Categoría: Historia gastronómica

  • Historia de un Domaine

    Historia de un Domaine

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]n mayo de 1976, Steven Spurrier, un inglés aficando en París desde hacía seis años, regentaba una pequeña tienda de vinos – Les Caves de la Madeleine – en un pasaje de la rue Royal, junto con su compatriota Patricia Gallagher. Además, ambos habían puesto en marcha la Académie du Vin, la primera escuela privada de Francia dedicada al mundo del vino.

    Ese mismo año se celebraba el bicentenario de la independencia de Estados Unidos, a la que Francia había hecho una nada despreciable contribución, con el marqués de Lafayette al frente. Spurrier y Gallagher pensaron que el acontecimiento era una buena oportunidad para conseguir un poco de publicidad extra para sus negocios. Así que decidieron organizar una cata a ciegas entre vinos franceses y vinos californianos.

    Ddcidieron que los vinos franceses saldrían de su propio almacén, para la elección del jurado tirarían de sus contactos y para el local, más de lo mismo: Spurrier era íntimo amigo del responsable de banquetes del hotel Intercontinental de París, que le cedió un salón para el 24 de mayo de 1976 entre las 3 y las 6 de la tarde. De hecho, tenían que terminar un poco antes, ya que a las 6 en ese mismo salón se celebraba un banquete de boda. El único problema era escoger los vinos californianos.

    Ni Spurrier ni Gallagher sabían mucho, por no decir nada, de los vinos que se hacían en California, más allá de que los pocos que llegaban a Europa eran muy malos. De hecho, nadie en 1976 sabía mucho acerca de ellos. Ni en los propios Estados Unidos, un país que vivía de espaldas al vino, sobre todo desde que la ley seca – vigente entre 1919 y 1933 –terminara con la incipiente industria vinícola de finales del XIX. Por increíble que nos pueda parecer hoy en día, hace sólo 40 años.

    Muy poca gente sabía que en los valles de Sonoma y Napa había un puñado de auténticos pioneros –muchos de origen centroeuropeo e italiano- que estaban recuperando el cultivo de la vid y que se habían empeñado en hacer vino de calidad (con Francia en el punto de mira y como referencia), con la inestimable ayuda de los estudios que sobre viticultura y la elaboración de vino se habían desarrollado en la University of California Davis, desde 1935. Hombres con apellidos como Mondavi, Winarski, Gringich, Paschich o Tchelistcheff, inmigrantes de segunda generación, y que en algunas ocasiones eran auténticos amateurs que tenían la elaboración de vino como una segunda ocupación. La vida de estos pioneros bien merece un artículo por si solo, así que no me voy a entretener a explicar aquí su trascendental importancia en la importancia que el vino fue adquiriendo progresivamente en Estados Unidos.

    Steven Spurrier y Patricia Gallagher viajaron por separado a Estados Unidos en los meses previos, visitaron las bodegas y probaron los vinos que hacían algunos de ellos entre una lista que les proporcionó la hermana de Gallagher, que vivía en EE.UU. Entre los dos escogieron los dieciséis vinos – entre estadounidenses y franceses – que se verían las caras en París, el 24 de mayo. Todos los vinos californianos eran de bodegas que habían iniciado su actividad a finales de los años 60 y a principios de los 70. Además, en muchos casos las uvas con las que se habían elaborado las habían comprado a otros viticultores. Por su parte, entre los franceses se encontraban algunos de los vinos más venerados de Burdeos y Borgoña, y sus elaboradores eran la auténtica aristocracia de la enología francesa.

    LOS VINOS

    Estados Unidos
    Chardonnay

    Chateau Montelena, 1973

    Chalone Vineyard, 1974

    David Bruce Winery, 1973

    Freemark Abbey Winery, 1972

    Spring Mountain Vineyard, 1973

    Veedercrest Vineyards, 1972

    Cabernet sauvignon

    Stag’s Leap Vineyard, 1973

    Clos Du Val Winery, 1972

    Freemark Abbey Winery, 1969

    Heitz Cellars Martha’s Vineyard, 1970

    Mayacamas Vineyards, 1971

    Ridge Vineyards Monte Bello, 1971

    Francia

    Chardonnay

    Bâtard-Montrachet Ramonet-Prudhom, 1973

    Beaune Close des Mouches Joseph Drouhin, 1973

    Mersault Charmes Roulot, 1973

    Puligny-Montrachet Les Pucelles Domaine Leflavie, 1972

    Cabernet sauvignon

    Château Haut-Brion, 1970

    Château Léoville-Las-Cases, 1971

    Château Montrose, 1970

    Château Mouton Rothschild, 1970

    Para formar el jurado Spurrier y Galagher se fijaron en algunas de las personalidades más destacadas de la gastronomía francesa del momento. Entre ellos estaba Aubert de Villaine el copropietario y codirector del Domaine de la Romanée-Conti, que entonces tenía 37 años.

    El día de la cata, Steven Spurrier instruyó a los jueces y les dijo que tendrían que valorar los vinos bajo cuatro criterios (vista, nariz, boca y armonía) y otorgar a cada uno una puntuación de 0 a 20 puntos, que era un criterio habitual en Francia en esos días. Se empezó por los vinos blancos y de inmediato fue evidente que los jueces estaban absolutamente confundidos sobre los vinos que probaban, incapaces de distinguir si eran franceses o californianos.

    Nadie esperaba que no pudieran ganar los vinos franceses. Ni tan sólo el propio Spurrier, que no había organizado el evento como una auténtica competición, sino como un modo de dar a conocer algunos de los vinos más interesantes que se hacían al otro lado del atlántico, y sobre todo como un modo de obtener cierta publicidad para sus negocios.

