Categoría: Narrativa Undercover

  • Chattanooga Choo Choo

    Chattanooga Choo Choo

    Aunque soy un señor viajado, jamás he salido del viejo continente, era de los que pensaba que Europa ya ofrecía un infinito sinfín de posibilidades que no hacían necesario viajar al exterior… Yanquis, leones, canguros, chinos y bailadores de tango no tenían suficiente fuerza para hacerme gastar un dineral para viajar a sus lejanos y a la vez dignos países.

    Por un hecho extremadamente casual y por un extraño, porque no decirlo, ajuste de fechas laborales, me vi sin tenerlo previsto con cuatro días de vacaciones de la noche a la mañana. La venta, por fin, de una plaza de párquing mal vendida, todo sea dicho, hizo que por primera vez en mi vida dispusiera de cuatro duros… cuatro. Y cuadrando el círculo, tenía a la mujer inmersa en exámenes universitarios -clausura total- y a mi hija de colonias en Olot.

    Pensé que era el momento ideal para abrir las alas y cruzar el charco.

    Stephen Cook

    Momentos después de despedirme de mis compañeros de trabajo, me dirigí presto al bar para hacer un merecido after-work y con un gin-tonic en mi poder empecé a estrujarme las neuronas dispersas que pueblan mi desértico cerebro. Tenía que preparar un plan conciso y certero para que todo saliera bien rodado.

    ¿Qué le digo a mi mujer?
    ¿A dónde voy?
    ¿Qué le traigo de regalo a mi mujer?
    ¿Cómo supero mis ansiedades ante tantas horas dentro de un avión?

    Las respuestas tenían que ser rápidas… no podía perder ni un segundo.
    Mmmm, que sé yo… mmmm, ya me lo pienso en el metro.
    A Chattanooga, Estados Unidos… Sí, sí, Chattanooga.

    Mmm, un libro, a ella le encanta leer. Mmmm a lo mejor me lo tira por la cabeza… mmm, me lo pienso en Chattanooga.
    Pastillas, alcohol, tilas, no dormir desde ya para así subir destruido al avión, no respirar hasta quedarme morado durante el despegue y desmayarme….
    Todo parecía que estaba controlado.
    Con la mejor de mis sonrisas entré en casa perfumado con el primer tester que pillé en El Corte Inglés.
    -Cari, ya estoy aquí.
    -Holaaaa, com ha anat?
    -Bieeen, tengo una semana de vacaciones. Me voy a Estados Unidos
    -Com? Qué collons dius?

    Interesados en esta insignificante parte de la historia, consultar a @olibakf

    Enclaustrado, gracias a mis dos metros, dentro del avión, en medio de un niño hiperactivo y un religioso naftalítico que hablaba solo, despegábamos del aeropuerto de El Prat dirección Atlanta.
    Mi querida mujer sufre de grandes dolores de espalda y sin intención alguna de hacer propaganda del medicamento, se toma de vez en cuando una pastillita que la deja mansa mansa, momento que acostumbro a explicarle cosas que sé que no son de su agrado.

    -Cari, quin mal que em fa l’esquena.
    -¿Pastillita?
    – Sí
    -Sabes, este mes la Visa me sube a 800€

    -No passa reeees, amor meeeeu….

    Pues ya está, como si se tratara de heroína, pastillita pa el bolsillo.
    Las horas dentro del avión iban pasando, y parecía tenerlo bajo control, pero a medio camino aquello empezó a moverse de mala manera…. Pastillita pa dentro y quede fulminado al instante.

    Con unos ligeros golpecitos en el hombro, la azafata me indicaba que nos acercábamos al aeropuerto de Hartsfield-Jackson de la capital de Georgia.

    Nathan Gonthier

    Esquivando el errático y voluminoso cráneo del niño que tenía a mi vera, pude ver, mientras el aeroplano descendía, una inmensidad boscosa, con el skyline de Atlanta al fondo, una auténtica Nueva York de tercera división.

    Después de una larga cola y de un inútil mini interrogatorio en la zona de aduanas, pillé el típico shuttle que me disparaba al downtown de la city. No quería perder el mínimo resquicio de tiempo en aquella mierda de ciudad, y sin comer, con una tortícolis y empanamiento descomunal me dirigí a una lamentable estación de autobuses, que a mi pesar estaba en la otra punta de Atlanta.

