Categoría: Reflexionar la Gastronomía

  • Bueno, limpio y justo: por qué cierran los restaurantes de éxito

    Bueno, limpio y justo: por qué cierran los restaurantes de éxito

    Hace apenas 6 horas Magnus Nilsson, el cocinero de Fäviken, el restaurante sueco que actualmente ocupa el puesto 67 en la lista 50 Best (en la que llegó a ostentar la decimonovena posición en 2014), anunciaba que al finalizar el año cerrará su restaurante.

    Aparentemente las cosas funcionan: tiene las reservas completas para todo el año y los clientes parecen dispuestos a hacer el peregrinaje que supone llegar a Järpen, a unas 8 horas en coche desde Estocolmo, si no nieva demasiado. No son pocos logros para un cocinero de 35 años que, según cabría imaginar, podría seguir en la cresta de la ola unos cuantos años, ganar una cantidad nada despreciable de dinero y, tal vez, dedicar las últimas décadas de su carrera a vivir de rentas: sea esto convertir su restaurante en uno de esos clásicos atemporales como pueden ser, tal vez el restaurante de Paul Bocuse o quizás alguno de los de Alain Ducasse, rentabilizar la fama a través de un sistema de franquicias como han hecho Nobu, Robuchon y tantos otros o, quizás, derivar hacia el estrellato televisivo.

    ¿Qué llevó a Robuchon a abandonar la primera fila? ¿Por qué Ferran Adrià decidió que 2011 era el momento idóneo para cerrar una etapa? Roellinger, Redzepi, Dufresne… podríamos alargar la lista tanto como quisiéramos

    Cualquier cosa, en principio, menos cerrar ahora. Y, sin embargo, uno mira hacia atrás y se encuentra con un reguero de cierres más o menos inesperados a lo largo de las últimas dos décadas. Cocineros que, en lo mejor de su éxito, deciden que ha llegado el momento de decir basta. ¿Qué llevó a Robuchon a abandonar la primera fila? ¿Por qué Ferran Adrià decidió que 2011 era el momento idóneo para cerrar una etapa? Roellinger, Redzepi, Dufresne… podríamos alargar la lista tanto como quisiéramos con cocineros quizás con menos nombre pero que han dado un paso atrás en la alta cocina para volver a formatos más tranquilos, a cocinas más relajadas, a una vida familiar y social más razonable.

    Detrás de cada uno de esos nombres hay una historia diferente, distintos motivos, circunstancias familiares, personales y empresariales que nacen de contextos que no son equiparables. Lo sé. Pero el resultado final es, en todos esos casos, el mismo: profesionales relativamente jóvenes, que en cualquier otro sector estarían alcanzando la madurez y sus años más productivos que, por los motivos que sea, lo dejan.

    Heather Sperling

    Escribo sobre la marcha, así que me falta tal vez poner orden en las ideas. No quiero, sin embargo, perder el ritmo de lo que se me iba amontonando este mediodía mientras volvía a casa en coche: la conciliación familiar, los servicios interminables, un ambiente en ocasiones excesivamente marcial, el agotamiento físico o psicológico, la presión mediática, los proyectos obsesionados con conseguir una estrella (o una estrella más. O entrar en un ranking. O mejorar la posición que se obtuvo el año pasado).

    El dichoso sambenito de que en España los restaurantes gastronómicos son más baratos que en cualquier otra parte del mundo, la necesidad de estar permanentemente en los medios, de volver el año que viene a ese congreso y hacerlo, además, con una idea nueva que genere titulares. El libro, el programa de televisión, la entrevista, el pregón de las fiestas en aquel pueblo, el congreso de aquella provincia en la otra punta de España, el homenaje de una universidad de Letonia, el cuatro manos esta semana a 500 km de casa y la conferencia sobre esto o aquello la semana que viene en la otra punta de la península. La recepción en la Diputación, la charla en la escuela de hostelería, el convenio con el grupo de bodegas, la foto delante del coche del patrocinador, la firma en el libro de honra del ayuntamiento, las jornadas de emprendimiento en las que tienes que hablar de sostenibilidad empresarial, el foro de cocineros que no te puedes perder. Mañana a las 11 te llama la prensa. Y a las 12 tienes aquí a los de la tele local. El jueves te nombran fallero mayor. Y tienes que mandar un video de agradecimiento, son sólo cinco minutos…

    Vayamos por partes. ¿Es posible que una nueva generación de cocineros, como ha pasado en el sector de la panadería, no esté dispuesta a renunciar a una calidad de vida mínima por ejercer esta profesión? ¿Cabe la posibilidad de que los gritos, los turnos interminables, los “porque lo digo yo” o los todo vale porque estamos buscando el éxito no estén hechos para todo el mundo?

    Mañana a las 11 te llama la prensa. Y a las 12 tienes aquí a los de la tele local. El jueves te nombran fallero mayor. Y tienes que mandar un video de agradecimiento, son sólo cinco minutos…

    Quizás las cuestiones laborales y económicas tengan algo que ver ¿Cuántos restaurantes con estrella cierran o, al menos, aguantan a duras penas? ¿Ocurre lo mismo con la élite en cualquier otro sector? Tal vez si un porcentaje nada despreciable de los mejores restaurantes de un país no son capaces de sobrevivir o lo pasan realmente mal para poder hacerlo haya que plantearse qué está pasando. Tal vez eso, lo que sea que esté pasando, hace que algunos cocineros se hagan a un lado.

    ¿Cuántos cocineros de éxito lo son, a día de hoy, a costa de haber cerrado uno, dos, cinco proyectos antes? ¿Cuántos cocineros se han quedado en el camino? ¿Cuántas deudas ha supuesto la fiebre del éxito? ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a aguantar ese proceso? Yo no, lo tengo bien claro.

    Y una vez arriba, una vez que las dos o tres estrellas adornan la puerta (en los escasísimos casos en los que esto ocurre) ¿Ya está? ¿Cuántas noches al año va a haber que pasar entonces fuera de casa? ¿Cuántos hoteles, cuántas horas de avión, cuántos aeropuertos? ¿Cuántas charlas, cenas, copas, horas de autobús o de taxi con gente que no te importa, en lugares de los que quizás no habías oído hablar vas a tener que aguantar? ¿Y qué pasa si te niegas? ¿Y si mañana ya no estás en ese ranking, o no te llaman a ese congreso? ¿Y si no te invitan ya a la reunión de cocineros en la que hay que estar si eres alguien? ¿Y si una de esas estrellas el año que viene ya no está en la puerta? ¿Qué pasa si el año que viene los titulares los genera otro?

    Heather Sperling

    La cuestión reside en las expectativas, que como expectativas que son, no siempre se cumplen. No hay sitio en la élite para todos. Ni en cocina ni en ningún otro lado

    No digo que entrar a ese trapo sea malo. Ni mucho menos. Es bueno para algunos, para los que lo quieren y son capaces de aguantarlo. Pero para otros parece que no.  Admiro a quienes son capaces de hacerlo, del mismo modo que admiro a los actores populares que saben que esa fama les va a impedir salir a la calle, sentarse en una terraza o ir a la playa del mismo modo que tú o yo lo hacemos. Yo no sería capaz pero acepto que hay otra gente, con otra personalidad, que sí que lo haga. Y no sólo lo acepto, sino que muchos de ellos me merecen un enorme respeto.

    La cuestión, sin embargo, no está tanto en ellos como en muchos de los que sueñan con llegar a estar en su posición. Tiene probablemente que ver con la épica que se les ha trasladado, con esas historias de sangre, sudor y lágrimas, con ese relato en el que todo se consigue a costa de más horas, de más sacrificios. El esfuerzo como valor supremo que todo lo puede.  Ese relato que no siempre es verdad y que, a veces, lo es a costa de sacrificios personales de los que no se habla tanto.

    La cuestión reside en las expectativas, que como expectativas que son, no siempre se cumplen. No hay sitio en la élite para todos. Ni en cocina ni en ningún otro lado. Así que muchos, a pesar de todo ese esfuerzo, esas horas de más, esas renuncias personales y esos servicios enlazados unos con otros nunca llegarán a estar ahí.

    Tampoco hace falta. La dignidad de un oficio no está solamente en la élite. Está, si acaso, en poder vivir dignamente de una profesión de la que sentirse orgulloso. Sea en la élite o sea en cualquier otro peldaño de la pirámide. Y esta, tal vez, sea otra clave: vivir dignamente.

    Anders Carlsson

    ¿Qué hace falta para vivir dignamente? ¿Un sueldo de 3.000€ al mes? ¿Cambiar de coche (de gama alta) una vez al año? ¿Poder viajar cada cuatro meses al otro lado del mundo? No. Eso no es vivir dignamente en ningún lugar del mundo. Y en España, donde el sueldo más frecuente no llega a los 1.200€/mes, menos aún. Eso es un lujo que no está garantizado.

    Ahí llegamos a la burbuja. Todos conocemos a cocineros jóvenes, recién salidos de la escuela, que renuncian a trabajos de 1.200, 1.300 o 1.400€ sin contemplaciones porque son demasiado duros, o porque alguien los ha tratado mal. O porque se quieren ir a un festival y no les merece la pena. Seamos sinceros ¿En qué otro sector se manejan salarios similares para niveles formativos equivalentes? O visto de otra manera: si me estás leyendo y no eres cocinero ¿Cuánto cobraste en tu primer trabajo?

    Ese es, seguramente, uno de los elementos clave. Si no cobras bastante más que eso eres un fracasado. Y si lo cobras, en muchos casos, los números no van a salir. Te han convencido de que cuando llegues a jefe de cocina de un local normalito, como otras cuantas docenas en la ciudad, cobrarás eso y más. Y de ahí para arriba. Es decir, el equivalente a un funcionario de grupo A con unos cuantos años de antigüedad.  Pero la vida, lamentablemente, se empeña en llevarte la contraria.