    Spurrier se tomó su tiempo y leyó despacio el veredicto. El vino más valorado había sido el californiano Chateau Montelena de 1973 que obtuvo un total de 132 puntos, a cinco puntos y medio del segundo, un vino francés, el Mersault Charmes del mismo año. Entre los cuatro primeros, había tres vinos estadounidenses y todos los jueces franceses –que se debatían entre la estupefacción y el horror- habían otorgado la puntuación más alta a un vino de EE.UU. La victoria había sido por goleada, en campo contrario y con el árbitro en contra.

    La segunda parte de la cata transcurrió con los jueces mucho más concentrados y menos dispuestos a la cháchara. Era evidente que no iban a permitir que con los cabernets sucediera lo mismo. Una vez se hubieron probado los 10 vinos, Spurrier recogió las puntuaciones, las contabilizó y procedió a anunciar el resultado. Una vez más, el ganador fue el que nadie esperaba y el Stag’s Leap Wine Cellars de 1973 se alzó con el primer puesto, aunque en esta ocasión sólo le separaba un punto de distancia con el segundo clasificado, el Château Mouton Rothschild de 1970. Además, entre los 5 primeros clasificados estaban los 4 vinos franceses. Otra victoria para Estados Unidos, sin duda por la mínima, pero una victoria al fin y al cabo.

    Los franceses no se lo podían creer y Odette Khan, la editora de la prestigiosa La Revue du vin –que había puntuado el Stag’s Leap en primer lugar- exigió a Spurrier que le devolviera sus puntuaciones, a lo que el británico lógicamente se negó. Spurrier y Gallagher comentaron los resultados, pero tampoco les dieron mayor importancia. Al final, para ellos la cosa había resultado un pequeño fracaso, pues ningún medio francés había mandado a un periodista a cubrir el acontecimiento, con lo que su objetivo de obtener publicidad se había esfumado. El único periodista presente fue George Taber, corresponsal del magazine Time en París, y que años más tarde escribiría el que hasta la fecha es el único libro sobre los acontecimientos del 24 de mayo de 1976 en París.

    Taber sabía que Jim Barret, uno de los fundadores de Chateau Montelena se encontraba de viaje por Francia, aunque absolutamente ajeno a lo que se acaba de celebrar y mucho más ignorante respecto al resultado. El periodista contactó con Barret por teléfono y le comunicó la noticia. A la primera oportunidad que tuvo, Barret mandó un telegrama a sus compañeros en Montelena y la noticia se esparció como la pólvora por todo Napa.

    De todas formas, el mundo no tuvo noticia de lo que había pasado hasta que el propio Taber publicó un artículo de ocho páginas (sin fotos) en la revista Time en junio de ese mismo año. Time ya era leída en todo el mundo y no fue hasta entonces cuando se empezaron a ver las consecuencias y la importancia de lo que había sucedido, con la eclosión de un tal Robert Parker en un horizonte no muy lejano. Fue, precisamente, a raíz del artículo de Taber, que se acuño el término Juicio de París que después ha hecho fortuna.

    Más allá del libro de George Taber -fuente inagotable de información para todo lo que se ha escrito posteriormente, incluido este artículo- o incluso de una película (Bottle Shock, 2008) en la que Alan Rickman interpretaba a Steven Spurrier y Bill Pulman a Jim Barret, el mundo descubrió que en Estados Unidos no sólo se hacía vino, sino que además este podía competir con los mejores borgoñas y burdeos. Y los propios estadounidenses también lo descubrieron, claro. El país se emborrachó de chovinismo –una palabra francesa – y hoy en día una botella de cada uno de los vinos ganadores se exhibe en el Museum of American History como parte de los “101 objetos que contribuyeron a construir América”. Entre los meses de mayo y junio de 2016 el museo Smithsonian organizó exposiciones y conferencias para conmemorar la efeméride, así como las propias bodegas.

    El Domaine de la Romanée-Conti, aunque sus vinos no formaron parte de los que se cataron en el hotel Intercontinental, también sufrió las consecuencias del resultado. Tras el resultado y el revuelo, Aubert de Villaine fue uno de los jueces que más críticas recibió, sobre todo en Borgoña, donde se le llegó a tratar como un auténtico traidor. Pero el vino es cosa muy seria en Francia y si además perteneces a su aristocracia (y Romannée-Conti es la realeza), por aquello de que la noblesse oblige, la traición se paga.

    Pero De Villaine tuvo la oportunidad de redimirse en 2015, cuando fue uno de los impulsores de que la Unesco declarara los clos y los climats de la Borgoña patrimonio de la Humanidad.

    Entonces, el  hombre que un día fue acusado de traidor por sus propios compatriotas, vilipendiado por contribuir al desprestigio del vino francés, pudo resarcirse y devolver al vino de Borgoña parte de lo que un día de mayo de 1976 le quitó, aunque no lo hiciera solo, aunque fuera a ciegas y casi sin querer.

    Después de más de una década de investigar, de recopilar información, de reunir a un equipo de 30 especialistas y de crear hasta un lobby, De Villaine se redimió. Presentó un informe de más de 600 páginas a la Unesco para solicitar que los climats de la Borgoña (los 1.247 pequeños viñedos, de formas extrañas que conforman el mosaico de emparrados de las regiones vinícolas de la Côte de Beaune y la Côte de Nuits) fueran declarados lugar cultural patrimonio de la Humanidad. Y en el mes de julio de 2015, junto con las colinas, maisons y las bodegas de Champagne, lo consiguió. No correron la misma suerte, por cierto, el paisaje vinícola de La Rioja y La Rioja alavesa, que finalmente fueron descartadas por la Unesco.

