Categoría: Kitchen Confidential

  • Fracasar

    Fracasar

    Trabajar con pasión, poner todas las ganes, haber mamado la cocina desde pequeño, años de oficio, saber cocinar y dedicar veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Mira no.

    Si alguien es cocinero es que algo sabe hacer. Algo bien hecho. Ni que sean las ensaladas. Ni que tan sólo sepa emplatar. O hacer decoraciones con el balsámico de Módena. Algo. Porque sino no trabajaría. Por lo tanto, se supone que todos los cocineros saben cocinar. O han sabido hacerlo en algún momento de su vida. Y hasta le han puesto ganas. E ilusión, como si fuera una peli de la Disney. ¿Has visto Chef? Es un mojón de peli, pero te cuentan que si te haces cocinero puedes vivir sueños imposibles. Ratatouille también. Ojalá una rata me enseñara a hacer pisto. Quizás hasta han tenido el sueño de abrir su propio negocio. Con ellos al frente de la cocina, decidiendo qué platos ofrecerán, cuál será el estilo elegido, qué tipo de comida querrán compartir para que el negocio sea rentable. Hasta alguno tendrá un golpe de suerte y podrá hacer su sueño realidad. Porque todos los negocios funcionan si le pones trabajo, ganas y corazón. ¿Verdad? Claro, claro.

    No sabría ni cómo empezar para deducir si un negocio será rentable o no. He trabajado más de diez años en marketing y más allá de considerarlo un campo más próximo a la adivinación o a la predicción del futuro leyendo los posos del té, creo que nadie sabe exactamente cómo asegurar si un negocio será rentable o no. Puedes hacer estudios de mercado, planes de empresa, análisis de coste, escandallos y optimización de menús, pero hay ciertos factores que siempre se te escaparán de las manos. Como cliente he visto cómo restaurantes buenísimos y solventes cerraban en menos de un año, mientras que chiringos absurdos estaban siempre llenos. Como cocinero he visto más de lo segundo que de lo primero, no nos engañemos, pero puedo afirmar que he colaborado a hundir más de un negocio. Es importante destacar que nunca he puesto un duro ni esa va a ser mi intención. Más de una vez me han llegado propuestas para abrir algo, pero ya una vez invertí en un negocio y acabé cerrando en menos de un año y nunca más, santo Tomás. Lo que sí que he hecho es abrir desde cero dos negocios, siempre con el dinero de otros, eso sí.

    Si alguien es cocinero es que algo sabe hacer. Algo bien hecho. Ni que sean las ensaladas. Ni que tan sólo sepa emplatar. O hacer decoraciones con el balsámico de Módena. Algo. Porque sino no trabajaría

    Uno fue muy bien. Cuando lo dejé me fui de buen rollo, con la cabeza bien alta y dejando un negocio que funcionaba como un tiro, con la carta y la propuesta de negocio que habíamos diseñado junto a la propietaria. El otro, no.

    Y es de este del que quiero hablar. Del restaurante del fracaso. Porqué (casi) todos los que trabajamos en el mundo de la restauración, lamentablemente sabemos qué es el fracaso. Y la verdad es que casi nadie habla de ello. Pues para eso estoy yo.

    Nos hallamos en una ciudad pequeña, dentro de la provincia de Barcelona. Alguien pone un anuncio, me inscribo y me llaman. Yo ya tenía trabajo, pero en esa época tenia ambición. Me entrevisto con una señora que me enseña el local que están reformando. “Aquí estará la sala y aquí la cocina”. Es algo realmente pequeño. Una cocina pequeñísima equipada con material reciclado de entreguerras. Neveras y cocina recuperadas de otro negocio que tenían y un solo horno, nuevo y de no muy buena calidad. Cocina con tres fuegos y durante el primer mes y medio funcionando con bombona de butano. Sala con ocho mesas, 25 comensales como máximo. Pero el espacio no era el problema ni el equipamiento de la cocina tampoco, porqué yo dije que sí, que qué chulo todo, que ya me apañaría y que a tope. Nos sentamos y hablamos sobre lo que quieren. Nada de menús y bocadillos como hacían en el antiguo negocio. Ahora quieren algo más sofisticado, más cool, más próximo a lo que se hace en Barcelona (palabras textuales).

    He trabajado más de diez años en marketing y más allá de considerarlo un campo más próximo a la adivinación o a la predicción del futuro leyendo los posos del té, creo que nadie sabe exactamente cómo asegurar si un negocio será rentable o no

    Les suelto cuatro cosas con toques asiáticos y ya se emocionan. Hablamos del sueldo y no pueden pagar demasiado porque “tú ya sabes, las obras, las reformas, todo lo que cuesta esto, pero más adelante ya veremos. Si el negocio funciona tú también tendrás tu parte, claro”. Regateamos un poco y lo dejamos en un sueldo de funcionario base sin pagas extras. Doble turno, seis días a la semana. Me dicen que ya me llamarán que tienen que hacer más entrevistas. Una semana más tarde tengo el trabajo. Les hago una propuesta de menú y voy un día para dárselo a probar y testar la cocina. Estará ella, su marido y sus tres hijos, ya mayores. Les cuelo entre otras cosas grandes éxitos de hoy y de siempre como el tataki de atún, el risotto de boletus, pasta fresca con virutas de foie y el tartar, claro, y les chifla. Decoraciones con brotes, toques de jengibre, melazas y reducciones de salsas varias les acaban de convencer.

    Recordemos que soy un impostor. No sé decorar, estoy en contra de las florecillas y lo bonito para hacer bonito y todo lo que he aprendido lo he copiado, saqueado y almacenado en el disco duro de mi cerebro. Pero ha colado. Tengo el trabajo y se abre el negocio. Nada de menús, recordemos. Van a hacer un trabajo de boca a oreja para anunciar un pequeño restaurante a modo de bistrot. Tengo diez primeros, ocho segundos y cinco postres. Estoy sólo en la cocina. Si hay mucha gente vendrá el marido de la propietaria a echarme una mano para servir y lavar platos (a mano, por cierto). Los primeros clientes son mis hermanos, que vienen adrede porqué les hace ilusión. Mi hermano mediano me dice que guay, pero que no súper guay y que vaya tela con los precios. Bueno. Un poco de crítica constructiva.

    Taylor Grote

    Pasan los días. Durante el mediodía todo es un desierto. Por las noches la cosa se anima, pero entre semana hay días de cero. La propietaria empieza a ponerse nerviosa por lo que propone hacer un menú de mediodía. Venga, a tope. Mantenemos carta más menú de mediodía para ver si así se dinamiza un poco todo, que no se puede subsistir con tan sólo viernes y sábados. Diez menús al día no hacen que deje de ponerse nerviosa. De hecho se pone más nerviosa. Me hace cambiar la carta. Yo le hago caso. Es la que paga. Me llegan proveedores que buscan al marido. Les digo que no sé nada y resulta que el antiguo negocio cerró dejando a muchos de ellos con facturas sin pagar. Oiga mire, a mí no me pegue que yo no sé nada. Más de una vez el marido se esconde si viene gente que le conoce.

    La propietaria me propone hacer un menú también para las cenas, con un precio fijo. Aquí hemos venido a jugar. Investigo proveedores, cambio platos del menú que no salen a cuenta (fuera tanto atún, por el amor de dios) e intento economizar costes y jugar con los distintos menús. La cosa parece animarse, pero llega noviembre y ya se sabe que estos tres meses hasta que llega febrero son el Tourmalet para la restauración. Yo empiezo a perder la confianza (recordemos que soy un impostor), pero se acerca un evento en la ciudad que la va a llenar de turistas. Durante un par de días va fuera el menú y la carta y se hace un menú especial para combatir el frío. También se hacen bocadillos. La verdad es que funciona como un tiro y durante dos días todos recuperamos la sonrisa al trabajar. Pero es un espejismo. Se vuelve al menú habitual y a las propuestas de menú semanales a un precio ajustado y sí, los viernes y sábados noche se llena, pero el resto de días es el desierto de los tártaros.

    Salgo fuera demasiado a menudo y pocas imágenes son tan tristes y poco invitantes como un cocinero fuera de la cocina a las nueve y media de la noche fumando y mirando la pantalla del móvil. Sólo pienso en que quiero irme a mi casa. De vez en cuando la jefa se cabrea. “Pero haz algo. No te quedes ahí parado”. No la culpo, pero sólo pienso en que la herida es de muerte, y que como no hay nada qué hacer, mejor acabar con el sufrimiento de una vez por todas. Y lo que hago es buscarme la vida y nada más empezar el año le digo que he encontrado una oferta de trabajo irrechazable y que lo siento mucho pero que le doy un mes para buscarse otro cocinero.

    Salgo fuera demasiado a menudo y pocas imágenes son tan tristes y poco invitantes como un cocinero fuera de la cocina a las nueve y media de la noche fumando y mirando la pantalla del móvil

    Vino un cocinero muy experimentado que ella conocía y que hacía largas temporadas en Francia, pero que quería volver y establecerse aquí e nuevo, por lo que me fui con la conciencia un poco más tranquila y convenciéndome que no debía sentir la agridulce sensación de ser la rata que salta primero del barco.

    Los factores por los cuales el negocio fracasó fueron varios. Ellos montaron un negocio por necesidad. Tenían un montón de deudas, se les acabó el alquiler de renta baja que estaba excelentemente situado y acabaron montando un restaurante en un local pequeño y no muy bien situado, contrataron a un cocinero poco experimentado porqué no podían ofrecerle un sueldo normal a un verdadero profesional, el cocinero había sobrevalorado sus capacidades y se cambió el rumbo del negocio hasta cinco veces distintas en tan sólo cuatro meses.

    En mi nuevo trabajo duré menos de quince días hasta que me fui de nuevo porqué por primera (y única) vez en mi vida me pilló un ataque de ansiedad . El restaurante acabó cerrando, dejando de nuevo a otros proveedores sin cobrar. A modo de epílogo no sé muy bien qué conclusiones extraer. Todo aquel que ha trabajado en hostelería te contará su versión de por qué un negocio no ha acabado de funcionar. Lo cierto es que el ochenta por ciento de negocios de hostelería acaban cerrando en un periodo de tres años y siempre habrá alguien convencido que con ellos al mando, la cosa hubiera ido distinta.

    Aún a sabiendas que me faltaba experiencia y tablas, me he ido apuntando a ciegas a proyectos que me han ofrecido y he encontrado. Unos han salido bien y otros no tanto. Encargarme de la cocina de un pequeño restaurante y estar solo quizás me quedaba grande. Pero meses después repetí la experiencia con un enfoque mucho más práctico y menos pretencioso y fue un éxito inmediato. La propietaria también abrió un negocio movida por la desesperación y esta vez le salió bien. Dicen que del fracaso se aprende. No sé que deciros, la verdad. No me atrevo a decir que el fracaso es necesario para alcanzar el éxito, porque tampoco sé lo que es el éxito. Lo que sí que sé es que aunque no te garantice nada, mejor rodearse de gente con ganas de trabajar y que intente hacerlo bien.

  • Una novela francesa

    Una novela francesa

    Deben de ser las cinco y pico de la mañana de un sábado, cuándo me despierta mi abuelo. La abuela anda por la cocina preparándome un vaso de leche mojado en unas gotas de café. Ella va enfundada en una bata azul que recuerdo suave y brillante. Él ya está vestido, yo nervioso.

    Salimos a la calle y nos dirigimos a la panadería de la vuelta de la esquina. Hace frío, de esos inviernos de antaño, de leotardos, hielo en el cristal del coche y jerseys que picaban, herencia de primos mayores.

    La calle aún en penumbra, el rótulo de la panadería con sus dos focos iluminando la acera, la persiana bajada. Nos colamos dentro dejando atrás el despacho de pan, y llegamos al obrador. Suelo lleno de serrín y harina, olor a chocolate, trasiego de personas, cajas inmensas de plástico con un montón de payeses de medio quilo, quilo o quilo y medio, sacas de pan llenas de barras con albaranes escritos a mano pegados con celo, dispuestas para su entrega.

    El panadero me atusa el pelo mientras me extiende un croissant pequeño

    El abuelo recoge nuestro pedido, una de las sacas de papel con barras de medio, y una caja plástica amarilla con las pastas. El panadero me atusa el pelo mientras me extiende un croissant pequeño. Está relleno de chocolate, en barra, firme y algo dura, que son los que me gustan desde entonces.

    Llegamos al restaurante de la familia, entramos por la cocina, encendemos las luces, el abuelo deposita su abrigo color camel en el perchero, junto a la zona de la caja, donde trabajaba mamá. Un espacio adyacente a la barra desde donde expedía facturas con una vetusta máquina registradora, los camareros entregaban las comandas, y se anotaban las reservas.

    Enciende los vaporizadores de la cafetera, muele café, expone las pastas, dispone los periódicos, enciende el lavavasos, sube las persianas y me sirve un cacaolat tibio con un chucho de crema, bien frito y rebozado en azúcar, mientras esperamos que entren los primeros clientes.

    Mamá y la abuela, con los tíos Luis, David y Manolo llegarán sobre las once, para comer con la familia, la real y los empleados.

    Después le pediré a mamá que me vista con la camisa blanca, el pantalón negro y el chaleco. Cogeré un libro de comandas y me pasearé por las mesas

    Yo me pasaré toda la mañana, hasta la hora de comer, fiscalizando el trabajo del abuelo en la construcción de los salones de banquetes, los jardines y el parque infantil.

    Después le pediré a mamá que me vista con la camisa blanca, el pantalón negro y el chaleco. Cogeré un libro de comandas y me pasearé por las mesas, preguntando a los clientes si están bien atendidos o les falta alguna cosa. Todo bajo la atenta mirada de Litri, uno de nuestros camareros, que no sabía qué hacer con aquel retaco de metro veinte en medio del comedor haciendo de maître de sala.

    Ya ha llegado la primavera, atrás quedó el invierno, es mayo y estamos en plena temporada de banquetes. Toda la familia echando una mano: mi prima, mi tía Mercedes, mi tío, la abuela, mamá…

    Tía Mercedes con un plástico de helado a granel, reciclado en tupper, lleno de ensaladilla rusa con una boleadora también de helado, montando entremeses

    Yo y mis primas andamos correteando por la cocina del jardín, intentando ayudar a los mayores. Cientos de platos blancos esparcidos por la cocina, encima de la nevera central, las mesas de los laterales, el pase de cocina o en tablillas -puestas encima de fuegos y fregaderos- para qué sirvieran de apoyo.  Tía Mercedes con un plástico de helado a granel, reciclado en tupper, lleno de ensaladilla rusa con una boleadora también de helado, montando entremeses. El resto de la familia detrás, con sus delantales, y bandejas llenas de embutido acabando de montar los entrantes de las comuniones que estaban por venir.

    Nosotros, con cuidado, llevábamos los platos a la cámara frigorífica, donde se apilaban otros tantos cientos de platos montados con cuidado, uno sobre otro. En un lado las piñas con jamón, en otros los entremeses o las copas con los cócteles de gambas.

    La abuela no nos quitaba ojo, no fuera a ser que se nos cayera algún plato y armáramos un estropicio. Tan puntillosa, con tanto carácter, era la que llevaba a todo el mundo firme en aquella casa. Cuando llegaban esas fechas, los fines de semana era la primera en llegar y la última en irse. Durante la semana, andaba en la cocina y por las tardes en la lavandería, remedando servilletas, lavando y planchando aquellos manteles largos y blancos que usábamos para los banquetes.