    El puto jetlag me estaba literalmente destruyendo, hacía mucho tiempo que no me encontraba tan mal, y el trayecto hasta la eestación fue un auténtico vía crucis. ¿Qué coño estaba haciendo allí?

    What time does the first coach to Chattanooga leave?
    In chen miñuts, cha!!
    Raich, af a Chiket, nu (pa acentos…mi Geordie)

    Después de una primera hora durmiendo en el bus me desperté en medio de una vasta tierra de bosques, con extrañísimas casas insoladas, habitadas en medio de la soledad más absoluta, con el típico coche, el porche de madera y la banderita sureña. La curiosidad me comía por dentro. ¿Cómo debería ser el día a día de esa gente?

    Una hora más tarde, me adentraba en una enorme zona industrial, a la vez que cruzaba la frontera entre Georgia y Tennessee y entraba de lleno, por fin, en la ciudad de Chattanooga. Una ciudad del tamaño de Sabadell, pero con una extensión como la de Barcelona.

    Presto, me dirigí al hotel Chatt Inn en la interminable Calle 23. El sitio… bien… El sitio, una puta mierda, era tarde y ni las cucarachas, ni el agua de la ducha 3 segundos hirviendo, 3 segundos helada, hicieron que me quitaran el terrible sueño. Tenía por delante un día y medio para descubrir una extraña ciudad de la América profunda.

    Jason Leung

    El día despertó con un sol radiante y después de una ducha de 120 segundos, divididos en 50 segundos de caldarium, 20 segundos de placer y 50 segundos de frigidarium, con una jarra de agua con gusto a café, encaré la jodida Calle 23 dirección centro. A los 5 minutos de caminar arribé a un párquing con el típico café-cadena que vemos en todas las películas. Muerto de hambre, solo Dios nuestro Señor sabía las horas que llevaba sin comer, me adentré para tomarme a las 10:15 las mejores albóndigas industriales de pollo muerto que recuerdo haber catado jamás, junto con un descomunal coleslaw de acompañamiento y una infinita fuente de french fries.

    Ahora sí, ahora sí…. Ara, ara!!!!

    Como no me veía nadie, pensé que mi esencia punk no se vería afectada si destinaba mis escasos recursos en un ticket turístico. La verdad es que por un módico precio, no sé qué coño me vendieron, pero la señorita de las taquillas, me llenó de tickets, descuentos, entradas, para toda una vida.

    Me uní a un rebaño de turistas panochas y nos metieron en una barcaza que empezó a descender el rio Tennessee. La verdad es que me estaba cagando en todo. Mi manera de ser antisocial y el no saber decir no me condujeron a una maratoniana jornada rodeado de una “colla” de guiris flipados de Alabama que le hacía fotos a cada gota de agua del río. Ya no había marcha atrás, y en la proa de la “golondrina” con un hot dog en la mano -deferencia de la tripulación-, imaginé ser Leonardo di Caprio, en Titanic… Eso sí, con unas ganas de tirarme por la borda que te cagas.

    Después de sobrepasar un aburridísimo meandro divisamos el Lookout, un peñasco de tres al cuarto que le da nombre a la ciudad. Chattanooga quiere decir roca levantada en el idioma de los indios que antaño habitaban esas fértiles tierras. Allí, bajo un espectacular salto de agua desembarcamos y nos dividimos en dos grupos; los aventureros dispuestos a patearse una barbaridad de escaleras y los jubilados que nos quedamos en un snack-bar degustando unas riquísimas ostras junto a un vaso de ginebra.

    Lee Weng

    A la vuelta de tan lamentable crucero, nos enviaron a visitar el acuario de agua dulce mas importante del mundo, pero como ustedes supondrán, no estaba yo después de tantos kilómetros para meterme en un antro, para ver, truchas, sapos y alguna que otra salamandra. Así que despidiéndome a la francesa me adentre en el downtown de la ciudad.