    Los de la Borgoña no son los primeros viñedos ni del mundo ni de Francia en ser distinguidos por la Unesco, los vinos de Saint-Emilion en Burdeos, tiene esa categoría desde 1999.

    “De vuelta a casa, me consideraron un traidor”, dijo De Villaine. “Pero yo tenía razón. A mediados de los setenta, los franceses pensábamos que nuestro reinado sobre el mundo del vino era supremo, pero gran parte del vino que hacíamos era muy mediocre. Lo que sucedió en París en 1976 era la patada en los pantalones que necesitábamos”, afirmó tras conocer el veredicto de la Unesco y con la satisfacción de haber devuelto algo de lo que quitó. En 1976, Aubert de Villaine fue considerado un traidor y ahora es un héroe.

    Próximo capítulo: Terror en el terroir

    Capítulo anterior: El Domaine de la Romanée-Conti, la creación de un mito

  • Historia de un Domaine

    Historia de un Domaine

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]H[/ms_dropcap]ace tiempo que me fascina un personaje: Aubert de Villaine, uno de esos hombres con sus raíces enterradas en el suelo de sus viñedos de la Borgoña. Y eso a pesar de ser uno de los hombres más ricos de Francia, con una fortuna, que en 2016, se calculaba en 300 millones de euros. Él y su familia poseen la mitad de la propiedad del Domaine de la Romanée-Conti desde finales del siglo XIX. La otra mitad perteneció hasta casi mediados del siglo XX a la otra rama de la familia, los Chambon, que se la vendieron -en 1942- a Henri Leroy, que ya hacía vino en Auxey-Duresses. Ese mismo año, además, se consituía la sociedad civil Domaine de La Roamné Conti, que desde entonces está dirigida por dos co-gérants, uno por cada una de las familias. La acciones de la sociedad están divididas entre el resto de miembros de ambos clanes, que se reunen cada mes de diciembre en la bodega, en Vosne, para que los directores les rindan cuentas y para tomar decisiones sobre el futuro del Domaine. Como todo negocio familiar que se precie, el hecho de que ambas familias posean exactamente el 50% de la popiedad ha provocado algún que otro problema de “entendimiento”.

    Los vinos del Domaine de la Romanée-Conti se encuentran desde hace tiempo entre los más deseados del mundo, con precios astronómicos y fuera del alcance de la mayoría de mortales, pero para completar la ecuación que nos permita entender por qué, por ejemplo, un día a alguien se le ocurrió la idea de empozoñar las vides del Domaine y pedir un rescate por ellas, hay que tener en cuenta varias cosas más. La primera, la propia historia de estos viñedos que, sin duda, ha contribuido al aura mítica que los envuelve, y seguramente también la propia idiosincrasia de la Borgoña y sus vignerons, una de las zonas vinícolas top menos permeable a la influencia del todopoderoso Robert Parker, y de donde incluso tuvo que salir por piernas a causa de un escándalo de corrupción protagonizado por su representante allí.

    La historia de estos viñedos se remonta a hace más de 1.000 años cuando, más o menos en el 900, se funda la abadía benedictina de Saint Vivant, en Vergy, que como todo buen monasterio de la regla de San Benito, dependía de la poderosa abadía de Cluny, también en la Borgoña y que, como era costumbre, también hacía vino. Los monjes fueron adquiriendo y recibiendo tierras, durante 600 años, hasta que en 1584, el prior de la abadía vendió gran parte de sus viñedos a un tal Claude Cousin, bajo el nombre de Cros des Cloux, por la cruz de piedra que aún hoy se puede ver a la entrada del viñedo que da nombre a la bodega, y que más tarde se convertiría en el Domaine de la Romanée-Conti. El nombre de la Romanée aparece por primera vez escrito para referirse al Cros des Cloux en 1651.  El por qué del nombre de la Romanée es algo que aún hoy no sabe a ciencia cierta. Para que se le añadiera el Conti, tenemos que esperar más de un siglo, hasta que en 1760 Louis François de Borbón, príncipe de Conti, adquiere la Romanée. 

    El príncipe tenía raíces borgoñonas, y era una especie de playboy y espía, una suerte <<de James Bond prerevolucionario>>, hombre de confianza del rey Luís XV para la política exterior de Francia en una época convulsa, con el país en guerra en Europa y en América, y con la amenaza de revueltas interiores, tanto por la persecución religiosa a la que se sometía a los protestantes -con Inglaterra animando a hugonotes y janseístas a la rebelión- como por los ánimos encendidos de los miembros más ilustrados del Tercer Estado, que leían a Jean Jacques Rousseau y a Voltaire, ambos huéspedes del príncipe de Conti en su palacio del Temple.  

    El propio príncipe fue una figura controvertida en su época. A pesar de ser un hombre de la plena confianza del rey, parece que estuvo involucrado en un complot para asesinarlo, aunque después el propio Luis XV le nombró miembro del jurado que juzgó al regicida frustrado. Los reyres y sus cosas, ya se sabe. Además, aunque el monarca le pidió que se encargara de sofocar una más que posible rebelión protestante, algunos historiadores sostienen que, por el contrario, Louis François mantuvo contactos clandestinos con los cabecillas protestantes, -por otra parte, tal y como el rey le había pedido que hiciera-, pero con una intención totalmente contraria a los designios reales. Incluso se le relaciona con la organización de una breve y extraña expedición naval inglesa -comandada por un francés protestante exiliado- que invadió y ocupó algunas posiciones galas al norte de Burdeos, para después irse por donde había venido.