    Nosotros, a lo nuestro. Cuando nos cansábamos salíamos a los comedores, donde un ejército de camareros acababa de montar las mesas, en forma de U, con presidencia, sin presidencia o redondas. Algunos movían maceteros y biombos, separando el sinfin de celebraciones que acontecían cada fin de semana durante la temporada.  Otros preparaban los cócteles, San Francisco y sangría de cava.

    Cuando ellos terminarán el montaje, la abuela iría a cortar los rosales con el jardinero, y acabaría de decorar las mesas, junto a los centros que había traído el florista, para economizar algo. Total, se los acababan llevando.

    Mamá se pondría con las tarjetas dónde escribía el nombre de cada invitado y su lugar en la mesa, según indicaciones de los anfitriones. Después se quitaría el mandil, se cambiaría y maquillaría, para recibir a los invitados y ejercer con un par de camareros, de guardia de seguridad, para qué nadie moviese las tarjetas de lugar buscándose sentarse dónde le diera la gana y no dónde el anfitrión quería.

    En la cocina central olía a redondo de ternera, patatas asadas y a canelones gratinándose para los menús de los pequeños

    Nosotros mientras, esperábamos a que llegará el pastelero, con aquellas inmensas torres de tarta massini, con flores y brillantes perlas de azúcar, entrando y saliendo de la cocina de la masía, edificio neurálgico del negocio, adyacente a los jardines donde estaban las carpas de banquetes, la cocina de apoyo, lavabos, barra, lavandería…

    En la cocina central olía a redondo de ternera, patatas asadas y a canelones gratinándose para los menús de los pequeños. En la de fuera, a huevo duro, piña, sorbete de limón, charcutería y patatas chips.

    Jugábamos también con el tío David, con sus tejanos dos tallas más grandes, su camisa con algunos botones abiertos, su pecho sin vello, pálido, muy delgado, sus ojos azules y aquel pelo canoso que alguna vez fue rubio, sacando patatas sin descanso de la peladora automática, rallando tomate para el pan, dándole un trago a las distintas botellas de vino que tenía escondidas por la cocina y nosotros asustándolo y gritándole “maloqueiro” mientras simulaba que salía a perseguirnos, aunque andaba bastante desbordado con aquella jarana.

    Él llevaba el cuarto frío durante la semana, hacía lo que buenamente podía, dado su alcoholismo. Pelaba las patatas, cortaba lechugas y tomates, preparaba los cortes de helado, las copas de frutas, los pijamas…

    Brasil, permanentemente, Brasil. El éxodo a Brasil, en todas las comidas, en todas las sobremesas

    Vivía con los abuelos, que una vez lo llevaron a Brasil con ellos, que empezaban a prosperar, para que triunfara, y se lo tuvieron que traer de vuelta con ellos, sin haberlo conseguido.

    Brasil, permanentemente, Brasil. El éxodo a Brasil, en todas las comidas, en todas las sobremesas. Brasil, Sao Paulo, Santos, siempre había una historia, y a nosotros nos encantaban las historias.

    El restaurante que tenían allá allí, abierto 24horas, que la abuela llevaba con mano firme por la mañana y el abuelo por las noches, donde se juntaban estudiantes, intelectuales, escritores, a la salida de las últimas sesiones del cine que tenían enfrente.

    El abuelo que se pasaba muchas mañanas con el cónsul español en Sao Paulo, arreglando papeles de compatriotas.

    La abuela tuvo que dar la cara cuando el abuelo permutó por aquel restaurante dos pisos que le quedaban del último bloque que había construido, sin mirar las cuentas, y que tenía más deudas de la que pudiera imaginar. Colas de prestamistas y empeño de joyas, volver a pedir favores a familiares, salir a escondidas a comprar con la furgoneta, para que entrara género y poder servir a los clientes para pagar esas deudas.

    El abuelo, enamorado de Barcelona desde que hizo el servicio militar, y cuando para poder comer caliente se iba a la sala de fiestas La Paloma para ligar con las criadas de las casas bien

    El abuelo, leonés enamorado de Cataluña, cada vez que oía a alguien en Brasil hablar catalán trababa amistad. Como con Vicente, pintor paisajista, cuya amistad perduro hasta acompañarnos en el 80 aniversario de la abuela.

    El abuelo, enamorado de Barcelona desde que hizo el servicio militar, y cuando para poder comer caliente se iba a la sala de fiestas La Paloma para ligar con las criadas de las casas bien y cambiaba sexo por algo que llevarse a la boca.

    El abuelo enamorado de la ciudad en la que nací y que me ha visto crecer, fue el que, al regresar tras la muerte de Franco, hizo que la familia se instalara aquí.

    La abuela el día que descubrió que un cocinero le robaba los solomillos, con un doble forro en el pantalón y tuvo que echarlo.

    Los abuelos y la anécdota del día que vinieron los militares de Hacienda y Seguridad Social a cobrar atrasos, en plena época de Carnaval que era cuándo más se facturaba, y el abuelo saco brandy y anís español y los emborrachó a todos. Se fueron bailando un pasodoble sin llevarse un duro de la caja.

    El día que mamá llegó a casa y se encontró sin su ropa, y el abuelo le dijo que la había regalado a un español sin suerte, al que había metido de polizón en un barco de chanchullo con el práctico para que volviera a España con algo entre las manos.

    Cuando los abuelos compraban coches de lujo en Andorra, para pasear por España unos meses, y lo revendían al mismo comprador -les salía más barato que alquilarlo- y recorrían la península visitando a amigos o familiares, antes de volver a Santos, en Brasil y que una vez fueron invitados a comer por aquel español que mandaron de vuelta con la ropa de mi madre, al que se cruzaron sin buscarlo.

    La abuela y el dinero que presto el abuelo a un tipo que desapareció del mapa, y en un viaje a España, haciendo escala en Caracas, consiguió encontrarlo y recuperarlo. Menuda era la abuela.

    Siempre fuimos los más ciertos en horas inciertas, como cantaba Roberto Carlos.

    Cientos de historias, fotografías, familiares que venían a visitarnos ahora a España o brasileños cómo Gisela, que vino a estudiar Periodismo, fue estafada con el alquiler del piso y la mandaron a que preguntara por los abuelos al restaurante en busca de ayuda. Obtuvo casa, comida y un trabajo: cuidarnos a nosotros mientras mamá trabajaba.  Pudo seguir los estudios y por supuesto, obtuvimos una amistad que aún perdura.

    Es nuestro corazón una casa de puertas abiertas, siempre fuimos los más ciertos en horas inciertas, como cantaba Roberto Carlos

    Los inviernos y las primaveras de la infancia, dieron paso a un triste otoño que duró demasiado.

    El abuelo ya no estaba con nosotros, tío Luis, hermano de mi madre tampoco. Tía Mercedes ha fallecido no hace mucho y la bisabuela Carolina fallecería poco después.

    Quiero ir al cine con los amigos, pero hay faena ese fin de semana. Mi hermano y yo nos refugiamos en el piso de arriba de la masía. Hace tiempo que aquello dejo de ser divertido, para convertirse en una obligación fastidiosa.

    Mamá nos llama para que bajemos a fregar platos, nosotros estamos tumbados sobre los camastros que sirven para que la familia descanse entre turnos, viendo la pequeña televisión. Decimos que ahora vamos, pero ninguno de los dos se mueve. Es la eterna pelea, yo tengo la sensación que sobre mí ha recaído el peso del hermano mayor y me niego a bajar.
    Él ni se mueve, y se que no piensa hacerlo. Me mantengo en mis trece, me levanto, le razono, me saca de mis casillas, se ríe de mí. Vuelvo al camastro hasta que mamá sube y aparece para abroncarnos. Esta vez me niego a moverme. Ya lo he hecho cientos de veces.

    Tocaba aguantar a la abuela vigilando que no gastará demasiado jabón si tocaba fregar las ollas, y me repetía mil veces cómo y qué cantidad había que poner

    Por lo menos con la reforma de la cocina, con el nuevo lavavajillas, era más fácil que fregar a mano como antaño. La ducha del grifo a presión ayudaba, se montaban los platos en las cestas, se pasaban por la máquina, se secaban con algún mantel viejo y se apilaban en su lugar. Lo único que tocaba aguantar era a la abuela vigilando que no gastará demasiado jabón si tocaba fregar las ollas, y me repetía mil veces cómo y qué cantidad había que poner en aquel cuenco de plástico rojo, diluido con agua para economizar. Y por supuesto oírla repetir la cantinela que el diseño de aquella cocina se le había ocurrido a ella, que era la más lista de todos lo inútiles que la rodeábamos, excepto sus hermanos.

    Pero está vez me niego a bajar y me quedo sin cine con los amigos.
    Muchos familiares han ido falleciendo, y los qué no, se fueron, cómo papa, que buscó refugio para un corazón roto, aún enamorado de mama, lejos de sus hijos. O las primas, que se hicieron mayores y preferían quedarse en Barcelona con sus amigas.

    Qué más da ya el cine, soy un adolescente incomprendido más.

    Tras aquel largo otoño en una etapa de mi vida, vino un duro verano. Siendo un estudiante mediocre, por vago, no por falta de capacidad, hubo que arremangarse en el restaurante de la familia, tras casi tres años en la escuela de Hostelería.

    Mis primeros servicios como camarero en el restaurante. Ramón enseñándome el oficio y dejándome toda la pila de cubiertos, las aceiteras, rellenar los vinos y remonte de parte del comedor para el servicio de la noche.

    Ramón era el tercer miembro de la familia López que pasaba por allí. Su padre Boni, fue maître en nuestra casa con la abuela. Después le tocó a su hermano Isidro cuando mandaban a medias mamá y la abuela, y ahora le tocaba a él. Era la mano derecha de mamá.

    Por las noches había que dar de cenar a los camioneros que aparcaban en nuestro parking. Venían de Francia, Alemania, Andalucía, Asturias o Valencia

    Ramón abría la casa a las siete de la mañana y se iba por las tardes. Yo hacía los turnos de mediodía y noche, sirviendo menús a los currantes de la zona.

    Por las noches había que dar de cenar a los camioneros que aparcaban en nuestro parking. Venían de Francia, Alemania, Andalucía, Asturias o Valencia, y pasaban días con nosotros, semana tras semana.

    Espejo, D’Artagnan, Angelillo, Gato, Varón, el Turbo, Roque, Paco, Jose Luis -años más tarde supimos que era Juan Luis, mi abuelo le había cambiado el nombre y así se había quedado cuándo venía a Barcelona, con su camión, desde Santander-, Lucas, Sánchez, Román, los de Coreco, los de los Muebles de Valencia…
    Todos ellos nos vieron crecer y nos acompañaron mucho tiempo, dejando de ser muchas veces meros clientes.

     

    Cuando mamá cerraba, nos acostumbramos a que los dejara en Barcelona, con la furgoneta del negocio, para qué se tomaran una copa, y yo, siguiendo la tradición, también lo hice. Igual que tocaba llevarlos de copas, también había que llevarlos al médico cuando les caía un mueble en el pie, recogerlos en la autopista cuando se quedaban tirados a pocos kilómetros de nuestra casa, indicarles cómo llegar a los sitios de entrega, guardarles enseres mientras cargaban parte de sus camiones, intentando completar la carga para sacarse un dinero digno y volver a casa sin perder los ingresos de la vuelta.

    No supimos adaptarnos a los tiempos. Seguramente por falta de experiencia. Mamá no había visto otro restaurante que no fuera aquel, yo tampoco

    Todos aquellos largos veranos, otoño suaves y cálidos inviernos -ya no hacían falta leotardos, ni rascábamos hielo de los parabrisas, ni mucho menos heredábamos ropa de los mayores- fueron de aprendizaje, aunque también de altivez inmadura, de decisiones precipitadas que dieron al traste con un negocio que ya iba en franca decadencia.

    No supimos adaptarnos a los tiempos. Seguramente por falta de experiencia. Mamá no había visto otro restaurante que no fuera aquel, yo tampoco.

    Muchas veces vivíamos un choque generacional, yo quería emprender cambios, ellas no los compartían. Los clientes también cambiaban.

    Donde antes bastaba un buen plato de comida, una botella de vino modesto y un módico precio, ahora exigían cocina saludable, vino superior, mantelería acorde y el mismo módico precio.

    Los banquetes exigían exclusividad de espacio, pero no estaban dispuestos a pagarlo. Exigían vajilla, menaje, mantelería, aperitivos largos en los jardines y platos principales de diseño y nuestra cocina e instalaciones seguían ancladas en otros tiempos.

    La decoramos como un castillo medieval, pusimos tiradores de cerveza en algunas mesas, me traje de Brasil los novedosos metros de bebida, dónde servíamos a granel de 2 a 5 litros de cualquier bebida

    Antes de pasar cuatro estaciones más, viéndolas venir, tomamos la decisión de reconvertir los antiguos comedores de banquetes en una simple cervecería. Dejar el restaurante funcionando con los menús y la carta únicamente al mediodía, y abrir por las noches el otro espacio.

    La decoramos como un castillo medieval, pusimos tiradores de cerveza en algunas mesas, me traje de Brasil los novedosos metros de bebida, dónde servíamos a granel de 2 a 5 litros de cualquier bebida. Desmantelamos una pizzería de Mataró, que cerraba, y nos trajimos mesas, sillas, horno…

    La llamativa decoración dio paso a servicios de doscientas y trescientas personas en viernes y sábado. Al principio desbordados, ante la demanda, novedosa para nosotros. Pero conseguimos, mes a mes, mejorar los tiempos de servicio, montar buenos equipos de sala y cocina, que siguen siendo amigos.

    Volvía cierta alegría a la casa, la abuela seguía dando guerra en la cocina, mientras nos aleccionaba sobre cómo hacer buenas pizzas, como las qué hacía ella en su restaurante brasileño. La de palmito, la de presunto con queijo

    Mamá nos ayudaba en la barra y llevaba la caja, como siempre.

    La cosa iba tan bien, que montamos un bar de copas en la antigua masía de los abuelos, que cerramos sin mirar atrás.

    Fueron cinco años de alegrías, para nosotros, hasta que la crisis nos devolvió a la triste realidad, y todos aquellos clientes del cinturón obrero de Barcelona que poblaban nuestras mesas, jóvenes y familias, dejaron de venir.

    Tras aquel invierno, aquella primavera, el oscuro otoño, el duro verano y los años que siguieron, cerramos. De eso hace ya bastantes años, todo se pierde en el horizonte. La abuela paró de trabajar y se nos fue marchitando poco a poco. Mamá vive ahora de alquilar plazas de párking a camiones.
    Yo sigo dando guerra en la hostelería, mi hermano harto de los bares eligió las discotecas.

    La abuela se fue, se fue sin entender que no nos iba tan mal, que quizá ahora somos más felices, sin vivir por y para aquel negocio

    Hace ya un año que falleció mi abuela. Es una losa demasiado pesada, ella, la constante, la que se fue a Sudamérica con 18 años y triunfó. Se casó, emprendió, montó hotel y restaurantes, se llevó hermanos y junto a mi abuelo, ayudaron a todo aquel que pudieron.

    La abuela se fue, se fue sin entender que no nos iba tan mal, que quizá ahora somos más felices, sin vivir por y para aquel negocio.

    Pero se fue mientras en su entierro sonaba My way de Sinatra, en paz, y habiéndose despedido de todos los que siguieron ahí.

    Y ahora yo estoy aquí, acordándome de todo esto, en un terreno de 8.000 m2.