    Cerca del bonito puente peatonal, el  Walnut street bridge, encontré el restaurante Big River Grille, una autentica trampa para turistas, pero que con buena vista me anticipé al que pudo ser un atraco a mano armada, y cené un delicioso salmón a la brasa, acompañado de un sinfín de verduras y una buena cerveza artesanal. De allí hasta de regreso al hotel cucaracha fui visitando extraños tugurios repletos de mala gente, esa mala gente que te arrean con una pala, te descuartizan y al agua patos.

    Al día siguiente, ya paseaba de nuevo por las calles de Atlanta, una ciudad que me lleva a disgusto. Honestamente está en el número 12 de mis ciudades estadounidenses más odiadas, por lo tanto no iba a hacer el mínimo esfuerzo para que me agradara. El avión de regreso a la capital catalana me salía de noche, por lo tanto decidí sentarme en un bar cercano a la estación y empezar a beber, más que nada para hacer algo. El lugar se llamaba The Nook entre trago y trago se me hizo el lunch time, y animado por las deliciosas aromas que salían de la cocina decidí catar la gastronomía local. ¿Qué mejor sitio que un bar? Pedí la especialidad de la casa, un extrañísimo bloody mary -más alcohol para el cuerpo- con unas brochetas de guindillas, bacon, carne, y huevo duro avinagrado. Eso de una manera o otra lo tengo que meter en el menú de mi restaurant. Empecé -de manera extraña en mi- a platicar animadamente con el público local, estaban encantadísimos de hablar con alguien de Barcelona, además, puta como soy, les mentí diciendo que era una estrella de la televisión local -¿Por qué coño hago estas cosas?-, comentario que hizo que las jarras de cerveza no pararan de acercarse, sin pedirlo, a mi vera.

    Amigos míos, cuando me di cuenta, y después de jurar que Atlanta era mi ciudad favorita, caí en alarma viendo que el jodido Cronos me había hecho una putada monumental.

    Con un, see you later aligator, salí disparado de The Nook con movimiento cercano a la polio, para pillar un taxi que me enviara a la velocidad de la luz al aeropuerto Harstfield-Jackson. Comiéndome las uñas de los pies en un descomunal traffic-jam fui dándome cuenta que perdía sin solución visible el avión. Y así fue.

    El siguiente vuelo, 24 horas después, estaba repleto y solo 2 días más tarde me salía otro con unos precios astronómicos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué hubieran hecho ustedes?

    En mi caso, me abrí otra lata de cerveza desde el sofá de mi casa, y con un golpe certero con el pié, acerté a cerrar el portátil, cansado ya, de viajar, gracias al Google Earth, el Google maps, el Landing del Youtube y las recomendaciones dispares del Tripadvisor.

    ¿Donde iré mañana?…. Lo veo……. Ulm.

  • Corks-crew

    Corks-crew

    Mi madre nos dejó una mañana. Me acostó, me dio un beso y susurró un buenas noches.

    Mi padre nunca me dijo nada, ni yo le exigí nunca una explicación. Durante años, para mí, mi madre se había mudado a mis sueños y jugaba con mi imaginación. Antes de dormirme la veía luchando contra los malos en la otra punta del mundo. O que se había ido en un viaje espacial a impedir que un meteorito destruyese la Tierra. Mis batallitas siempre nacían de la premisa de que era algo tan secreto que si me lo decía me ponía en peligro. Cuando se lo explicaba a mi padre, se reía.

    -Bien podría hacerlo – aseguraba, y me besabas la frente.

    Solo estábamos mi padre y yo. Él trabajaba de noche, soy camarero, me decía siempre, especialista en vino, pero camarero. Mis abuelos venían a darme la cena y a acostarme hasta que tuve edad suficiente para quedarme sola y que una llamada fuera suficiente para que todos estuvieran tranquilos.

    Alguna noche me sorprendió con su llegada a casa. Eran altas horas de la madrugada y me encontraba en el sofá con un libro. Entraba y se dirigía a la vinoteca o, como la llamaba yo de pequeña, el dormitorio del vino, y cogía una botella tras otra hasta que daba con la correcta para esa noche. Cuando ponía el marca-páginas en el libro me miraba y me decía:

    -Deberías estar durmiendo.

    -Ya voy – respondía, resignada.

