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[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]M[/ms_dropcap]e levanto a las cuatro y media de la mañana. Lo sé, suena fatal, pero si pienso en el día de la lasaña de mi primer año, cuando a las cuatro y media ya estaba en la cocina, me acuerdo de Laporta y de su famosa frase de que no estamos tan mal. Un café con leche en la cocina, pongo las noticias por la radio por internet para saber qué ha pasado en mi casa y me despierto en diez minutos. Me da tiempo a una ducha rápida, me aseo, me visto y salgo a la oscuridad. Me quedan cincuenta minutos de trayecto por las carreteras comarcales que unen las afueras de Florencia con la localidad donde trabajo. Conduzco mi Panda de segunda mano mientras escucho la radio de mi casa por podcasts e intento no pensar en el trabajo hasta que llego.
Este es mi tercer año como cocinero para el comune. Catorce escuelas, ochocientas comidas diarias y jornada laboral de seis a dos y media de la tarde. Hace un par de años nunca eran las seis, era más temprano. Tampoco salía nunca a las dos y media, era más tarde. Ahora he cogido carrerilla, he reorganizado el personal, he conseguido unir al equipo de trabajo haciendo que todas me odien y que ninguna esté contenta, pero el trabajo sale más fácil y se cumplen los horarios.
Fabio, el spacciatore
Llego al trabajo. El camión ya me espera. Y mi ayudante de cocina, también. Le pido pocas cosas, aparte de que pruebe siempre toda la comida que hacemos, pero una de ellas es que, si llega primero, que prepare el café. A cambio le traigo jamón del bueno, queso idiazábal ahumado y llonganissa de Vic, cuando vuelvo de Barcelona o una sfoglia alla crema un par de veces por semana, cuando el obrador está abierto.
Fabio es el transportista de la fruta y la verdura, siciliano de origen, y presume a menudo que antes de ser transportista era spacciatore (traficante de drogas)
El transportista de la fruta y la verdura nos mete prisa para que le ayudemos a empujar por la rampa que llega hasta la cocina el palet que pesará más de quinientos kilos. Hoy hay ciento cincuenta kilos de hinojo, ciento treinta de patatas, cebolla, apio y zanahoria y ciento ochenta de bananas eco-solidarias y biológicas. Y es que uno de los intríngulis de este rico comune productor del considerado mejor aceite extra virgen de Italia, es que exige que todo sea biológico, italiano y de primera categoría. Y como las bananas no crecen aún en Italia pues que sean eco-solidarias, aunque vengan de Ghana o Perú y no sepan a nada. Fabio es el transportista de la fruta y la verdura, siciliano de origen, y presume a menudo que antes de ser transportista era spacciatore –traficante de drogas-, pero que se reformó harto de tener siempre a los carabinieri pegado a sus talones. Ahora cuando los ve dice que les manda a tomar por culo y les grita que ya tiene un trabajo legal.
–Joder Fabio, a ver si consigues que te compren un transpalet eléctrico, que de espalda sólo tenemos una.
–Calla, calla, que aún no sé como todavía no les he mandado a tomar por culo. ¿Has visto estas patatas? Les he dicho que te las cambiaran porque las que te tenían preparadas estaban todas grilladas. Y es que tú ya sabes que de biológicas estas no tienen nada. Las recogen a medio crecer, las trasplantan en terreno con certificado biológico y venga, cincuenta céntimos más por quilo que te hacen pagar.
Fabio habla mucho y para hacerlo callar le invitamos a un café, le decimos que no se queje y le mentimos prometiéndole que mañana le haremos venir con menos peso.
¿Pero aquí no habíamos venido a hacer lasaña?
A ver, ¿qué necesitamos? Casi cuarenta quilos de pasta fresca, ciento cincuenta litros de bechamel, noventa de ragù y cuatro kilos de parmesano. Para luego ensamblar casi noventa bandejas de aluminio y cocerlas en horno durante 35-40 minutos. Problemas: sólo tenemos dos hornos y en cada bandeja de horno caben cuatro bandejas de aluminio. La complejidad logística del menú de hoy es que también van cocidos casi ciento cincuenta quilos de hinojo. Primero en el horno a vapor y luego gratinados. Luego está el ragù, que va cocinado un mínimo de tres horas. Y es que otra de las reglas de este comune es que todo tiene que ser preparado durante la jornada. Tenemos absolutamente prohibido hacer cualquier tipo de preparación previa. ¿Se entiende ahora por qué llegaba a las cuatro o cuatro y media durante mi primer año? Pero ya no.