    Terreno yermo, en lo que antaño fueron los jardines dónde correteaba con mis primas, jugábamos al mini golf, saltábamos en las camas elásticas, esperábamos al pastelero y llamábamos “maloquero” a mi tío David, fallecido unos años antes que la abuela.

    Un terreno, negocio, que fue huracán, que nos marcó a todos, y del que algunos aún nos estamos recomponiendo.

    Cuántos fantasmas bailan en este terreno yermo.  Cuántas lágrimas, discusiones… Qué de cosas vivimos, qué felices fuimos, en este solar, que antaño fue lugar de celebraciones

    Mientras, observo a los camiones aparcados. El restaurante ahora es un parking, y aún puedo ver las carpas llenas de mesas, biombo tras biombo, cientos de familias celebrando la comunión de sus hijos, los camareros de smoking y pajarita, niños correteando por los jardines, el músico o la orquesta animando la fiesta, mientras el Larios con Coca cola o el Cubalibre de Bacardí bajan por las gargantas de los sedientos, vuelan las corbatas a las cabezas de algunos mientras suena Paquito el chocolatero, alguien sube a una novia a una silla mientras le cortan la liga al ritmo de Joe Cocker y un grupo de chicos, amigos del novio, entra en la cocina para pedirnos una bandeja con un par de huevos duros, una zanahoria y un chorretón de mayonesa para gastar una broma.

    Cuántos fantasmas bailan en este terreno yermo.  Cuántas lágrimas, discusiones… Qué de cosas vivimos, qué felices fuimos, en este solar, que antaño fue lugar de celebraciones.

     

     

     

  • ¿Y tú qué tipo de comensal eres?

    ¿Y tú qué tipo de comensal eres?

    ESTOY COMO EN MI CASA

    Llegas al restaurante vociferando, no sea que alguien de las otras mesas no se percate de tu presencia. Saludas con familiaridad a quien sea que te atiende, recordando siempre de levantar el tono de voz muy por encima de lo normal. Aunque sólo hayas venido una vez, seguro que se acuerda de ti. ¿Cómo no podría? Bromear con tu camarero es imprescindible. Hazle saber que tienes sed y que te traiga unas cervecitas antes de pedir. Recuerda hablar siempre con diminutivos, que siempre resulta simpático.

    Brinda mucho y muchas veces. Que el chín-chín sea cada vez más alto, que te oiga todo el mundo. La camarera tiene cara de cansada. Bromea con ella constantemente cuando pidas otra botella de vino, cuando seas el último a quien le traen los segundos, cuando la veas con tres platos en las manos y se te antoje que te traiga más pan. Seguro que así le animas el día y se relaja. Si te gusta mucho un plato, compártelo con todos los que están en la mesa. Quizás ellos te dicen que no les apetece probarlo, pero lo dicen por vergüenza. Insiste, no te rindas, no aceptes un no. Mételes tu tenedor en la boca si hace falta, seguro que luego te dirán que sí que está bueno, aunque les hayas manchado la camisa.

    Relájate, desabróchate el botón del pantalón, repantígate en la silla y quítate los zapatos sin que nadie se entere, pero luego se lo cuentas a todos

    Después del café no pueden faltar unos chupitos o unos pacharanes. Relájate, desabróchate el botón del pantalón, repantígate en la silla y quítate los zapatos sin que nadie se entere, pero luego se lo cuentas a todos, no sea que no se percaten de lo a gusto que estás. Alarga las sobremesas hasta que veas que los camareros ya han recogido todas las otras mesas y estén de pie mirando tu mesa de reojo. Tú estás como en tu casa, y aunque ya sean las cinco de la tarde, has pagado y estás la mar de relajado. Lástima que no existan restaurantes donde puedas hacer la siesta, piensas.

    LOS TÍMIDOS

    Es una celebración especial. Has reservado desde hace un mes y por fin vas a ir con tu pareja a ese restaurante de moda del que todo el mundo habla y nunca hay sitio. Sorprendentemente no está lleno. Bueno, quizás es que hemos venido a las nueve y aún es pronto. Te has arreglado y le has dicho a tu pareja que se comporte y no actúe como un mequetrefe. Por un día que vais a un sitio de categoría, que no te arruine el día con sus salidas de pueblerino.

    Os acomodan y os traen una copa con un líquido naranja. Tu pareja te susurra si no se habrán equivocado de mesa, que vosotros no habéis pedido eso. Le dices que se calle y que no te haga quedar en ridículo. El líquido es anaranjado dulce, salado y sabe a alcohol y a tomate. Te recuerda al Dalsy que le das a tu hija, pero abres mucho los ojos y le dices a tu pareja que qué bueno, ¿verdad?. Os traen la carta. Lees con atención y le das patada por debajo de la mesa a tu pareja cuando te dice: ¿pero tú entiendes algo?

    Los segundos los traen en platos. Ninguno redondo, pero todos demasiado grandes para la ración minúscula

    Escogéis y os traen los platos. Pero no son platos. Tú tienes la comida sobre un trozo de madera y a tu pareja le han traído una ensalada dentro de un tarro de conservas. Os miráis. Tú le fulminas con la mirada y así abortas lo que tiene que decir. Los segundos los traen en platos. Ninguno redondo, pero todos demasiado grandes para la ración minúscula que os han traído. Oye, ¿esto es como el cóctel de bienvenida para abrir el apetito o es lo que hemos pedido? Al final te ríes. La botella de vino ayuda y te sientes un poco más relajada.

    Ya ha pasado una hora. El restaurante sigue medio vacío. Miras las caras de los comensales de las otras mesas y todos tienen la misma cara de susto disimulado. El vino te empieza a hacer ver que quizás no hay para tanto. Tu pareja lleva diez minutos buscando con la mirada al camarero. Tiene sed, quiere más vino y no entiende como el camarero no os ha dejado la botella en la mesa. Se está empezando a cabrear y ya no intentas apaciguarlo, sino que empiezas a entenderlo.

    Los postres os los sirven en una cuchara y cuando tu pareja te dice que cuando lleguéis a casa se va a hacer un bocadillo de lomo con pimientos, piensas que le pedirás que te haga la mitad para ti. Has hecho muchas fotos, eso sí. Por una vez que vienes aquí, que se entere todo el mundo.

    Patrick Fore

    GENTE QUE COME ENFADADA

    Tu padre os ha invitado a comer. A la una, un domingo. Tu padre tiene siempre prisa. Cuando era más joven era el primero en alargar las sobremesas e invitarte a un buen whisky, pero desde que se ha jubilado tiene una prisa constante, nada es demasiado rápido. La última vez que comisteis todos juntos acabó con la esposa de tu hermano diciéndole que no volvía a comer fuera con sus padres nunca más.

    Tu madre es todo sonrisas con vosotros, pero trata a los camareros sin mirarles a los ojos. Te sientas y tu madre sigue de pie. Ay. Que por qué no les cambian de mesa, dice. Vuestra mesa está en un sitio demasiado oscuro. Quiere la de la ventana. “Señora, esa mesa está reservada”. Bueno, pues la última vez nos pusisteis en la de la ventana y no entiendo porque ahora nos tratáis así, comenta como si fuera la cosa más natural del mundo. Me cago en mi puta vida, piensas para tus adentros. Tu hermano y su mujer no se han enterado. Mejor, que no quieres que te dejen sólo.

    Notas el repiquetear debajo de la mesa. Es el pie de tu padre. Tu hermano y tú os miráis con expresión compungida. Oh no, otra vez no

    Los primeros llegan rápido. Tu sobrina no tiene ni un año y por fortuna es el centro de atención. Tu madre sólo quiere cogerla en brazos, tu padre observa la escena con expresión relajada y tu hermano y tú podéis charlar de cuatro cosas mientras esperáis los segundos. Notas el repiquetear debajo de la mesa. Es el pie de tu padre. Tu hermano y tú os miráis con expresión compungida. Oh no, otra vez no. “Sí que tardan, ¿no?”. Han pasado sólo diez minutos desde que se han llevado los platos vacíos de los primeros. “Pst, oye, ¿te acuerdas de nosotros?” Bebes sin darte cuenta que ya llevas media botella de vino. Esto acabará mal, piensas. Tu hermano no puede seguirte el ritmo por la niña y te mira con envidia.

    Pasan cinco minutos y traen los segundos. Naturalmente a tu padre no le han traído el suyo. “Empezad, eh, que se enfría”. Nadie coge el tenedor. Tu padre mira al plato, resopla y busca al camarero. “He dicho que empecéis”. Cuando el camarero llega con su plato, respiras aliviado. Tu padre os pregunta si queréis postres y no puede disimular la expresión contrariada cuando respondéis que sí. Él pide que le traigan el café junto a los postres.

    Naturalmente no ocurre así. Vuelve a pedir el café y cuando todavía estamos comiendo los postres nos pregunta si queremos café. Pide los cafés para todos junto a la cuenta. Naturalmente tampoco ocurre así. Llega el momento de aplacar su ira. “No te puedes poner así cada vez que salimos a comer, el restaurante está lleno, los camareros van de bólido, la comida estaba toda buenísima, relájate por el amor de dios”. Nada surge efecto. Tu padre es de esa gente que está convencida que si paga, tiene sus derechos. Son las dos y media cuando salís del restaurante. Cuidado con esta gente, que son legión.

    Pelle Martin

    INVITADO

    Te han invitado al famoso restaurante Tal. Todo es maravilloso. El servicio, la presentación, el equilibrio de la carta, la magnífica oferta de vinos, la exquisitez de los platos, la cuidad decoración del local. Sólo por la liebre a la royale, ya debería valer la pena venir una vez al año a comer aquí. Así tendría que ser el ejemplo estandarizado de todos los restaurantes con nombre del país. Una jornada excepcional.

    PAGANDO TÚ

    Vas al famoso restaurante Tal. Habías hablado tan bien de este sitio que cuando tus amigos te propusieron venir, no pudiste decir que no. Llegan las croquetitas y el pan tostado a modo de bienvenida. Una por cabeza, solo. Intentas hacer memoria y crees que cuando viniste invitado eran dos o tres por comensal. Y encima os hacen esperar cinco minutos antes de que vengan a anotaros la comanda. La carta sigue igual que hace seis meses, cuando viniste por primera vez. Ahora no sabes si han subido los precios debido al éxito o si ya estaban así. Tendrías que haber venido a principios de mes y no cuando ya casi no tienes un duro y todavía quedan seis días para el día de cobro.

    Preguntas si alguien quiere compartir primeros, pero te responden que no, que todos prefieren escoger su propio plato. Punzada en el estómago. Alfredo, el que sabe más de vinos, se hace con la carta de bebidas. No me jodas, Alfredo, ahora no vayas de experto que sólo has hecho un curso de cata de once horas, piensas para tus adentros. Alfredo elige y tu contrapropuesta, el tercero más económico, queda rechazada por unanimidad. Jodidos sibaritas.

    Dices que no tienes mucha hambre y te estás comiendo una puta ensalada con flores, trozos de frutas exóticas y cosas que crujen

    Te has pedido una ensalada para empezar. Dices que no tienes mucha hambre y te estás comiendo una puta ensalada con flores, trozos de frutas exóticas y cosas que crujen. Bebes pero sin pasarte, no vaya a ser que Alfredo se anime y quiera demostrar cuánto sabe. Llegan los segundos. La liebre a la royale está buena, pero crees que te han traído menos cantidad que la última vez. Y la salsa no está ligada como debería. Y sabe demasiado a chocolate. Y es demasiado oscura. Y no está todo lo caliente que debería. Y la carne de la liebre está demasiado deshilachada. Y fijo que no es libre, seguro que es conejo. ¡Qué hijos de puta, me están timando! Alguien dice que no es de postres, pero que hoy es un día especial y Alfredo dice que ya le ha echado el ojo al carro de los quesos. La punzada en el estómago ya es perenne. Los cabrones de tus amigos te acaban de arruinar el día y el fin de mes. La próxima vez que les hables de un restaurante para ir todos juntos será un chino de barrio, que ya sabes que no superará los veinte euros por cabeza.

    Priscilla du Prez

    LOS DEL GREMIO

    Rodéate de buena gente, que haberlos haylos, porque las envidias, los celos y las pretensiones entre los del gremio son una cosa muy común y que asusta. Si no estás convencido que son buena gente, mejor ir a comer con pareja, amigos y familia. O hasta con un vegano.

     

    LOS ENTENDIDOS

    Cuidado con estos que cada vez hay más. Son como una plaga. Les ha entrado el gusanillo por la cocina y han convertido de este hobby una obsesión. Saben quién es Brillat Savarin, conocen las reacciones químicas de los procesos de cocina y hasta te pueden decir los cinco platos que no debes dejar de probar cuando comentas que tienes que ir por trabajo a Lietchenstein. Su librería de libros gastronómicos compite con los de La casa del libro y guardan recetas antiguas como oro en paño.

    Quizás han hecho hasta un par de cursillos de cocina, pero cuando te lo cuentan sin que tú se lo hayas preguntado, te dirán que era un curso demasiado básico, enfocado sobre todo a principiantes. Hijo de puta, habla como si fuera Arzak, pensarás. Cuando estés leyendo la carta te recomendará platos por si no los has probado y hasta te dirá la historia de un par de ellos, naturalmente sin provocación mediante.

    Recomiendo que le cuentes alguna desgracia familiar. Nada de dinero, más bien de salud. El tema del cáncer suele funcionar para callar a estos bocachanclas

    Tendrá la tentación de explicarte que tiene un blog por lo que deberás reaccionar rápido. Recomiendo que le cuentes alguna desgracia familiar. Nada de dinero, más bien de salud. El tema del cáncer suele funcionar para callar a estos bocachanclas. Y si no, invéntatelo o te estarán dando la paliza toda la comida. Pero no te relajes. Tarde o temprano sacarán a relucir los nombres del Noma y de Ferran para contarte una puta anécdota sin ningún tipo de gracia.

    Con toda la naturalidad del mundo, como si el primero fuera la tasca del barrio y el segundo el vecino de enfrente de casa de tu madre. Luego, fijo que encontrarán dos o tres defectos por cada plato y te soltarán el rollo de cómo se hace según la tradición y cómo ha evolucionado la receta a través del tiempo. Mira, ¿sabes qué? Lo mejor que podrías hacer es como yo hice en una reunión de exalumnos de bachillerato. Di que tienes el coche mal aparcado y no vuelvas, y que le den. No seáis insensatos, huid de esta gente y no miréis atrás.

  • Los héroes

    Los héroes

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    La boda

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]S[/ms_dropcap]

    ábado. Son las 10 de la mañana. Hoy toca boda en Sitges, y voy de maître con la brigada. Catering nuevo, sin experiencia. Están nerviosos. Nos toca salvar los muebles. Nuestra pandilla de camareros se distingue por eso. Nada que ver con las eteté que mandan lo que llamamos camareros paquete porque no sirven ni para estar escondidos. Nosotros somos como el señor Lobo de Tarantino.

    Entorno entre pinares, boda al aire libre, lugar idílico. La responsable del catering está nerviosa. Le han hablado maravillas de nosotros. Cojo la hoja de servicio, hablo con la wedding planner, me presento al equipo de cocina, localizo a los huesos duros y los encargados de medio pelo. He de conseguir que coman de mí mano. Nos ponemos manos a la obra. Por no tener experiencia, aportamos la nuestra y salvamos los muebles. Me pongo al servicio de los novios, atiendo sus peticiones y en la sombra, con mi equipo, hacemos que todo funcione.