    Una de esas noches, quise saber porque se servía una copa de vino después de pasarse horas rodeado de vino.

    -¿No te cansas?

    -No

    -Pero es tu trabajo, ¿no te apetece desconectar un poco?

    -También. Ayuda a pagar las facturas y me gusta. Pero, en mi caso, el trabajo es la consecuencia de una pasión. O la prolongación si lo prefieres. Soy un privilegiado en eso.

    -¿Por qué te gusta tanto todo ese mundillo, papá?

    Se quedó en silencio unos segundos.

    -Sinceramente, no lo sé. Solo sé que me hace disfrutar. Que disfruto mucho. Las pasiones son muy difíciles de explicar, solo puedes intentar transmitirla. Que los demás lo noten y les entre la curiosidad. Que se pregunten si están hablando con alguien raro, un loco, o si son ellos los que se están perdiendo algo.

    Me quedé callada, pensativa.

    -¿Y luego? – pregunté.

    -Esperas a ver si has atrapado a otro – me guiñó el ojo.

    -¿Y cómo lo sabes?

    -Porque hay cierta complicidad. Como un código. Ninguno entiende del todo por qué le gusta, pero si se hace esa pregunta, ya es tarde. ¡Uno más!

    -¿Me intentarás atrapar a mí también? – le lancé una mirada inquisitiva.

    -Ya he empezado – dijo, haciéndome cosquillas con el dedo en el costado –. Lo que te puedo decir, cariño, es que todo en ese mundillo es único. Cada botella es diferente. Te da cosas diferentes.

    -Parece divertido. Son como sorpresas todo el rato.

    Me sonrió.

    -Pero, ante todo, lo que más me gusta es compartirlo. Disfrutarlo con alguien para hacerlo más único, si cabe.

    Se pasó el dedo índice y pulgar por la comisura de los labios, mirando la copa en la mesa. Quise preguntar. No me atreví. Sabía la respuesta.

     

    Tenía miedo a crecer. No por mí, sino por mi padre. La edad me fue distanciando de él, no más de lo normal en una adolescente, pero siempre tenía que volver a casa. Me recibía con una sonrisa, me preguntaba si estaba bien y con eso se quedaba tranquilo. Confío en ti, me dijo.

    Pero llego el día en el que no tenía por qué volver. El día en que me iba y no sabía cuándo iba a entrar de nuevo por la puerta. Me iba a la universidad, era feliz, pero estaba preocupada por él. No quería dejarle solo. Cuando le comuniqué mis inquietudes me miró fijamente a los ojos.

    -No dudes ni un minuto – dijo en un tono irreconociblemente serio en él –. Lárgate – continuó riendo, al fin.

    Le dije que saliera, que conociera a alguien, que lo pasara bien.

    -¿Por qué no sales con otras mujeres? Aún tienes tu qué.

    Reímos.

     

    Alquilé una habitación en la ciudad. Vivía haciendo malabares con el sueldo que podía ganar con un trabajo de fines de semana, una beca y con la ayuda que mi padre me enviaba. Me quedaba poco tiempo para poder visitarle. Estábamos a menos de una hora en tren, pero, durante los tres primeros años, salvando festivos, era muy complicado vernos.

    En el verano antes de empezar el que sería mi último año de universidad, una tarde, después de comer, mi padre me preguntó si este curso iba a mantener el mismo ritmo. Me extrañó.

    -El primer semestre estaré algo más ocupada pero en el segundo poder jugar un poco más con la agenda. Si me organizo bien tendré más tiempo libre.

    Asintió apurando el vino que le quedaba en la copa. Siempre las alargaba.

    -Qué te parece si los domingos vienes y comemos. Te pago yo el billete.

    -Claro, pero no me tienes que pagar el billete. ¿Pasa algo?

    -¿Por qué tiene que pasar nada? Te estás haciendo una mujer y me apetece pasar algo de tiempo contigo.

    -Vale, papá.

    -Además, a principios del año que viene, me prejubilo.

    Le miré pidiendo alguna explicación más.

    -No pasa nada, sólo quiero disfrutar un poco más del tiempo. A penas tengo gastos. Así, cuando vengas, podemos disfrutar juntos de alguna botella de vino, porque…

    -Esas son las mejores – le interrumpí.

