Contra la revolución permanente

Creo que no es necesario estar aludiendo permanentemente a la vanguardia o a la revolución en gastronomía. Creo, también, que debo ser el único que lo cree, porque cuando hablamos de gastronomía esas son, seguramente, las palabras más utilizadas. Y es algo que, si tengo que ser sincero, me resulta descorazonador porque no es necesario y porque acaba por aniquilar lo que aparentemente reivindica.

Ni Picasso ni Miguel Ángel ni Le Corbusier ni Mondrian hicieron su historia. No fueron ellos los que definieron su arte como vanguardia ni los que midieron su peso histórico

Vivimos en un sector un tanto complaciente en ese sentido, acostumbrado a hacer auto-historia, a analizarse desde dentro, algo que por mucho que se haga de buena fe acaba desembocando en vicios y en defectos de forma. Ni Picasso ni Miguel Ángel ni Le Corbusier ni Mondrian hicieron su historia. No fueron ellos los que definieron su arte como vanguardia ni los que midieron su peso histórico. En muchos casos las etiquetas y las valoraciones llegaron décadas después. Si hubiera sido de otra manera no habría pasado de ser un ejercicio de egolatría sin mayor significación histórica. Y esto es algo que en demasiadas ocasiones olvidamos al hablar de cocina y gastronomía.

Lo mismo ocurre cuando establecemos periodos, etapas o ciclos. Los hacemos y deshacemos a nuestro antojo, según las necesidades del momento, sin darnos cuenta de que con eso simplemente estamos banalizando el conjunto. Un ejemplo: este otoño se celebraba un congreso que conmemoró 20 años de revolución. Según ese cálculo, la revolución (luego entraré en qué significa esto) habría empezado en 1998. Todo lo anterior quedaría fuera: el libro El sabor del Mediterráneo (1993), que suele considerarse un momento fundacional, quedaría fuera; las primeras tres estrellas en España quedarían fuera, la Nueva Cocina Vasca quedaría fuera, la tercera estrella para Santi Santamaría (primer tres estrellas catalán) en 1994 quedaría fuera, el programa de Karlos Arguiñano (que supuso un auténtico cambio de paradigma en la relación de la televisión con la cocina) y antes de él Con las manos en la masa… No fueron revolución o, si lo fueron, fueron otra.

Este año, precisamente, se cumplen 25 años de El sabor del Mediterráneo y habría sido un gran momento para hablar de un cuarto de siglo de la revolución (no DE revolución sino DE LA revolución. El matiz es importante), pero esa realidad histórica sobre la que sí parece haber un consenso no se adaptaba a las necesidades del momento. Así que se cambia y a otra cosa ¿A quién le importa la historia cuando se trata de generar titulares?

Las revoluciones permanentes no existen. Si se diera el caso dejarían de ser revoluciones y pasarían a ser un fenómenos asimilado y domesticado por el sistema al que pasarle la mano por el lomo sabiendo que no va a morder. Pasa en política, pasa en todos los ámbitos sociales y culturales y pasa también en cocina. No hay revoluciones que duren 20 años. Por eso podríamos celebrar 25 años desde que la revolución tuvo lugar, si aceptamos que esa revolución tuvo lugar en aquel momento, pero nunca 25 años de revolución continuada porque entonces estaríamos celebrando otra cosa: la desactivación de la revolución, quizás; el anquilosamiento de cualquier vocación revolucionaria. Y, la verdad, sería triste. Una revolución es un cambio brusco y radical (frecuentemente violento) en el ámbito social, cultural o económico. Por definición no puede ser permanente.

Si todo es una revolución, la revolución deja de existir

Este es uno de los grandes vicios del sector gastronómico español en el último cuarto de siglo. Un vicio que no le quita méritos, pero que con frecuencia los distorsiona. Si todo es una revolución, la revolución deja de existir. Algo es importante, influyente o revolucionario en función de su contexto, así que si todo es revolucionario la revolución como tal desaparece. Simplificando mucho: si todo es revolucionario lo que hizo elBulli dejará de ser revolucionario porque será sólo un capítulo más de esa revolución permanente, otro de tantos.

Debido a la euforia estamos devaluando aquellas cosas que realmente tuvieron un significado cultural renovador. Y uno acaba por pensar si, en realidad, esa desactivación no será algo buscado: si asumimos la revolución como algo propio y cotidiano deja de ser peligrosa porque no revolucionará nada. Pasará a ser el plato de turno presentado en el escenario de una feria gastronómica, el aniversario de un congreso, la apertura de un restaurante que dará que hablar este mes, un titular en prensa local o lo que la nota de prensa que nos llegue esta mañana nos diga es que -esta vez sí- la revolución. Mañana la revolución será otra igual de vacía.