    Paella popular

    Domingo de octubre. Hace frío. Son las 9 de la mañana y vamos camino de Corbera. Hoy toca divertirse. Es la comida de los mayores del pueblo y toda la pandilla de camareros nos reunimos para servir una comida popular con un catering de estos de paellas gigantes. Son servicios divertidos y entrañables. Nos dividimos el pabellón deportivo, donde se realiza el evento. Un equipo irá con el responsable de la pandilla, el otro con su hermana, la administradora. Él se queda con los buenos, ella con los medio buenos y conmigo. Empieza el pique. Cojo a mis medio buenos y tiro del carro hasta que nuestra parte del pabellón se sirve más rápidamente y hemos de ir a ayudar a los del otro lado:

    -Ya qué no llegáis, venimos a ayudaros.

    600 o 700 ancianosme quiero sentar con la Paqui, niño no tengo pan (señor se lo ha guardado su señora en el bolso, no sea miserable), más vino, ¿puedo repetir de profiteroles? Claro, repita conmigo…P.r.o.f.i.t.e.r.o.l.e.s!-, con alcalde, tenientes de alcalde y responsables varios, orquesta y menú de tira millas que nos vamos. El equipo de los buenos busca justificarse: estamos más lejos, nos han tocado las mesas complicadas. Los medio buenos nos reímos de ellos. Somos los campeones. Ha sido como echar un partidillo entre colegas en una hermandad.

    Camarero de barra

    San Valentín

    Miércoles 14 de febrero y desde el lunes ya no trabajo en la empresa debido a diferencias con el nuevo director operativo. Llevaba dos años con ellos, en tres locales distintos, dando el callo y poniendo toda la carne en el asador.

    Me han echado, sí, pero ese miércoles, un día de San Valentín, todas las reservas son, evidentemente, de parejas. El director operativo está en la mierda. Han puesto a un encargado que no vale para nada y la segunda menos aún. El personal que tiene descanso se niega a venir a trabajar por la actitud del director y sus formas. Están sólo el director y los dos encargados. Hay que salvar el servicio sin que el propietario se entere de lo que está pasando. No hay camareros.

    A pesar de mis diferencias y de haberme echado, me presento voluntario. Le digo al director operativo que ese servicio gratis y sin contrato le va a costar una cena para dos a todo trapo en este mismo local, a 60 euros de media el cubierto.

    Llego a las cuatro de la tarde, miro el libro de reservas: 46 personas y subiendo. 23 mesas de 2. Todas las peticiones son mesas íntimas, en buenos rincones.

    Me pongo a cambiar todo el comedor, con el encargado para conseguir que sea un restaurante para parejas. Muevo sofás, sillones, mesas de aquí allá, pongo velas, reestructuro los números de mesa, hago un par de mapas de la nueva distribución que coloco estratégicamente en el pase de cocina para que no se pierda nadie.

    Me voy a las seis y vuelvo a las ocho, vestido de civil por si se presenta una inspección de trabajo. Me niego a coger mesas y me colocó en el pase de cocina. Hoy soy yo el director de orquesta.

    Divido el comedor entre el primer encargado y el segundo. Al director lo pongo en puerta, barra y cócteles. Todo es suavidad, ya no hay diferencias, y en sus ojos se adivina la sorpresa por ese favor, cierta misericordia por el marrón que tiene.

    Canto vales a cocina, observo sus tiempos, intento que los chicos no se pongan nerviosos. El chef está en Andalucía de vacaciones, el segundo de cocina va un poco a su rollo y no sabe mandar correctamente, súmale un par de tipos nuevos con cinco días en su puesto.

    Ya me hago yo cargo de todo. Servicio impecable. Más de 60 comensales, ni un grito ni una queja de ningún cliente.

    A las once y media salgo por la puerta, la grande, no quepo por la pequeña de orgullo. Cocina me felicita y agradece que haya estado allí. El director y los encargados no tienen palabras, aunque llegan tarde, pero a otra cosa.

    Mi pareja me echa la bronca. Me llama idiota. No lo entiende. Y la cena gratis no me vaya a pensar que le va a saber a gloria después de como me han tratado.

    Música electrónica

    Música electrónica

    Domingo de junio. Nuevo trabajo. Estoy en pruebas para dirigir una nueva apertura de un restaurante. La empresa me ha mandado a un evento de música electrónica dónde han montado una barra de comida y bebida. Me toca la parte pequeña del evento, el segundo escenario. Llevamos tres días comiendo polvo, en un espacio inadecuado, con una cocina de campaña, haciendo pizzas, hamburguesas, fingers de pollo como buenamente podemos, con un cocinero veterano que protesta por todo, un encargado de línea que se marcha de la empresa en breve porque no quiere hacer eventos por compatibilidad horaria familiar, y tres chavalillos sin experiencia que ponen empeño y ganas. Tiro yo del carro, no pasa nada.

    El último día me recortan personal. Los dos días anteriores la previsión de caja no ha ido como esperaban y el encargado de línea no se presenta a trabajar. Me hago yo cargo. Arengo a los chavales y nos ponemos a remar juntos. Quintuplicamos la caja de días anteriores. Somos tres menos. Me pongo al mando de las freídoras y el horno de las pizzas. Tiro millas. Cierro una de las dos cajas. Uno cobra, el otro ensambla y expide pedidos. El cocinero protestón, resoplando, yo riéndome y buscando que se ría conmigo. Estamos en la mierda, la cola es impresionante y parece que no llegamos. Pero al final lo conseguimos. Queda lo peor. Estamos reventados, más por el estrés que por el trabajo en si, pero nos hemos organizado bien. Hay que desmontar el evento, cargar la furgoneta con las barras, hornos, mesas de trabajo.Nos dan las tres de la mañana, llevamos allí desde las once sin parar.

    Camareros

    El oficio de camarero

    Mi pareja insiste en qué soy gilipollas. Yo le insisto que hay muchos trabajos en Barcelona de camarero, pero encontrar los buenos y que todos quieran trabajar contigo es difícil. Hay que hacerse un nombre a base de empeño.

    Evitar salir todos los días de juerga con los compañeros, por higiene mental. Es fácil darse a la jarana y el mamoneo. La cocaína y el alcohol están a la orden del día. Los gritos, las peleas en según que casas también.

    Ser el primero y dar ejemplo. Ser juicioso, no dejar tu formación atrás. Querer saber y aprender cada día un poco más. Es un oficio apasionante con un montón de posibilidades para llegar más lejos.

    Yo

    Me llamo Roberto Pintado, llevo 22 años en la hostelería y hubo un momento de mi vida en que me planteé si quería seguir tirando cañas en la barra de un bar cualquiera, con 45 o 50 años, con la nariz reventada por la cocaína, el hígado destrozado por el whisky, los ojos tristes por un segundo divorcio -e hijos que ni me respetan-, las rodillas castigadas por la cantidad de horas de pie, las lumbares destrozadas por mover cajas de refrescos o barriles de cerveza. Y me dije que no. Que ese no era un bonito futuro.

    Me he alejado de malas casas, y siempre intento evitar las noches sin freno y los servicios de resaca en que sólo esperas que den las cuatro de la tarde para meterte en la cama una hora antes del segundo turno en la noche.

    Durante los cinco años que estuve los fines de semana haciendo lo que llamamos bolos -ir de casa en casa, de apoyo-, conocí buenos y malos restaurantes. He vivido gritos, y me he tenido que cuadrar y defender a los míos cuando algún espabilado se le subía a la chepa en marisquerías de postín o caterings de altos vuelos. Camareros y maîtres old school que te la metían doblada y te dejaban en la mierda ya que tú eres el extra y cobras más que yo.

    Me he ganado el respeto de cocineros, tomándoles la medida antes de empezar cualquier servicio. Sabiendo a quién y cómo me he de dirigir. Hablando con propiedad y siendo un buen profesional. He frenado a compañeros cuando he visto que tal o cual chef necesitaba cierta mano izquierda y tablas. Dirigiéndome yo a ellos poniendo y resaltando superlativamente la palabra chef –chef podemos pasar esto, chef permiso para levantar y pasar segundos, chef necesito este plato que no ha salid-, y evitando que nadie más le hablara o pusiera aún más nervioso.

    He recibido buenas y malas críticas en internet, algunas infundadas, otras fundadas. He conseguido una mención en una lista del The Guardian, en una casa que trabajaba, por tener uno de los diez mejores menús de Barcelona.

    A base de empeño, he conseguido ir incrementando mi escala salarial, de las 125.000 pesetas que cobraba cuando empecé, hasta los 2.000 euros largos a los que cotiza mi currículo actualmente en Barcelona ciudad. Soy director operativo, director de F&B o llámenle como quieran.  Asesoro restaurantes, hago mistery shopping, y les paso informes. Me llaman para pedir consejo e intento hacer networking siempre que puedo. Junto cada cierto tiempo en una mesa a cocineros y camareros. Amigos, en definitiva, para conocer otras casas, poner cosas en común y hacer de terapia con unas risas y buena comida.

    Les Deux Magots

    El futuro de mi oficio

    Hay otro futuro más allá de las noches que no acaban. Levantarse a las once para entrar a las doce, con el cuerpo a medio gas y un dolor de cabeza insoportable, teniendo que meterte un viaje de Espidifen y Enantyum para seguir un día más. Hay otro futuro más allá de restaurantes de gritos y horarios interminables. Hay más futuro del que te imaginas. Hay buenas casas, hay buenos compañeros, pero como canta Enrique Bunbury:

    Derrumba los muros, abre las puertas, deshazte los nudos, que te sujetan
    Rompamos barreras, cortad ataduras, que tanto te alejan, de aquello que buscas
    ¿Qué decides? ¿Qué prefieres? Tú eliges, qué.
    Si vas convencido, a la celda que quieras, esa es tu apuesta, y ahí mismo te quedas
    Ignora fronteras, no hay ni una de ellas, que merezca de veras, la pena”

    Reivindicar la sala, la buena sala, y ser un buen profesional, cómo defienden Abel Valverde de Sant Celoni (Madrid) y Didier Fertilati es maître en Quique Dacosta (Dénia). Sentirte orgulloso de tu trabajo y poner empeño en hacerte respetar, no tolerar ciertos horarios ni ambientes tóxicos. Cambiar de casa cuándo sientas que ya no puedes aprender más o abandonar el servicio quitándote el mandil cuando consideres que has elegido mal, y empiezas en una casa de locos al tercer grito y segundo insulto sin temor a nada.

    No es una mala profesión. Me he pasado años identificándome como camarero, que es lo que soy, observando ciertas caras de desdén, pero nunca me he arrepentido de mi elección. Talvez de alguna mala decisión. No estoy de paso. He venido a quedarme porque me gusta lo que hago. Así que, estimado lector, si vas a meterte en este oficio, ten claro si vienes de paso o quieres dejar huella. Y para dejar huella tampoco hace falta que te den el Gueridón de Oro al mejor maître del año. Basta con ganar un buen salario, en un buen ambiente y para mí, lo más importante, tener tiempo libre para gastarlo con amigos y con la familia. O visitar otros restaurantes para ver lo que hacen. O mejor aléjate de ellos, en tu día de descanso, y disfruta de los tuyos.

  • El día de la lasaña

    El día de la lasaña

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]M[/ms_dropcap]e levanto a las cuatro y media de la mañana. Lo sé, suena fatal, pero si pienso en el día de la lasaña de mi primer año, cuando a las cuatro y media ya estaba en la cocina, me acuerdo de Laporta y de su famosa frase de que no estamos tan mal. Un café con leche en la cocina, pongo las noticias por la radio por internet para saber qué ha pasado en mi casa y me despierto en diez minutos. Me da tiempo a una ducha rápida, me aseo, me visto y salgo a la oscuridad. Me quedan cincuenta minutos de trayecto por las carreteras comarcales que unen las afueras de Florencia con la localidad donde trabajo. Conduzco mi Panda de segunda mano mientras escucho la radio de mi casa por podcasts e intento no pensar en el trabajo hasta que llego.

    Este es mi tercer año como cocinero para el comune. Catorce escuelas, ochocientas comidas diarias y jornada laboral de seis a dos y media de la tarde. Hace un par de años nunca eran las seis, era más temprano. Tampoco salía nunca a las dos y media, era más tarde. Ahora he cogido carrerilla, he reorganizado el personal, he conseguido unir al equipo de trabajo haciendo que todas me odien y que ninguna esté contenta, pero el trabajo sale más fácil y se cumplen los horarios.

    Fabio, el spacciatore

    Llego al trabajo. El camión ya me espera. Y mi ayudante de cocina, también. Le pido pocas cosas, aparte de que pruebe siempre toda la comida que hacemos, pero una de ellas es que, si llega primero, que prepare el café. A cambio le traigo jamón del bueno, queso idiazábal ahumado y llonganissa de Vic, cuando vuelvo de Barcelona o una sfoglia alla crema un par de veces por semana, cuando el obrador está abierto.

    Fabio es el transportista de la fruta y la verdura, siciliano de origen, y presume a menudo que antes de ser transportista era spacciatore (traficante de drogas)

    El transportista de la fruta y la verdura nos mete prisa para que le ayudemos a empujar por la rampa que llega hasta la cocina el palet que pesará más de quinientos kilos. Hoy hay ciento cincuenta kilos de hinojo, ciento treinta de patatas, cebolla, apio y zanahoria y ciento ochenta de bananas eco-solidarias y biológicas. Y es que uno de los intríngulis de este rico comune productor del considerado mejor aceite extra virgen de Italia, es que exige que todo sea biológico, italiano y de primera categoría. Y como las bananas no crecen aún en Italia pues que sean eco-solidarias, aunque vengan de Ghana o Perú y no sepan a nada. Fabio es el transportista de la fruta y la verdura, siciliano de origen, y presume a menudo que antes de ser transportista era spacciatore traficante de drogas-, pero que se reformó harto de tener siempre a los carabinieri pegado a sus talones. Ahora cuando los ve dice que les manda a tomar por culo y les grita que ya tiene un trabajo legal.

    Joder Fabio, a ver si consigues que te compren un transpalet eléctrico, que de espalda sólo tenemos una.

    Calla, calla, que aún no sé como todavía no les he mandado a tomar por culo. ¿Has visto estas patatas? Les he dicho que te las cambiaran porque las que te tenían preparadas estaban todas grilladas. Y es que tú ya sabes que de biológicas estas no tienen nada. Las recogen a medio crecer, las trasplantan en terreno con certificado biológico y venga, cincuenta céntimos más por quilo que te hacen pagar.

    Fabio habla mucho y para hacerlo callar le invitamos a un café, le decimos que no se queje y le mentimos prometiéndole que mañana le haremos venir con menos peso.
    ¿Pero aquí no habíamos venido a hacer lasaña?