    Seguramente el príncipe de Conti no tenía más patria ni otro Dios que él mismo, pero en cambio sí tuvo una enemiga acérrima en la amante de Luis XV, Madame Pompadur, que cuando este le sustituyó -inevitablemente- por otra, siguió ejerciendo como poderosa e influyente consejera del monarca. Hay pocas dudas, según los historiadores, de que la amante real intrigó para que el príncipe perdiera el favor del rey. Por ejemplo, parece que <<apoyó completamente la decisión del rey de despojar a Conti de su papel de supervisor del Secret du Roi y socavó las opciones del príncipe para ser instalado como rey de Polonia. Ambas eran promesas que el rey había hecho al príncipe de Conti, y este se puso furioso>>. Eso quizás fue lo que convirtió a François Louis en un prerevolucionario avant la lettre y lo que hizo del príncipe una especie de agente doble.

    Pero la pugna entre el príncipe de Conti y Madame Pompadur fue más allá de lo político y las intrigas de la corte. Ambos le habían echado el ojo a los viñedos de la Romanée y ambos querían comprarlos. El príncipe porque además de un revolucionario aristócrata era un bonvivant, y por tanto no era de extrañar que quisera poseer vides en la tierra en la que tenía raíces. Ya en esa época el vino que procedía de esos viñedos era el más prestigioso de Francia, que por aquel entonces sí era como decir el más codiciado del mundo, y ya se pagaba once veces más que el vino de cualquier otro viñedo borgoñón. De hecho, seguramente la Pompadur no tenía mayor interés que fastidiar cualquier iniciativa en cualquier terreno que el príncipe se dispusiera llevar a cabo, y quizás fuera esa la razón por la que De Conti uso a un hombre de paja para hacerse con los viñedos de la Romanée. En todo caso, fue el príncipe quien se hizo con ellos, pero lo más sorprendente fue lo que hizo una vez  consiguió comprar los viñedos, y ya me perdonaréis el clickbait. 

    A causa del precio a los que se vendían los vinos de la Romanée, su compra era sin duda una buena inversión. Por la misma razón eran vinos que se servían sólo en las mesas de gente de importancia, que en esa época quería decir personajes del Primer y del Segundo Estado, entre ellos el mismísimo Papa de Avignon. El príncipe de Conti, pese a no renunciar jamás a ninguno de sus privilegios, sentía una profunda aversión por lo que representaba esa gente. Así que retiró a los vinos, ahora ya, de la Roamnée-Conti del mercado y los convirtió en su reserva particular. No se pudieron comprar hasta que la Revolución Francesa despojó a la nobleza de gran parte de sus posesiones, y los Conti, a pesar de sus simpatías con los revolucionarios y la Ilustración, no fueron una excepción. 

    En un cuadro del pintor Michel Berthélemy, que representa una cena en el palacio del príncipe, ya se le puede ver camelándose a una mujer -uno de sus pasatiempos favoritos- mientras con su mano izquierda acaricia una botella del que debe ser su propio vino, procedente del Domaine de la Romanée-Conti.

    Con la llegada de la revolución los viñedos fueron confiscados y el príncipe heredero Louis François Joseph arrestado y encarcelado en Marsella. Tras dos auditorias, el 24 de diciembre de 1794, las propiedades son vendidas al mejor postor, Nicolas Defer de la Nourre. 

    En el anuncio público de la subasta de los viñedos se podía leer lo siguiente:

    «… celosamente codiciada por La Pompadour que fracasó en sus intrigas»

    Tras la ley de 19 de fructidor de 1797 (5 de septiembre), los miembros de la casa de Borbón se exiliaron, y el príncipe de Conti lo hace en Barcelona, ciudad en la que morirá en 1814. Con esto termina la relación principesca con el Domaine.

    Tras otro cambio de manos, en 1819, en 1869 Jacques Marie Duvault adquiere La Romanée-Conti. Duvault era propietario de pagos como Richebourg, Gaudichots, Échézaux y Grands Échézaux, con lo que a finales del XIX, el Domaine ya contaba -aunque en esa época no existía aún está clasificación- con cuatro de los ocho grands crus con los que cuenta en la actualidad. 

    El resto llegarían en 1933 (La Tâche), en 1963 (Montrachet), mientras que en 1966 se alquilan los viñedos de La Romanée-Saint Vivant, que se comprarán definitivamente en 1988, y finalmente en 2008, se alquilan los tres viñedos de Corton (Clos du Roi, Bressandes y Renardes). 

    La Tâche es tal vez el viñedo que produce los vinos más apreciados del Domaine. Hasta que se incorporaron a la Romanée-Conti habían pertenecido a la familia Liger-Belair y a su Domaine. Pero la crisis de 1929 también golpeó a los vignerons de Borgoña, y los Liger-Belair, cansados de esos tiempos difíciles vendieron La Tâche. Pero por alguna razón, tras la venta, quedó algún resquemor entre ambas familias, y el heredero de los Liger-Belair no desaprovecha ocasión para poner a bajar de un burro a los nuevos propietarios de La Tâche.

    Pero el Domaine, a pesar de todas las vicisitudes propias de una casa histórica como esta, ha pertenecido desde 1869 a un antepasado directo de Aubert de Villaine y hasta 1942, en exclusiva a algún descendiente de Jacques-Marie Duvault el hombre que lo compró en 1869.

    En 1974, los dos patriarcas -Henri Leroi y Henri de Villaine- dejan paso a sus dos hijos. Marcelle Bize-Leroy, Lalou como la llamaba su padre, se incorpora a la bodega como codirectora junto a Aubert de Villaine. Lalou se encargaba del marketing y la distribución, excepto para Estados Unidos y Gran Bretaña que, según el acuerdo entre los Leroy y los de Villaine, quedó en manos de estos últimos. De todos modos, los padres de ambos no les quitaron el ojo, por lo que pudiera ser, y formaron un comité de supervisión.