Cuando la revolución es algo que ya sólo proclaman los grandes grupos editoriales es, en realidad, un fiasco, el black friday de la auténtica revolución, una palmadita en la espalda para que todos nos sintamos un poco revolucionarios y dejemos de dar la lata

No, la revolución no es eso. La revolución debería incomodar a todos esos que hoy la abrazan, la hacen suya y la monetizan. La revolución debería ofender, cuestionar, irritar, debería pillarnos con el paso cambiado. La revolución debe excluir a los que ponen (venden?) etiquetas porque la revolución -y cuando hay que pararse a explicar esto es que vamos mal- no es parte del sistema. Cuando la revolución es algo que ya sólo proclaman los grandes grupos editoriales es, en realidad, un fiasco, el black friday de la auténtica revolución, una palmadita en la espalda para que todos nos sintamos un poco revolucionarios y dejemos de dar la lata. Esa revolución que proclamamos ha de ser vendible, entendible, cómoda, fácil de empaquetar y etiquetar, conformista, lineal y contada por agencias de comunicación. Aburrida, repetitiva en el fondo aunque sea llamativa en la forma. Cualquier cosa menos disrupción y nuevos paradigmas.

Ese es el verdadero significado de la revolución: la renovación, el planteamiento de nuevos modelos que no sólo cuestionan los anteriores sino que los sustituyen ¿Pasa esto a diario? No, afortunadamente. Las revoluciones son, por su propia naturaleza, puntuales. En muchos casos tardamos décadas en entender que han sido verdaderas revoluciones y no simples modas o revueltas sin mayor trascendencia. La primavera de 1968 supuso una revolución no porque sus artífices lo dijesen sino por todo lo que implicó durante las décadas siguientes. Hoy, 50 años después, es cuando somos conscientes de una trascendencia que sus artífices, por mucho que la imaginaran, ni soñaron llegar a conseguir.

Otro tanto ocurre con la vanguardia: no existe la vanguardia permanente. Si así fuera, dejaría de ser vanguardia. Son obviedades que, sin embargo, hay que repetir. La vanguardia es, etimológicamente, lo que va por delante, lo que abre camino. No se puede estar 25 años abriendo camino y menos aún hacerlo en grupo, en masa. La gastronomía de un país no puede ser vanguardia en su conjunto, por mucho que nos hayamos hartado de leer lo contrario. La vanguardia no es democrática, no todos pueden formar parte de ella por mucho que lo deseen muy fuerte.

Seamos sinceros: no hay una revolución permanente, como no hay una sucesión de vanguardias, una detrás de otra. La vanguardia es algo que ocurre ocasionalmente y que viene seguida por sus consecuencias. Y en esas estamos. Es algo que no le quita importancia a lo que está pasando. Lo único que le quita es el nombre. Una vez más, como ocurre con la revolución, si todo es vanguardia estamos aniquilando la vanguardia, estamos creando un sector sumiso, carente de ambición, que deja de aspirar a ser verdaderamente revolucionario o vanguardista porque está convencido de que ya lo es; un sector autocomplaciente que se conforma con ser un producto de mercado.

Cuando la prensa más conservadora habla de revolución de una manera complaciente habla, en realidad de otra cosa. Porque la revolución no puede ser conservadora por definición

Se habla de la muerte de las ideologías. Y, no, no se mueren, las estamos matando. La revolución es parte de un sistema ideológico opuesto a la comodidad y a la evolución lógica. Si las empresas, los grupos económicos y los gobiernos la hacen suya es otra cosa. Cuando la prensa más conservadora habla de revolución de una manera complaciente habla, en realidad de otra cosa. Porque la revolución no puede ser conservadora por definición, no puede encajar de un modo apacible en un discurso conservador. Si lo hace es porque no es una revolución.

Sí, la revolución también es ideología. Y no es transversal. Si lo que hacemos es cómodo, asumible por todos y funciona bien en el mercado no es una revolución. Eso que nos venden y que estamos comprando es, en realidad y si tenemos suerte, un sucedáneo de andar por casa; una imitación fácil de masticar, apta para todos los públicos; algo que podemos colocar en el mercado sin ofender a nadie, inocuo, inofensivo. Desactivado ¿Esa es la revolución que quieres? Adelante, toda tuya.

Dejemos que pase el tiempo, que otros etiqueten lo que está ocurriendo, que los años nos digan qué ha tenido recorrido y qué se ha quedado en una moda pasajera

Afortunadamente hay excepciones, gente que no se conforma con ser el revolucionario de la semana. Y quizás ahí radique lo poco de auténtica vanguardia que sí está activo. Todo lo demás no pasa de ser mercadotecnia. Rentable hoy, seguramente, pero sin demasiado recorrido histórico. Dejemos que pase el tiempo, que otros etiqueten lo que está ocurriendo, que los años nos digan qué ha tenido recorrido y qué se ha quedado en una moda pasajera.

Sobre todo y para terminar,  ¿Queremos vanguardia? Trabajémonosla ¿Queremos que alguien hable de revolución? Dejemos que el tiempo y los historiadores hagan su trabajo. Mientras tanto, vamos a dejar quieta la revolución un rato, que vamos a acabar rompiéndola.

 

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