    Un sector bueno es el que trata bien a sus empleados, el que hace que sus empleados se sientan valorados y parte de algo más grande que ellos; un sector limpio es el que no exige más de lo que es razonable exigir. No, uno no es mejor por aguantar más

    Nos hemos llenado la boca, en los últimos años, hablando de la cualidad artesanal de la cocina, del cocinero como artesano. De acuerdo, lo formularé así. ¿Cuántos ceramistas, encuadernadores, cesteros que no sean la élite más absoluta de su profesión cobran salarios parecidos? ¿Cuántos escultores, actores, pintores, escritores lo hacen? ¿Cuántos investigadores postdoctorales o científicos? Muy pocos. Proporcionalmente muchos menos que cocineros. Porque hacerlo seguramente convertiría en inviables sus proyectos. Porque económicamente, en España, en la actualidad cobrar 3 o 4.000€ en la inmensa mayoría de los negocios es, sencillamente, inviable. Que esto esté bien o sea deseable es otra cuestión y daría para otro artículo. Exponer la realidad no necesariamente implica compartirla con alegría.

    Se van sumando las frustraciones potenciales, las expectativas difíciles de materializar. Eso lleva, me temo, a desengaños, a eternos descontentos que hacen que, en una profesión físicamente tan exigente y psicológicamente tan intensa no todo el mundo esté dispuesto. Y hace que, una vez en la élite, el peaje necesario para continuar ahí sea tan exigente que no todo el mundo lo quiera para siempre. Es algo, imagino, que algunos no están dispuestos a aguantar y que otros soportan tal vez durante unos años. Muy pocos, supongo, están hechos para soportarlo toda la vida.

    Tavallai

    Todo esto me lleva, para terminar, al lema de Slow Food, reciclado aquí como título aplicado a la cocina: Bueno, limpio y justo. Un sector bueno es el que trata bien a sus empleados, el que hace que sus empleados se sientan valorados y parte de algo más grande que ellos; un sector limpio es el que no exige más de lo que es razonable exigir. No, uno no es mejor por aguantar más. No, no todo vale para llegar a un objetivo. Y menos aún si consideramos que la mayoría de las veces, además, no se va a llegar. Un sector justo es el que trata a sus empleados con justicia. Es decir: el que otorga sueldos dignos, pero también razonables; el que no exige más de lo que debe exigir; el que no explota a los empleados para que el socio capitalista arañe un poco más.

    Un sector bueno, limpio y justo es un sector del que la gente no se baje en el momento cumbre, un sector del que la gente no deserte, quemada, a los 35 años; un sector que permita vivir de una manera digna, ejercer una profesión edificante de la que sentirse orgulloso y hacerlo durante décadas; un sector maduro que no alimente el sueño de un pelotazo que para una inmensa mayoría no va a llegar y que no queme profesionales como quien sacrifica peones en una partida de ajedrez.

    Más allá de las medallas, los logros y el siguiente escalón están los trabajadores, están las personas y están los proyectos de vida. Y si un sector no es capaz de garantizar esto último para una inmensa mayoría de sus miembros a largo plazo tal vez hay cosas que deberíamos revisar, tal vez hay mitos que tendríamos que desechar y tal vez hay realidades a las que en algún momento habrá que mirar a los ojos.

  • Contra la revolución permanente

    Contra la revolución permanente

    Creo que no es necesario estar aludiendo permanentemente a la vanguardia o a la revolución en gastronomía. Creo, también, que debo ser el único que lo cree, porque cuando hablamos de gastronomía esas son, seguramente, las palabras más utilizadas. Y es algo que, si tengo que ser sincero, me resulta descorazonador porque no es necesario y porque acaba por aniquilar lo que aparentemente reivindica.

    Ni Picasso ni Miguel Ángel ni Le Corbusier ni Mondrian hicieron su historia. No fueron ellos los que definieron su arte como vanguardia ni los que midieron su peso histórico

    Vivimos en un sector un tanto complaciente en ese sentido, acostumbrado a hacer auto-historia, a analizarse desde dentro, algo que por mucho que se haga de buena fe acaba desembocando en vicios y en defectos de forma. Ni Picasso ni Miguel Ángel ni Le Corbusier ni Mondrian hicieron su historia. No fueron ellos los que definieron su arte como vanguardia ni los que midieron su peso histórico. En muchos casos las etiquetas y las valoraciones llegaron décadas después. Si hubiera sido de otra manera no habría pasado de ser un ejercicio de egolatría sin mayor significación histórica. Y esto es algo que en demasiadas ocasiones olvidamos al hablar de cocina y gastronomía.

    Lo mismo ocurre cuando establecemos periodos, etapas o ciclos. Los hacemos y deshacemos a nuestro antojo, según las necesidades del momento, sin darnos cuenta de que con eso simplemente estamos banalizando el conjunto. Un ejemplo: este otoño se celebraba un congreso que conmemoró 20 años de revolución. Según ese cálculo, la revolución (luego entraré en qué significa esto) habría empezado en 1998. Todo lo anterior quedaría fuera: el libro El sabor del Mediterráneo (1993), que suele considerarse un momento fundacional, quedaría fuera; las primeras tres estrellas en España quedarían fuera, la Nueva Cocina Vasca quedaría fuera, la tercera estrella para Santi Santamaría (primer tres estrellas catalán) en 1994 quedaría fuera, el programa de Karlos Arguiñano (que supuso un auténtico cambio de paradigma en la relación de la televisión con la cocina) y antes de él Con las manos en la masa… No fueron revolución o, si lo fueron, fueron otra.

    Este año, precisamente, se cumplen 25 años de El sabor del Mediterráneo y habría sido un gran momento para hablar de un cuarto de siglo de la revolución (no DE revolución sino DE LA revolución. El matiz es importante), pero esa realidad histórica sobre la que sí parece haber un consenso no se adaptaba a las necesidades del momento. Así que se cambia y a otra cosa ¿A quién le importa la historia cuando se trata de generar titulares?

    Las revoluciones permanentes no existen. Si se diera el caso dejarían de ser revoluciones y pasarían a ser un fenómenos asimilado y domesticado por el sistema al que pasarle la mano por el lomo sabiendo que no va a morder. Pasa en política, pasa en todos los ámbitos sociales y culturales y pasa también en cocina. No hay revoluciones que duren 20 años. Por eso podríamos celebrar 25 años desde que la revolución tuvo lugar, si aceptamos que esa revolución tuvo lugar en aquel momento, pero nunca 25 años de revolución continuada porque entonces estaríamos celebrando otra cosa: la desactivación de la revolución, quizás; el anquilosamiento de cualquier vocación revolucionaria. Y, la verdad, sería triste. Una revolución es un cambio brusco y radical (frecuentemente violento) en el ámbito social, cultural o económico. Por definición no puede ser permanente.

    Si todo es una revolución, la revolución deja de existir

    Este es uno de los grandes vicios del sector gastronómico español en el último cuarto de siglo. Un vicio que no le quita méritos, pero que con frecuencia los distorsiona. Si todo es una revolución, la revolución deja de existir. Algo es importante, influyente o revolucionario en función de su contexto, así que si todo es revolucionario la revolución como tal desaparece. Simplificando mucho: si todo es revolucionario lo que hizo elBulli dejará de ser revolucionario porque será sólo un capítulo más de esa revolución permanente, otro de tantos.

    Debido a la euforia estamos devaluando aquellas cosas que realmente tuvieron un significado cultural renovador. Y uno acaba por pensar si, en realidad, esa desactivación no será algo buscado: si asumimos la revolución como algo propio y cotidiano deja de ser peligrosa porque no revolucionará nada. Pasará a ser el plato de turno presentado en el escenario de una feria gastronómica, el aniversario de un congreso, la apertura de un restaurante que dará que hablar este mes, un titular en prensa local o lo que la nota de prensa que nos llegue esta mañana nos diga es que -esta vez sí- la revolución. Mañana la revolución será otra igual de vacía.

    Cuando la revolución es algo que ya sólo proclaman los grandes grupos editoriales es, en realidad, un fiasco, el black friday de la auténtica revolución, una palmadita en la espalda para que todos nos sintamos un poco revolucionarios y dejemos de dar la lata

    No, la revolución no es eso. La revolución debería incomodar a todos esos que hoy la abrazan, la hacen suya y la monetizan. La revolución debería ofender, cuestionar, irritar, debería pillarnos con el paso cambiado. La revolución debe excluir a los que ponen (venden?) etiquetas porque la revolución -y cuando hay que pararse a explicar esto es que vamos mal- no es parte del sistema. Cuando la revolución es algo que ya sólo proclaman los grandes grupos editoriales es, en realidad, un fiasco, el black friday de la auténtica revolución, una palmadita en la espalda para que todos nos sintamos un poco revolucionarios y dejemos de dar la lata. Esa revolución que proclamamos ha de ser vendible, entendible, cómoda, fácil de empaquetar y etiquetar, conformista, lineal y contada por agencias de comunicación. Aburrida, repetitiva en el fondo aunque sea llamativa en la forma. Cualquier cosa menos disrupción y nuevos paradigmas.

    Ese es el verdadero significado de la revolución: la renovación, el planteamiento de nuevos modelos que no sólo cuestionan los anteriores sino que los sustituyen ¿Pasa esto a diario? No, afortunadamente. Las revoluciones son, por su propia naturaleza, puntuales. En muchos casos tardamos décadas en entender que han sido verdaderas revoluciones y no simples modas o revueltas sin mayor trascendencia. La primavera de 1968 supuso una revolución no porque sus artífices lo dijesen sino por todo lo que implicó durante las décadas siguientes. Hoy, 50 años después, es cuando somos conscientes de una trascendencia que sus artífices, por mucho que la imaginaran, ni soñaron llegar a conseguir.

    Otro tanto ocurre con la vanguardia: no existe la vanguardia permanente. Si así fuera, dejaría de ser vanguardia. Son obviedades que, sin embargo, hay que repetir. La vanguardia es, etimológicamente, lo que va por delante, lo que abre camino. No se puede estar 25 años abriendo camino y menos aún hacerlo en grupo, en masa. La gastronomía de un país no puede ser vanguardia en su conjunto, por mucho que nos hayamos hartado de leer lo contrario. La vanguardia no es democrática, no todos pueden formar parte de ella por mucho que lo deseen muy fuerte.

    Seamos sinceros: no hay una revolución permanente, como no hay una sucesión de vanguardias, una detrás de otra. La vanguardia es algo que ocurre ocasionalmente y que viene seguida por sus consecuencias. Y en esas estamos. Es algo que no le quita importancia a lo que está pasando. Lo único que le quita es el nombre. Una vez más, como ocurre con la revolución, si todo es vanguardia estamos aniquilando la vanguardia, estamos creando un sector sumiso, carente de ambición, que deja de aspirar a ser verdaderamente revolucionario o vanguardista porque está convencido de que ya lo es; un sector autocomplaciente que se conforma con ser un producto de mercado.