    En 1991, desacuerdos entre los dos codirectores sobre como Lalou llevaba, precisamente, la distribución mundial de los vinos del Domaine, y el disgusto de esta por el papel que De Villaine jugó en el llamado Juicio de París de 1976. Este hecho al que dedicaré uno de los próximos capítulos, dejó una profunda huella en el alma de Aubert de Villaine.

    Las desavenencias entre ambas familias terminaron con una votación entre los accionistas, entre los que había familiares de Lalou, y Marcelle fue apartada de la dirección del Domaine. Fue sustituida por su sobrino Charles Roch -que murió en 1992 en un accidente-, hijo de su hermana Pauline, que se había incorporado al comité de supervisión en 1980, tras la muerte de su padre. Lalou, que supera los ochenta años y cuya firma llevan algunos de los vinos del Domaine, se entregó en cuerpo y alma a elaborar sus propios vinos a través del Domaine Leroy que heredó de su padre. Según la prestigiosa crítica Jancis Robinson, los vinos del Domaine de la Romanée-Conti son los únicos que pueden rivalizar en precio y calidad con los de Madamme Leroy.

    Según a qué fuente se recurra, la fotografía de Marcelle Bize-Leroy que se revela es distinta. Para unos, como Maximillian Potter -periodista de la revista Esquire y Vanity Fair-, Lalou es poco menos que una mujer difícil, autoritaria y a la que le gusta gritar y dar órdenes inapelables. Para otros, como Josep Roca y Imma Puig, Madame Bize-Leroy es una mujer <<valiente, con temperamento, fuerte y ambiciosa. Audaz y exigente, es una luchadora incansable que ha sabido enfrentarse con éxito al miedo al vacío>> y que además de irradiar una personalidad trascendental, <<forma parte de la historia mundial del vino y es una mujer icónica de los pies a la cabeza>>.

    Pero sin duda la vinculación que Aubert de Villaine siente por el Domaine y sus diez climats, que producen ocho de los vinos  más deseados del mundo, es especial. Aubert de Villaine, que nació en 1939, se pasó los primeros seis años de su vida sin conocer a su padre, Henri, que participó como soldado en la Segunda Guerra Mundial y fue hecho prisionero, por lo que el joven Aubert quedó a cargo de su madre y de su abuelo Edmond, que había heredado el Domaine de la familia de su difunta esposa, Marie Dominique Gaudin de Villaine, nacida Chambon. Fue con su abuelo, en una época en que la bodega era un pozo sin fondo de dinero, con quien Aubert paseaba entre los climats y veía a su abuelo acariciar delicadamente los racimos y las hojas, como haría él mismo más tarde. 

    Por eso cuando, en 2010, Aubert de Villaine empezó a pensar en la transmisión de sus acciones, la cuestión era mucho más que una simple decisión de negocios. Sus sobrinos -él y su esposa Pamela no tienen hijos- tenían que entender que las acciones representan mucho más que rendimientos anuales y que el Domaine es algo que va mucho más de una valoración de mercado, y que es mucho más importante que cualquier persona. Las acciones, para alguien como Aubert de Villaine, son el fruto del sacrificio y del trabajo de muchas generaciones que les precedieron, en los tiempos en los que no se sacaba ni un céntimo del vino que se producía. Y también, tendrían que entender que el éxito actual del Domaine era el resultado del trabajo de los monjes, los duques de Borgoña, un príncipe y, al final, de sus propios padres y abuelos.

    Cuando ese mismo año, alguien empezó a emponzoñar sus vides y a pedir un rescate para dejar de hacerlo, el vigneron, fervoroso católico como la mayoría de sus paisanos borgoñones, sintió que Dios lo había abandonado. Enemigos, quizás no le faltaban.

    Próxima entrega: Los juicios de París y su redención

  • Los ‘carquignols’ de Pepiña del Río

    Los ‘carquignols’ de Pepiña del Río

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    Los ‘carquignols’ de las hermanas Del Río Carreró son sólo un ejemplo, uno de tantos posibles, de cómo la gastronomía está unida a la historia de un territorio hasta el punto de poder, en ocasiones, explicarnos cosas que no acabamos de entender de la misma

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o puedo evitar verlo, en mi cabeza, como si se tratara de escenas de la película El Piano, de Jane Campion. Petronila Carreró Gelpí, nacida en el puerto de Cabo de Cruz, en el corazón de la Ría de Arousa, se casó con Enrique del Río Ferrer, nacido también en la ría, aunque en A Pobra, en la orilla norte, hijo también de una familia en la que se cruzan apellidos como Ferrer, Casellas, Nunell, Pons, Portals o Doménech.

    La suya no fue una relación fuera de lo común. Los matrimonios entre miembros de familias de origen catalán eran frecuentes en las rías a finales del XIX y ellos no fueron una excepción. Él pertenecía a los Ferrer, que habían llegado para asentarte en varias localidades de la zona arousana hacia 1790. Ella era una Carreró, de los que se asentaron primero en la costa norte, en Mugardos y Sada, y pasaron luego a las Rías Baixas.

    Petronila Carreró y Enrique Ferrer

    Las dos fueron familias típicas de un estrato social de la burguesía costera de la Galicia de aquella época y ellos -Petronila y Enrique- representantes de aquellos catalanes de tercera generación, de nietos o bisnietos de empresarios y comerciantes llegados de Reus, Vilanova i la Geltrú, Barcelona o Palamós a Galicia atraídos por el negocio de la sardina y que decidieron quedarse.

    Panteones de los catalanes en el cementerio de A Pobra

    Petronila y Enrique fueron mis tatarabuelos y en la familia se cuentan historias -que como en todas las familias tendrán una buena dosis de ficción- de los negocios del abuelo, que no siempre fueron todo lo bien que él había previsto, de su carácter excéntrico y de cómo su mujer, Petronila, cansada de sus idas y venidas lo abandonaba periódicamente para volver a Cabo de Cruz, a casa de sus padres. Lo hacía en barca, cruzando la ría.