Milagros a Lourdes. La empresa no quiere contratar más personal de cocina y yo no quiero morir antes de los sesenta. El fondo del ragù lo preparamos ayer. Limpiar el hinojo y dejarlo en remojo con agua y limón también. Primero de todo enciendo la radio que me he traído de casa. Y es que en una cocina el silencio es una cosa muy relativa. He estado en cocinas donde no se podía hablar más que lo justo. Hablar te desconcentra, me decían. Pues yo en cada trabajo donde he podido, me he traído una radio. Aquí sólo puedo poner una cadena musical decente y soy consciente que decir decente es ser extremadamente generoso, pero antes prefiero escuchar éxitos comerciales rancios de hard rock que música latina y hip hop en italiano. Encendemos los cocedores y la marmita y con Joan Jett de fondo, se prepara la bechamel, el roux y el ragù. Ya tenemos las treinta latas de tres kilos y medio de tomates enteros abiertas. A las siete está todo en marcha. Mientras, nos empezamos a ocupar de las dietas.
Presume de haber sido cocinera durante muchos años, pero también presume de ser bipolar y ya hace tres años que soportamos sus ataques maníaco-depresivos. Un día hablaremos de los trabajadores tóxicos y peligrosos
Lasaña al tomate para los que no comen carne, sin queso para los intolerantes al parmesano, pasta al ragù para los intolerantes a la lactosa, sin harinas para los celíacos, comidas especiales para los alérgicos al níquel y caldos vegetales y albóndigas de patata y parmesano para niños con dificultades especiales. Son las ocho. Ya llega la encargada de las dietas, una mujer menuda y vegetariana, pero que odia las verduras y se encarga de todas las dietas, de etiquetarlas y disponerlas en sus distintos contenedores especiales. La encargada de las verduras ya está cortando el hinojo. Presume de haber sido cocinera durante muchos años, pero también presume de ser bipolar y ya hace tres años que soportamos sus ataques maníaco-depresivos. Un día hablaremos de los trabajadores tóxicos y peligrosos, pero ahora no hay tiempo.
https://youtu.be/0mclPT10F8Q
Suena Pet Sematary de The Ramones y mi ayudante y yo solucionamos dos menús distintos para tres guarderías y nos disponemos a ensamblar el resto de lasañas. Hacer una lasaña al ragú no es difícil, pero requiere tiempo y tiene sus trucos. El ragù no debe ser demasiado líquido, la consistencia de la bechamel no debe ser demasiado espesa, el parmesano va en todas las capas para así pegar las capas de lasaña sin que el relleno se desparrame y la cocción en el horno debe ser continuada y sin sufrir cambios de temperatura. La pasta se debe cocer, debe quedar cremosa, pero sin pasarse y la costra con queso, bechamel y ragú debe ser crujiente, pero sin que necesites un cuchillo del pan para poder cortarla. De las pocas cosas buenas de vivir aquí (soy un inmigrante desagradecido, lo sé) son las rosticcerie, lugares donde vas a comprar el pollo de los domingos, pero donde también encuentras lasañas recién hechas, tortellini frescos o alcachofas rebozadas.
Las nueve
Son las nueve, suena Blondie y llegan dos empleadas más. La encargada de la fruta es una mujer oronda, racista y homófoba, que el karma la ha correspondido con un yerno rumano y un hijo homosexual. La otra es una chiquilla sonriente y discapacitada -sin relación entre sí- porqué tuvo la mala suerte de que su padre y su abuelo fueran la misma persona. Gracias a un programa de reinserción laboral viene un par de horas al día a ayudar y le paga el ayuntamiento. No le gusta nada trabajar y cuando no la escuchamos hablar sola, debemos ir a buscarla porque se ha escondido en algún rincón donde nadie la ve para sacarse petróleo de la nariz con total tranquilidad.
