reconocimiento, sus platos míticos. En este sentido, en el Museo of Modern Art de San Francisco abrió hace un par de años, In Situ, un restaurante en cuya carta se ofrecen «reproducciones» de los platos más celebrdos de los mejores cocineros del mundo. Justo lo que hace un museo, ¿no?

    Además hay platos que, a pesar de su carácter efímero, permanecen en nuestra memoria y en nuestro recuerdo como muestras imborrables de la sapiencia culinaria de su autor, como tenemos el recuerdo de esa novela maravillosa que nos conmovió o el de ese cuadro que tanto nos impactó.

    ¿La cocina como arte? Pues claro que sí

    En definitiva, el arte es también un juego (playfood) con las apariencias sensibles (trampantojo), los colores, las formas, los volúmenes, los sonidos, etcétera. En el caso de la cocina es un juego placentero que satisface nuestras necesidades de simetría, de ritmo de sorpresa, de ilusión, de belleza, de placer, de creer que el mundo puede ser un lugar mejor. Por eso yo creo que sí, que los cocineros son artistas. Seguramente no todos, del mismo modo que muchos pintores no lo son, ni muchos músicos ni, ni, ni. Pero la cocina puede ser arte, ya lo creo. Y al fin, arte es todo aquello que los hombres llaman arte.

  • La verdad

    La verdad

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]T[/ms_dropcap]ransitar el camino hacia la verdad es difícil. Como el de la felicidad. Ambos son -como se dice ahora- cuestiones aspiracionales, y con una gran carga, perdón por la expresión, de basura emocional. En defensa de aquello que cada cual considera como cierto e indiscutible se usan a menudo, como armas arrojadizas o auténticas balas de cañón destinadas a desmentir al adversario -que también cree su que su verdad es incontestable-, afirmaciones que nada tienen que ver con argumentos, y sí con apelaciones a lo vivido, en el sentido más experiencial y emocional del término. El resultado final suele ser el conocido diálogo de besugos, que ni es diálogo ni es nada más que una prueba de lo estúpidos que podemos llegar a ser. Pero lo que sí pone de manifiesto todo esto es la tremenda subjetividad -personal e histórica- de algo como la verdad, a la que muchos suponen objetiva y atemporal. Y que nadie me venga con eso de que la ciencia sí que nos asegura el conocimiento de la verdad, porque hubo un día en el que la «ciencia» consideró verdad que la Tierra era plana y que el sol daba vueltas a su alrededor. Así que bien harían, aquellos que traten de hallar la verdad en hacer caso de la advertencia de Dante Allighieri y abandonar toda esperanza. Y los demás, cuando nos encontremos a alguien que se cree en posesión de la certeza absoluta nos deberíamos acordar de Gandalf y su «¡Huíd insensatos!».

    De hecho, lo que es intrínsecamente humano es cocinar, porque alimentarse, lo que se dice alimentarse, lo hacen hasta los líquenes

    En gastronomía, que es a lo que vamos aquí, las cosas van igual. Comer tiene una trascendencia tremendamente vinculada al hecho de ser humano. Descartes escribió aquello de «pienso, luego existo», pero antes de pensar siquiera si existimos hay que alimentarse, la única cosa que sin duda asegura nuestra existencia y que nos permite, luego, tener conciencia de nostros mismos mediante el pensamiento. De hecho, lo que es intrínsecamente humano es cocinar, porque alimentarse, lo que se dice alimentarse, lo hacen hasta los líquenes. Cocino, luego soy (vivo). Eso es una cosa, pero la importancia que se le otorga a cierta manera de comer en nuestras sociedades occidentales, ricas y obesas es otra, y seguramente sin mucho sentido. Sin ir más lejos, a los restaurantes se le llama «templos» y los cocineros reciben tratamiento de estrellas del rock. Escribo esto y, sin embargo, aquí estoy yo, dirigiendo y editando una revista gastronómica, aunque su propósito no sea el de dedicar mucho espacio a esta determianda forma de comer.

    Y la pregunta a continuación es si existe una verdad en gastronomía o en cocina. La respuesta es, obviamente, que no. Por ejemplo, afirmar, como verdad absoluta e incontestable, la superioridad de la cocina de vanguardia sobre la tradicional -o viceversa-, como verdad  universal es un absurdo. Proclamar que la cocina francesa es mejor que la de Ruanda Burundi también es ridículo, e insistir en que tal cocinero y su restaurante son mejores que otro raya lo paranoico. ¿Y por qué? Pues porque, si tal y como decíamos antes, la verdad tiene una gran carga de subjetividad, esto es especialmente cierto en gastronomía, y al final la apreciación y posterior valoración del hecho gastronómico dependerá, con todos los matices que se quiera, de la pura experiencia personal, y sobre todo de aquello que nos guste más o aquello que nos haga más felices. De hecho, creo que estaremos de acuerdo en que aquello de que todo el mundo explica el mercado según le ha ido es especialmente cierto en los temas del comer ¿Y sabéis qué?Al final se trata, precisamente, de comer aquello y en esos lugares que nos hacen felices. Y este artículo, niños y niñas, podría terminar aquí y ahora, pero vamos a llevar las cosas un poco más allá.