    Cuando la prensa más conservadora habla de revolución de una manera complaciente habla, en realidad de otra cosa. Porque la revolución no puede ser conservadora por definición

    Se habla de la muerte de las ideologías. Y, no, no se mueren, las estamos matando. La revolución es parte de un sistema ideológico opuesto a la comodidad y a la evolución lógica. Si las empresas, los grupos económicos y los gobiernos la hacen suya es otra cosa. Cuando la prensa más conservadora habla de revolución de una manera complaciente habla, en realidad de otra cosa. Porque la revolución no puede ser conservadora por definición, no puede encajar de un modo apacible en un discurso conservador. Si lo hace es porque no es una revolución.

    Sí, la revolución también es ideología. Y no es transversal. Si lo que hacemos es cómodo, asumible por todos y funciona bien en el mercado no es una revolución. Eso que nos venden y que estamos comprando es, en realidad y si tenemos suerte, un sucedáneo de andar por casa; una imitación fácil de masticar, apta para todos los públicos; algo que podemos colocar en el mercado sin ofender a nadie, inocuo, inofensivo. Desactivado ¿Esa es la revolución que quieres? Adelante, toda tuya.

    Dejemos que pase el tiempo, que otros etiqueten lo que está ocurriendo, que los años nos digan qué ha tenido recorrido y qué se ha quedado en una moda pasajera

    Afortunadamente hay excepciones, gente que no se conforma con ser el revolucionario de la semana. Y quizás ahí radique lo poco de auténtica vanguardia que sí está activo. Todo lo demás no pasa de ser mercadotecnia. Rentable hoy, seguramente, pero sin demasiado recorrido histórico. Dejemos que pase el tiempo, que otros etiqueten lo que está ocurriendo, que los años nos digan qué ha tenido recorrido y qué se ha quedado en una moda pasajera.

    Sobre todo y para terminar,  ¿Queremos vanguardia? Trabajémonosla ¿Queremos que alguien hable de revolución? Dejemos que el tiempo y los historiadores hagan su trabajo. Mientras tanto, vamos a dejar quieta la revolución un rato, que vamos a acabar rompiéndola.

     

  • Mar-ina en el país de las Mar-avillas

    Mar-ina en el país de las Mar-avillas

    ¿Sabéis la cantidad de peces de proximidad de los que disponemos y de los que desconocemos los nombres? Alicia buscaba un conejo blanco en un bosque, nuestra protagonista busca peces en el mar, quizás no resultan tan diferentes estas dos historias.

    Muy probablemente, esta fue una de las preguntas que empezó a hacerse Marina Monsonís, cuando hace diez años empezó a ser consciente de la desconexión de la gente y su entorno. La Barceloneta se estaba convirtiendo en un barrio que estaba perdiendo sus raíces. El mar, un telón de fondo pero sin contenido de futuro.

    Marina Graffiti y sus Graffiti Receptes

    El primer graffiti que hizo fue en Baltimore (Estados Unidos) hacía el 2008. En un barrio muy afectado por un proceso de gentrificación muy agresivo, un grupo decidió ocupar un terreno urbano en desuso y lo convirtieron en huerto, lo bautizaron cómo Participation Park. Marina quería colaborar con ellos, aportar un pequeño grano de arena. ¿De qué manera podía hacerlo? Decidió entonces, plasmar en una de las paredes una receta de gazpacho, relacionando las verduras que crecían en el huerto con el entorno. En ese preciso instante nacían, de manera natural, los Graffiti Receptes, pero sólo era el principio. Artista visual de vocación, aunque no especializada en la pintura ni en el graffiti, visualizó en esta técnica dos aspectos interesantes que le servían para comunicar. Por un lado era una técnica que permitía involucrar a los jóvenes y por otro lado era una manifestación artística con gran visibilidad.

    En Barcelona, un graffiti realizado por alumnos de la escuela Salvat Papaseït, fue el pistoletazo de salida en la ciudad condal. El dibujo era una receta de Chacho, una receta de barca, de rancho, de supervivencia. Alquimia de la pura. Buscaba un proyecto que generara alianzas, que fuera compartido, colectivo. Dos objetivos la acechaban: conectar personas, experiencias y a la vez que esta conexión provocara una reflexión sobre la sociedad, la política y la interconexión de ambos conceptos. Casi nada, ¿verdad?

    Cuéntame tu receta, yo dibujo tu historia.

    Cuándo Marina se ubica definitivamente en la Barceloneta, esas pequeñas obras de arte que ocupan espacios casi de manera espontánea, no son suficientes.  Su idea se amplia y, a parte de sus murales foodies, en su cabeza empieza a dibujarse un plan. Volcar la esencia que esconde en su imaginario, empieza a convertirse como un proyecto mucho más ambicioso.

    Podía haberlo enfocado de mil maneras, pero procedía de una cuarta generación vinculada con el mundo del mar de la Barceloneta. El comedor del sindicato de estibadores y estibadoras de Barcelona, uno de sus paisajes habituales. Ubicado cerca de la escuela del mar de la Barceloneta, bombardeada en el 1938, se convirtió en el decorado perfecto. Su telón de fondo la cocina y su attrezzo la reivindicación. Surge aquí la necesidad de explicar todo aquello que sus abuelos y abuelas cocinaron, defender las recetas de barca que los habían hecho felices y recuperar de este modo la conexión. Rediseñar el lugar, convertir en pedagogía la vida que allí había pasado, y que el eje central fueran los fogones, era de lógica pura.

    ¿Y que es aquello que casi todas las casas comparten en sus memorias? Un libro de recetas de las bisabuelas. Necesitaba recopilar todas aquellas fórmulas, que explicaran la vida de la gente del barrio des de los años 30 hasta la actualidad.

    Se trataba de convertir en un formato tangible y transportable, su proyecto de recuperación a través de las ilustraciones. Pero no se trataba de un libro convencional, en su mente el libro tenía vida. Narraría la supervivencia de aquellas personas en imágenes que hacen aparecer de manera sensata y lúcida a Clara Boserman.

     

    Míriam Clotet

    Nacimiento de los relatogramas

    Podemos decir que lo de Carla y Marina fue un flechazo ilustrado absoluto, y la verdad no es de extrañar. Carla participó en una cena de Marina y ese día empezó su primera ilustración. Marina visualizó en ese momento el formato final de su proyecto: contar lo que sucedía mientras sus personajes cocinaban. Carla se define como una relatora gráfica. Su intención se basaba en desgranar la sociedad y lo que en ella sucedía, a través de sus relatos gráficos. Se dieron cuenta que la gente se sentía un poco violenta o tímida cuándo sus preguntas se acompañaban de cámaras, grabadoras y otras tecnologías, pero sin embargo se sentían completamente libres si sólo se les seguía con un cuaderno.

    “Las relaciones siempre se basan en una memoria oral, en una geografía crítica radical, el diseño y el arte basados en el lugar”, dice Marina

    Carla había desarrollado la técnica del “Relatograma” años atrás. Era una técnica que trataba de sintetizar  una historia a través de textos y dibujos. En el caso concreto de Marina, primero llegaron las ilustraciones de las recetas de su padre, y luego otros elegidos del barrio con conexión directa a su biografía. Siempre con una intención latente: recuperar la memoria gastronómica que se estaba perdiendo y hacer una exposición fiel de la sociedad.  El cuaderno se había convertido en una palabra secreta para entrar en las cocinas. El relato visual transforma una receta en una historia no lineal que explica las situaciones políticas y sociales. Resulta más fácil hablar delante de un retrato culinario, los conflictos políticos se convierten en algo más llevadero, los problemas sociales parecen ver algo de luz al final del túnel ¿o no habéis arreglado (o intentado) medio mundo en una sobremesa un sábado con amigos?

    “Las relaciones siempre se basan en una memoria oral, en una geografía crítica radical, el diseño y el arte basados en el lugar”, dice Marina. Siempre con la intención de crear un proceso de comprender un lugar y generar alianzas en el territorio. ¿Y cómo bautizamos a este concepto?  La idea es que el libro tenga 20 recetas,  equivalentes a 20 historias diferentes. 20 personajes que ofrecerán 20 visiones del mundo a través de la cocina. El primero lo hicieron en el 2015 y para finalizar, sólo les quedan tres. Los temas restantes son: el Somorrostro, los pisos turísticos y la actual cofradía de pescadores. Su publicación está prevista entre el 2019/2020, y aunque su ritmo pueda parecer lento, Marina confiesa que cuando se entrevista con alguien pretende que sea lo más natural posible. No fuerza nunca una situación, la espontaneidad es la base de su proyecto y a veces esto no sucede cuando tienes un tiempo establecido. Por eso prefiere ser cauta, avanzar en equilibrio con los demás, no tiene ninguna prisa. Cuándo las cosas fluyen, las historias se ponen por si solas en su lugar, y todo adquiere la dimensión correcta en el momento exacto.

    Míriam Clotet

    La financiación de este proyecto lo realiza a base de eventos que produce en diferentes lugares, uno de ellos es el comedor del sindicatos de estibadores dónde yo la conocí. Realiza cenas de rancho, recetas de barca, de pescadores, recetas con memoria histórica. Busca siempre la receta con más bagaje cultural, y en sus talleres del centro cívico de la Barceloneta, pretende conectar al público más joven con el medio en el cuál habitamos. A través de la cocina ella reaprende continuamente su propia historia y quiere que tú también te impregnes de todo eso.

    ¿Nos hemos olvidado del mar? ¿O es el mar que se ha olvidado de nosotros?

    Para ella, uno de los problemas que vive la Barceloneta es el desplazamiento. Las políticas de la ciudad basadas en las reglas del 92 (las de las Olimpiadas), hoy ya no funcionan. “Nos hemos abierto mucho al mar, pero lo que deberíamos es reconectarnos, que el mar nos nutra y viceversa. Tenemos que ser capaces de aprovechar todos los conocimientos que tenemos. Volver a pensar en esos oficios históricos, pero que a base de innovación y aplicar nuevas tecnologías podríamos y deberíamos hacerlos crecer. Siempre con un sentimiento latente: el MAR como EJE VERTEBRADOR. Aprender de lo LOCAL y convertirlo en GLOBAL, y viceversa”.

