El ethos de la gastronomía

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[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]G[/ms_dropcap]astronomía es una palabra que combina gaster, que en griego significa vientre o estómago, y nomos, que significa ley. La gastronomía denotaría, pues, todo lo que tiene que ver con las leyes de la alimentación. Sin embargo, le damos a la palabra un cariz más abierto, menos determinado por lo que marcan las “leyes” de la alimentación. De hecho, no es incorrecto decir que lo que entendemos por gastronomía se acerca más a gastrología, en el sentido que logos significa ciencia, estudio o discurso (arte de, en definitiva), dejando la revisión de las leyes o condiciones necesarias de una buena alimentación para la dietética.

[quote]No es incorrecto decir que lo que entendemos por gastronomía se acerca más a gastrología, en el sentido que logos significa ciencia, estudio o discurso, dejando la revisión de las leyes o condiciones necesarias de una buena alimentación para la dietética.[/quote]

 

Lo gastronómico se proyecta como algo refinado y selecto, que se añade a la necesidad de alimentarse. Un proceso que se concreta en una experiencia sensorial e interpretable desde múltiples puntos de vista. Así que juega con los sentidos, todos, pero no solo, porque la gastronomía se relaciona también con la capacidad creativa. Y diría que hasta con la revolución, ya que se mueve constantemente en el límite del estereotipo, buscando dar una vuelta de tuerca de más a las experiencias sensoriales que tenemos con los alimentos. Un ejemplo: existe un restaurante en Barcelona donde uno degusta una serie de platos a oscuras. Eso implica la automática generación de una expectativa/miedo que conduce a los comensales por los derroteros de la ambigüedad. Si como dice la sabiduría popular uno empieza a comer por los ojos, a falta de primordiales certezas visuales, mayor desarrollo de otros sentidos, ensanchando sus capacidades. Pero al mismo tiempo, hay que añadir, también desatando más estrategias instintivas de defensa.

El Instituto Max Planck ha indicado que, en efecto, podemos afirmar que empezamos a comer por los ojos. A tenor de los resultados del estudio, observar directamente o intuir un plato de comida que tenga un aspecto delicioso estimula y pone en marcha el apetito. Y si el olor acompaña, el proceso se hace todavía más irresistible. Por eso las agencias de publicidad saben que una imagen vale más que mil palabras, sobre todo en el campo de lo que tiene que ver con el comer. Y aun así, a riesgo de contradecir lo que instintivamente nos sale de las entrañas, nos gusta experimentar con el comer y llevarlo al ámbito de lo no necesario, de lo liberado y más lúdico. Aquí es donde lo gastronómico encuentra su razón de ser.

¿Pero por qué justamente en esta época, en estos tiempos, se ha popularizado tanto?

 

El gusto por la buena comida no es un invento de ahora. El placer sensorial que la alimentación comporta es un clásico de la historia de la humanidad y de las relaciones intersubjetivas. Las cosas se celebraban, como ahora, con un buen banquete, con un buen ágape, por ejemplo. Lo que sucede es que seguramente eso antes estaba circunscrito para unos pocos, para las clases dominantes, aristocráticas, cuando no pertenecientes a la esfera real.  La democratización del placer culinario indica por lo menos dos cosas de nuestra época y sociedad: que la mayoría de nosotros estamos nutridos, lo que nos permite plantearnos poder imaginar nuevas y diferentes experiencias culinarias; y que disponemos de recursos para ello.

Claro que también el placer de comer puede enmascarar una estrategia de negociación, la que sea. Las comidas pueden favorecer un clima positivo que canaliza mejor el acuerdo, y si eso se explota en la hora de los postres o de las copas, el porcentaje de posibilitar un resultado positivo crece.  Pero en general, el utilitarismo aplicado a la comida remite más bien al placer que proporciona. Esa es, de hecho, la definición de felicidad que da la escuela utilitarista: placer. Pensemos si no en algunas frases que decimos cuando debemos acudir a actos que no nos motivan en especial: “al menos comeremos bien”. Es decir, habrá una experiencia gastronómica que compensará algunos trances no del todo agradables.

[quote]El utilitarismo aplicado a la comida remite más bien al placer que proporciona. Pensemos si no en algunas frases que decimos cuando debemos acudir a actos que no nos motivan en especial: “al menos comeremos bien”[/quote]

Los humanos buscamos la felicidad. Ese es el sentido de la pregunta ética, decía Aristotéles, que definía la vida buena como la que reporta felicidad, eudaimonia. El quid de la cuestión se halla en determinar qué es eso bueno, y aquí es donde las divergencias se hacen notables. Incluso hay quien pueda pensar que la filosofía va reñida con lo gastronómico, porque aquella trabaja con las ideas y el intelecto, mientras que esta encuentra su finalidad en propiciar nuevas y mejores experiencias. Pero la filosofía, si lo es, no puede cerrarse a nada de antemano. Eso sería ideología. Lo suyo es escrudiñar y establecer por qué algo puede ser bueno (es decir, qué aporta a la felicidad) o por qué no. Incluso aquellas posiciones más deontológicas, orientadas al deber, deben considerar el placer y argumentar por qué nos creen que conviene.