    A ver, ¿qué necesitamos? Casi cuarenta quilos de pasta fresca, ciento cincuenta litros de bechamel, noventa de ragù y cuatro kilos de parmesano. Para luego ensamblar casi noventa bandejas de aluminio y cocerlas en horno durante 35-40 minutos. Problemas: sólo tenemos dos hornos y en cada bandeja de horno caben cuatro bandejas de aluminio. La complejidad logística del menú de hoy es que también van cocidos casi ciento cincuenta quilos de hinojo. Primero en el horno a vapor y luego gratinados. Luego está el ragù, que va cocinado un mínimo de tres horas. Y es que otra de las reglas de este comune es que todo tiene que ser preparado durante la jornada. Tenemos absolutamente prohibido hacer cualquier tipo de preparación previa. ¿Se entiende ahora por qué llegaba a las cuatro o cuatro y media durante mi primer año? Pero ya no.

    pasta de lasaña

    Milagros a Lourdes. La empresa no quiere contratar más personal de cocina y yo no quiero morir antes de los sesenta. El fondo del ragù lo preparamos ayer. Limpiar el hinojo y dejarlo en remojo con agua y limón también. Primero de todo enciendo la radio que me he traído de casa. Y es que en una cocina el silencio es una cosa muy relativa. He estado en cocinas donde no se podía hablar más que lo justo. Hablar te desconcentra, me decían. Pues yo en cada trabajo donde he podido, me he traído una radio. Aquí sólo puedo poner una cadena musical decente y soy consciente que decir decente es ser extremadamente generoso, pero antes prefiero escuchar éxitos comerciales rancios de hard rock que música latina y hip hop en italiano. Encendemos los cocedores y la marmita y con Joan Jett de fondo, se prepara la bechamel, el roux y el ragù. Ya tenemos las treinta latas de tres kilos y medio de tomates enteros abiertas. A las siete está todo en marcha. Mientras, nos empezamos a ocupar de las dietas.

    Presume de haber sido cocinera durante muchos años, pero también presume de ser bipolar y ya hace tres años que soportamos sus ataques maníaco-depresivos. Un día hablaremos de los trabajadores tóxicos y peligrosos

    Lasaña al tomate para los que no comen carne, sin queso para los intolerantes al parmesano, pasta al ragù para los intolerantes a la lactosa, sin harinas para los celíacos, comidas especiales para los alérgicos al níquel y caldos vegetales y albóndigas de patata y parmesano para niños con dificultades especiales. Son las ocho. Ya llega la encargada de las dietas, una mujer menuda y vegetariana, pero que odia las verduras y se encarga de todas las dietas, de etiquetarlas y disponerlas en sus distintos contenedores especiales. La encargada de las verduras ya está cortando el hinojo. Presume de haber sido cocinera durante muchos años, pero también presume de ser bipolar y ya hace tres años que soportamos sus ataques maníaco-depresivos. Un día hablaremos de los trabajadores tóxicos y peligrosos, pero ahora no hay tiempo.

    https://youtu.be/0mclPT10F8Q

    Suena Pet Sematary de The Ramones y mi ayudante y yo solucionamos dos menús distintos para tres guarderías y nos disponemos a ensamblar el resto de lasañas. Hacer una lasaña al ragú no es difícil, pero requiere tiempo y tiene sus trucos. El ragù no debe ser demasiado líquido, la consistencia de la bechamel no debe ser demasiado espesa, el parmesano va en todas las capas para así pegar las capas de lasaña sin que el relleno se desparrame y la cocción en el horno debe ser continuada y sin sufrir cambios de temperatura. La pasta se debe cocer, debe quedar cremosa, pero sin pasarse y la costra con queso, bechamel y ragú debe ser crujiente, pero sin que necesites un cuchillo del pan para poder cortarla. De las pocas cosas buenas de vivir aquí (soy un inmigrante desagradecido, lo sé) son las rosticcerie, lugares donde vas a comprar el pollo de los domingos, pero donde también encuentras lasañas recién hechas, tortellini frescos o alcachofas rebozadas.

    Las nueve

    Son las nueve, suena Blondie y llegan dos empleadas más. La encargada de la fruta es una mujer oronda, racista y homófoba, que el karma la ha correspondido con un yerno rumano y un hijo homosexual. La otra es una chiquilla sonriente y discapacitada -sin relación entre sí- porqué tuvo la mala suerte de que su padre y su abuelo fueran la misma persona. Gracias a un programa de reinserción laboral viene un par de horas al día a ayudar y le paga el ayuntamiento. No le gusta nada trabajar y cuando no la escuchamos hablar sola, debemos ir a buscarla porque se ha escondido en algún rincón donde nadie la ve para sacarse petróleo de la nariz con total tranquilidad.

    Desde septiembre ya ha llorado cinco veces y el «non ce la faccio più» -no puedo seguir-, ya se ha convertido en su coletilla más recurrente

    Cuarenta lasañas ya están en el horno y al ritmo de la guitarra y voz de Brian Molko vamos a por la segunda tongada. En eso que entra la dietista en cocina anunciando nuevas dietas en blanco (pasta al aceite o arroz blanco, pollo a la plancha y zanahoria o patata hervida). Agitada siempre, con cara de preocupación constante, mirada desconfiada y gestos nerviosos, la dietista no tolera demasiado bien la presión. Lleva treinta años haciendo el mismo trabajo y mientras sus compañeras de profesión han progresado y abandonado las cocinas para centrarse en trabajos de despacho, ella sigue al pie del cañón. En parte porque no le gusta lamer culos y en parte porque le da miedo alejarse de su círculo de seguridad. Es buena en lo que hace, pero odia profundamente su día a día y está al borde del colapso. Desde septiembre ya ha llorado cinco veces y el «non ce la faccio più» –no puedo seguir-, ya se ha convertido en su coletilla más recurrente. Yo estoy postergando al máximo el momento cuando le tendré que decir que yo también me largaré cuando llegue el verano.

    Son las nueve y media, cosa que significa que tan sólo queda media hora de tranquilidad. Me puedo escapar a hacer un piti. Y es que tengo que dejar de fumar, pero no sé qué excusa pondré cuando lo haya dejado para poder escaparme y alejarme de la cocina durante cuatro minutos y así poder respirar y pensar en cosas más importantes.

    Big Bite Pizza

    Las diez

    Son las diez e Iggy Pop canta el Lust for life. La primera tanda de las lasañas ya se han dejado enfriar para poderlas cortar y dispuestas en los contenedores calientes que mantendrán la temperatura a ochenta grados para que lleguen calientes a cada escuela.

    La segunda está en el horno. El jamón cocido de segundo plato ya se ha cortado, dividido en porciones individuales y metido en la celda frigorífica. La fruta ya está lavada y dispuesta en contenedores separados. El parmesano ya ha sido rallado. La encargada de las dietas ya corre como pollo sin cabeza cuando ve que se acercan las once. Aún deberá cocer la pasta sin gluten, el arroz y los triturados para los niños con dificultades para tragar. Mi ayudante y yo sacamos las lasañas del horno y las dejamos reposar. Repasamos los números. Sobran seis, bien. Siempre debe sobrar comida. Siempre hay algún fallo, algún error, algún descuido. Cuando hay lasaña las maestras llaman para quejarse de la poca cantidad de las porciones. Ellas, que son las únicas que no pagan su comida, son las únicas que llaman para quejarse. Nunca llamarán para decir que algo estaba bueno, sino para explicarte que han encontrado una espina en la merluza, un hueso en el pollo, que las manzana estaban demasiado frías, que la tortilla sabía demasiado a huevo o que cuando haya pescado, que las avisemos porque cómo no les gusta, así se traen comida de casa.

    Las once

    Son casi las once. Todo está casi listo. Las trabajadoras de apoyo se van a cambiar y se preparan para ir a trabajar un par de horas más en las escuelas para servir las comidas y encargarse de los comedores. Inicia la descompresión. Ahora suena Bruce Sprinsteen y qué mejor momento para apagar la radio. La cocina se quedará vacía, tan sólo quedaremos mi ayudante y yo y llegará la chica que se encarga de la limpieza. Otra empleada con discapacidad psíquica que se queja día tras día que todo está sucio y que sino fuera porque no supera la semana de prueba en ninguno de los trabajos que ha probado, ya lo habría dejado. La dietista nos pregunta si todo está correcto, respondemos que y se vuelve a su despacho sin acabar de creernos. No dejará de sufrir hasta las tres de la tarde, hora en que ya las maestras se habrán ido a casa o habrán vuelto a las aulas y no habrá peligro que llamen para quejarse.

    Mi ayudante me dice que no puede más, que este ritmo la acabará matando, que algo tiene que cambiar. Le digo a todo que sí, intento tranquilizarla, le doy ánimos, la felicito y comentamos el plan de ataque para el menú de mañana. También se va sin estar tranquila y sin terminar de creerme, pero mañana por la mañana volverá a entrar en la cocina con las pilas cargadas, quejándose del sueño, del fin de semana que se avecina donde anuncian lluvia y que qué horror tener a la niña todo el fin de semana encerrada en casa.

    Elo, dime qué puedo hacer, que encima mañana mi marido trae a diez compañeros para cenar.

    Le diré que encargue unas pizzas y una botella de vino sólo para ella, así se reirá y luego me preguntará sobre mi vida sentimental y pondrá cara de no entender nada. Luego me pedirá que si ya he decidido volver a Barcelona el año que viene, que se lo diga con tiempo. Y todo volverá a empezar.

  • Los antihéroes

    Los antihéroes

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]s muy difícil describir porque unos compañeros de trabajo, unos compañeros que nos esforzamos hasta la extenuación para que el barco funcione, unos compañeros que antes y después de nuestra jornada laboral nos permitimos tomar unas cañas, unas risas y unos dancings, tengamos durante unas breves horas un odio tan extremo que llega hasta el punto de desearnos la muerte mutuamente.

    Estoy hablando, sí estimados lectores, de la relación entre cocineros y mis queridos putos camareros. Queridos por que los quiero con locura. Es gente que sufre a mi lado las toneladas de horas que por norma nos comemos los de la hostelería. Y putos, porque durante las tres o cuatro horas que acostumbra a durar un servicio, se convierten en seres despreciables, en enemigos de la cocina, en chusma de la buena, en…en…en.

     

    ¡¡¡NO LOS PUEDO NI VER!!!

     

    Después de esta tímida entrada, vamos a intentar desgranar el por qué de esta dulce y cáustica relación.

    El final

    Empecemos por el final, ahora que están muy de moda este tipo de escritos en la movida esnob literaria.

    Había sido un servicio duro, bueno duro, de esos que se te va de las manos y acaba como el rosario de la aurora. Todos los currantes del restaurante estábamos en los vestuarios semi-triturados. Una vez todos en pelotas, era fácil, por el hedor corporal, adivinar en qué zona nos habíamos movido. El sector de colonia barata con tintes y aromas agrios de sudor dejaba entrever que era la peña de sala. Por otro lado, estábamos los del sector más tóxico, el del sudor, sangre, pescado, chocolate, hollín y ese toque sutil a crema catalana.

    Nos acercamos a un momento de gran camaradería donde los cocineros, conscientes de nuestros vapores, pedimos a los camareros «mucho más femeninos», que nos pasen sus botes de perfume. Justo en ese momento los dos grupos, ya con toda la ciudad durmiendo, salimos a romperlo todo. Unos oliendo a suciedad y los otros oliendo a cocineros.

    ¿La ciudad duerme? No, siempre hay algún tugurio donde meterse. Después de arrasar con todos los lateros que ya nos esperan a los pies de Arc del Triomf, nos dirigimos a un pequeño bar cercano a la estación de autobuses, donde a menudo no es fácil encontrar un rincón donde meternos para beber y comentar la jornada. ¿Por qué siempre los alrededores de las estaciones de autobuses son tan tristes? Como ejemplo, ese bar constantemente repleto de mendigos, borrachos, drogatas y viajeros al país de nunca jamás.

    Oliver Benet Arnau

    Salimos de allí y vamos como flechas al Diniester-Club, una puta mierda de discoteca, pero que tiene la particularidad de estar todos los días abierta. Mientras bailamos y nos codeamos con las chicas mugrientas que nos rodean, aparece la primera nota discordante. ¿Os parece que ponga un ejemplo?

    Ejemplo 1

    Protagonistas: Manolillo el camarero. Jenny, la chica.

    Jenny: Ei, ¿qué tal?. Qué guapo eres. ¿Cómo te llamas?
    Manolillo: Manuel, tú sí que eres guapa.
    Jenny: ¿A qué te dedicas?
    Manolillo: Soy camarero de un gran restaurante.
    Jenny: Qué guay, te dejo que se me quema la casa. Ciao.

     

    Ejemplo 2

    Protagonistas: Pepito el cocinero. Vicenta, la chica.

    Vicenta: Ei, ¿qué tal? Qué guapo eres. ¿Cómo te llamas?
    Pepito: Pepe, tú sí que eres guapa.
    Vicenta: ¿A qué te dedicas?
    Pepito: Soy cocinero
    Vicenta: ¿Follamos?

    Señoras y señores míos, aquí viene unos de los males de nuestra a menudo terrible relación. Mientras los cocineros, por bien o por mal nos hemos convertido en unos auténticos ídolos, nuestros compañeros de viaje, se han quedado con el caramelo en la boca. Se han convertido en los antihéroes.

    Oliver Benet Arnau

    El principio

    Los que trabajamos en grandes restaurantes tenemos claro que nuestro día a día es como una final de la Champions, cada día hay que hacerlo perfecto. El ayer no sirve de nada ¿Ayer lo hicimos bien? ¡Guay!, pero hoy tiene que ser igual o mejor, por lo tanto el nivel de estrés es perenne.

    Jordi, Salsas y yo, ya hacía una hora que estábamos en plena mise en place. Mientras Jordi se peleaba con el encendido de las brasas, Salsas y yo nos repartíamos las tareas de la zona de pase y del cuarto frío respectivamente. Hoy, aparte de tener el restaurante lleno, se nos juntaba en plena hora punta una mesa de 40 personas, que no sé qué cojones celebraban. Este grupo tenía un menú especial que consistía en una degustación de primeros platos que ya la estábamos preparando, y un plato principal con diversas opciones a elegir. Nosotros, ya nerviosos, estábamos a la espera de que llegara el primer camarero, que encendiera el puto ordenador y nos cantase los principales, que con anterioridad los clientes ya habían decidido. Eso nos facilitaría mucho el servicio.

    Arrastra el alma, nos cuenta que ayer lo atracaron al salir del restaurante y se ha tenido que pasar toda la noche en la comisaría de los Mossos para hacer la denuncia, y que lo ha perdido todo

    Una hora antes de abrir el restaurante, aparece James, llega tarde, le echa la culpa al metro, ¡Me cago en su madre!! Cada día lo cojo yo, y nunca me ha pasado nada. Arrastra el alma, nos cuenta que ayer lo atracaron al salir del restaurante y se ha tenido que pasar toda la noche en la comisaría de los Mossos para hacer la denuncia, y que lo ha perdido todo. Nosotros nos creemos la mitad.

    Nos empieza a explicar su vida y lo cortamos rápido -¡qué cojones nos cuenta!- que encienda el ordenata y nos diga cuántos entrecots han pedido, cuántos atunes y cuántas entrañas. Nos ofrece café, nosotros resoplamos, pero se lo aceptamos, necesitaremos en este servicio una gran dosis de cafeína.

    Faltan 10 minutos para abrir y los gilipollas ya dejan entrar a una pareja de chinos. ¿Cuántas veces les tenemos que decir que no dejen entrar a nadie hasta la 1 en punto?

    No encuentra el correo electrónico que mandó el cliente. Llegan más camareros, discuten entre ellos, el tiempo se nos echa encima. Empiezan a salir chispas, pero les dejamos por imposibles.

    Faltan 10 minutos para abrir y los gilipollas ya dejan entrar a una pareja de chinos. ¿Cuántas veces les tenemos que decir que no dejen entrar a nadie hasta la 1 en punto? ¡Esos 10 minutos son vitales para nosotros! Lo tenemos todo controlado, pero todo hecho una mierda y empantanado. En esos 10 minutos, aprovechamos para limpiar, dar un último repaso a la plaza, ir a mear, hacer el último cigarro…. Dios…. Ya empezamos mal.

