Kefi en el páramo

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Las islas Cícladas son un milagro o, como mínimo, una paradoja desde el punto de vista gastronómico: con unas condiciones climáticas más bien adversas, resulta sorprendente encontrarse con un recetario tan variado y suculento como el suyo. Recorremos cuatro escenarios para explorar la cultura gastronómica y la forma de entender la vida en esta porción de Grecia.

 

[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]D[/ms_dropcap]e repente, una higuera. El camino abrupto, el horizonte yermo, la canícula implacable y, sin embargo, este árbol aquí, a merced del viento. Su tronco nace de la roca y el polvo, y de la roca y el polvo emerge también el follaje abundante y del follaje un higo, violeta, henchido y pesado, que se asoma e invita. No me lo pienso dos veces: salto para arrancarlo.

Me encuentro en Folégandros, una isla de tan solo 32 km2 permanentemente fustigada por vientos y oleajes iracundos. En sus acantilados crecen matorrales enclenques y en sus playas, puñados de tamarindos: el agua dulce escasea y el clima es demasiado seco como para que brote mucha más vegetación. Es el patrón que se repite en casi todas las islas Cícladas, un archipiélago situado al sudeste de la Grecia continental. Solamente 24 de sus 220 ínsulas están habitadas por algo más que lagartijas y cabras salvajes. El turismo masivo de las dos cícladas más famosas, Mykonos y Santorini, pueden llegar a disimularlo, pero las condiciones de vida por estos lares han sido históricamente muy duras. Cuesta creer que estos islotes hayan acogido poblaciones desde hace más de 6.000 años.

 

De la misma manera, calificaría de milagro la supervivencia de este árbol en medio de la nada, pero no hay sequía, sal o roca que pueda con las higueras. Ahora mismo un líquido blanco recorre mi muñeca, desciende por mi antebrazo; me tomo unos segundos para examinar la piel del fruto, aparentemente anodina, hasta que la rasgo y descubro un estallido carmín, jugoso y húmedo, de una carnosidad casi sexual. Yo aún no lo sé, pero es la metáfora perfecta de las islas Cícladas: en un escenario árido y hostil, detonaciones de sabor, color y vida.

Acerco el higo a mi boca y cuando la dulzura revoluciona mi lengua, cuando todas mis papilas se entregan al sabor y se me cierran los ojos, ya no estoy aquí.

[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy en la cubierta de un enorme velero. Navegamos alrededor de otra isla cicládica, Milos, y nos dirigimos hacia la bahía de Kleftiko. La tripulación risueña, tostada por el sol, ha pescado un par de pulpos que esperan nuestra hora de comer colgados de un cabo. Yannis, el marinero más curtido -sus pómulos y su pecho rozan la carbonización- resuelve mis preguntas sobre la existencia de las primeras civilizaciones cicládicas: “Estas islas son ricas en minerales y piedras preciosas. Por ejemplo, Milos tenía obsidiana, un vidrio volcánico muy apreciado en el neolítico para utensilios cortantes; Sifnos era rica en oro y plata… Pero como las piedras no se podían comer, y vieron que tampoco ganarían mucho con la agricultura, se lanzaron al mar. De hecho, los primeros colonizadores de Milos fueron pescadores de atunes que atrapaban los animales con arpones desde pequeñas embarcaciones. También cultivaron cereales muy resistentes, como el farro, y domesticaron cabras, ovejas y cerdos, pero el pescado y el marisco eran fundamentales en su dieta”.

Cuando miro a mi alrededor, estamos rodeados de altísimos acantilados de piedra blanca -más propia de un paisaje lunar que de uno terrenal-, cuya base está horadada por cuevas donde refulge un azul sideral, y el agua es tan transparente que alcanzamos a ver la arena y los peces nadando muy por debajo de nuestros pies. Hemos llegado a Kleftiko, y es la hora del aperitivo. Sirven aceitunas -pero no unas aceitunas cualquiera, sino las más carnosas, suculentas y aromáticas que he probado nunca- y fava, una pasta de legumbres (de arvejas partidas amarillas, para ser más exactos) cremosa y suave, coronada con cebolla cruda y alcaparras para un delicioso punch de crujido y salazón. El aceite de oliva con la que está aliñada es impresionante, denso y aterciopelado. Otra vez nos topamos con vegetación resistente al calor y a la carencia de agua, como son el olivo y el arbusto de alcaparra, que proliferan en las Cícladas. La arveja se cultiva en estas islas desde hace más de tres milenios.