    [aesop_image img=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/04/El-María-Assumpta-fue-uno-de-los-barcos-de-Enrique-del-Río-Ferrer.jpg» panorama=»off» imgwidth=»300px» offset=»-100″ align=»left» lightbox=»on» caption=»El María Assumpta, uno de los barcos de Enrique del Río Ferrer» captionposition=»left» revealfx=»off» overlay_revealfx=»off»]

     

     

    Y la tradición familiar cuenta que en alguno de esos viajes, además de baúles de ropa y ajuar llevó con ella vajillas y un piano. Cuatro kilómetros a penas, en línea recta, que por tierra se convierten en cerca de 20, pero que no puedo evitar imaginar, con el estado del mar de las rías durante buena parte del año, con los vestidos de aquella época, con todo lo que sin duda habría implicado entre el puñado de vecinos de A Pobra o del Cabo de rumores y escándalos. De ahí el vínculo mental con la película, con aquel piano en la playa, con faldas azotadas por el viento y con esa sensación de choque entre dos mundos.

    Cuentan que Enrique acabó por arruinarse. Hay quien dice, incluso, que perdió la villa en la que vivían jugando a las cartas. Cuentan que tenía un perro, Pocholo, que comía a la mesa y que iba con él al cine. No sé qué puede haber de cierto, aunque sí es verdad que revisando prensa de la época he ido reconstruyendo la pérdida progresiva de las fábricas, la venta de los barcos y de los aserraderos. Saliendo ya del terreno de la leyenda familiar parece que la bajada de las ventas causada por la I Guerra Mundial dio el golpe de gracia a los negocios de los Ferrer e impidió que diesen, como hicieron otras familias, el salto de la salazón a la conserva moderna.

    En cualquier caso, la historia de Enrique y Petronila, de esta rama de los Ferrer y los Carreró, representa la de tantos otros con historias similares en la Galicia de aquellos años. Y aunque no lo parezca, tiene sus implicaciones gastronómicas.

     

    [aesop_timeline_stop num=»Los fomentadores llegan a Galicia» title=»Los fomentadores llegan a Galicia»]

    Entre 1755 y 1820 llegaron a Galicia unos 15.000 catalanes para dedicarse al negocio de la sardina. La cifra es elevada, pero si se tiene en cuenta que se afincaron en un puñado de comarcas concretas y que por entonces Galicia llegaba apenas a los 700.000 habitantes el impacto que pudo suponer esta oleada migratoria aparece como inmenso.

    Los motivos fueron muchos y muy diversos. No tendría sentido detenerse aquí en ellos, aunque podemos hablar de una tormenta perfecta en la que confluyeron las guerra con Inglaterra, los aranceles a la importación de bacalao, la mala relación con Portugal, el crecimiento demográfico en Catalunya, el comienzo de su industrialización, una época de escasez de pesca en la costa catalana y la Matrícula de Mar, una norma que obligaba a todos los profesionales del mar a inscribirse y estar disponibles para ser enviados a la guerra entre los 16 y los 60 años.

    Casa y antigua fábrica de los Carreró en el puerto de Cabo de Cruz

    Los primeros elementos hicieron que el mercado exigiera más pescado seco. Por un lado la población crecía mientras que por el otro el pescado seco importado se convertía en un bien escaso y precioso y el fresco escaseaba. Por otra parte estaba el asunto de la dichosa Matrícula. Era difícil librarse, casi diríamos que imposible. Salvo que el afectado estuviese lejos, pongamos que a unos 1.000 km, más o menos la distancia que hay entre la costa catalana y la gallega ¿Fue la matrícula de mar el detonante definitivo de este proceso? Sin duda no, pero es probable que al comienzo ayudase a más de un joven catalán heredero de una familia de pescadores, de armadores o de comerciantes del mar –gremios todos ellos sujetos a la Matrícula- a contemplar la alternativa gallega con un poco más de simpatía, considerando que las otras opciones podían ser cuatro años en la armada contra los ingleses o la emigración a las colonias de América o de Filipinas.

    Soy consciente de que estoy simplificando mucho, de que las cosas, en historia, no son nunca tan sencillas y de que no existe una única explicación válida para todos los casos. Pero la tendencia general bien podría ser esa. En un momento dado, a mediados del XVIII y debido a una confluencia improbable de circunstancias, el Finisterre atlántico comenzó a parecer una idea tentadora para miles de empresarios y comerciantes catalanes.

    Ruinas de una de las fábricas de salazón de los Ferrer en la Punta de Couso

    Recoloquemos de nuevo la imagen. Va a hacer falta para entender lo que suponía esta decisión en aquel momento. Los 1.000 km que ahora pueden no parecernos gran cosa implicaban, en 1750, unas cuantas semanas de viaje en carretas y carruajes o su equivalente, algo más corto aunque no demasiado, en barco. No volvías a casa cada pocas semanas, no tenías noticias de tu familia a diario. Seguramente no volverías a ver a tus amigos y conocidos en años, si es que volvías a verlos.

    El traslado implicaba asentarse en un lugar con otro idioma, con otra cultura, con un clima bien diferente. El shock de la llegada de aquellos jóvenes empresarios, en muchos casos comerciantes curtidos en viajes por medio mundo, acostumbrados a hacer negocios en Barcelona, en Génova o en Marsella, tuvo que ser tremendo para ambas partes. Dejar Blanes, Reus o Calella, meter a toda tu familia, tus ahorros y tus pertenencias en un buque y desembarcar a las dos semanas en una aldea de la Costa da Morte tuvo que suponer un impacto que es difícil de imaginar.