    Muy bien, aceptemos que no existe la verdad o dejemos a la verdad por impossible, pero lo que sí existe es la opinión informada. La nuestra y la de los demás. El problema de la opinión informada -la cosa no iba a ser tan fácil, lo siento- es que necesita de otras opiniones informadas para formarse. Y aquí juegan un papel fundamental -o deberían hacerlo- los críticos gastronómicos, que deberían ir a los lugares para formarse una opinión, para que los demás nos pudiéramos formar la nuestra para decidir si queremos ir o no a ese local y, a nuestra vez, ayudar a otros a formarse su opinión informada. Y así en un bucle infinito. El problema es que los buenos críticos no abundan.

    Y aunque la libertad tiene un precio, que normalmente coincide con el de la cuenta del restaurante, uno sospecha que ese no termina de ser exactamente el problema

    Básicamente, en España no tenemos críticos gastronómicos. Yo aún no he leído nada remotamente parecido a lo que escribió Pete Wells en The New York Times sobre Per se, el restaurante de Thomas Keller. Si un crítico de aquí se hubiera encontrado con un desastre parecido en cualquier restaurante patrio, sencillamente no hubiera escrito nada. Ni tampoco existe un Jay Rayner poniendo a bajar de un burro a un gran restaurante parisino, en The Guardian. Y nadie me convencerá de que cada vez que va un crítico a un gran restaurante de aquí todo ha ido rodado. Y si así ha sido, algo huele a cuerno quemado. Lo que tenemos aquí son una buena colección de cronistas gastronómicos, pero no críticos. Como siempre con todas las excepciones que se quiera, pero críticos muy pocos. Y no voy a entrar aquí y ahora en que si encima les invitan, y que así es imposible hacer crítica, porque te sientes obligado a hablar bien. No lo voy a hacer porque a todos los que nos hemos dedicado a escribir de restaurantes nos han invitado alguna vez -a mi también-, y al final, en todo caso, eso es responsabilidad de los cocineros que son los que deciden quién paga y quién no y por qué por comer en su negocio. Y aunque la libertad tiene un precio, que normalmente coincide con el de la cuenta del restaurante, uno sospecha que ese no termina de ser exactamente el problema, y que el problema es más sistémico.

    Pero en todo caso, la dejación de funciones sí tiene sus riesgos y sus consecuencias. Si, por ejemplo, un gobierno no hace su trabajo en un aspecto concreto de la vida de sus ciudadanos, que no se preocupe nadie que alguien se ocupará, pero con la diferencia -enorme-  de que lo más probable es que no lo haga pensando en el bien común, sino en sacar el máximo provecho para él mismo. Creo que la Mafia e Italia, simplificando mucho, son un buen ejemplo.

    Que internet ha democratizado el acceso a la información en los dos carriles por la que esta suele circular es una obviedad. Ha hecho más fácil acceder a información sobre más temas y sobre cualquier parte del mundo, pero también ha dado la posibilidad a cualquier persona -en cualquier parte del mundo y sobre cualquier tema humano o divino- de convertirse en fuente de información. Y eso, a parte de la obviedad ya reconocida, es bueno. En principio, porque también ha añadido una buena cantidad de entropía.

    No se me ocurre peor enemigo de la verdad que esta falacia democrática, que da naturaleza de verdadero a un argumento por el mero hecho de que es repetido machaconamente por mucha gente diferente