Se dice que Immanuel Kant (siglo XVIII) antes de morir dijo que esperaba no haber cometido ninguna injusticia. Kant es conocido por formular el imperativo categórico, punto de fuga de una ética formal, no material, en la que todos los comportamientos particulares deben ser susceptibles de universalización. Esa era la regla de oro para saber qué debo y qué no hacer, lo que imposibilita que sea la felicidad (por definición particular y subjetiva) la medida de la acción ética.

Kant ha pasado al imaginario popular como un filósofo austero, que nunca salió de su ciudad natal, la prusiana Königsberg,  y defensor de la razón, diseccionada en sus tres críticas, la de la razón pura, la de la razón práctica y la del juicio. Sus textos son sobrios, como lo era su aspecto físico, muy condicionado por la escoliosis que padecía. Se dice que pasaba siempre a la misma hora por algunos lugares de la ciudad, lo que permitía a sus conciudadanos saber con exactitud dónde estaban las agujas del reloj en ese momento.

[quote]El imperativo categórico de Kant, en la que todos los comportamientos particulares deben ser susceptibles de universalización, imposibilita que sea la felicidad (por definición particular y subjetiva) la medida de la acción ética.[/quote]

Sin embargo, y a pesar de haberse formado en círculos pietistas, una corriente de fuerte religiosidad individual y disciplinada, la vida de Kant y sus amigos no discurría por los cauces esperables de un estricto pietismo. Kant fue un tipo muy sociable, bien aclimatado a la relativa a apertura social que en ocasiones se vivía en la ciudad. Se sabe, por ejemplo, que era un habitual jugador de póquer. Y que participaba de las fiestas y encuentros de la clase acomodada de la ciudad, alargando al máximo las sobremesas. Eso sí, no era muy dado al desenfreno de los apetitos (se cree que jamás practicó sexo), ni tampoco participaba del gusto nacional por la cerveza, ni de las bebidas alcohólicas en general, aunque sí solía tomar vino, con moderación. Pero aunque ciertamente huía del exceso, aceptaba que la embriaguez podía ayudar a estimular la sinceridad para con uno mismo.

Es decir, que también en la disciplinada austeridad kantiana se reconoce aquello de  in vino veritas,  frase latina que se le atribuye a Plinio el Joven y que es en sí misma elocuente: “en el vino está la verdad” (mientras que “en el agua está la salud”, añade la segunda parte del proverbio).

El comer, como el beber, es democrático. A todos nos afecta, a todos nos puede reportar bienestar o malestar. Este proverbio y su sentido, que ya se encontraba en el mundo griego, indica que ya por entonces lo que en una cena o en una noche de copas puede comprobarse: el alcohol en exceso inhibe peligrosamente las funciones mentales, también las defensivas, lo que puede propiciar que se digan cosas que en estado de sobriedad uno difícilmente aceptaría pronunciar.

Curiosamente In vino veritas fue también el título de uno de los libros de Soren Kierkegaard. Y decimos curiosamente porque Kierkegaard fue un sufrido pensador danés del siglo XIX, precursor del existencialismo, de religiosidad protestante muy marcada y de espíritu atormentado, de quien se sabe que apenas comía, y cuando lo hacía privilegiaba los caldos y las sopas. No parecía gustar del placer de comer ni tenerlo en gran estima.

Claro que, a todo esto, alguien podría reparar en que los dos autores a los que hemos hecho referencia son nórdicos, alejados de las riberas del mediterráneo. Lo que podría influir decisivamente en algunas de sus posiciones en relación a la comida. Los griegos y los romanos eran diferentes en este punto, como acabamos de apuntar. Epicuro de Samos, fundador en su propio jardín de la escuela epicúrea allá por el año 300 a. C., es el ejemplo arquetípico. Para el epicureísmo la búsqueda del placer es la máxima virtud de todo humano. Pero el hedonismo epicúreo no es una llamada a la propagación indiscriminada del placer. Hay modos mejores y peores de acercarse a ellos, por eso apela a la prudencia. Si buscáramos saciar el hambre mediante una placentera comida, por ejemplo, pero lo hiciéramos a través de un gran banquete, probablemente el objetivo opuesto sería lo único que conseguiríamos: un dolor estomacal de lo más desagradable. De hecho, el epicúreo Apolodoro relata que su maestro solía alimentarse de pan y queso, y que solamente bebía agua. Así que para este referente del hedonismo ni los banquetes continuos ni copiosos ofrecen la satisfacción plena de la felicidad que anhelamos.