    Me levanté para recoger la mesa y le besé en la mejilla.

     

    Llegué hacia el mediodía. Mi padre me hizo subir. Una vez estuvo la comida en la mesa, le pregunté por qué no había puesto vino.

    -Lo tomaremos luego.

    -¿Aquí?

    -En un sitio que conozco. Te gustará – añadió al ver la sorpresa en mis ojos –. Es nuevo y está a sólo un paseo.

    Después de una cabezada, cerca de las cinco de la tarde, salimos de casa. El trayecto no duró más de quince minutos. Llegamos al final de una calle y giramos a la izquierda. De pronto, ante nosotros, se abrió un jardín, un pequeño oasis, con un camino que llevaba a la terraza de una casa reacondicionada. Era un jardín delantero, grande, que terminaba en una valla de madera vieja que anunciaba la caída del barranco. Había bastante gente. Unos alargaban la comida, otros tomaban café al calor del sol. Algunos niños correteaban por el césped.

    Nos sentamos en una mesa, algo apartada del resto, cerca de la valla. Estirando un poco la cabeza, era fácil ver el final de aquel pequeño monte en el que se levantaba la casa.

    Recuerdo que aquella primera botella fue un Vailet. Una niña, de unos dos años, tropezó. Miró a sus padres y, al ver que estos la miraban sin alarma, se levantó y continuó con su juego. Eso provocó que empezaras a explicarme pequeñas anécdotas e historietas sobre mi torpeza en mis primeros años. Fue la tarde que más reímos.

    Con Bancal del bosc, te dije que había encontrado faena en una redacción en la que había hecho unas prácticas, que esperarían a que terminara con la universidad. Me felicitaste orgulloso.

    Con Ferrer Bobet decidimos seguir hablando, de lo que quiera que fuera que estuviéramos hablando, con la cena. Volvería a la ciudad por la mañana temprano, no había prisa.

    Con el Syrah de Casa Mariol te confesé que, en el fondo, quería ser escritora, que ese era mi sueño, que me daba miedo y vergüenza decírtelo. Siempre lo has sido, dijiste con un brillo en los ojos.

    Con Set Sitis nos quedamos en silencio viendo como el sol, poco a poco, desaparecía entre las montañas. No dijimos nada, nos miramos y brindamos con el rumor de los árboles y las familias que se marchaban.

    Con Embruix te dije que hacía meses que me estaba viendo con un chico y que creía que me había enamorado. ¿Eres feliz con él?, preguntaste. Te dije que sí. Eso es lo que importa, sentenciaste mientras me apretabas cariñosamente la mano.

    Con el Brut Nature de Agustí Torelló me hablaste de mamá. Me dijiste que esa era su favorito, que siempre quería tener una botella en casa. Vi que tus ojos se humedecían.

    -Sé que si mamá se fue era porque tenía sus razones. No me siento culpable. No te culpo.

    -Pero…

    -No hacen falta explicaciones. No las necesito.

    Apretaste la mandíbula y forzaste una mueca que recordaba a una sonrisa para aguantar las lágrimas.

     

    Ahora, años después, me encuentro en ese salón en el que me sorprendías leyendo. Sola, en silencio, intento relajarme en el sofá. Tú también me has dejado. Aunque luchaste mucho contra ello.

    Hace una hora que he llegado. Mientras recogía todo lo que quedaba, libros, ropa, postales… toda una vida, me he encontrado una pequeña caja con mi nombre y dos fechas. Unos dos meses las separaban.

    La tengo frente a mí, en la mesa de cristal. Los habías guardado sin que yo me diera cuenta. Están los corchos de las botellas que nos bebimos durante aquellas semanas. Durante aquellas siete semanas. Cada una de ellas unida a un cuadrado de cartón fino con el nombre del vino y una pequeña frase en la que se resumía la tarde que pasamos compartiéndolas. Fueron pocas horas, pocos días. Pero no hay ninguno que recuerde tan claramente como aquellos. Es inevitable cruzarme con alguna de esas botellas y no pensar en ti, en mamá, en el césped, en el barranco, en los niños, en tu sonrisa, en tus palabras.