    Su última colaboración, el proyecto La cuina en el MACBA. No hace falta que os diga, que en la primera semana ya se habían agotado las entradas. Su papel activo en diferentes temas sociales con un nexo común, la cocina, hace que también realice diferentes talleres en centros cívicos, participe en charlas y congresos de ecología y soberanía alimentaria. Participa activamente en proyectos pedagógicos, hace residencias artísticas y colaboraciones con La Massana, la BAU, la Universidad de Denver California de verano, etc.

     

    ¿Queréis más?

    Y a los más curiosos, os dedico esta lista de peces de proximidad que Marina compra a los pescadores de la Barceloneta, apuntad: gat, bisu, rata, canana, brótula, sarg, esparrall, malarmat o arnés, viret, pagell, cinta, moixina, etc. Todo esto lo estamos perdiendo por el camino debido a desconocimiento por un lado y a la falta de comercialización por el otro. Recordadlos por favor, de esta manera colaboramos un poco todos al no olvido.

    Y si lo que queréis es aprender a cocinarlos, apuntaros a un curso de Marina, quién casi por arte de magia (e insistencia) se ha convertido en la historiadora gastronómica de la Barceloneta por excelencia.

    Además,  nace “L’Aixeta” una asociación sin ánimo de lucro con el objetivo de fomentar la cultura en el sentido más amplio. Con esta plataforma se pretende facilitar y dar soporte a proyectos artísticos, sociales y culturales para que la conexión con el público sea mucho más directa y productiva.  Su link directo https://graffitireceptes.aixeta.cat/ca, Graffitireceptes compartirá mensualmente recetas, historias, consejos e informaciones sobre la cocina y el pescado de proximidad.

    Entrad en su universo y dejaros llevar por su pasión y convertiros, sin daros cuenta, en un trocito de historia viva de una Barcelona más local (y global a la vez) que nunca.

  • Perros e incultos

    Perros e incultos

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]S[/ms_dropcap]i dirijo la miradahacia el pasado, veo a mi abuela regando sus plantas. Tendiendo ropa, al principio, en la terraza, más tarde, más mayor, en una sisí improvisada a pie de calle en su pequeña parcela de la casa. Y el olor a jazmín, ese que siempre ha inundado mi barrio. También la veo en la cocina. Siempre. Sus sopas, lo que mejor recuerdo o unas estrellas de postre que hacía en una época determinada del año. La carne en salsa con calamares y huevo estrellado que mi madre prepara a veces, los huevos rellenos a su estilo o la zarzuela que una vez probé de Montse, una vecina. El conejo en salsa que a veces improvisa mi padre,  los pucheros castellanos de mi abuela Mercedes o los infinitos platos que mi tía Laura sabe preparar con mimo y esmero.

    Todo el mundo de mi infancia y adolescencia sabe cocinar. Entre mis actuales amigos son, sobre todo,  los que pasan de la treintena los que saben cocinar. El resto…

    Se pierde

    Caprabo, Carrefour, La Sirena, la radio, la televisión… Comida en tiempo récord. Dos minutos y listos. Con este delicioso salteado, sopa, crema, carne en salsa, canelones. Yatekomo. Ya te bombardeo. Ya te he convencido. Ya te has rendido.

    Leo, escucho y oigo esta cantinela cada día. Hace poco conversaba con una amiga sobre esto, sobre cocinar. Comentaba que le era más fácil comprar preparados, organizarse de esta forma, porque además hay sitios donde la comida es saludable (¿seguro?) y es más fácil porque no tiene tiempo. Esta es la falacia que todo el mundo compra ahora mismoes. Me falta tiempo. Tiempo. La falta del tan preciado tiempoes el precio que sufre la cocina en casa. Cual Ícaro, volamos a los estantes de las grandes superficies en busca de gnar tiempo. No importa si nos quemamos las manos, las alas, o el patrimonio gastronómico en el intento. La moneda de cambio es tiempo en consumo, consumo que invertimos en series, juegos, cervezas entre amigos. La fiesta del engaño.

    Nos convencemos de que ese tiempo es mejor invertirlo en otras cosas. Nos auto engañamos en la creencia de que cocinar significa necesariamente tiempo, dedicación y que es difícil. No. Al final eso demuestra la gran verdad. Somos una sociedad altamente perezosa, vaga y con una incultura e ignorancia enormes. Se habla desde esta idea ignorante del que ve un programa, a un familiar cercano o a un cocinero invirtiendo ese preciado esfuerzo en cocinar. Se aplica la regla que has aprendido desde bien pequeño, cortita y al pie. Ley del mínimo esfuerzo. ¿Para qué calcular parábolas, si haciendo un clic me traen la comida a casa?

    Te respondo. Por amor propio. Por crecer como persona. Por satisfacción personal. Por sonreir al ver a alguien comer tu preparado. Por conseguir metas, ya que la cocina implica eso. Por victorias y derrotas. Por levantarte a hacer de nuevo lo mismo y conseguirlo. Porque la cocina es eso. Mantener un patrimonio enorme donde, si te hubieras parado a pensar un poco, existen platos altamente difíciles de elaborar y otros que con cuatro minutos e ídem de ingredientes, tienes una muy buena comida en la mesa. Aceite, chorizo, patatas y huevo.

    ¿Cuándo nos hemos abandonado tanto?

    Empezó quizás por una familia en la que ambos trabajaban. Empezó quizás en ese momento en que no hay una abuela a la que echar la carga de la comida. O cuando las muejres, trabajadoras tanto fuera de casa como en ella, empezó a no alcanzarles el tiempo, ese tiempo. Damos por supuesta la división de tareas, que pasaron primero por un hombre que no cocina y por una lista de la compra con unas patatas congeladas, pero no por un reparto equitativo de las cuestiones domésticas. Por ahorrar tiempo. Anuncios tipo: Tú mujer trabajadora, ahora con estas varitas de merluza tendrás el toque mágico en tu mesa. Tus niños disfrutaran de un jugoso bocado, mientras tú disfrutas de tu tiempo. La casa.

    Tu padre no cocina. Ejemplar acto. Tu madre (por obligación social)  cocina rápido (por obligación). Más ejemplar aún. Tus referencias culinarias son las de un divertido chef de la tele, a medio camino entre los payasos de la tele y un acosador de mujeres simpático. Así nos ha ido. Coge el mando y… desconexión. Tu hambre descuelga el teléfono, pide.

    Recuerdo que de pequeño me fascinaba hacer tortillas de todo tipo. Las rellenaba hasta de palitos de cangrejo. Ahora me tranquiliza hacer la masa de pizza encima del mármol. Oir el chup chup de unos callos haciéndose. Mirar el pollo que va dorando en el horno. Tomar una cucharada del tomate frito y deleitarme hasta llegar al momento óptimo. Me tranquiliza. Desestresa. Me encanta tomar una copa como a cualquiera. Por supuesto. Pero, ¿habéis probado a cocinar? No por obligación, no. Prueba a cocinar por aislarte. Cuando se empieza, ya no puedes parar. Habéis probado a hablar de cocina. Es una galaxia donde perderse. Mi peluquero Mati, Matias. Italiano. Nacido en Padova y residente ahora en Barcelona, tan sólo tiene 24 años. Es un tío simpatiquísimo, y un amante de la cocina. No entiende como aquí la gente de su edad no sabe ni freir un huevo. Nos pasamos largos ratos hablando de cocina. Se flipa explicando cómo hacer unos gnocchi en casa. O cuando le digo como hacer una carbonara (sin nata), se le ilumina la cara y me espeta un ¡Grandísimo Óscar! Bravo. Da gusto ver como se transmiten los italianos esa pasión por la cocina.

    A todo esto, este chico curra un montón de horas. Sale mucho, por eso mismo vino a Barcelona, a vivir y quemar esa juventud que tiene. Pero jamás os entenderá. Su cocina, nuestra cocina, la cocina no entiende de tiempo. Entiende de querer. De comer bien. Y yo lo entiendo, lo entiendo y no os compadezco. Sois perros e ignorantes. Cómodos vividores ávidos de un tiempo que vosotros mismos os perdéis.

    Tiempo de comer bien.

  • Cocina, testosterona y rock

    Cocina, testosterona y rock

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]H[/ms_dropcap]ace unos diez años escribí un texto sobre las diferencias entre el ambiente del sector gastronómico español y el anglosajón. Redactado, como tantos otros en mi vida, más desde la intuición que desde un conocimiento profundo y basado en las evidentes diferencias entre lo que por entonces plasmaban los documentales, los libros y las revistas de aquí y de allí.

    En España todavía no existían ni MasterChef ni Pesadilla en la cocina, los cocineros lanzando miradas asesinas a sus discípulos en primer plano y en prime time eran algo que desconocíamos aún y muchos teníamos la idea de que una cocina debía funcionar como una máquina bien engranada: eficiente, silenciosa, regular, sistemática. Recuerdo comidas en Casa Marcelo o en Dos Cielos, locales en los que por aquella época el comensal podía ver el funcionamiento de la cocina, que me pasmaron por la concentración, la efectividad y el silencio del equipo. Eso, pensaba, es una cocina profesional.

    Al mismo tiempo, en Reino Unido, las revistas se llenaban de comentarios, rumores y anécdotas relativas a la sonada rivalidad entre Gordon Ramsay y el que fuera su mano derecha, Marcus Wareing. Ninguno de los dos tenía grandes reparos en airear trapos sucios, en retar al otro de manera más o menos velada y en colgarse medallas autoproclamándose el más duro entre los duros. Aquello olía a testosterona -y un poco a caspa- incluso desde el otro lado del Cantábrico.

    Uno no podía evitar acordarse de las bravuconadas entre los líderes de Blur y los de Oasis y pensar que aquello que hacían los dos cocineros estrella del Londres de la época tenía muy poco que ver con la cocina y que, aplicado a este nuevo contesto, resultaba esencialmente ridículo. Sin embargo, al poco tiempo Ramsay saltó al estrellato internacional con un programa titulado The F Word que ya desde el título dejaba claro el enfoque.

    Sí, lo sé, las cocinas son duras, el ambientes es casi marcial, la tensión del momento del servicio y demás. Si tienes algo que ver con el sector, por muy de refilón que sea, te han contado doscientas batallitas cargadas de sangre, sudor, camaradería y gritos. Y también de machismo, explotación laboral, reacciones infantiles, adicciones de todo tipo y nervios no siempre bien controlados que, aunque no quedan tan bien en la foto general, suelen estar ahí, de fondo, en buena parte de esas historias.