    Oliver Benet Arnau

    El servicio, pese a todo, empieza rápido y fresco, todo controlado, los clientes entran y son atendidos rápidamente, las sartenes, cuchillos, hornos van a toda pastilla, pero sin estrés aparente. Me empiezo a fijar en los putos camareros, un poco saturados y ya empiezan con sus trucos que nos joden a base de bien. Piden la comanda y no nos la cantan, se la guardan, así ganan tiempo, sirven la bebida y ahora sí, nos la marchan, por lo tanto nosotros empezamos a tener un alud innecesario de comandas que empieza a incomodarnos. Por su culpa la cosa se mepiza a torcer. Me cago en la puta, ¡tan bien que íbamos!

    Entra el grupo de 40, y empieza a tambalearse la sala y detrás vamos nosotros. Cagadas con los puntos de la carne, equivocaciones con los pedidos, que si ahora un cliente quiere kétchup, que si el niño quiere un yogur de fresa, que si me puedes calentar en el micro el biberón de la mesa 7…. ¡Idos a cagar! ¡Aquí no hay quien trabajeee! A mí me están machacando en el cuarto frío con los postres, todo son cagadas y excepciones, y con tanta boludez me es imposible ir a ayudar a mis otros dos compañeros que se están dejando la vida entre fuegos, brasas y vapores.

    Así es nuestro día a día, en la relación camareros-cocineros en mi restaurante. Hoy salió bien, no ha habido violencia, más de una vez se ha llegado a las manos.

    Pero hoy, pese a todo, ha ido bie. Nos volvemos a poner las colonias y nos vamos a romper la noche de Barcelona todos juntos.

  • Escupiendo hacia arriba

    Escupiendo hacia arriba

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]Y[/ms_dropcap]o os maldigo, foodies.

    Ya lo digo yo, aunque me parece que son muchos quienes lo piensan y no se atreven a decirlo. Cuánta tontería en el encharcado mundo de la gastronomía.
    Basta, por favor. Basta de pamemas y mamarrachadas. A todos nos gusta comer bien. Unos tendrán más educación gastronómica que otros, unos habrán viajado mucho y probado cosas sorprendentes y otros vivirán apegados insistentemente a sus recuerdos. Pero a todos nos gusta comer bien. Basta de dar lecciones. Basta de querer infantilmente poner los dientes largos colgando fotos y contando que sí has estado en tal sitio o en tal otro, y que los once meses de espera han valido la pena para conseguir una mesa en el último restaurante de moda.

    También basta de querer emular a un Indiana Jones gastronómico, presumiendo de descubrir sitios recónditos de nuestro paisaje rural que funcionan desde hace cuarenta años, antes de que llegaras tú por primera vez. Basta de descubrir un producto por casualidad en un viaje de fin de semana y, por arte de magia, convertirte en un experto y querer humillar al incauto que aún no lo ha probado, repitiendo como un loro la información sacada de la wikipedia. Y basta de hacer un viaje a la otra punta del mundo y a la vuelta hablar tan solo de los restaurantes escondidos que tú has descubierto, como si no existieran las guías gastronómicas y de viajes. Qué harto me tenéis todos.

    Igual son unos zoquetes incapaces de hacer un caldo, una tortilla o una pechuga de pollo a la plancha sin que se les pegue, pero seguro que a ellos también les gusta comer bien

    Hace unos días un tal Óscar Soneira escribía en estas páginas sobre la pena que le da la gente que rechaza cocinar. Lo leí y lo disfruté, pero me dejó un regustillo amargo en el paladar. Y es que a mucha gente no le gusta cocinar. Y no pasa nada. No hay que rasgarse las vestiduras. A mí los coches y el mundo del motor me interesan cero y no por eso voy a aguantar a pelmazos que me cuenten o me aconsejen sus mierdas. Y es que es muy probable que mucha de esta gente que no sabe cocinar sea quien pueble su cuenta de Instagram con trescientas fotos de platos preciosos y quizás alguno de ellos haya escrito una reseña en Trip Advisor, Yelp o en Google. ¿Tienen menos derecho a opinar que Óscar o que tú? Yo creo que sí, pero tampoco nos vamos a poner los trajes negros de la Schutzstaffel y a vetarles el don de la palabra. Igual son unos zoquetes incapaces de hacer un caldo, una tortilla o una pechuga de pollo a la plancha sin que se les pegue, pero seguro que a ellos también les gusta comer bien.

    Otro conocida pluma de Food Undecover contaba no hace tanto que un día fue a comer con su pareja a un famoso restaurante de Barcelona y que por el tour obligatorio del local, una de las paradas consistía en hacerte una foto con el chef, quisieras o no. Pero a ver, ¿estamos locos o qué pasa? Tampoco dudo de que a los clientes que han esperado, degustado y pagado los platos de dicho chef les guste comer bien. Otra cosa es que pueda dudar de su escala de valores si la dichosa foto con el chef mediático es lo que más ilusión les hizo de su experiencia gastronómica.

    Otro caso reciente que leí por las redes no hace tanto fue la de un conocido crítico gastronómico al que se le ocurrió colgar una foto de una pizza hecha en casa con los restos que había en su nevera. La de palos que le cayeron -algunos de entendidos-, muchos poniéndole a parir de un burro y otros -los más atrevidos-, poniendo en cuestión la validez objetiva de alguien que escribe profesionalmente sobre restaurantes y que es capaz de perpetrar algo así en su casa. La estupidez es una cosa que nunca dejará de asombrarme, pero aún así, sigo sin poner en duda que tanto al ingenuo crítico como a los que le esperaban con el cuchillo entre los dientes también les gusta comer bien.

    A todos nos gusta comer bien. Seguramente nuestros parámetros de calidad sean distintos, con paladares más y menos refinados, con gustos diferentes. Unos tendrán más cultura gastronómica que otros, los habrá con mucho más poder adquisitivo para poder permitirse gambas rojas de Palamós o jamón de bellota y también aquellos cuyos padres les habían acostumbrado a cenar bocadillos casi a diario.

    Pero independientemente de todos estos factores, el noventa por ciento de nosotros (excluyendo a veganos sin criterio) vamos a preferir un filete o un chuletón antes que un bistec, y un buen corte de merluza a unos palitos de surimi. Tengo una amiga que hasta hace poco no sabía cocinar y desde hace tres años va a comprar al mercado, ha aprendido las recetas heredadas de su madre y me envía fotos de su pollo guisado o de sus albóndigas y a simple vista ya sabes que es cosa fina. A ella no le hables de restaurantes de moda o de combinaciones sorprendentes e inesperadas, pero sabe apreciar la melosidad de una carrillada de ternera y también sabe que para hacer un buen fricandó los moixernons son imprescindibles.

    Y es que a todos nos gusta comer bien, incluidos el pobre desgraciado que se tiene que conformar con comprar las ofertas del supermercado y el mileurista que sólo se puede permitir un presupuesto de veinte euros un par de veces al mes cuando sale a cenar con sus amigos o su pareja.

    La gastronomía se debería despojar de esta pátina elitista y sobredimensionada que ha ido adquiriendo durante los últimos años. Siempre existirán esos restaurantes que, ya sea por la calidad exclusiva de la materia prima o por la complejidad de sus preparaciones, supongan una cuenta abultada no apta para todo tipo de bolsillos. Pero no pasa nada por no ir o si sólo te lo puedes permitir ocasionalmente.

    Esto del comer se ha convertido casi en una imposición social del molar. Pobre de ti que no hayas probado los ramen o que aún te conformes con los fideos tres delicias del chino del barrio de toda la vida, en lugar de ir a uno de esos “chinos auténticos. Sabes cuáles te digo, ¿no? De esos a los que sólo van los chinos”. Mira, qué cansinos sois. Dejad que la gente coma lo que le salga de los cojones y no deis más la chapa. Yo sólo he ido una vez en mi vida a Ca l’Isidre y aunque me gustaría repetir, creo que podré seguir viviendo tranquilamente si no vuelvo. Lo de los cilicios y la mortificación lo dejo para otros.

    Comer bien ha dejado de ser una cosa de puertas adentro desde los tiempos felices donde salir a comer era una fiesta, o desde que sublimamos los recuerdos culinarios de nuestras abuelas, madres o suegros hasta convertirlos entre todos en algo público, despojándolo de su excepcionalidad para convertirlo en pornografía y exhibicionismo

    Quizás es que ya hace demasiado tiempo que mis únicas preocupaciones son mi hija y la cocina y de ahí que se me agrie el carácter. Quizás es que necesito airearme un poco, salir de Italia, volver a Barcelona y empezar a pensar en otros objetivos vitales, pero precisamente desde que me invitaron a escribir en estas páginas, he intentado reflexionar sobre el mundo de la cocina y he llegado a la conclusión de que en lo del comer, hay demasiada tontería.

    Hemos llegado a un punto en el que ir a comer a un sitio determinado te lleva a hacerlo público u ostensible, porque si no para qué vas. Comer ha dejado de ser una rutina para convertirse en una experiencia. Comer bien ha dejado de ser una cosa de puertas adentro desde los tiempos felices donde salir a comer era una fiesta, o desde que sublimamos los recuerdos culinarios de nuestras abuelas, madres o suegros hasta convertirlos entre todos en algo público, despojándolo de su excepcionalidad para convertirlo en pornografía y exhibicionismo.

    Será que no soy cocinero por vocación y que tengo un carácter ligeramente asocial, pero sigo pensando que el verdadero corazón de la gastronomía se debería hallar en primer lugar en nuestras cocinas. Esos puntos neurálgicos del hogar donde una radio está encendida casi dieciocho horas al día y donde uno faena, pasa el tiempo, se relaja, se abstrae del mundo exterior y se queda solo mientras piensa qué va a hacer para comer. Decidirse por una receta, coger unas materias primas y transformarlas en un plato que te reconforta tras un ajetreado día de trabajo, o que simplemente sirve de excusa para sentarte alrededor de una mesa y pasarlo bien en buena compañía. Y es que será que soy un romántico, pero todavía pienso que la cocina y el comer nos dan algunos de los momentos de intimidad más reales, puros y difíciles de impostar.

  • El risotto y el amor

    El risotto y el amor

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider] El amor es un loco que quiere ser alimentado con arroz y juegos; un alimento diferente lo hace morir de tuberculosis. Giacomo Casanova

    Corre por las redes una metáfora un poco edulcorada que equipara el arte de hacer un buen risotto y el saber hacer para mantener viva la llama de las relaciones sentimentales. La comparación surge del hecho que para hacer un buen risotto se tiene que estar permanentemente delante de los fogones, removiendo constantemente para evitar que se pegue o se queme, evitando que el grano de arroz se tueste demasiado, añadiendo caldo hirviendo en el momento justo y procurando no echar demasiado líquido. Yo no sería la persona más indicada para dar consejos sobre cómo mantener una relación sentimental sana y equilibrada, pero como Dios aprieta pero no ahoga, tengo buena mano para los risottos.