    El tiempo y las obligaciones truncaron esa rutina. Seguimos bebiendo vinos y compartiéndolos. Pero ya no sólo entre nosotros. Ya no de aquella manera. Sólo nos quedan estos, los de la caja. Los mejores. Nuestros vinos. Más únicos, si cabe, ¿no?

  • Carne de prisión (y 2)

    Carne de prisión (y 2)

    Pues aquí estoy, queridos lectores, arrancando una linda nueva etapa en mi vida.
    Aunque Los Angeles en un primer momento la encontré una ciudad fea, la verdad es que en mi día a día, fui descubriendo una preciosa urbe. ¿Se pueden creer que hay montones de negros? Pero muchísimos, de verdad. Pero se les ve contentos, bailan y saltan constantemente, y verles tan felices me gusta mucho.
    En cuanto a mi trabajo, ¿qué quieren que les diga? La mayor parte del día me estaba tocando las pelotas. El chef me hacía pelar patatas, buscar en el ordenador personal alguna salsa francesa…. Yo me hacía el tonto porque me conozco todas las salsas del mundo, pero aprovechaba para mirar alguna web porno o consultar que hacía mi querido Numancia.
    Un día me dijo que por la noche venía gente importante a cenar. Ya era hora, pensé para mis adentros.Iba a ser mi primer servicio. Decepcionado, entendí que sólo se trataba de una mesa de 9 personas… Una mierda de servicio, vaya. Pero el chef me alertó de que se iban a gastar mucho dinero…. Que tenía que salir todo extremadamente exquisito.
    Llegó a primera hora de la mañana un camión blindado, de esos que llevan el dinero de las tragaperras, los operarios, pistolas en mano, nos hicieron llegar unas neveras típicas de las que usamos para refrescar las cervezas en el camping.
    En el interior de las neveras, había varios paquetes de carne humana. El chef me hacía manipular la carne con sumo cuidado, pero a mí me sudaba la polla. Yo aoy un profesional y lo que quería era ponerme a cocinar pero que ya.
    La indicación de la etiqueta del gobierno norteamericano disponía que se tratara de carne de mujer, blanca y anciana…. Nivel de textura 3, Gusto 6, Frescura 1 día, Muerte tipo 2. Bueno, todo eso me lo comentó el chef, porque ustedes entenderán que mi nivel de inglés no se movía del, «Hello,fucking fucking», que quiere decir amor.

    Sin vacilar, me metí un pedazo de carne cruda en la boca, necesitaba conocer el sabor de esa carne…. Mmm, que sé yo… Demasiado elástica para comer cruda, pero el sabor no fue para nada desagradable, aunque tampoco se trataba de una gran carne

    Sin vacilar, me metí un pedazo de carne cruda en la boca, necesitaba conocer el sabor de esa carne…. Mmm, que sé yo… Demasiado elástica para comer cruda, pero el sabor no fue para nada desagradable, aunque tampoco se trataba de una gran carne pero, si la trabajábamos bien, se podía sacar un buen rendimiento.
    Como snack, hervimos con un buen fondo, durante media hora las falanges, que una vez enfriadas y secadas, rebozamos con levadura nutricional, sal, pimienta y comino y tras un breve pero intenso golpe de freidora sazonamos con curri y sésamo tostado.
    Con la panza de la señora acertamos de lleno en crear unas extraordinarias albóndigas. Picamos ajos y champiñones, que salteamos en una sartén, hidratamos unas uvas pasas. En un robot picamos la carne y lo mezclamos gentilmente con un queso cremoso, los champiñones, sal, pimienta, las pasas cortaditas y perejil picado.
    Con las manos húmedas -muy importante- formamos unas pequeñas bolas estilo dim-sum y las pasamos por almidón, huevo y copos de avena triturado, por este orden, que si no la vais a cagar. El resultado se introdujo en la freidora y las acompañamos de una salsa de yogur y menta, bien sencilla y suave, para que los comensales disfrutaran del pleno sabor de las albóndigas.
    Como sorpresa, entre platos, se me apareció la divertida ocurrencia -debido al morbo demostrado por los solventes clientes- de introducir misteriosos pedacitos crudos de carne en el interior de unos cubitos de gelatina de bloody mary. Una vez consumidos, deberían acertar de qué parte de la anciana se trataba. Queda mal, amigos míos, decir que mi idea fue la más aplaudida. Aunque, se nos prohibía ver a los clientes, escuchamos las risas y los gritos encucados del tipo que descubrió escrito en una hoja de piel, que en el interior de su estómago se hallaba nada menos que la pipa de la abuelita.
    Con cierto nerviosismo, porqué no decirlo, nos acercábamos a la responsabilidad de hacer el plato principal.