En momentos de estrés, sin embargo, donde la tensión reclama vías de satisfacción compulsiva inmediata, esa prudencia queda en entredicho. Por eso es usual acudir a dulces, snacks o demás “productos” alimenticios para compensar ese urgente reclamo. Incluso el mismo Jean-Paul Sartre reconocía que le pasaba. Pero justamente lo gastronómico apunta a todo lo contrario: hay que aprender a gozar del placer de comer, hay que desarrollar un gusto prudente, ponderado, de las posibilidades que la experiencia culinaria nos brinda. Es, en este sentido, genuinamente aristotélica: implica la habilidad de saber encontrar por medio de la deliberación qué hay de óptimo y qué no en las acciones que se quieren llevar a cabo. Y eso es justamente la prudencia: ni exceso ni defecto, ni temerario ni temeroso.

[ms_panel title=»Para saber más…» title_color=»#dd3333″ border_color=»#ddd» title_background_color=»#f5f5f5″ border_radius=»0″ class=»» id=»»][ms_featurebox style=»2″ title_font_size=»14″ title_color=»#000000″ icon_circle=»no» icon_size=»46″ title=»El vientre de los filósofos» icon=»» alignment=»left» icon_animation_type=»» icon_color=»» icon_background_color=»» icon_border_color=»» icon_border_width=»0″ flip_icon=»none» spinning_icon=»no» icon_image=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/03/vientre.jpg» icon_image_width=»240px» icon_image_height=»385px» link_url=»» link_target=»_blank» link_text=»» link_color=»#dd3333″ content_color=»» content_box_background_color=»» class=»» id=»»]Michel Onfray, filósofo francés nacido en Argentan en 1959, pretende en este libro, según sus propias palabras, “mostrar en qué consistía el olvido del cuerpo en la filosofía, de qué manera se ocultaba la carne cuando todos los pensamientos son simple producto de un cuerpo en interacción con la realidad, los otros, el mundo” para lo cual, tomó como ángulo de ataque la relación con la alimentación de siete de algunos de los filósofos más importantes: Diógenes, Rousseau, Kant, Fourrier, Nietzsche, Marinetti, y Sarte.[/ms_featurebox][/ms_panel]

La gastronomía tiene que ver con una constante reconsideración de las posibilidades del comer. Es un campo permanentemente abierto, por eso está más centrado en la cualidad y calidad de lo sentido, que en la satisfacción inmediata de la necesidad biológica. Por eso presupone, como hemos dicho, una saciada nutrición y una posibilidad real de acceder a su posibilidad, tanto en lo económico como en lo socio-cultural. Si gastronomía es ahora más que nunca cultura, arte, profundización en lo humano, es porque se cultiva, es la expansión del ethos, del carácter, del gozo que puede comportar la experiencia humana.

[quote]La gastronomía tiene que ver con una constante reconsideración de las posibilidades del comer. Es un campo permanentemente abierto, por eso está más centrado en la cualidad y calidad de lo sentido, que en la satisfacción inmediata de la necesidad biológica[/quote]

Ethos, palabra griega de la que proviene ética, significa carácter. Carácter entendido como el punto en el que las cosas alcanzan la expresión de lo que pueden llegar a ser. El ethos de la gastronomía es la experiencia prudente de un placer sensorial que se trasciende a él mismo constantemente. Por eso mismo debe ser sostenible, es decir, constituida por una actitud de responsabilidad y de cuidado con el entorno (una agricultura lo más natural y ecológica posible; una ganadería respetuosa con el bienestar de los animales) y crítica con la explotación capitalista de la industria alimenticia a costa de la salud general.

Asimismo, el gozo, el bien y la felicidad, cuanto más universales y a disposición de más seres humanos, más plenos y más sostenibles. La plena felicidad va de la mano de la plena felicidad de los demás, dice el utilitarista Stuart Mill (siglo XIX), por eso Aristóteles acuñó eso de que somos animales sociales. Así que abrámonos y curioseemos en el gozo del comer, sí, pero jamás dejemos de recordar la tragedia que es que demasiados prójimos sufran de hambruna y severa desnutrición. En pleno siglo XXI, cuando en el primer mundo los supermercados pueden abrir 24horas, 365 días al año, eso es una imperdonable injusticia.

El comer constituye una cultura, y por ende un arte, pero es ante todo una necesidad. Así que si la gastronomía no quiere convertirse en una cínica frivolidad y sí en un camino para experimentar más y mejor la vida, entonces debe asumir como propia e irrenunciable la necesidad, imperiosa, primaria e irrestricta, de que el hambre en el mundo no dure ni un minuto más. Es la principal condición de posibilidad para que todos los humanos, sin excepción, podamos experimentar el placer del buen comer. No hacerlo la haría inhumana, y por eso indigna de ser tenida por cultura.

 

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