Mientras comemos, Yannis nos explica con una sonrisa traviesa que los piratas aprovechaban las ondulaciones y hendiduras de las paredes de esta bahía para esconder sus embarcaciones, pillar por sorpresa a los barcos mercantes y saquearlos. “¡Para saqueo, el de la Venus de Milo!”, farfulla otro tripulante con la boca llena. La famosa estatua de mármol, que un campesino encontró semienterrada en esta isla, se expone en el museo parisino del Louvre desde hace dos siglos, y no parece que vaya a volver. En los despeñaderos de Milos se puede apreciar también la lasaña volcánica que forman las sucesivas capas de lava, ceniza y roca, y es que esta isla es, presuntamente, un antiguo volcán.

Si digo presuntamente es porque hay un par de explicaciones mitológicas para la existencia de las islas Cícladas: o bien son gigantes petrificados después de enfrentarse a Hércules, o bien son ninfas que Poseidón castigó por su mal comportamiento. Los geólogos las describirán como el resultado de una serie de terremotos y erupciones volcánicas, pero apuesto a que vosotros también preferís una de las versiones legendarias.

Levamos anclas, navegamos hacia el este y nos cruzamos con Paliochori, una de las 70 playas de Milos. “Si haces snorkel aquí, verás burbujitas brotando del fondo marino”, me aseguran, y es que en este tramo del litoral la energía geotérmica está muy presente. También gastronómicamente: el restaurante Sirocco, en un extremo de la playa, aprovecha los puntos donde la arena alcanza los 110 ºC para enterrar pescado, carne y verduras debidamente envueltos en papel de aluminio y lograr un punto de cocción imbatible.

Finalmente, alguien coloca delante de mí una pata de pulpo, rosada y con los tentáculos ligeramente tostados. La ataco y el aderezo invade cada rincón de mi boca, placentero, mientras la carne del cefalópodo se revela crujiente por fuera y extraordinariamente tierna por dentro. Cuando voy a preguntar qué demonios le han hecho para conseguir esta textura, ya no estoy aquí.

[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy dentro de una cocina muy oscura, en una casa cerca de la costa. Al otro lado de la ventana, la noche está a punto de caer sobre la isla de Sifnos. En los fogones, ollas de aluminio; sobre la encimera, cacerolas de terracota; en el aire, un sinfín de aromas de especias y guisos, de hierbas y vino tinto. Efi, que debe rondar los sesenta años y se recoge el pelo con un pañuelo estampado, tiene un nivel de inglés similar a mi dominio del griego, es decir, nada. Decreto que eso es totalmente irrelevante cuando me acerca un bandeja con tarritos llenos de queso. No son para que me los coma, sino para sacarlos a la terraza, donde una mesa de madera cubierta con manteles bordados y una pérgola rebosante de parras cobijan nueve invitados más. Soy recibida con gritos de alegría y Kali orexi –buen provecho-, me quitan la bandeja de las manos y me obligan a sentarme en la cabecera de la mesa. “Están hechos con la leche de esas cabras de ahí”, me cuentan señalando la parte posterior de la casa, que da a un corral cercado. Uno de los quesos es tierno, muy salado y desmenuzable; el otro, cremoso y untable sobre las rebanadas de pan artesano, aún caliente.

Efi no para de sacar más platitos: bolas de calabacín fritas, una crema de berenjena asada llamada melitzanosalata (más dulce, suave y ligera que el baba ganush), hojas de parra rellenas de arroz. Mi favorito es un curioso guiso de alcaparras y cebolla pochadas hasta lindar la confitura, bocados cargados de umami totalmente adictivos. Tanta comida es necesaria para amortiguar los efectos del ouzo que llena nuestros vasos, un licor anisado de muy alta graduación que ha adquirido un tono blanquecino al mezclarlo con agua fría. Estamos en la típica cena a base de mezes o mezedes, el equivalente a las tapas españolas, pues pueden constituir una comida en sí mismos. Las risas, los gritos y la música sobrevuelan nuestras cabezas, así como el cielo más estrellado que recuerdo haber visto en mucho tiempo.