    Porque las cocinas son duras, sí, pero no tienen la exclusiva de la dureza, los nervios, los plazos y la tensión

    El cocinero que impone su valía con firmeza, al que no le tiembla el pulso, que es capaz de poner orden en el caos y que sale de todo ello como una estrella del rock triunfante después del concierto ante un estadio enfervorizado y el profesional alcoholizado incapaz de gestionar un equipo de otra manera que no sea a gritos, ignorante de los derechos de sus subordinados –ni hablemos de sus sentimientos o de su calidad de vida- no están, en realidad, tan distantes. En muchas ocasiones son la misma persona y depende más bien de quién relate el episodio y en dónde ponga el acento.

    Porque las cocinas son duras, sí, pero no tienen la exclusiva de la dureza, los nervios, los plazos y la tensión. Me pregunto si habéis estado en un laboratorio científico en el momento en el que años de investigación se pueden ir al garete, en una redacción de periódico en el momento del cierre de un día especialmente duro, en una ambulancia del 061 de camino hacia un choque en cadena en la autopista o si os habéis asomado a una reunión de becarios con jefes la víspera de un congreso al que asiste cualquier autoridad. Porque tampoco son precisamente un remanso de paz.

    Y aunque es cierto que existe una cierta épica del periodismo, de la investigación o de casi cualquier oficio esa parte, la desagradable, la que demuestra que todos somos miserablemente humanos, no es la que se suele sacar a relucir como un galón más que ponerse en el hombro. A veces hay gritos, en ocasiones se pierde el control, pero no es algo que los periodistas, los científicos, los organizadores de congresos o los médicos saquen a relucir con especial orgullo. Más bien al contrario, es ese momento en el que se pierde la profesionalidad y que todos preferimos esconder debajo de la alfombra. Mientras que en algunos relatos de cocina todo eso parece ser una medalla que colocarse en el pecho en otras profesiones tiende a verse, más bien, como un pedo en una reunión: algo que está ahí y de lo que nadie está libre, que puede pasar porque todos somos humanos pero que, vamos a ser sinceros, no nos hace quedar particularmente bien.

    Aquí es donde el recientemente desaparecido Anthony Bourdain tiene, en mi opinión, algo de responsabilidad. Porque apareció en el momento en el que perdíamos la inocencia, en el que los cocineros empezaron a ser ídolos de masas, en el que la disciplina, el rigor profesional y la pulcritud empezaron a compartir igualdad de condiciones con esa mitificación del esfuerzo, del cocinero hecho a si mismo a base de sacar pecho, de insultar al jefe, al compañero con el que hay un roce o al cliente que pide la carne a un punto que no considera digno; a base de partirse la cara con quien sea si hace falta y volver a casa magullado, pero orgulloso como un personaje más de Jessica Jones.

    Y apareció contando todo esto, que está ahí desde siempre pero que nunca se había llevado al primer plano. Lo hizo primero en un texto ya clásico en la revista The New Yorker que visto desde hoy hace que nos sorprendamos con los ingenuos que éramos respecto a este oficio no hace tanto. No pretendo negar el valor documental de su retrato de un oficio tan agradecido como en ocasiones degradante, exigente hasta casi impedir cualquier atisbo de vida social normal en muchos casos. Fue, seguramente, el primero en contarlo y en hacerlo desde dentro, sin adornos.

    Sin embargo, ese enfoque que puso una realidad hasta entonces silenciada sobre la mesa acabó por llevar, con el paso del tiempo, a una cierta romantización de lo que, a todas luces, es un ambiente poco sano. Que exista no quiere decir que sea bueno, que alguien lo haga no quiere decir que sea deseable y que a algunos les guste no lo mejora ni, ya puestos a decirlo todo, habla particularmente bien de ellos. Como en cualquier trabajo especialmente exigente –porque la cocina, a determinados niveles, sin duda lo es- son relativamente frecuentes los casos de depresión, de estrés mal resuelto, de alcoholismo, de adicción a drogas, de maltrato, de rivalidades que en ocasiones llegan a lo físico.

    Las cocinas ya no eran cocinas: eran sentinas del Bounty, eran las tripas de un submarino, eran la cubierta de un barco pirata, Lee Marvin pasando revista en Doce del Patíbulo, el Hell’s Kitchen de Sleepers, el camerino de Mötley Crüe después de un concierto

    En el momento que todo eso pasó al papel de la mano de Bourdain ganó un aura mágica, un punto de atracción. La cocina metódica, silenciosa, concentrada pasó a retratarse como un antro no siempre limpio, no siempre en condiciones laborales dignas. Humo, tatuajes, gritos, grasa, porros, miradas asesinas, restos de comida en la cámara. Si, chef. Las cocinas ya no eran cocinas: eran sentinas del Bounty, eran las tripas de un submarino, eran la cubierta de un barco pirata, Lee Marvin pasando revista en Doce del Patíbulo, el Hell’s Kitchen de Sleepers, el camerino de Mötley Crüe después de un concierto. La épica estaba servida.

    Origen y auge del Cock Cook

    You know where you are? You’re in the Jungle, baby. You’re gonna die!

    La leyenda dice que eso es lo primero que oyeron William Bailey y Jeffrey Isbell (posteriormente conocidos como AXL Rose –casualidad o no, las letras del nombre, reordenadas pueden leerse como Oral Sex- e Izzy Stradlin, de Guns N’ Roses) al bajarse del autobús que los llevó desde Indiana a Nueva York en el barrio equivocado. Con un principio así es fácil trabajarse una biografía de peleas, salas de conciertos, vomitonas en el suelo, strippers, ladillas y botellas vacías de Jack Daniels sobre la que escribir. El rock, en realidad, va de eso en buena medida y por eso nos gusta.

    I’m gonna give you my love / I’m gonna give you every inch of my love

    En los 70 empezó a conocerse todo esto, de una manera entre irónica y despectiva, como Cock Rock: una mezcla de estilos en la que sobrevolaba toda una estética basada en el marcar paquete, en las groupies arrobadas y dispuestas a todo, camisas desabrochadas hasta el ombligo; los más machos del barrio, los que tienen tatuado hasta el reverso de la oreja. Robert Plant con pantalones a punto de provocarle una hernia inguinal mientras le dice a las adolescentes lo que piensa hacerles a poco que se le pongan a tiro, AXL Rose con una erección evidente mientras canta el estribillo de My Michelle ante 70.000 japoneses. Cocaina para todos. Colchones tirados en el suelo del autobús de gira.

    El rock es música pero es también, al menos al 50%, espectáculo. Algunos dicen que es una actitud, otros que es una perfecta herramienta de marketing, pero lo que está claro es que es esencialmente una imagen, una pose. No podemos entenderlo sin todos esos comportamientos asociados. Y eso es algo que nos fascina, a mí el primero. Es una suspensión de la realidad adulta que nos encanta.

    Tanto nos gusta que cuando extrapolamos el estereotipo a otro sector –pongamos, por ejemplo, la cocina- sigue funcionando en buena medida. Seamos sinceros: la imagen de un cocinero gordito, de chaquetilla impoluta y bien abrochada, prematuramente calvo, de uñas cuidadas retirándose a casa al atardecer para escuchar a Monteverdi mientras bebe agua con gas no vendería lo mismo.

    En esto Bourdain tuvo bastante que ver. Su descripción de cocinas con olor a comida al borde de la putrefacción, con una batería de machotes dándolo todo para sobrevivir un día más, para volver a casa después de un último trago, de una última raya, escupiendo en la acera de camino hacia el metro está ahí para quedarse. Tan efectivo fue que ni siquiera hizo falta que lo contase todo. Él escribió algunas cosas, insinuó algo y adoptó, si acaso una cierta actitud. Nosotros imaginamos el resto, adornamos la historia, la cubrimos de nata y pusimos la guinda en el pastel de lo canalla, lo brutal y lo cañero.

    Todos hemos escuchado, desde entonces, historias de infidelidades, de muebles bar vacíos, de señoras que entran y salen de las habitaciones del hotel; nos han contado de aquel que salió desnudo del ascensor –imaginad algo parecido en un congreso de químicos de prestigio- del que se cayó rodando por la escalera o se tiró vestido a la piscina con una botella en la mano, del que se quedó dormido al volante en un descampado a las afueras de alguna ciudad latinoamericana. Cada uno vive su vida como quiere, por supuesto, y no es intención de este texto juzgarlo. No hablo de las actitudes, sino de la relevancia estética que esas actitudes han ganado. Rebuscad, porque no encontraréis en las hemerotecas ni en el boca a boca del sector historias semejantes sobre Guerard, Marchesi, Bocuse, Pic padre o Arbelaitz. Es algo propio de la cocina y sus alrededores en las dos últimas décadas.

    Ese es ya, de hecho, el espinazo de nuestra iconografía del cocinero contemporáneo. Con la diferencia respecto al rock de que la cocina no es –no era- una profesión con una componente visual y estética. Disfrutábamos de los frutos del trabajo del cocinero, pero el cocinero, con su estilo de vida, sus preferencias y sus gustos musicales, quedaba fuera de la ecuación hasta ese momento. Hoy la parte más defendible de ese nuevo personaje que es el cocinero estrella aparece en portada y llena cientos de webs mientras la otra, la que alimenta la leyenda, la necesaria para crear el icono, se comenta en voz baja en los corrillos.

    Hoy nos hemos acostumbrado a cocineros luciendo tatuajes o abdominales en portada, a especiales en los que se nos hace un listado de sus bandas de punk preferidas o de sus escapadas perfectas para perderse en moto o saltar en parapente; a verlos llegar a congresos o ferias rodeados de seguridad privada. Si, hay casos. Los he visto. Hemos ido hibridando la cocina con la estética de la estrella crepuscular de las artes escénicas. Esto no es, seguramente, ni bueno ni malo. Es, simplemente, nuevo; algo que ha nacido ante nuestros ojos, que sigue evolucionando y con lo que tenemos que aprender a convivir.