Desde septiembre ya ha llorado cinco veces y el «non ce la faccio più» -no puedo seguir-, ya se ha convertido en su coletilla más recurrente
Cuarenta lasañas ya están en el horno y al ritmo de la guitarra y voz de Brian Molko vamos a por la segunda tongada. En eso que entra la dietista en cocina anunciando nuevas dietas en blanco (pasta al aceite o arroz blanco, pollo a la plancha y zanahoria o patata hervida). Agitada siempre, con cara de preocupación constante, mirada desconfiada y gestos nerviosos, la dietista no tolera demasiado bien la presión. Lleva treinta años haciendo el mismo trabajo y mientras sus compañeras de profesión han progresado y abandonado las cocinas para centrarse en trabajos de despacho, ella sigue al pie del cañón. En parte porque no le gusta lamer culos y en parte porque le da miedo alejarse de su círculo de seguridad. Es buena en lo que hace, pero odia profundamente su día a día y está al borde del colapso. Desde septiembre ya ha llorado cinco veces y el «non ce la faccio più» –no puedo seguir-, ya se ha convertido en su coletilla más recurrente. Yo estoy postergando al máximo el momento cuando le tendré que decir que yo también me largaré cuando llegue el verano.
Son las nueve y media, cosa que significa que tan sólo queda media hora de tranquilidad. Me puedo escapar a hacer un piti. Y es que tengo que dejar de fumar, pero no sé qué excusa pondré cuando lo haya dejado para poder escaparme y alejarme de la cocina durante cuatro minutos y así poder respirar y pensar en cosas más importantes.
Las diez
Son las diez e Iggy Pop canta el Lust for life. La primera tanda de las lasañas ya se han dejado enfriar para poderlas cortar y dispuestas en los contenedores calientes que mantendrán la temperatura a ochenta grados para que lleguen calientes a cada escuela.
La segunda está en el horno. El jamón cocido de segundo plato ya se ha cortado, dividido en porciones individuales y metido en la celda frigorífica. La fruta ya está lavada y dispuesta en contenedores separados. El parmesano ya ha sido rallado. La encargada de las dietas ya corre como pollo sin cabeza cuando ve que se acercan las once. Aún deberá cocer la pasta sin gluten, el arroz y los triturados para los niños con dificultades para tragar. Mi ayudante y yo sacamos las lasañas del horno y las dejamos reposar. Repasamos los números. Sobran seis, bien. Siempre debe sobrar comida. Siempre hay algún fallo, algún error, algún descuido. Cuando hay lasaña las maestras llaman para quejarse de la poca cantidad de las porciones. Ellas, que son las únicas que no pagan su comida, son las únicas que llaman para quejarse. Nunca llamarán para decir que algo estaba bueno, sino para explicarte que han encontrado una espina en la merluza, un hueso en el pollo, que las manzana estaban demasiado frías, que la tortilla sabía demasiado a huevo o que cuando haya pescado, que las avisemos porque cómo no les gusta, así se traen comida de casa.
Las once
Son casi las once. Todo está casi listo. Las trabajadoras de apoyo se van a cambiar y se preparan para ir a trabajar un par de horas más en las escuelas para servir las comidas y encargarse de los comedores. Inicia la descompresión. Ahora suena Bruce Sprinsteen y qué mejor momento para apagar la radio. La cocina se quedará vacía, tan sólo quedaremos mi ayudante y yo y llegará la chica que se encarga de la limpieza. Otra empleada con discapacidad psíquica que se queja día tras día que todo está sucio y que sino fuera porque no supera la semana de prueba en ninguno de los trabajos que ha probado, ya lo habría dejado. La dietista nos pregunta si todo está correcto, respondemos que sí y se vuelve a su despacho sin acabar de creernos. No dejará de sufrir hasta las tres de la tarde, hora en que ya las maestras se habrán ido a casa o habrán vuelto a las aulas y no habrá peligro que llamen para quejarse.
Mi ayudante me dice que no puede más, que este ritmo la acabará matando, que algo tiene que cambiar. Le digo a todo que sí, intento tranquilizarla, le doy ánimos, la felicito y comentamos el plan de ataque para el menú de mañana. También se va sin estar tranquila y sin terminar de creerme, pero mañana por la mañana volverá a entrar en la cocina con las pilas cargadas, quejándose del sueño, del fin de semana que se avecina donde anuncian lluvia y que qué horror tener a la niña todo el fin de semana encerrada en casa.
–Elo, dime qué puedo hacer, que encima mañana mi marido trae a diez compañeros para cenar.
Le diré que encargue unas pizzas y una botella de vino sólo para ella, así se reirá y luego me preguntará sobre mi vida sentimental y pondrá cara de no entender nada. Luego me pedirá que si ya he decidido volver a Barcelona el año que viene, que se lo diga con tiempo. Y todo volverá a empezar.
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