    El risotto es uno de los platos más populares de Italia, un plato considerado elegante por su delicadeza y complejidad, menos popular que la pasta, pero que puede llegar a satisfacer a todo tipo de paladares. Adorado sobretodo por los del norte tuvo un particular conflicto con los del sur. Durante la primera guerra mundial muchos de los combatientes en el frente (mayoritariamente meridionales) se alimentaban básicamente de un arroz extracocido, amalgamado en exceso, soso y más próximo al engrudo. Quizás por eso los supervivientes le cogieron aversión y hoy en día el arroz se usa en los platos del sur como un complemento y no como un elemento principal, como en los arancini y los supplì. En general el arroz no lo tuvo nada fácil en Italia. Europa fue el último continente en introducir el arroz en sus cocinas. Al inicio se usaba solamente su versión en harina, ya fuera para cocinar o para ser ingerido el líquido tras la ebullición, debido a la creencia que tenía propiedades medicinales. Países con una mayor influencia árabe o asiática fueron los primeros en incluirlo en sus recetarios y de hecho se dice que los españoles fueron los primeros en introducir el arroz cuando dominaron el sur de Italia. El caballo de Troya fue la popular receta medieval del menjar blanc, que los italianos convirtieron en biancomangiare y aunque al inicio compartía los mismos ingredientes (pollo, caldo blanco, almendras, azúcar, harina de arroz y un puñado de especias aromáticas), ha derivado hasta nuestros días en un postre a base de leche, almendras, azúcar y canela. Como ocurre con casi todas las recetas con cientos de años de antigüedad, el origen exacto es siempre una incógnita. Las teorías sobre los primeros en extender el arroz en Italia se debaten entre la influencia catalana en la Campania (más en concreto en Salerno), los orígenes árabes en Sicilia y la influencia judía en Venecia. Sea cual fuere su origen (ni los italianos se ponen de acuerdo en ello), el resultado fue que pasó por varias vicisitudes, desde las creencias populares de que los arrozales comportaban la malaria dándole la culpa al arroz, hasta las graves plagas que acabaron con todas las variedades existentes. No fue hasta 1924 cuando se desarrolló a base de distintos injertos la variedad del arroz originario, el único capaz de resistir al marchitamiento de los granos. A partir de ahí nacieron las variedades arborio, carnaroli, vialone nano, roma y baldo y da igual lo que te digan, que como sucede con los orígenes del arroz, aquí también surge la polémica, porque en cada región o localidad te dirán que es mejor una variedad u otra. Lo único cierto es que el risotto fue la forma en la que se popularizó masivamente este cereal. Usado por los campesinos sobretodo para elaborar sopas, no fue hasta que los milaneses se apropiaron de una receta con orígenes medievales y la popularizaron extendiéndola por todo el norte, entre la Lombardía y el Piamonte. El risotto admite desde los ingredientes más sencillos y accesibles a todo tipo de bolsillo a productos frescos y exclusivos que puedan llegar a potenciar su sabor. De setas, alla parmigiana, con tomate, con guisantes (el famoso risi e bisi), de alcachofas, calabacines, calabaza, radicchio y speck (uno de mis favoritos), de pescado, de frutos de mar, con espardeñas, con gambas, con salsicha y espinacas o el clásico arroz a la milanesa que casi todos conocen y pocos han probado tal y como se debe. El risotto alla milanese es el más famoso de todos los risottos y sus orígenes se remontan a mediados del siglo XVI, cuando un pintor de origen flamenco que trabajaba en el Duomo de Milán, a través de un ayudante suyo que le hacía las mezclas de color, se le ocurrió la idea de añadirle azafrán a un arroz con mantequilla y el resultado final fue el arroz colorado del amarillo dorado tan característico de este plato. Otras voces atribuyen sus orígenes a los chefs de la provincia de Ferrara, que ya elaboraban lo que sería la antesala del risotto alla milanese con un arroz cocido en el caldo de pollo y al que se le añadía azafrán, queso y yemas de huevo. Lo cierto es que no fue hasta mediados del siglo XIX que se empezó a popularizar por toda la región de Milán y de hecho ya aparece en las páginas del famoso libro de Pellegrino Artusi, quien en sus páginas propone hasta tres versiones distintas de este plato. Una de ellas, la segunda, sería la que respetaría los ingredientes originales: cebolla, mantequilla, arroz, vino blanco, azafrán, caldo y la médula de ternera o buey. El señor Artusi ya advierte que aunque esta receta es la más sabrosa, es también la más indigesta, corroborando un refrán italiano que dice que el risotto va comido a las siete y digerido a las ocho. Mi historia con el risotto ha tenido altibajos, no tantos como con mis exparejas, pero varios de ellos con catastróficos resultados (como con algunas de mis exparejas). Será que tengo una particular relación con el mundo del arroz, pero siendo uno de mis ingredientes favoritos, me cabrea sobremanera cuando pido un arroz caldoso o un risotto y veo que me traen arroz que ya han hervido previamente (a media cocción) para luego acabarlo con la base que ya se tiene preparada. Los peores arroces y que más me han indignado fue un arroz caldoso de bogavante en el Cap de Creus y un risotto ai frutti di mare en Porto Venere, que en ambos casos ha sido una de las pocas veces que los he devuelto por ser incomibles. El tercero lo hice yo mismo y ocurrió cuando finalicé un curso de cocina. Convencido que había llegado a dominar el arte del risotto, mis amigos propusieron una cena en casa de uno de ellos. ¿Qué necesitarás?, me preguntaron. Caldo, arroz, setas, cebolla, vino blanco, mantequilla y parmesano. Uno de ellos, con toda su buena voluntad, compró champiñones, caldo de brick y queso rallado de color naranja. Pero la culpa no fue del todo suya. Quizás se podría atribuir a que también compró cervezas para hacer una fiesta con John Belushi y polen del que no es energético. No hace falta ser muy listo para deducir que acabó en un desastre y que mis amigos aún hoy en día me lo recuerdan, cachondeándose de mí a la más mínima oportunidad. Todas las medidas que tenía estudiadas se me fueron olvidando a medida que fumaba y bebía e hice todos los errores que se pueden cometer con un risotto. Se me quemó la cebolla, como no tenía vino blanco le eché media Carlsberg, eché demasiado arroz y por consiguiente me quedé corto de caldo a tres cuartos de la cocción para finalizar, por lo que acabé añadiéndole agua del grifo. El resultado fue un engrudo más apto para rellenar grietas de la pared que para ser ingerido. La base para hacer un buen arroz a la italiana es simple: cebolla, arroz, vino blanco y fundamental el caldo. Luego le echáis lo que creáis que va a potenciar su sabor. Para acabar, siempre mantequilla y parmesano (o grana, o pecorino o monte veronese o cualquier otro que sea bueno, con un sabor decidido y haya madurado unos cuantos meses). Primero vamos con la cebolla y la mantequilla o un buen aceite de oliva o ambos, que así no se quema la mantequilla. No a fuego demasiado bajo ni demasiado alto, que se dore y que no hierva. A continuación echamos el grano de arroz. Poned el que queráis menos arroz asiático o el arroz roto que se da para la comida para perros. Mi preferido es el vialone nano, pero también valen el carnaroli, el arborio o el bomba. Tostadlo bien. Impermeabilizadlo, haced que se vuelva traslúcido y proteged el almidón para que no se deshaga y pierda la consistencia al dente deseada para su resultado final. Aromatizar vuestra historia de amor con un buen vino blanco. Sin parar de remover el alcohol se debe evaporar y cuando empiece a secarse incorporar rápidamente el caldo ya caliente. Usad un buen caldo por el amor de dios, que es lo que le va a dar sabor al arroz. Ahora toca empezar a remover sin descanso y reincorporar caldo a medida que se vaya secando. No deis todo el amor de golpe que luego os quedaréis sin y acabaréis todos pasando demasiado tiempo en twitter. Tanto para hacer un buen risotto como para mantener la pareja es deseable no llegar al punto donde uno se pregunta, ¿pero qué hostias he hecho? Incorporar la cantidad precisa de caldo para el arroz dará como resultado esa consistencia perfecta para poder mantecarlo bien más tarde. El mantecado es muy importante, ya que la consistencia de un buen risotto no debe ser ni demasiado caldosa ni demasiado seca. En Italia muchos cocineros presumen que sus risottos van tirados all’onda. No es nada más que una técnica de salteado para hacer que el arroz se mueva y se consiga la emulsión perfecta entre el caldo, el almidón y los elementos grasos que hayamos utilizados. Será que como no soy italiano no lo considero imprescindible y lo veo más como un efecto estético de cara a la galería (el salteado queda mucho más justificado con la pasta, por ejemplo). Si se remueve constantemente sin chafar el grano, se para la cocción quitándolo del fuego y se incorpora mantequilla bien fría (contraste térmico) y un buen parmesano rallado y se deja reposar entre dos y cinco minutos, podemos conseguir esa cremosidad tan deseada para hacer un risotto perfecto. Vuelvo al amor y a la metáfora inicial. Siempre he considerado que lo de cocinar con amor es una licencia poética un tanto pillada por los pelos, pero lo que sí que es cierto es que para hacer un óptimo risotto es necesario tener mucha paciencia y saber dosificar y corregir cantidades. Y quizás este proceso sí que se me asemeja a lo que debería ser el amor.
  • ¿Creadores o artesanos?

    ¿Creadores o artesanos?

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stados Unidos de América, 1929. Después de la Gran Depresión el país cae en la pobreza más absoluta. El cine, un espectáculo concebido como atracción de feria para un público poco selectivo, sirve como remedio para superar penurias y frustraciones. Con una entrada a tan sólo cinco céntimos (un níquel de dólar), el cine se populariza y se transforma en una vía de escape para las grandes masas. Nacen los grandes estudios que, con un complejo pero perfectamente estructurado sistema de producción, empiezan a hacer películas de entretenimiento para el gran público. Empiezan así los géneros. Englobados por temática y por una cierta estructura, el público se habitúa a un cine donde las comedias, los musicales, los westerns, el cine negro y los dramas psicológicos copan lo que la audiencia busca para olvidarse de las penurias del día a día. Los estudios funcionan como una cadena de montaje. La mayoría de directores, actores y técnicos trabajan en plantilla y los contratos se efectúan ya sea por un determinado número de producciones o por un número de años. De esta manera la carrera de uno se consolida y se afianza a base de trabajar, cuanto más mejor. A los directores, tipos contratados por sus méritos artísticos previos en Europa o estadounidenses que han aprendido el oficio haciendo westerns, pelis de espadachines o comedias románticas, se les denomina artesanos. Profesionales solventes que, tras trabajar constantemente, habían aprendido y perfeccionado las técnicas de realización y por consiguiente, la satisfacción de sus productores, que recordemos que en Estados Unidos, aparte de ser los que pagan, son los propietarios intelectuales de las películas.

    Europa es distinta. Y Francia es más distinta aún. Nos trasladamos a 1951 cuando sale a la calle la revista Cahiers du cinema. Teóricos, puristas y estudiosos del cine fijan la mirada en la denostada Norteamérica para rescatar una serie de nombres hasta ahora considerados comerciales, encabezados por las dos H, Howard Hawks y Alfred Hitchcock y los denominan autores, para diferenciarlos de los artesanos. Los franceses argumentan que para ser considerado autor hay que ser no sólo director, sino también guionista. Si esto no se produce, pero su puesta en escena engloba una serie de denominadores comunes determinados, vale también. A partir de ahí no sólo defenderán a capa y espada autores de nuestro continente como Renoir, Rossellini, Pasolini o asiáticos como Ozu o Mizoguchi, sino que se dedicaran a reivindicar realizadores que hasta entonces pasaban como meros artesanos, tales como Nicholas Ray, Fritz Lang y años más tarde Jerry Lewis, hecho que acabaría de desconcertar por absoluto a la industria americana.

    Esto no es una revista de cine y no te has equivocado, pero cuento todo esto porqué esta diferenciación entre creador o autor y artesano me parece injusta, obsoleta y a la vez extrapolable a muchas otras disciplinas. Si conseguimos dejar de lado el séptimo arte como una forma de arte y lo miramos como un negocio y una forma popular de entretenimiento, toda esta nueva percepción por parte de los franceses, a los americanos les debía sonar como una majadería. En el Hollywood dorado no era tan importante haber hecho una buena película, sino haberla hecho con un relativo éxito de taquilla y muy importante, haberla hecho sin pasarse del presupuesto. Dirige bien, haz que funcione, pero no gastes más de lo que tenemos. Howard Hawks participó en la producción de tan sólo siete películas a lo largo de las cuarenta y seis de toda su carrera y nadie duda que es un fuera de serie a la misma altura que John Ford. Pero la pregunta del millón es: ¿Era un creador o un artesano?

    Voy a la cocina. Son las once de la noche, no he comido nada desde el almuerzo y me doy cuenta de que tengo un hambre descomunal. Decido hacerme una tortilla de patatas, pero ¡ay fatalidad! No tengo patatas. ¿Qué hago? Podría hacerme un plato de pasta, una ensalada con atún, un yogur y una manzana. Dios, qué tristeza. Yo quería una tortilla de patatas. Y abres una puerta de la alacena y ves una bolsa de patatas chip y te haces la pregunta: ¿Y si…?

    Primero la técnica, luego las florituras. ¿Pero es siempre así dentro del mundo de la cocina? Ya respondo yo: No

    Desconozco si así fue cómo le sucedió a Ferran Adrià que fue quién popularizó la receta. Desconozco incluso si fue el primero. Quizás esta misma situación inventada nos ha pasado a muchos volviendo de fiesta con esa hambre, química o no química, que te lleva a sacar el cocinero-majadero que todos llevamos dentro. Desconozco si por el contrario surgió de un estudio elaborado dentro de un laboratorio creativo. Lo que sí es probable es que fuera quien fuera el primero que hiciera esta versión de la tortilla de patatas sabía de antemano cocinar una tortilla de patatas como se debe. Sé que esto es una obviedad y que parece de cajón: primero la técnica, luego las florituras. ¿Pero es siempre así dentro del mundo de la cocina? Ya respondo yo: No

     

    No sé si me veo capacitado para comparar el complejo mundo del cine con el no menos complejo mundo de la gastronomía (seguramente no tiene ningún sentido), pero nos hallamos en un momento donde ambas disciplinas comparten varios puntos en común.

    Estamos ante una época de modas, la mayoría pasajeras. Da igual lo que hicieras antes de ayer, lo que importa es lo que estás haciendo ahora. El envoltorio es casi tan importante como lo que estás vendiendo. Tenemos la percepción de que el consumidor sabe más que antes y estoy más que convencido que es una percepción completamente errónea. La memoria y el pasado ya no sólo no existen, sino que se han convertido en objetos de pullas y chascarrillos para denigrar lo que fueron los orígenes. Y por último, qué difícil es quedar satisfecho de manera regular con lo que se nos está ofreciendo.

    Evolucionar y buscar nuevos caminos expresivos es natural. Incluso para muchos cocineros es una forma de jugar, aprender y divertirse si no se olvidan que el objetivo principal es hacer al cliente contento. Lo suficientemente contento para que vuelva y se lo recomiende a sus amigos. Satisfacer todos los gustos va a ser siempre imposible, pero tú sabrás perfectamente si estás dando algo de lo que sientes orgulloso y que tú mismo te pedirías.

     

    Esto no pretende ser un alegato a favor de la tradición y en contra de la nueva cocina que se nos ofrece a diario bajo conceptos tan absurdos y ridículos como fussion (en inglés sobre todo porqué en la traducción al castellano pierde el significado), mestizaje, creativo o de diseño. Como tampoco quiero reivindicar el cine clásico aunque es de cajón que le da mil vueltas a la mayoría de tonterías sin sentido, infantiles, pedantes y/o aburridas que se hacen hoy en día.

    Fuera coñas, no se trata de gustos, de verdad. La concepción de la artesanía como un bien escaso y por consiguiente de lujo ha substituido el oficio de hacer siempre las cosas bien hechas, como se deben.  Mientras que la creación, la innovación, lo foráneo, lo exótico, la búsqueda de la sorpresa y el trampantojo se ha popularizado tanto que hasta cualquiera se atreve a hablar de gastronomía (guiño, guiño, codazo, codazo). En definitiva el hecho de dar de comer debería tratar simplemente de hacer las cosas bien hechas. Tan sólo eso. Más sencillo imposible.

    No soy gastrónomo. No soy un purista. No soy un entendido. Si me llamas foodie te rompo las rodillas y te escupo en la cara

    Querer ir a desayunar a un bar y si te ofrecen una ración de tortilla de patatas, que te la hagan como se debe. Que no quede seca, que las patatas no sean congeladas ni de cuarta gama y que el huevo no sea líquido y pasteurizado. No pidas que sea alta como un libro de Ken Follett o que quede babosilla como la que te hace tu abuela Conchi, que en eso entramos en el gusto personal. Lo de la cebolla no es gusto personal ya que la ONU  ha determinado, sin admitir discusión alguna, que sin cebolla es de bárbaros. Si no te gusta la tortilla de patatas, hablemos de un huevo frito. De uno donde la yema no esté parcialmente cuajada y la clara sin hacer. Ah, que no quieres que lo reduzcamos a los huevos. Pide una sopa que no sepa a glutamato monosódico aunque disfracen el nombre del plato con cualquier concepto oriental. Un plato de pasta decente y no vale meterle aceite de trufa para enmascarar las carencias que ya sabemos que es de mentira. Una sepia a la plancha que no parezca que te estás comiendo una sandalia de caucho. Una ensalada que no provenga de una bolsa de plástico y que no sea iceberg. No pido tanto. No soy gastrónomo. No soy un purista. No soy un entendido. Si me llamas foodie te rompo las rodillas y te escupo en la cara. No defiendo nada más que el querer comer bien. Si me gasto doce euros por un menú no te voy a exigir un San Pedro pescado la noche anterior. Dame un lomo con pimientos, que ambos sabemos que aquí hay ganancia para ambos, pero que el lomo se pueda masticar y los pimientos no se hayan vuelto negros de tan refritos que estén. Que no cuesta tanto. Si hasta lo hace tu madre, tu padre o tú, que odiáis cocinar todos los días como si fuese una obligación y os estresa pensar qué vais a hacer para cenar para que toda la familia esté contenta.

    El mismo principio también es aplicable a la cocina más creativa. Si me vendes producto, conócelo y no me times. Yo estoy de acuerdo en pagar el producto, pero si me ofreces un menú basado en la trufa no me des la estiva a precio de la negra y si la has tenido más de tres semanas en nevera, dará igual que me des trufa o corcho, porqué me van a saber igual. Y quien habla de trufa habla de las barbaridades que he visto hacer con ostras, gambas, almejas, con el jamón ibérico. Si me vendes técnicas, domínalas. Piernas de cordero cocidas al vacío donde al cortarla aún había sangre cerca del hueso, ostras calientes como relleno de raviolis, espumas de caviar y otras mezclas imposibles no es que no me hayan gustado, es que eran desagradables al paladar. He trabajado con cocineros que han descubierto el agar-agar y los polvos para esferificar y se han vuelto literalmente locos incorporándolos a todos los platos. No soy un particular defensor de los restaurantes de cocina avanzada. He ido a unos cuantos y muchos me han sorprendido, me han divertido y me han dejado con la boca abierta, pero han sido una minoría. He sido testigo de excepción que bajo los conceptos de modernidad y nuevas técnicas se esconden, no sólo carencias, sino un desconocimiento del producto y de los orígenes tan alucinante que si no fuera porqué soy un impostor me habría indignado.

    Ya me he perdido. ¿Dónde estaba? Ah, sí: ¿Creadores o artesanos? Mira da igual lo que elijas porqué finalmente me he dado cuenta que no tiene demasiado sentido escoger. Cada uno tiene sus gustos o todo depende del día y del momento, pero elijas lo que elijas, no estaría de más que como clientes tuviéramos un nivel de exigencia un poco más alto y poder transmitir a los restauradores, a los cocineros y a los cineastas que creen que el cine empezó con el puto Spielberg, que no nos gusta que nos tomen el pelo.