    Cuando lo conocí en persona, sin embargo, me encontré a un tipo altísimo y de un atractivo innegable, que llevaba un jersey que gritaba dinero con solo mirarlo; una persona cortés, pero absolutamente desinterada por cualquier cosa que pudiera decirle

    Bourdain nos dejaba estos días. Por un momento pensé en hablar del suicido como otro elemento más que ha ido añadiéndose a la ecuación, pero no creo que sea el momento para meternos en ese berejenal y no es un tema sobre el que me apetezca escribir. Con él se va el icono fundacional de esa tendencia. Cuando lo conocí en persona, sin embargo, me encontré a un tipo altísimo y de un atractivo innegable, que llevaba un jersey que gritaba dinero con solo mirarlo; una persona cortés, pero absolutamente desinterada por cualquier cosa que pudiera decirle. Me saludó, esa vez y otra al día siguiente, como podría haberlo hecho George Clooney en una rueda de prensa, mirándome los segundos justos antes de pasar a mirar y sonreir al siguiente. Me dio las gracias de una manera muy cortés y al mismo tiempo absolutamente distante.

    No es que esperase que me invitara a irme de copas a un garito inmundo que sólo él conocía, que acabáramos viendo amanecer en la playa con una botella de bourbon mediada entre los dos, que me metiese en una de esas cocinas – campo de batalla para enseñarme la cruda realidad, el fragor del servicio. Pero no hubo nada en él, en su actitud, en su pose o en sus modales que me hiciera ver al mito que se sacó de la manga.

    Fue, un poco, como cuando para tratar de hablar con un Heston Blumenthal al que tenía que presentar en una mesa redonda, tuve que tratar de franquear –sin éxito- el muro formado por su agente, su jefa de prensa y no sé quién más. Como tratar de acercarte a Pacino en un rodaje y descubrir que no es ni Tony Montana ni Serpico. Conocí, aquel día, a una estrella internacional que se comportó como tal y no vi por ningún lado ni el ruido ni la furia. Me quedo con sus libros y sus programas. Si no son la realidad son una versión estudiadamente sucia de la misma que me sirve igualmente, que refleja un momento, que desmitifica un oficio y que –a esto iba- dan lugar a una nueva estética de la cocina.

    Visto ahora, con casi una década de por medio desde aquel encuentro, la situación me parece un buen ejemplo de cuánto de pose, de artificio y de impostado hay en esto que he llamado, más por la sonoridad que otra cosa, Cock Cook, Cocina o cocinero cipotudo, quizás, en una traducción de urgencia y seguramente injusta con más de uno. Bourdain no es responsable del uso que se ha hecho de su mitología, del la eclosión de cocineros que lo arreglan todo a base de gónadas y actitud. Fue un buen escritor capaz de recoger lo más vicioso de un sector y hacerlo atractivo, fue un divulgador gastronómico más que digno y seguramente esto es lo que recordaremos dentro de 20 o 30 años por encima de sus tatuajes, sus historias de la mala vida y su sonrisa canalla. Son los hijos de esa estética incapaces de arañar más allá de la superficie los que me preocupan, los que se quedan en la parte estética, coreográfica y gestual. Los que estos días sólo recordaban el personaje y se olvidaban de su legado. Los que, en definitiva, no han entendido nada.

  • Caníbales de la tradición

    Caníbales de la tradición

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o somos pobres, somos clase media. Es nuestro mantra. La clase media no come como pobres. No queríamos ser miserables como nuestros abuelos de postguerra y tuvimos que buscar maneras de diferenciarnos de ellos. Ellos son ellos y nosotros somos el nosotros del ahora, de ese siglo XXI donde no cabe nada que nos pueda transportar al ellos del que huimos para demostrarnos que hemos tenido éxito en la vida. Que hemos trascendido esa vida de campesinos mesetarios para ser licenciados universitarios exitosos que empezaron poniendo hamburguesas de plástico en McDonald’s y ahora, ya con más suerte, podemos permitirnos comprarnos una de vez en cuando si nuestro sueldo y ahorros nos lo permiten. La ilusión de la clase media, del ascensor social y la gran mentira que ahuyenta la revolución rojinegra. La ilusoria estabilidad del hipotético trabajo liberal y la hipotética hipoteca que te convierte en lo contrario del ellos del principio. En no ser un miserable. En ser un alguien, un notable decimonónico como gustaría a Cánovas. Y eso nos aleja de los abuelos, de los bisabuelos y de su modo de vida. Nos alejamos de la tradición artesana y casera para abrazar la modernidad del procesado y las luces cegadoras de modas efímeras que atontan mentes y destruyen patrimonio que se construyó durante siglos. Porque ser viejo no mola, hay que romper los lazos que nos atan y ser modernos porque nos dicen que eso es mejor. Y seremos más felices. No lo sé. Pasó sin más.


    Hace tiempo dejamos de cocinar, de valorar lo que se hace con las manos porque era más moderno comprar comida preparada para microondas y pan de gasolinera “recién hecho” (horneado tras descongelar) en uno de esos microondas industriales. Eso era la modernidad, lo que había que hacer. No guisar ni comer callos con garbanzos ni potaje madrileño. Hace de pobre, de ser un miserable de los 40 en una casa que se cae a trozos y huele a cerrado, a humedad y a tristeza guerracivilista. Hay que matar la tradición, romper los lazos. Y se rompieron.


    Y nos dimos cuenta muy tarde. Cuando ya no tenemos veinte años y nos creíamos clase media por tener un trabajo y la letra de un coche color negro a pagar en muchos años. Cuando renegábamos de las lentejas y los garbanzos en casa porque había que ir a comer fuera, hamburguesas, pizzas, rollitos primavera o bocadillos de mierda a cuatro duros. Pero no eran guisos de la abuela cocinados en ollas que ya no tenemos en casa. Ahí se perdió la guerra. No ahora. Renegando de lo que era de ellos y que no podía o no debía ser nuestro. Lo nuestro era otra cosa. Hasta que nos dimos cuenta de que habíamos sido unos imbéciles. Y de que ya quedan pocos locales para comer esos callos y la denostada oreja de cerdo. Y para encontrar lentejas o garbanzos en un menú de mediodía. Reducido a bares de barrio y a restaurantes étnico-folclóricos de regiones variadas de las Españas. Un desierto. Demasiado tarde. Pero matamos la tradición y ahora la queremos resucitar. Suerte para todos. Y somos pobres con ínfulas; pero pobres porque tener un trabajo no asegura no ser un miserable. La clase media del XXI que es y se siente ridícula. Pero foodtrucks a tope.

  • La sostenibilidad gastronómica

    La sostenibilidad gastronómica

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]U[/ms_dropcap]na de las cuestiones que recurrentemente se plantean en relación a todas las actividades que comportan una interacción activa con la naturaleza es la de la sostenibilidad. La gastronomía no es una excepción, porque además de exigirle mayor y mejor creatividad, de pedirle una selección cuidadosa de los alimentos y la salubridad de los mismos, crece la demanda en torno a su sostenibilidad.
    ¿Qué significa ser sostenible? ¿En qué afecta a una actividad como puede ser la gastronómica? ¿En qué nos beneficia a los humanos ser conscientes de la responsabilidad que tenemos en relación al entorno?
    Quizás no esté tan claro que los procesos tecnológicos son «neutros», es decir, que la transformación «objetiva» de la materia y las condiciones de su manipulación es el significado obvio y último de la tecnología. Lo cierto es que más allá de lo políticamente correcto, como toda «cultura», es decir, como toda producción humana, la era tecnológica tiene también la suya. Todos aquellos valores, códigos y estructuras de comprensión que acompañan y fundamentan esta noción «objetiva» son, justamente, los vectores sobre los que se sostiene su ideal, entre los que encontramos, curiosamente, el de su pretendida neutralidad.


    Existe una cultura tecnológica, una determinada «cosmovisión» de la interacción con el mundo, que tiene sus implicaciones. Y sólo a partir de este reconocimiento podemos pasar a discernir algunos de los implícitos que la sustentan, porque, como toda cultura, los implícitos nutren sus vectores fundamentales.
    Una de las críticas más relevantes esgrimidas contra la primacía del mero interés técnico del pasado siglo fue la realizada por Hans Jonas (1903-1993). Su obra, rica en caminos y matices, tiene un epicentro continuo: la recuperación de la naturaleza como centro de la reflexión filosófica y el destierro del antropocentrismo colonizador como elemento hermenéutico fundamental.
    Su libro El principio de responsabilidad (1979) es una de las tentativas contemporáneas más importantes de encontrar una fundamentación sólida (ontológica) del principio de responsabilidad en relación a la totalidad de la naturaleza, sin apelar a ninguna noción teológica. El punto de partida para Jonas es el determinante papel del dictado tecnológico en nuestra manera de estar en el mundo. La esencia humana no responde a parámetros fijos válidos para siempre, dice, sino que es la facticidad del ‘hacer’ y su dinamismo lo que nos define como humanos. Por ello la asunción del hombre como homo faber debe conllevar una revisión de la esencia básica de la política y sus parámetros, teniendo en cuenta, además, que la acción técnica acumulativa y los efectos que se derivan (aunque no sean intencionados) no son neutros.

    [ms_panel title=»El poder de la responsabilidad» title_color=»#000″ border_color=»#ddd» title_background_color=»#f5f5f5″ border_radius=»0″ class=»» id=»»][ms_row] [ms_column style=»1/3″ align=»left» class=»» id=»»][ms_image_frame src=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/05/hansjonas.jpg» border_radius=»0″ link=»https://www.herdereditorial.com/el-principio-de-responsabilidad_1″ link_target=»_blank» light_box=»no» class=»» id=»»][/ms_column] [ms_column style=»2/3″ align=»left» class=»» id=»»]La era tecnológica actual y la inminente posibilidad de destruir o de alterar la vida planetaria hace necesario que la magnitud del ilimitado poder de la ciencia vaya acompañado por un nuevo principio, el de la responsabilidad. Sólo esto podrá devolver la inocencia perdida por la degradación del medio ambiente. Bajo estos parámetros de responsabilidad el hombre y el mundo salvarán su libertad y saldrán invulnerables frente a cualquier amenaza o «ingenuidad» de nuevos poderes.[/ms_column] [/ms_row][/ms_panel]
    Así, constata Jonas que la naturaleza ha dejado de ostentar aquella fuerza propia de la primera revolución industrial; la naturaleza es vulnerable. Por ello, y teniendo en cuenta este dictamen tecnológico, la naturaleza, como elemento también de la responsabilidad humana, debe constituir un ingrediente imprescindible de cualquier teoría política actualizada. La naturaleza se ha convertido en algo que se opuesto a nosotros, una amalgama de seres y de condiciones vivas que hay dominar, además de explotar, para el beneficio propio. Y esa es la creencia que habría que al menos modular, porque nosotros también somos seres que participamos de lo natural.
    En este contexto, para Jonas la moral debe convertirse en un saber práctico comprometido con el futuro del entorno. Su preocupación central es, en efecto, el futuro de la naturaleza, porque lo que le preocupa es el futuro de la humanidad. Es decir, no hay oposición entre humanidad y naturaleza porque los humanos formamos parte de ella. Somos naturaleza. Por eso la dieta es fundamental para nuestra salud, así como el equilibrio sistémico del entorno.