Me doy cuenta de que, además, se trata de una cena vegetariana. Niko, el hijo moreno y fornido de Efi, me lo explica: “En el siglo XIII nos invadieron los venecianos, en el XVIII los otomanos, y sin duda tuvieron influencia en la cocina cicládica, pero si alguien ha marcado nuestra mesa es el cristianismo ortodoxo griego”. Bebe un buen sorbo de ouzo antes de continuar. “Nuestra religión recomienda la abstinencia de productos de origen animal durante casi un tercio del año, así que hasta hace poco los griegos reservábamos la carne sólo para los días de fiesta. Aunque ahora se consume mucha más carne, nuestras recetas vegetarianas siguen petándolo”, suelta con una carcajada.

En ese preciso momento sus padres traen una enorme fuente colmada de cabrito y patatas, y boles llenos de ensalada típica griega -tomate, pepino, cebolla, queso feta, aceitunas y alcaparras espléndidamente regados con aceite de oliva. Miro a mi alrededor para comprobar que soy la única al borde de la implosión gástrica: todos vitorean hambrientos la llegada del plato principal. Dirijo una mirada hacia Niko: “¿Reservada para los días de fiesta, eh?”. “¡Cada día es una fiesta!”, responde riendo mientras toma mi plato de cerámica marrón y lo llena hasta los topes. “¿No has oído hablar del kefi?”.

Niko asegura que es una palabra imposible de traducir a otros idiomas, pero que vendría a ser un sinónimo de la alegría de vivir, la pasión, el entusiasmo; del goce del aquí y el ahora. Una sensación muy especial que, según él, solo se experimenta en tierras griegas. Me gusta el concepto. Kefi.

Durante unos segundos, pierdo el hilo de las conversaciones a mi alrededor, no por falta de interés sino porque acabo de probar el cabrito. Aunque lo más típico es asar esta carne en espetón, esta vez lo han condimentado con mejorana, limón y mostaza, envuelto y cocinado entre cenizas durante 24 horas. Cada trozo se descompone al pincharlo con el tenedor y se deshace inmediatamente al aterrizar en la boca, liberando una cantidad insospechada de jugo y sabor acumulados.

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La música suena más fuerte, los comensales se levantan para bailar. Cogiéndose de los brazos, forman una cadena que da vueltas en círculo, cruzan ahora una pierna por delante, después la otra por detrás. Es un baile típico llamado syrtos, aparentemente de poca dificultad; a mi entender, casi acrobático. Viendo sus caras sonrosadas y felices, no tengo ninguna duda de que están poseídos por el kefi. Me invitan a unirme al baile, insisten e insisten. Estoy intentando tomar una decisión cuando Efi me trae un platito de postre, señalando la parra que nos arropa: son uvas confitadas en canela y miel, un ingrediente esencial en la repostería y los dulces cicládicos. “De acuerdo, voy a bailar, está decidido y no hay marcha atrás”, me digo, y el kefi empieza a invadirme también a mí, me recorre de pies a cabeza, tan cálido y tan eléctrico, me proyecta lejos de la silla. Pero antes de unirme a la danza cometo el error de probar una uva, y ya no estoy aquí.

[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy en una barra delante del mar, sentada sobre un taburete, y aunque el calor aprieta como es preceptivo en cualquier mediodía de agosto, la brisa y la sombra lo mitigan. Sigo en Sifnos, esta vez en el restaurante Omega 3. Tanto teletransporte en el tiempo y el espacio me ha mareado un poco, pero un trago de vino blanco local, fresco pero con cuerpo, me reanima. A ambos lados, la turística playa de Platis Gialos; ante mí, cielo y mar compitiendo por ser la franja azul más bella. Una camarera de sonrisa anchísima me trae el primer platillo, bautizado como taco de las islas griegas. En el momento en que me dispongo a morderlo aparece Giorgos Samoilis, el chef del Omega 3, con su gorra, su delantal a rayas y su pez espada tatuado en una pantorrilla.