    Por cierto, el grandísimo Howard Hawks era un artesano que sabía hacer su trabajo como nadie.

  • No sé hacer paellas

    No sé hacer paellas

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]H[/ms_dropcap]e nacido y crecido en Barcelona, pero tendré una octava parte de sangre valenciana. Una de mis bisabuelas era de Torreblanca, mientras que otra por parte paterna era de Nules. Ambas acabaron viviendo en Barcelona, de donde es el resto de mi familia, pero mi padre siempre dice que nunca comerá una paella mejor que la que hacía su abuela Maria.
    Cosas de las emociones pegadas a la memoria, imagino.
    A pesar de que murió cuando yo ya tenía dieciséis años, no tengo ningún recuerdo de los arroces de la iaia Maria, pero sí de las bolsas de comida variada que nos daba a escondidas a mi hermano y a mí cuando la íbamos a visitar. No eran exquisiteces, más bien cosas tan variopintas como cortezas de churrería, galletas campurrianas, caramelos que le regalaban en el banco y fruta, mucha fruta. El recuerdo más nítido de mi bisabuela es que, tras finalizar la comida, se zampaba una o dos piezas de fruta junto a una rebanada de pan. Plátanos incluidos.
    Cosas de haber vivido guerras y postguerras, imagino.
    Pues bien, yo no sé hacer paellas.

    Apenas llegué a Florencia, me puse a buscar trabajo con mis currículos falsificados y en una de las entregas a puerta fría, me llamaron al cabo de dos días. Era el único restaurante español que por entonces existía en Florencia. Me entrevisté con el propietario, un contable y asesor fiscal con pinta de no llevar bien el adiós a su juventud, que me prometió grandes oportunidades si aceptaba trabajar con él, palabras que invitaban a huir despavorido, pero que ante la necesidad imperativa de encontrar un trabajo, me llevó a quedarme y escuchar su propuesta. El garito en cuestión era mitad restaurante, mitad bar de deportes y mitad bar musical. En su carta había todos los tópicos de la cocina española: guacamole, tacos, enchiladas, nachos, burritos, carne mechada, cochinita pibil, sincronizadas y jalapeños rellenos. También se había permitido la excentricidad de dar cabida a cocina exótica como las bombas y la tortilla de patatas. Todos estos entrantes y primeros los realizaba entre semana una señora chilena que se había olvidado de hablar castellano. El creador del menú y antiguo chef era un uruguayo que les había denunciado y mi misión sería la de cubrir el puesto del chef y encargarme solamente de los segundos platos estrella, es decir, las paellas. Mi cometido iba a ser darle un toque nuevo a la carta, incorporando platos tradicionales españoles, pero que encajasen con el target de su clientela. Me invitaron a estar en la cocina durante un pase para ver qué me parecía.

    Un chaval escuchimizado esrilanqués, que había sido padre recientemente, abría el local a las cinco de la tarde para limpiar, luego se metía en la cocina para preparar los segundos mexicanos y después de las doce de la noche, limpiaba la cocina y se encargaba de lavar los vasos durante el servicio de bar. Un hombretón albanés con aspecto de púgil era el ayudante de cocina y era el que, tras la ausencia del chef desaparecido, se encargaba de las paellas. La selecta clientela tenía cuatro tipos de paella a escoger: la de carne, la de pescado, la de verduras y la mixta. Un barreño de plástico de agua marrón era el caldo, igual para todas ellas. Se preparaba a diario y sus ingredientes eran, para unos treinta litros de agua, cuatro cebollas, cinco zanahorias, un ramillete de apio y siete u ocho cucharadas soperas de caldo granulado. Trozos de pechuga de pollo, salchichas y guisantes congelados para la de carne. Gambitas peladas y congeladas, mejillones congelados y almejas congeladas y guisantes congelados, claro está, para la de pescado. Cebolla, ajo, pimiento y más guisantes congelados, como no, para la de verduras y una mezcla de todo para la mixta.

    Un barreño de plástico de agua marrón era el caldo, igual para todas las paellas

    Un buen chorro de colorante líquido cuando la cocción llegaba a su fin, horno y un limón entero a gajos completaban estas obras de arte. Ahora viene lo bueno: un lleno absoluto, oigan. Bien es verdad que la clientela estaba formada por gente joven, muchos extranjeros y entre ellos un montón de estudiantes norteamericanas de las que pueblan las calles de Florencia y, por consiguiente, todos los italianos que te puedas imaginar para intentar ligárselas. Vamos, que la comida no era el mayor aliciente del local. El garito abría a las seis. Tres pantallas gigantes en tres salas distintas retransmitían deportes en directo y en media hora ya estaba casi lleno. Gorilas en la puerta, tres o más el fin de semana, daban a indicar que eso no era tan sólo un restaurante. A las siete y media empezaba el turno de cenas. Sin parar hasta las once, cuando el restaurante se empezaba a transformar en bar musical con actuaciones de salsa en directo. Y si venía alguien habitual, alguien con hambre o algún amigo de los jefes, la cocina seguía abierta hasta medianoche. Empecé a la semana siguiente. Eran las siete menos cuarto de la tarde del segundo día y el albanés se cabreó con el gerente del local, socio del contable y cocainómano empedernido que ni disimulaba cuando se encerraba en el baño y salía frotándose la nariz con las pupilas dilatadas como dos vinilos de siete pulgadas. Vino el contable a intentar apaciguar al ayudante de cocina por lo que empezó a decirle a gritos que era un inútil y un fracasado, que por todos es sabido que es la mejor manera de apaciguar una disputa. El albanés quiso rebatir su argumento y por ello decidió lanzarle una garrafa de cristal que impactó contra la pared, a tan sólo cinco centímetros de su cara, mientras se marchaba enfurecido y amenazándole que si no le pagaba los seis meses de sueldo que le adeudaba, se acordaría de él. De hecho le dijo que lo mataría, que creo es la mejor manera de demostrarle a alguien que te acordarás de él. El contable no perdió la compostura, se arregló el nudo de la corbata mientras comprobaba que no quedaban trocitos de cristal en su americana, me miró, sonrió de manera sardónica y me dijo que “ahora la cocina es tuya”, y se largó.

    Pues bien, yo no sé hacer paellas. Nunca he sabido. Nunca me ha interesado en exceso. Me gusta mucho comerlas, pero no he practicado demasiado. Me las arreglo con un arroz de bacalao y alcachofas, con todo tipo de risottos y hasta me he atrevido con resultados satisfactorios con el arroz caldoso con bogavante, pero no me salen bien las paellas. Y allí estaba yo, haciendo paellas para doscientas personas cada noche mientras las camareras iban volviendo a cocina con nuevos pedidos y me iban dando las felicitaciones de la quince, la doce y la seis. Yo no daba crédito. Y no es falsa modestia. No es como esas veces que eres ducho en algo que no te apasiona, como el vivir. Soy plenamente consciente que hacía paellas de mierda, mal hechas, con ingredientes de tercera fila y cocinadas sin ningún amor. Pero con éxito, oye. Me sentía como un cantante de trap. La única explicación que le daba es que el conocimiento de nuestra cocina de origen es prácticamente nulo.

     

    Desde que estoy viviendo en Italia, me habrán pedido más de un centenar de veces si un día les hago una paella. Les he soltado todo tipo de excusas, desde que ya de entrada me hace falta una paella de recipiente cuando me ofrecían cazuelas como alternativa, hasta explicarles que lo que ellos han comido hasta ahora no eran las verdaderas paellas valencianas. Pero como ya les cuesta ubicar Valencia en el mapa, insisten regularmente porqué tengo la plena certeza que es el único plato tradicional que conocen de la cocina española. Creo que en tan sólo un par de ocasiones me he encontrado con alguien que conocía algún plato más aparte de la sangría, el jamón, la tortilla de patatas y las tapas. Al principio intentaba razonar mi negativa reconociendo que yo no sabía hacer paellas, como también les contaba que no he bebido sangría en mi vida, que es una cosa más para adolescentes, despedidas de soltero y turistas. «¿Cómo que tú no sabes? Pero si las hacen hasta en le sagre«.

    Sagra es un acontecimiento popular y gastronómico donde un ingrediente o un plato se erige como protagonista y se hacen comidas y cenas populares a precios populares. No todas las sagras son buenas, pero hay un 80% de acertar y poder degustar especialidades tradicionales a precios imbatibles. Eso sí, que no se te caigan los anillos por comer con mantel de papel en una mesa con quince personas más.

    Lo siento valencianos, pero la paella ya no es vuestra, la globalización os la ha robado

    Y es cierto. En la agitada vida gastronómica ambulante y móvil, que despierta en Italia entre la primavera y finaliza hacia mediados de otoño, hay siempre un puesto con la banderita rojigualda donde se hacen paellas gigantescas. Nunca las he probado, pero tan sólo por el aspecto ya puedo imaginar las lipotimias en masa si contemplaran tan aberrante espectáculo los yihadistas valencianos de la paella. Y es que la paella ya no es nuestra, ni vuestra. Qué risas y qué todo cuando Jamie Oliver se atrevió a cocinar una paella en su programa televisivo donde le echaba de todo y finalizaba añadiéndole chorizo. Leí reacciones indignadas y airadas que dejaban al tal Oliver como un mequetrefe ignorante, como un terrorista culinario, como si la fagocitación de la gastronomía foránea y su natural adaptación que hemos hecho siempre en nuestro país no hubiera sucedido nunca. Las carbonaras con nata han invadido todos los menús españoles desde hace años, los cuscús que se cocinan por aquí son de juzgado de guardia, por no hablar de las aberraciones que se perpetran bajo el nombre de pizza o de los locales de comida mexicana donde el denominador común son el exceso de grasa con queso y los cuadros con la cara de Frida Kahlo colgados en las paredes.
    Insisto, lo siento valencianos, pero la paella ya no es vuestra, la globalización os la ha robado. Por este camino han pasado antes un sinfín de platos insignes de todas las nacionalidades y las batallas perdidas por los garantes de la tradición y el buen hacer hacen que vuestra rebelión caiga en un simple berrinche. El mismo Jamie Oliver antes de atentar contra vuestra queridísima paella hizo lo mismo con la carbonara, incorporándole ajo, cebolla y vinagre balsámico. Y aquí en Italia no pasó nada. Aquí ya están de vuelta de todo.

    Yo he nacido y vivido en Barcelona, una ciudad cosmopolita y con alma mutante que desde siempre se ha nutrido de un sinfín de influencias foráneas. No he tenido problemas para comer en restaurantes etíopes, tibetanos, alsacianos, coreanos y hasta suizos. Vengo de una cultura donde si te apetece puedes ir a un local a probar su versión del fish & chips, comprar caviar iraní, regalar un panettone de autor por navidad, hacer una cata de vinos neozelandeses o comprarte una burrata que te aseguran (aunque no es cierto) que se la han traído hace menos de 24 horas. Los restaurantes italianos ya no son sólo restaurantes italianos, sino que el cliente ya conoce si hacen cocina napolitana, toscana o piamontesa. Lo mismo sucede con muchos restaurantes franceses, aunque cada vez quedan menos porqué no nos enteramos de nada. Un barcelonés te sabe decir antes cinco nombres de restaurantes japoneses que cinco de las líneas de autobuses que cruzan la ciudad, y si ahora están de moda los ramen y la comida hawaiana, mañana vete tú a saber si lo estarán las andouillettes o el shepherd’s pie.

    El menú tan nuestro de jueves paella me ha hecho probar, sin necesidad de viajar, arroces de mierda como los que hacía yo

    Aunque estoy hecho un chaval, tengo alma de anciano, por lo que cuando cada dos o tres meses me cojo un fin de semana y vuelvo a casa, al menos una vez tengo la necesidad de comer de mi memoria. Para ello suelo recalar en casa de mis padres o esperar a que algún amigo me lleve a una casa de comidas de barrio porqué sabe que un plato de guisantes, unos calamares rellenos o el hígado de cordero con ajo y perejil me hacen más feliz que una ensalada de alga wakame marinada con sésamo. Y he de decir que a veces tengo verdaderos problemas para elegir un restaurante de comida tradicional o con raíces de mi tierra. Ir hasta la Barceloneta no te garantiza absolutamente ningún éxito para poder comer un buen arroz, que ya no digo paellas. El menú tan nuestro de jueves paella me ha hecho probar, sin necesidad de viajar, arroces de mierda como los que hacía yo en el restaurante español de Florencia, donde los guisantes, las tiras de pimiento rojo en conserva y las microgambas congeladas, son desgraciadamente un paisaje común. Y aún así, si es jueves y me llevas a comer a una casa de comidas con menú, acabaré pidiendo paella. Los restaurantes de comida catalana tradicional se han ido extinguiendo hasta quedar reducidos a locales pequeños de versiones o adaptaciones en pequeño formato y nadie te asegura que pasado mañana seguirán abiertos. Se abren y se cierran tantos locales que los restaurantes con solera están condenados a extinguirse a no ser que te especialices en desayunos de tenedor o incluyas tu nombre y vendas tu alma para que autocares de jubilados y turistas se hagan una idea de lo que una vez fue la cocina de nuestra casa, pagando precios desorbitados por unos platos más que mediocres. Yo mismo me he preguntado más de una vez de dónde soy a nivel culinario y gastronómico. La cocina catalana tiene fuertes raíces si te alejas de Barcelona, pero a su vez es una cocina crecida a base de una serie de influencias foráneas como la francesa y la italiana, que han ido moldeando su forma hasta conformarla en el crisol de culturas donde se encuentra actualmente. Aparte de los libros de Josep Pla o Néstor Luján que me han ayudado a aprender y comprender de donde venimos desde el punto de vista gastronómico, me doy cuenta que aunque profesemos veneración por las croquetas que hacían nuestras abuelas, estamos en las antípodas de los italianos, que aman y respetan una cocina tradicional que les ha hecho famosos en el mundo entero.

    Seguramente la mayoría no te sabrá decir qué son el poke, el poi o el laulau, pero te contestará sin dudar ni cinco segundos qué diez platos representan mejor su cocina territorial, ya sean friulanos o cremascos. Y les seguirá sin importar un pijo si en Barcelona incorporamos higadillos de pollo y chorizo en nuestros macarrones o si nuestra versión de spaguetti al pomodoro incorpora pasta de colores o tomate frito de tetrabrik. Seguramente te sonreirán con condescendencia, rechazarán amablemente que les invites a comer y seguirán campando a sus anchas por el mundo mientras sepan a ciencia cierta que la verdadera cocina, la que realmente importa, seguirá siempre viva en su memoria, convencidos que como en su casa no se come mejor en ninguna otra parte. Y es que para defender algo a capa y espada, sería bueno que antes lo amáramos y lo conociéramos.

    Después de un mes trabajando en el restaurante español de las paellas de mierda, el local acabó cerrando durante dos semanas porqué una inspección de los carabinieri descubrió que formaban parte de el club de la pulsera, del prohibido turismo de borrachera. Regresé y ya me pusieron trabas para cobrar mi primera mensualidad por el contratiempo recibido, pero me prometieron un aumento de sueldo y un mayor control de la carta si aceptaba hacer vídeos con recetas para la web del local, que se emitirían en su página de Facebook y en las pantallas del restaurante. Naturalmente escapé corriendo. Y como penitencia, hace más de tres años que no hago una paella.

    Ya que estás aquí…

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