    Todas las actividades presentes deben hacerse desde la conciencia de responsabilidad hacia nuestros semejantes, los derechos de los que todavía no están.

    Jonas recurre a un silogismo pesimista para despertar la conciencia por la naturaleza: partiendo de la premisa de que el conocimiento del mal es más fácil de conseguir que el del bien, la ética orientada al futuro debe proyectar el daño que ya se está convirtiendo hoy en día en relación con la naturaleza. No hay que ser fatalistas, pero ciertamente para Jonas hay motivos más que razonables para sostener que lo que está realmente en juego no es intrascendente. Urge cambiar, sin duda. Lo positivo es que todavía hay tiempo para ello.
    La responsabilidad se convierte para Jonas en la clave de la relación con nuestro futuro y su incertidumbre. Todas las actividades presentes deben hacerse desde la conciencia de responsabilidad hacia nuestros semejantes, los derechos de los que todavía no están. No podemos hipotecar las posibilidades de vivir y escoger de las generaciones futuras, por eso no hay razón para dañar de antemano sus posibilidades. Ni tampoco los posibles goces y disfrutes que puedan tener, como los que ofrece la gastronomía.

    No es que estemos implicados en la supervivencia de todos los seres humanos, sino que estamos llamados a hacernos corresponsables de la idea de humanidad, y con ello, de una digna existencia en la Tierra.

    Para Jonas no es que estemos implicados en la supervivencia de todos los seres humanos, sino que estamos llamados a hacernos corresponsables de la idea de humanidad, y con ello, de una digna existencia en la Tierra. Si explotando de manera indiscriminada los recursos que la naturaleza pone a nuestra disposición, ponemos en riesgo el futuro desarrollo de las generaciones venideras, estamos cayendo en la más flagrante de las irracionalidades y de las irresponsabilidades.


    El poder, unido a la razón, comporta para Jonas la aparición de responsabilidad. Un deber en relación al entorno que hasta ahora no requería ser explicitado porque no había «cuestión». Ahora, en cambio, hay que decir, en primer lugar, no al avance del cortoplacismo que pone en entredicho la misma supervivencia del ser humano, para luego aparcar esta ética de la urgencia y pasar al sí colectivo respeto a la vida, más propositivo. Un punto este donde el papel de cada uno de nosotros se ve puesto en su máximo punto de interpelación, pues debe procurar no poner en riesgo el bien de las futuras generaciones y de su libre y espontáneo desarrollo, tanto natural como personal. Es en esta actitud paradigmática donde la responsabilidad encuentra una expresión privilegiada: el cuidado, reconocido como deber hacia el otro, como cuidado humano que, dando cuenta de la vulnerabilidad existencial que la acecha, se convierte en preocupación.

    No hace falta profesar ningún misticismo naturalista o defender una metafísica que entienda que existe un equilibrio “natural” que sea bueno en sí. La cuestión va por otros derroteros

    De este modo, el planteamiento de una relación sostenible con el entorno y, por lo tanto, de una interacción humana igualmente sostenible con este no parte de una caprichosa lectura de la realidad. No hace falta profesar ningún misticismo naturalista o defender una metafísica que entienda que existe un equilibrio “natural” que sea bueno en sí. La cuestión va por otros derroteros. Porque además no queda claro qué significa “natural”: ¿se refiere al global de los acontecimientos que ocurren en el espacio y el tiempo, también los destructores? ¿O más bien sólo en la percepción ética deseable de la relación con el entorno que nos rodea, y por lo tanto algo que depende de nuestra percepción?
    Aceptar las leyes de la naturaleza implica aceptar tanto que los organismos parecen programados a desarrollar y proteger su vida, como que el así llamado equilibrio natural incluye no ciertas dosis de violencia, crueldad e insensibilidad hacia el más débil. Siempre ha habido enfermedades, y no porque el hombre las haya creado. Siempre ha habido fenómenos naturales destructores, y no porque el hombre no los haya querido dominar. Esto no excluye desestimar como directa la implicación humana en su acentuación, pero en muchos casos el origen del desequilibrio no está en las manos.


    En efecto, no hace falta defender que la “naturaleza” es un todo perfecto (una idea del todo dudosa, viendo la amalgama de experiencias contradictorias que el entorno natural acoge). La clave de la sostenibilidad se encuentra en la capacidad de interactuar con ella, lo que nos otorga un cierto poder de acción y reacción, y por lo tanto, de responsabilidad. Es en la consideración llana y simple de hacer que las cosas buenas duren lo más posible y evitar aquellas que son nocivas donde reside el principio de responsabilidad hacia el entorno.
    La obra de Jonas es una llamada: es la humanidad como conjunto, y cada uno de nosotros en particular, quienes debemos preocuparnos por el presente de nuestro futuro. Por eso estamos convocados a responder de las acciones que llevamos a cabo, incluyendo el mismo ser humano . Es una cuestión de libertad orientada al futuro lo que se pone en juego.
    Si la gastronomía tiene que ver con el goce y deleite de las capacidades gustativas de nuestro sistema sensorial, más sentido tiene todavía desarrollar una conciencia de responsabilidad hacia el entorno. No solo porque es la condición de posibilidad de la experiencia gastronómica, sino porque va en nuestro propio beneficio y además revierte en nuestra propia salud. El entorno, “naturaleza”, o como quiera entenderse el conjunto de seres vivos que mutan, cambian y se adaptan a las necesidades y condiciones que se van dando, no viene con ninguna garantía de nada. Es, como nosotros, finito y contingente, así que lo que hoy es quizás mañana deje de serlo. Conviene no dar nada por descontado y comenzar a sustituir la mentalidad de mera explotación de los recursos por la de un responsable y sostenible aprovechamiento de todo lo que nos ofrece. Aquello de “pan para hoy, hambre para mañana” nunca ha sido una buena estrategia, y menos cuando de lo que se trata es de explorar y expandir el horizonte del disfrute de los placeres culinarios.

  • El ethos de la gastronomía

    El ethos de la gastronomía

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]G[/ms_dropcap]astronomía es una palabra que combina gaster, que en griego significa vientre o estómago, y nomos, que significa ley. La gastronomía denotaría, pues, todo lo que tiene que ver con las leyes de la alimentación. Sin embargo, le damos a la palabra un cariz más abierto, menos determinado por lo que marcan las “leyes” de la alimentación. De hecho, no es incorrecto decir que lo que entendemos por gastronomía se acerca más a gastrología, en el sentido que logos significa ciencia, estudio o discurso (arte de, en definitiva), dejando la revisión de las leyes o condiciones necesarias de una buena alimentación para la dietética.

    [quote]No es incorrecto decir que lo que entendemos por gastronomía se acerca más a gastrología, en el sentido que logos significa ciencia, estudio o discurso, dejando la revisión de las leyes o condiciones necesarias de una buena alimentación para la dietética.[/quote]

     

    Lo gastronómico se proyecta como algo refinado y selecto, que se añade a la necesidad de alimentarse. Un proceso que se concreta en una experiencia sensorial e interpretable desde múltiples puntos de vista. Así que juega con los sentidos, todos, pero no solo, porque la gastronomía se relaciona también con la capacidad creativa. Y diría que hasta con la revolución, ya que se mueve constantemente en el límite del estereotipo, buscando dar una vuelta de tuerca de más a las experiencias sensoriales que tenemos con los alimentos. Un ejemplo: existe un restaurante en Barcelona donde uno degusta una serie de platos a oscuras. Eso implica la automática generación de una expectativa/miedo que conduce a los comensales por los derroteros de la ambigüedad. Si como dice la sabiduría popular uno empieza a comer por los ojos, a falta de primordiales certezas visuales, mayor desarrollo de otros sentidos, ensanchando sus capacidades. Pero al mismo tiempo, hay que añadir, también desatando más estrategias instintivas de defensa.

    El Instituto Max Planck ha indicado que, en efecto, podemos afirmar que empezamos a comer por los ojos. A tenor de los resultados del estudio, observar directamente o intuir un plato de comida que tenga un aspecto delicioso estimula y pone en marcha el apetito. Y si el olor acompaña, el proceso se hace todavía más irresistible. Por eso las agencias de publicidad saben que una imagen vale más que mil palabras, sobre todo en el campo de lo que tiene que ver con el comer. Y aun así, a riesgo de contradecir lo que instintivamente nos sale de las entrañas, nos gusta experimentar con el comer y llevarlo al ámbito de lo no necesario, de lo liberado y más lúdico. Aquí es donde lo gastronómico encuentra su razón de ser.

    ¿Pero por qué justamente en esta época, en estos tiempos, se ha popularizado tanto?

     

    El gusto por la buena comida no es un invento de ahora. El placer sensorial que la alimentación comporta es un clásico de la historia de la humanidad y de las relaciones intersubjetivas. Las cosas se celebraban, como ahora, con un buen banquete, con un buen ágape, por ejemplo. Lo que sucede es que seguramente eso antes estaba circunscrito para unos pocos, para las clases dominantes, aristocráticas, cuando no pertenecientes a la esfera real.  La democratización del placer culinario indica por lo menos dos cosas de nuestra época y sociedad: que la mayoría de nosotros estamos nutridos, lo que nos permite plantearnos poder imaginar nuevas y diferentes experiencias culinarias; y que disponemos de recursos para ello.

    Claro que también el placer de comer puede enmascarar una estrategia de negociación, la que sea. Las comidas pueden favorecer un clima positivo que canaliza mejor el acuerdo, y si eso se explota en la hora de los postres o de las copas, el porcentaje de posibilitar un resultado positivo crece.  Pero en general, el utilitarismo aplicado a la comida remite más bien al placer que proporciona. Esa es, de hecho, la definición de felicidad que da la escuela utilitarista: placer. Pensemos si no en algunas frases que decimos cuando debemos acudir a actos que no nos motivan en especial: “al menos comeremos bien”. Es decir, habrá una experiencia gastronómica que compensará algunos trances no del todo agradables.