Giorgos, biólogo molecular de profesión, se aventuró a abrir este restaurante hace 5 años. Eso no quiere decir que abandonara la ciencia, pero ahora la pone en práctica desde una cocina, a la que él llama laboratorio. Por un lado, sus platos derrochan innovación y creatividad y, por el otro, priorizan productos locales de la dieta tradicional cicládica. El taco que tengo en las manos es un muy buen ejemplo de ello: “Para la tortilla, decidí utilizar harina de garbanzo porque es una legumbre muy arraigada a esta tierra. Tuve que sacrificar la textura crujiente que tiene un taco normal de harina de maíz”, dice señalando una base mucho más esponjosa. “Para darle cremosidad, descarté el aguacate o la nata agria y aposté por la tarama, una salsa de huevas de pescado muy típica de aquí”. Los pisos que les siguen son las gambitas del Egeo -fritas a la perfección, muy abundantes-, rodajas de tomate, láminas de cebolla y aceite de chipotle. Cuando finalmente puedo hincarle el diente, el conjunto se descubre delicioso pero es la gamba la que me noquea y deja fuera de combate. ¡Cuánta potencia, qué textura, qué festival!

Giorgos se despide para ir a charlar con otro grupo de comensales. Al probar el tartar de atún (de aleta amarilla, premium y sostenible) y algas frescas, suelto un gemido demasiado explícito como para que las dos chicas a mi lado no estallen en risotadas. “¡Tranquila, te entendemos! Todo está riquísimo” declara una de ellas. “No nos da vergüenza admitirlo: si hace años que veraneamos en esta isla es por lo bien que se come”. Adriani y Flo, atenienses de aires hipsters, me cuentan que Sifnos tiene fama de isla gastronómica y que aquí nació Nikolaos Tselementes, uno de los chefs más famosos de Grecia. Tampoco es santo de su devoción: “Lo inundaba todo de mantequilla y bechamel. Nuestra cocina tradicional siempre ha sido muy sana, nada que ver con sus recetas”, opina Adriani. Tselementes, que empezó a publicar en la década de 1920, es autor de algunos de los libros de cocina griega moderna más influyentes.

Sin embargo, el influjo francés es cada vez menor en el panorama culinario griego. Samoilis y el resto de chefs que poco a poco transforman la gastronomía cicládica van en dirección contraria: valoran la tradición y el producto autóctono, lo ensalzan y lo dan a conocer. Vuelven a las raíces, que no a la simplicidad.

Hace rato que Flo ha probado una galleta de queso de cabra curado y anguila ahumada, y sigue con los ojos cerrados, en pleno éxtasis. Esta vez somos Adriani y yo las que nos echamos a reír. Cada vez más animadas, pedimos un plato tras otro y el vino blanco corre, baja y sube a una velocidad desenfrenada y maravillosa. Pulpo estofado con caramelo de aceituna negra. Bottarga con yema de huevo curada y albaricoque. De repente nos parece una idea fantástica brindar con la familia sentada a nuestra derecha. Sashimi. Buñuelos. Carpaccio. Flo declara sus intenciones de bañarse desnuda en la playa que tenemos a pocos metros, los comensales próximos gritan, la chica se pone en pie y solo la llegada de un nuevo platillo consigue que vuelva a sentarse. Es el tiradito de vieira, gamba, erizo de mar y pescado blanco, que nadan en una piscina cítrica y picante junto a varios brotes de salicornia. Me fijo en su composición artística -colorida y alocada y exageradamente bella- y sospecho los efectos que tendrá en mí. Aun así, no puedo resistir la tentación, pesco una gamba y cuando su carne tiernísima empieza a bailar en mi boca, ya no estoy aquí.

Estoy de vuelta a mi higuera solitaria; en mi mano, medio higo mordisqueado. Suspiro. Ahora entiendo por qué tanto interés, por qué tanta insistencia en habitar este páramo hostil y estéril que son las Cícladas. La respuesta está en mi mano derecha: cada higo, cada aceituna, cada bocado que das en estas islas contiene una genuina e irrefutable dosis de kefi.

 

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