    Tampoco voy a entrar aquí a hablar de blogers, influencers y prescriptores. Los hay que lo hacen admirablemente bien y otros que se venden por un plato de lentejas. De los escribidores profesionales se puede decir exactamente lo mismo, así que empate en Las Gaunas. Sirva todo esto para recalcar que si ya dábamos a la verdad por perdida, todo esto aún hace más difícil poder encontrarla. Entre otras cosas, porque se ha producido una cierta uniformidad del discurso y de las opiniones, porque los unos se quieren parecer a los otros y los otros a los unos. Al final, como todo el mundo dice lo mismo, simpre bueno, sobre los mismos locales todos terminamos por creer tales afirmaciones como ciertas. No se me ocurre peor enemigo de la verdad que esta falacia democrática, que da naturaleza de verdadero a un argumento por el mero hecho de que es repetido machaconamente por mucha gente diferente. Así es muy fácil crear el mito de «la mejor gastronomía del mundo». Creo que fue Fraçois de La Rochefocauld el que dijo que una tontería aunque la repita mucha gente, no deja de ser una tontería.  Y lo que todavía me parece más claro es que la falta de una autoritas de la crítica gastronómica ha hecho que los malos, los que lo hacen rematadamente mal, tengan un espacio y una audiencia que no merecen. Mirad, yo dejé de escribir sobre restaurantes por dos motivos. El principal fue que lo hacía rematadamente mal. No sabía, no sé y ahora sé que no sabré nunca. El segundo es que me interesa mucho reflexionar sobre gastronomía, pero bastante menos sobre restaurantes. Me gusta ir, sentarme a la mesa, comer y ser inmensamente feliz. Pero hasta ahí. No sé escribir sobre ellos. Sencillamente no sé.  Personalmente se me ponen los pelos de punta cada vez que oigo opiniones sobre restaurantes que contienen expresiones como «brutal» referidas algún plato, «el mejor restaurante (o cocinero) del mundo», «experiencia», y cosas por el estilo. Sobre todo porque hubo un día en el que yo mismo usé todas estas expresiones.

    Escribir es como follar. Es mucho mejor si lo haces pensado en el otro. Con la cocina es lo mismo, curiosamente

    Y llegamos a donde realmente quería llegar con todo esto, para intentar acercarnos algo a lo que puede ser la verdad. A principios de mayo, apareció una crítica en el ABC en la que Salvador Sostres escribía una supuesta «crítica» del restaurante Hisop de Barcelona. No voy a negar que Oriol Ivern, propietario y chef del restaurante, es amigo mío. Sostres se deshacía en elogios hacia la cocina de Oriol, para después arremeter con virulencia contra el servicio del restaurante, al que acusaba de ser «borde hasta decir basta», entre otras lindezas.  Oriol, normalmente discreto contestó, defendió a su equipo, y a partir de ahí una oleada de solidaridad en favor del restaurante en las redes sociales que terminó llegando a los medios de comunicación.

    Escribir es como follar. Es mucho mejor si lo haces pensado en el otro. Con la cocina es lo mismo, curiosamente. Sale mejor si lo haces pensando en que le guste al que se lo va a comer, en lugar de pensar únicamente en tu lucimiento personal. Oye, no hace falta estar enamorado, pero un poco de empatía ayuda a que la cosa vaya mejor. El problema es cuando escribir se convierte en un ejercicio onanístico. Cuando escribes sólo para tu propio regocijo. Cuando es sólo para demostrar, principalmente a ti mismo y a tu banda de aduladores, lo bien que escribes. Como ejercicio de estilo puede estar bien, pero ahí termina todo. Todo lo que escribe Sostres, también cuando habla de restaurantes, es así. Vacío. Puro fuego de artificio adornado con grandes dosis, no ya de mala leche, sino de auténtica maldad. De hecho, me lo imagino después de haber escrito la «crítica» sobre Hisop, en la ducha, masturbándose mientras declamaba el texto que acaba de escribir, encantado como está de haberse conocido, convencido de su genialidad y sin ser consciente de su auténtica miseria. Por cierto, esto que acabo de escribir es una falacia ad hominem, pero me da igual.

    Sostres y su cuadrilla creen que sabe mucho de restaurantes. No es cierto. Haber estado en muchos restaurantes, de alta cocina, no es garantía de nada. Son muescas en el revólver del pistolero, nada más. Y es que el camino hacia la verdad es difícil, pero la única esperanza, si queremos desoir a Dante, es poner todo el empeño en alcanzarla. No perder la esperanza. No es el caso de Salvador Sostres, a quien la verdad le trae sin cuidado. Al día siguiente de la publicación de la «crítica», Oriol Ivern explicaba que después de las oportunas comprobaciones estaba convencido de que Sostres hacía seis años que no pisaba su restaurante. Así que el muchacho se lo había inventado todo.

    No mentir es la única cosa que nos acerca un poco, quizás muy poco, a la verdad

    Y termino. En esta vida muchas cosas se explican o se definen por sus carencias. Por ejemplo. El frío no existe como tal. No es nada más que la falta de calor. La oscuridad tampoco. Es la ausencia total de luz. ¿Y la verdad? Pues la verdad quizás no exista como tal o quizás, simplemente, sea complicada de aprehender, pero seguro que si la verdad existe consiste en la ausencia total y absoluta de falsedad. No mentir es la única cosa que nos acerca un poco, quizás muy poco, a la verdad.