    [quote]El utilitarismo aplicado a la comida remite más bien al placer que proporciona. Pensemos si no en algunas frases que decimos cuando debemos acudir a actos que no nos motivan en especial: “al menos comeremos bien”[/quote]

    Los humanos buscamos la felicidad. Ese es el sentido de la pregunta ética, decía Aristotéles, que definía la vida buena como la que reporta felicidad, eudaimonia. El quid de la cuestión se halla en determinar qué es eso bueno, y aquí es donde las divergencias se hacen notables. Incluso hay quien pueda pensar que la filosofía va reñida con lo gastronómico, porque aquella trabaja con las ideas y el intelecto, mientras que esta encuentra su finalidad en propiciar nuevas y mejores experiencias. Pero la filosofía, si lo es, no puede cerrarse a nada de antemano. Eso sería ideología. Lo suyo es escrudiñar y establecer por qué algo puede ser bueno (es decir, qué aporta a la felicidad) o por qué no. Incluso aquellas posiciones más deontológicas, orientadas al deber, deben considerar el placer y argumentar por qué nos creen que conviene.

    Se dice que Immanuel Kant (siglo XVIII) antes de morir dijo que esperaba no haber cometido ninguna injusticia. Kant es conocido por formular el imperativo categórico, punto de fuga de una ética formal, no material, en la que todos los comportamientos particulares deben ser susceptibles de universalización. Esa era la regla de oro para saber qué debo y qué no hacer, lo que imposibilita que sea la felicidad (por definición particular y subjetiva) la medida de la acción ética.

    Kant ha pasado al imaginario popular como un filósofo austero, que nunca salió de su ciudad natal, la prusiana Königsberg,  y defensor de la razón, diseccionada en sus tres críticas, la de la razón pura, la de la razón práctica y la del juicio. Sus textos son sobrios, como lo era su aspecto físico, muy condicionado por la escoliosis que padecía. Se dice que pasaba siempre a la misma hora por algunos lugares de la ciudad, lo que permitía a sus conciudadanos saber con exactitud dónde estaban las agujas del reloj en ese momento.

    [quote]El imperativo categórico de Kant, en la que todos los comportamientos particulares deben ser susceptibles de universalización, imposibilita que sea la felicidad (por definición particular y subjetiva) la medida de la acción ética.[/quote]

    Sin embargo, y a pesar de haberse formado en círculos pietistas, una corriente de fuerte religiosidad individual y disciplinada, la vida de Kant y sus amigos no discurría por los cauces esperables de un estricto pietismo. Kant fue un tipo muy sociable, bien aclimatado a la relativa a apertura social que en ocasiones se vivía en la ciudad. Se sabe, por ejemplo, que era un habitual jugador de póquer. Y que participaba de las fiestas y encuentros de la clase acomodada de la ciudad, alargando al máximo las sobremesas. Eso sí, no era muy dado al desenfreno de los apetitos (se cree que jamás practicó sexo), ni tampoco participaba del gusto nacional por la cerveza, ni de las bebidas alcohólicas en general, aunque sí solía tomar vino, con moderación. Pero aunque ciertamente huía del exceso, aceptaba que la embriaguez podía ayudar a estimular la sinceridad para con uno mismo.

    Es decir, que también en la disciplinada austeridad kantiana se reconoce aquello de  in vino veritas,  frase latina que se le atribuye a Plinio el Joven y que es en sí misma elocuente: “en el vino está la verdad” (mientras que “en el agua está la salud”, añade la segunda parte del proverbio).

    El comer, como el beber, es democrático. A todos nos afecta, a todos nos puede reportar bienestar o malestar. Este proverbio y su sentido, que ya se encontraba en el mundo griego, indica que ya por entonces lo que en una cena o en una noche de copas puede comprobarse: el alcohol en exceso inhibe peligrosamente las funciones mentales, también las defensivas, lo que puede propiciar que se digan cosas que en estado de sobriedad uno difícilmente aceptaría pronunciar.

    Curiosamente In vino veritas fue también el título de uno de los libros de Soren Kierkegaard. Y decimos curiosamente porque Kierkegaard fue un sufrido pensador danés del siglo XIX, precursor del existencialismo, de religiosidad protestante muy marcada y de espíritu atormentado, de quien se sabe que apenas comía, y cuando lo hacía privilegiaba los caldos y las sopas. No parecía gustar del placer de comer ni tenerlo en gran estima.

    Claro que, a todo esto, alguien podría reparar en que los dos autores a los que hemos hecho referencia son nórdicos, alejados de las riberas del mediterráneo. Lo que podría influir decisivamente en algunas de sus posiciones en relación a la comida. Los griegos y los romanos eran diferentes en este punto, como acabamos de apuntar. Epicuro de Samos, fundador en su propio jardín de la escuela epicúrea allá por el año 300 a. C., es el ejemplo arquetípico. Para el epicureísmo la búsqueda del placer es la máxima virtud de todo humano. Pero el hedonismo epicúreo no es una llamada a la propagación indiscriminada del placer. Hay modos mejores y peores de acercarse a ellos, por eso apela a la prudencia. Si buscáramos saciar el hambre mediante una placentera comida, por ejemplo, pero lo hiciéramos a través de un gran banquete, probablemente el objetivo opuesto sería lo único que conseguiríamos: un dolor estomacal de lo más desagradable. De hecho, el epicúreo Apolodoro relata que su maestro solía alimentarse de pan y queso, y que solamente bebía agua. Así que para este referente del hedonismo ni los banquetes continuos ni copiosos ofrecen la satisfacción plena de la felicidad que anhelamos.

    En momentos de estrés, sin embargo, donde la tensión reclama vías de satisfacción compulsiva inmediata, esa prudencia queda en entredicho. Por eso es usual acudir a dulces, snacks o demás “productos” alimenticios para compensar ese urgente reclamo. Incluso el mismo Jean-Paul Sartre reconocía que le pasaba. Pero justamente lo gastronómico apunta a todo lo contrario: hay que aprender a gozar del placer de comer, hay que desarrollar un gusto prudente, ponderado, de las posibilidades que la experiencia culinaria nos brinda. Es, en este sentido, genuinamente aristotélica: implica la habilidad de saber encontrar por medio de la deliberación qué hay de óptimo y qué no en las acciones que se quieren llevar a cabo. Y eso es justamente la prudencia: ni exceso ni defecto, ni temerario ni temeroso.

    [ms_panel title=»Para saber más…» title_color=»#dd3333″ border_color=»#ddd» title_background_color=»#f5f5f5″ border_radius=»0″ class=»» id=»»][ms_featurebox style=»2″ title_font_size=»14″ title_color=»#000000″ icon_circle=»no» icon_size=»46″ title=»El vientre de los filósofos» icon=»» alignment=»left» icon_animation_type=»» icon_color=»» icon_background_color=»» icon_border_color=»» icon_border_width=»0″ flip_icon=»none» spinning_icon=»no» icon_image=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/03/vientre.jpg» icon_image_width=»240px» icon_image_height=»385px» link_url=»» link_target=»_blank» link_text=»» link_color=»#dd3333″ content_color=»» content_box_background_color=»» class=»» id=»»]Michel Onfray, filósofo francés nacido en Argentan en 1959, pretende en este libro, según sus propias palabras, “mostrar en qué consistía el olvido del cuerpo en la filosofía, de qué manera se ocultaba la carne cuando todos los pensamientos son simple producto de un cuerpo en interacción con la realidad, los otros, el mundo” para lo cual, tomó como ángulo de ataque la relación con la alimentación de siete de algunos de los filósofos más importantes: Diógenes, Rousseau, Kant, Fourrier, Nietzsche, Marinetti, y Sarte.[/ms_featurebox][/ms_panel]

    La gastronomía tiene que ver con una constante reconsideración de las posibilidades del comer. Es un campo permanentemente abierto, por eso está más centrado en la cualidad y calidad de lo sentido, que en la satisfacción inmediata de la necesidad biológica. Por eso presupone, como hemos dicho, una saciada nutrición y una posibilidad real de acceder a su posibilidad, tanto en lo económico como en lo socio-cultural. Si gastronomía es ahora más que nunca cultura, arte, profundización en lo humano, es porque se cultiva, es la expansión del ethos, del carácter, del gozo que puede comportar la experiencia humana.

    [quote]La gastronomía tiene que ver con una constante reconsideración de las posibilidades del comer. Es un campo permanentemente abierto, por eso está más centrado en la cualidad y calidad de lo sentido, que en la satisfacción inmediata de la necesidad biológica[/quote]

    Ethos, palabra griega de la que proviene ética, significa carácter. Carácter entendido como el punto en el que las cosas alcanzan la expresión de lo que pueden llegar a ser. El ethos de la gastronomía es la experiencia prudente de un placer sensorial que se trasciende a él mismo constantemente. Por eso mismo debe ser sostenible, es decir, constituida por una actitud de responsabilidad y de cuidado con el entorno (una agricultura lo más natural y ecológica posible; una ganadería respetuosa con el bienestar de los animales) y crítica con la explotación capitalista de la industria alimenticia a costa de la salud general.

    Asimismo, el gozo, el bien y la felicidad, cuanto más universales y a disposición de más seres humanos, más plenos y más sostenibles. La plena felicidad va de la mano de la plena felicidad de los demás, dice el utilitarista Stuart Mill (siglo XIX), por eso Aristóteles acuñó eso de que somos animales sociales. Así que abrámonos y curioseemos en el gozo del comer, sí, pero jamás dejemos de recordar la tragedia que es que demasiados prójimos sufran de hambruna y severa desnutrición. En pleno siglo XXI, cuando en el primer mundo los supermercados pueden abrir 24horas, 365 días al año, eso es una imperdonable injusticia.

    El comer constituye una cultura, y por ende un arte, pero es ante todo una necesidad. Así que si la gastronomía no quiere convertirse en una cínica frivolidad y sí en un camino para experimentar más y mejor la vida, entonces debe asumir como propia e irrenunciable la necesidad, imperiosa, primaria e irrestricta, de que el hambre en el mundo no dure ni un minuto más. Es la principal condición de posibilidad para que todos los humanos, sin excepción, podamos experimentar el placer del buen comer. No hacerlo la haría inhumana, y por eso indigna de ser tenida por cultura.