    Giulia Pugliese

    Tomé las riendas de la cocina, apartando al chef como se tiene que hacer, ¡¡¡pisándolo!!!. Su estúpida idea de hacer un carpaccio me resultaba demasiado básica. En prisión, concoí a un cocinero negro. Pero negro de esos que apagas la luz y mejor que no te pille, porque te parte por la mitad, ya me entienden. El hijo de la gran puta tenía un rabo, que yo cuando lo veía venir, lo encendía todo. El putas era traidor, a la mínima te la clavaba…. Disculpen el inciso, pero seguro que tenían curiosidad por el pollón del chaval. Tenía…. Bueno, basta.
    El preso, entre otras cosas, me enseño un plato típico de Nigeria. Puse cebollas, jengibre, hierba de limón, y el zumo de 5 limas en una cacerola de fondo pesado. Coloqué encima la carne de los glúteos y lo espolvoreé con guindillas machacadas. Lo cocí a fuego vivo hasta que empezó a desprender vapor, a continuación, tapé la cacerola y bajé el fuego. Lo dejé hervir a fuego lento durante20 minutos, al tratarse de señora vieja. Añadimos mantequilla de cacahuete, tomate triturado y el caldo de las rodillas.
    Volví a llevar a ebullición removiéndolo bien, tapé de nuevo y a fuego lento aguanté 15 minutos. Lo decoré con perejil y lo acompañé con un sencillo cuscús.
    No hace falta que les recuerde que la ceremonia fue un éxito espectacular. De esa manera tan simple me convertí en el chef más importante del mundo, las anónimas personalidades del planeta venían a dejarse auténticas fortunas para probar mis platos, cada vez más innovadores y creativos. Los hijos de puta, gobernantes, estrellas del rock, deportistas de élite, cada vez se atrevían -bajo precios cósmicos- a pedir cosas más morbosas. Incluso yo, viejos amigos, persona de moral transparente, me avergonzaba a qué extremo ha llegado la especie humana para hacer o pedir según qué.
    Mi historia, termina de la manera más brusca que se pueden imaginar. Un día, mientras despellejaba a un señor, blanco y joven, aparecieron de la nada unos militares que me pegaron una paliza monumental y después de largos juicios, me metieron de una patada en el culo en una cárcel espectacular, con una cocina a estrenar, con todo tipo de utensilios tecnológicos que consiguieron que pasara los mejores años de mi vida.

  • Carne de prisión

    Carne de prisión

    Ja ja ja, ja ja ja, como me reía mientras ahorcaba con mis propias manos al cartero del pueblo. De acuerdo, para ser honestos, no actué de la manera correcta, pero sin ánimo de ofender, el señor Carmelo no merecía otro final. El hombre estaba cargado de manías, unas manías que tenían a mi pequeño pueblo natal de Soria hasta el gorro. Qué si llegaba tarde, qué si hoy no vengo por el frio, qué hoy he perdido una carta….

    Ese mal momento que todos hemos tenido en nuestras vidas hizo que la justicia en mayúsculas cayera de manera exagerada sobre vuestro simpático narrador. Abandonado totalmente por la familia y amigos, mis huesos fueron a parar al Centro Penitenciario Nacional de Los Sagrados.

    Días de grandes lloros y depresiones leves me acompañaron durante mis primeros días en el talego, pero el hecho de entrar a trabajar como ayudante de cocina, y también por un nuevo mundo de drogas de todo tipo que conocí en prisión, hizo que mi adaptación fuera francamente rápida y agradable.