    [quote]Los fomentadors catalanes pusieron en marcha sus factorías salazoneras y no sólo trajeron con ellos a sus familias sino que, poco a poco, construyeron una capa social que creció al margen, manteniendo el contacto imprescindible con la sociedad local. El idioma y las costumbres eran otros y se convertían muchas veces en una barrera que no se lograba -o no se quería- franquear, así que estas familias de fomentadores se relacionaban básicamente entre si, tenían su vida cultural [/quote]

    Algunos de estos inmigrantes -fomentadores catalanes, como se les conoce aquí- tuvieron la fortuna o el buen ojo de acabar asentándose en A Coruña, en Ferrol o en un Vigo que por aquel entonces empezaba a crecer tímidamente. Otros se instalaron en Quilmas, en Caldebarcos, en Pinténs o en las aldeas del Cabo Udra, lugares abiertos al océano, formados por apenas un puñado de casas sobre la arena sin una conexión por carretera con ningún sitio.

    Ahí se asentaron, pusieron en marcha sus factorías salazoneras y no sólo trajeron con ellos a sus familias sino que, poco a poco, construyeron una capa social que creció al margen, manteniendo el contacto imprescindible con la sociedad local. El idioma y las costumbres eran otros y se convertían muchas veces en una barrera que no se lograba -o no se quería- franquear, así que estas familias de fomentadores se relacionaban básicamente entre si, tenían su vida cultural -es fascinante revisar la crónica de veladas musicales en aldeas de la costa en aquella época- y mandaban a sus primogénitos a estudiar a Barcelona para que, a su regreso, fueran capaces de dirigir los negocios de la familia.

    En apenas unos años nacieron los primeros descendientes, con dos apellidos catalanes. Sus hijos, en la mayoría de los casos, tendrían cuatro y seguramente seguirían hablando catalán en casa, con sus amigos -descendientes de catalanes también- o en los colegios que sus padres y abuelos habían fundado. Aquellos niños catalanes nacidos en Galicia volvieron, tras estudiar en Catalunya, para convertirse en muchos casos en los alcaldes, en los notarios, los jueces o los abogados de las aldeas en las que estaban asentados. Los menos dados a los estudios se quedaron para capitanear los barcos de la empresa, dirigir al personal de las fábricas o encargarse de las oficinas.

    Aún hoy, 270 años después, esta historia es perfectamente rastreable en la costa. Colomer es un apellido que aquí, en Galicia, se asocia con Ribeira. Los Portals son de Esteiro, los Romaní de Muros, los Sagristá de Corcubión, los Paratcha y los Portanet de Vigo. En Cangas hay una playa de Massó, en Bueu una ensenada de Barceló, en Esteiro un Porto de Boix, en A Pobra un antiguo Barrio dos Cataláns (hoy O Areal), como también lo hubo en Vigo, y en Louro una playa de Goday. El gran museo dedicado al mundo de la salazón en las rías es el Museo Massó de Bueu, instalado en la antigua fábrica de esta familia que mantuvo una conservera y una factoría ballenera en activo hasta hace apenas 25 años.

     

    [aesop_timeline_stop num=»El impacto sobre la cocina» title=»El impacto sobre la cocina»]

    La cocina no se quedó al margen. Y no sólo por ese carácter autárquico de la sociedad creada por los catalanes sino también por la naturaleza misma de sus negocios. Se habían criado en el Mediterráneo, se trataban fundamentalmente con gente de sus mismos orígenes y comerciaban, en muchos casos, con productos catalanes. Muchos de ellos exportaban sardina a Catalunya en barcos que, a su regreso, venían cargados con vinos y licores, frutos secos o hasta hortalizas. Mi familia conserva documentos que hablan de cargamentos de berenjenas, que aquí resultaban de lo más exótico. No olvidemos que desde la Costa da Morte, en línea recta, está bastante más próximo Cornwall (760 km) que la Costa Brava (1010 km a Roses), que están más lejos Barcelona o Girona que Londres o Bristol, porque el dato ayuda a situar unas cuantas cosas en cuanto a clima, paisaje o productos disponibles.

    Así que hubo recetas que pasaron de madres a hijas. De madres catalanas a hijas emigradas en el Atlántico, en un primero momento. Y de estas a sus hijas galaico-catalanas, generación tras generación.

    Es ahí donde llegamos de vuelta a Enrique y a Petronila, a A Pobra do Caramiñal y a algún momento cercano a 1900, cuando las dos familias llevaban asentadas en las rías más de un siglo. Es entonces cuando las hijas del matrimonio empiezan a recopilar las recetas de la familia.

    [aesop_character img=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/04/Petronila-Carreró-Gelpí-madre-de-Pepiña.jpg» name=»Petronila Carreró» align=»left» force_circle=»off» revealfx=»off»]

    En el cuaderno de Josefa, conocida familiarmente como Pepiña, mi bisabuela, aparecen algunas recetas claramente gallegas, aunque no muchas; algunos platos con almejas o merluza y fórmulas actualizadas según el gusto burgués de la época a partir de productos locales (budín de grelos, timbal de repollo). Es curioso que no se encuentra ninguno de los que hoy consideramos clásicos en la cocina gallega: ni cocidos, ni lampreas, ni pescados con allada, ni empanadas, ni lacones, ni roscas ni filloas. Solamente aparecen orellas y melindres y esto se convierte en un indicio más del aislamiento -buscado o no- de estas familias respecto a su contexto más inmediato. Vivían aquí, eran de aquí, pero ni cocinaban ni comían como los de aquí.