    Gracias, como he dicho, al caballo que consumía día sí día también en la cocina, me convertí en un ser con unas habilidades culinarias extraordinarias. Mi clarividencia a la hora de crear grandes menús con los escasos recursos que disponía hizo que me convirtiera en el preso de moda, querido tanto por asesinos en serie como por funcionarios.

    Mi día a día transcurría entre fogones, libros de recetas, violaciones y mucha, mucha cocina casera. Era realmente feliz, como que nadie me esperaba fuera, el microcosmos de la cárcel se convirtió rápidamente en mi hogar.

    A mitad de mi condena, y cuando la oscura luz que me ofrecía la libertad se iba acercando, unos señores del gobierno tuvieron a bien de hablar con vuestro humilde y a la vez franco narrador. Yo, mediante un burofax, pedí a las instituciones regionales un poco de clemencia a la hora de disponer de alimentos más variados y obtener un poco más de presupuesto culinario. Mi imaginación no tenía fin.
    La noche anterior, en el interior de mi celda, preparé a conciencia la transcendente entrevista con los eruditos del gobierno, y nervioso al extremo, sólo conseguí conciliar el sueño tras una monumental masturbación gracias a la fotografía de Ana Rosa Quintana que me pasó mi compañero de suite, el avispado Lucas “ el moscas”.

    Sergiu Nista

    Esos tipos trajeados, no se estaban con monsergas, y apenas abrí la boca me hicieron callar. Cuando mi intención era la de conseguir tener más variedad de frutas y verduras, me cortaron con un….

    -¿Te gustaría trabajar en un restaurante de lujo a cambio de tu libertad?
    -¿Ustedes que harían?

    Después de pensármelo cuatro larguísimos segundos, acepté.

    Dos días después, tras firmar un alud de papeles, y sin apenas despedirme de mis compañeros de cocina, celda y sexuales, fui conducido en un coche, con cristales tintados, hacia la ciudad de Barcelona.
    Jamás había estado en tan magna urbe. ¿ Se pueden creer que cinco quilómetros antes de llegar ya hay casas? Mi padre, enterrado muerto en el cementerio de Almazán, me habló de la capital catalana durante su estancia haciendo el servicio militar. Me habló de sus prostitutas del barrio gótico, de los llamativos taxis y de unas inmensas chimeneas que había en el barrio de San Adrián. Era un enamorado de una ciudad que, a excepción del extraño idioma afrancesado que hablaban sus gentes, le parecía la capital del mundo.
    Allí, esos señores de gran elocuencia, me tuvieron metido en un hotel de gran lujo, me sacaron a cenar y más tarde probé las mieles de unas señoras, que aunque no muy agraciadas, gritaban más que mis compañeros de intramuros.

    Jamie McInall

    Al tercer día, sin apenas intercambiar palabra, me metieron en un avión y allí no sé cuánto tiempo me tuvieron. Las horas iban pasando, y aunque yo estaba acostumbrado a estar encerrado muchas horas, noté cierto malestar en ellos. Un día después de vuelo, llegamos a Los Ángeles.
    Aquello, señores míos, es una mierda de ciudad. Tantas películas y tanta polla y aquello no ofrecía nada. Ni vi las torres gemelas, ni entendía nada del extraño idioma que hablaban, mucho más difícil que el catalán.
    Me llevaron a un chalet de las afueras, y me encerraron en una habitación lujosa llena de frutas y satén, con un gran ventanal donde podía ver a unas chicas semi desnudas bañándose en una preciosa piscina. Me dijeron que allí me quedaría un día para recuperarme de no sé qué coño de palabra que tenía que ver con las horas de vuelo. No entendía nada, porque no estaba cansado, y aunque me aburrí un montón, hice pasar el tiempo haciéndome pajas en la ventana, mirando a aquellas mozas, un tanto sucias.

    A la mañana siguiente, me condujeron a una impresionante cocina. Me presentaron al chef, el tipo, aunque era negro, hablaba español. Se acercó a mí, me felicitó por ser su ayudante. Y con un hilo de voz, me susurró si estaba preparado para formar parte del equipo de cocina del restaurante privado más importante y más elitista del mundo. Si estaba preparado para cocinar para las personas más influyentes, más ricas, más, más….
    Si estaba preparado para cocinar carne humana.

    Continuará…