    Esta selección de recetas habla también, al mismo tiempo, de cómo la cocina de un lugar y de un tiempo concreto no es nunca algo uniforme y puede presentar rasgos bien diferentes según el estrato social que investiguemos. En Galicia, sin ir más lejos, en aquella época no era igual la cocina de los marineros que la que se elaboraba en los pazos o la de la nueva burguesía llegada años atrás de Catalunya y estos es algo que el cuaderno también recoge.

    [quote]En el cuaderno de recetas de Josefa aparecen platos que parecen mirar al Mediterráneo, algunas recetas claramente gallegas, pero ninguno de los que hoy consideramos clásicos en la cocina gallega[/quote]

    Si aparecen, sin embargo, platos que parecen mirar al Mediterráneo. Hay, por ejemplo, una profusión de recetas de pasta que no es en absoluto habitual en esta parte del mundo en aquella época. Hay un timbal de macarrones, en concreto, que suena familiar a cualquiera que conozca un poco la cocina burguesa catalana. Hay recetas de familia, como es lógico, como el pollo asado al estilo de mamá Petronila o los Petronilos, una especie de rosquillas fritas.

    Aparecen también clásicos de la cocina burguesa del momento, difíciles de situar geográficamente, pero significativos para entender el contexto en el que nace el recetario: pastelitos de cock-tail, croquetas de foie gras, gelatina de salmón, ostras al jerez, huevos modernistas, explicaciones sobre la manera de servir el chantilly, el buen uso de los vinos o la armonía que ha de tener la mesa.

    Y ahí, en medio de esta selección ecléctica de recetas de aquí y de allí, de platos que nos hacen suponer un origen, de otros que representan un estatus social y de otros que uno no acaba de situar, donde aparecen otros que hacen que toda esta historia cobre, de alguna manera, un sentido material, tangible, cristalice en algo capaz de sobrevivir a generaciones y a distancias y permanecer razonablemente inalterado.

    En una de las páginas su segundo cuaderno, en el apartado que dedica a los dulces, Pepiña anota a continuación de sus galletas de sebo el nombre de una receta: Carquignols. La ortografía no es la correcta -indica, tal vez, una transmisión de generación en generación en la que el idioma original se pierde en algún momento pero la fórmula permanece- pero la receta se mantiene fiel a la que aún hoy se prepara en Catalunya.

     

    Carquignols de Pepiña del Río Ferrer:

     

    Se pesan 6 huevos y lo que resulte de este peso igual de azúcar, harina y almendras y la cuarta parte de manteca de cerdo. Se baten los huevos todos juntos con el azúcar, luego de bien batido esto se le añade la harina, después las almendras limpias y sin tostar partidas en dos o tres pedazos y algunas machacadas y por último de todo se echa la grasa derretida sin que esté muy caliente, después se echa el batido en una lata engrasada y se mete en el horno. Cuando está bien dorado se saca, se parte en caliente en forma de bizcochos y se van tostando por donde están blancos.

     

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    Receta de los carquinyolis, según la Fundació Institut Català de la Cuina i de la Cultura Gastronòmica:
     

    Hacer un círculo con la harina y poner en el centro el azúcar, la levadura, la ralladura de limón, la canela, las almendras, el agua, el anís y el huevo. Mezclar primero los ingredientes del medio y después trabajarlo con la harina hasta conseguir una masa bastante dura. Hacer unas barritas alargadas y planas de 3 a 4 cm de ancho por la mitad de altura. Pintarlas con la yema de huevo mezclado con un poco de agua. Colocar estas barritas al horno previamente calentado y dejar cocer a temperatura regular hasta que estén doradas. Retirar del horno y cortar en rebanadas

     

    Es la misma receta que preparaba de vez en cuando mi abuela para acompañar al café, la misma que preparaban sus primas cuando, ya mayores, íbamos a visitarlas. La misma que conserva mi madre y que prepara muy de tarde en tarde. Hemos perdido los apellidos –ya no conservamos ni el Ferrer ni el Carreró- pero conservamos los carquignols que Pepiña aprendió, seguramente, de su madre.

    Es la misma receta que probablemente llegó con Josefa Rovira Carreró a Cabo de Cruz hacia 1805. O tal vez lo hiciera de la mano de la familia del tatarabuelo de Maruja Ferreol Carreró Torrent cuando dejó Sant Feliu de Guixols para instalarse en las rías. Puede que llegase con Teresa Ferrer Portals cuando se instaló con su marido en O Grove cerca del año 1800 o con Marcelina Nunell y su esposo.

    Los detalles no son importantes y seguramente nunca llegaremos a conocerlos, pero estos dulces -harina, huevos, azúcar, almendra- han sido capaces de saltar más de 1000 kilómetros y 8 generaciones, de ser absolutamente catalanes y al mismo tiempo radicalmente gallegos, tan gallegos como la historia de la bisabuela, de sus padres Enrique y Petronila y de los padres de estos, nacidos a orillas de la ría de Arousa.

    [aesop_timeline_stop num=»Epílogo» title=»Epílogo»]

    Los carquignols de las hermanas Del Río Carreró son sólo un ejemplo, uno de tantos posibles, de cómo la gastronomía está unida a la historia de un territorio hasta el punto de poder, en ocasiones, explicarnos cosas que no acabamos de entender de la misma. Los carquignols de mi bisabuela de A Pobra do Caramiñal son, en realidad, un fósil, un vestigio de otra época que sobrevive mientras docenas de otras recetas se han perdido o, más bien, se han disuelto contaminando recetas locales, introduciendo ingredientes, técnicas y sabores en un lugar alejado de sus orígenes. Más que un dulce son un recuerdo de una historia que une el Atlántico con el Mediterráneo y que dio lugar a una anomalía dentro de la historia gastronómica peninsular que sigue viva, aunque oculta en buena medida, en la costa de las rías.