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  • El mito de la Prohibición

    El mito de la Prohibición

    Lejos de ser la edad de oro del cóctel, la Prohibición significó la destrucción de una rica cultura gastronómica

     

    Las historias populares de la cocina -o de todas las formas en las que los humanos han tratado de hacer que la necesidad de comer y beber fueran más agradables- dejan espacio para explicaciones de dos tipos: error y disimular. Así, según una versión, la Tatin nace de la unión, lamentablemente demasiado frecuente, de la tarta y el suelo. Recogida por una de las hermanas Tatin, las manzanas y la masa regresaron al plato del revés. Y así, del error surge el genio. Del otro lado, la cocina medieval debió su profusión de especias a la mala calidad de la carne o el pescado. Sabores rancios e incluso podredumbre se encubrían -y disimulaban- por el modesto velo de las especias orientales.

    Como era de esperar, lo que se supone cierto para la gastronomía sólida también se aplica a la líquida. El cóctel -tan popular en las revistas de tendencias actuales- nacería de esa manera: para disimular la mala calidad de los licores con jarabes, jugos de frutas, hierbas… Siguiendo este razonamiento, los años de gloria de este arte de la ocultación sólo podían coincidir con la Prohibición estadounidense. Dado que el barman sólo tenía acceso a productos de contrabando de origen muy dudoso, su creatividad, naturalmente, tuvo que ponerse a la altura de tamaño desafío.

    El mito explica que el cóctel nació para disimular la mala calidad de los licores con jarabes y por tanto los años de gloria de este arte de la ocultación sólo podían coincidir con la Prohibición estadounidense

    Pero la historia de la comida se ha convertido en una disciplina seria, de aquellas que se imparten en la universidad. Y sabemos, sin lugar a dudas, que las especias no se utilizaron para enmascarar la carne de tres semanas. En realidad, es un mito difundido en tiempos posteriores por aquellos que intentaban vender un nuevo concepto de cocina. Los hechos materiales son indiscutibles y van desde lo espiritual a lo económico. La Edad Media estaba fascinada por las especias porque se creía que provenían del paraíso terrenal, que se situaba en algún lugar al Este. Más prosaicamente, su precio extremadamente alto las convirtió en un símbolo de estatus social. Cuanto más especias pusiera su cocinero en sus preparaciones, más rico era usted. Y si eras tan rico, ¿realmente ibas a servir carne de mala calidad?

    Desafortunadamente, la historia de las bebidas, -y en particular de las que no son vino-, no ha avanzado tanto. El retraso es enorme. A pesar de los esfuerzos de algunos autores, el folklore continúa dominando. Sin embargo, sabemos que la Prohibición fue un drama para el cóctel, y que sólo sobrevivió porque la práctica de la mezcla a la americana se había extendido por Europa y Cuba, durante los primeros años del siglo XX. Aportar pruebas que lo ratifiquen es bastante simple. Si la Prohibición fue una edad de oro, el cóctel debería beneficiarse posteriormente de una mejor imagen,  deberían haber surgido más recetas clásicas en esa época que en las anteriores y las careras profesionales de los grandes maestros deberían haberse desarrollado durante esos años. Sin embargo, no es en absoluto el caso, al contrario.

    Pero empecemos por el principio. Mucho antes de que el cóctel se convirtiera en una palabra general para cualquier tipo de mezcla de bebidas alcohólicas, el término se refería a un tipo específico de preparación: mezclar un alcohol con azúcar, agua (o, más tarde, hielo) y bitters aromáticos (un concentrado de hierbas, raíces y especias  — Angostura es la marca más famosa). Su historia es bastante simple. Los bitters eran productos medicinales que curaban supuestamente todo tipo de dolencias. Se tomaban en cantidades muy pequeñas por la mañana, ya que su intensidad y amargura no invitaban a nada más. Pero todo es mejor con alcohol y menos amargo con azúcar. Pronto, algún listillo en algún lugar decidió mezclar sus bitters matutinos con estos dos ingredientes. Cuando, a principios del siglo XIX, la mezcla se convirtió en una bebida llamada cóctel que se usaba en las tabernas en lugar de en el boticario, la preparación no ocultaba la mala calidad del licor. Por el contrario, los alcoholes y el azúcar hacen que una medicina desagradable sea potable. El cóctel no esconde: realza.

    Las siguientes décadas vieron el desarrollo de una profesión. El arte de la barra se codifica y se inventan sus utensilios: coctelera, colador, cuchara de barra. El primer manual apareció en 1862 y su autor, Jerry Thomas, termina por ganar -se dice- más que el vicepresidente de Estados Unidos. Las recetas se vuelven más complejas y sofisticadas. Los licores europeos -Chartreuse, maraschino, curaçao – se introducen en las fórmulas básicas para sorprender al cliente y, sobre todo, para aumentar los precios. A finales del siglo XIX, los barmen son -como los chefs de hoy- figuras públicas solicitadas por los periodistas de las secciones que aún no se llamaban « estilo de vida ». Se organizan competiciones para premiar a los mejores. Y los establecimientos que sirven sus bebidas, con la Hoffman House a la cabeza, están reservados para lo más granado de la sociedad. En Estados Unidos, el cóctel es parte del sector del lujo, como el champán. Si la Prohibición hubiera sido tan beneficiosa, debería haberlo hecho mejor que esta primera edad de oro. ¿Fue el caso? Para nada.

    La decisión de prohibir el comercio de licores mata a todo un ecosistema. Trece años después, cuando el comercio de licor vuelve a ser legal de nuevo, la profesión es un desierto

    En realidad, la decisión de prohibir el comercio de licores mata a todo un ecosistema. Barmen y bares deben hacer una elección: legalidad o ilegalidad. Los grandes nombres de la barra de entonces -gente como Henry Ramos, Harry Craddock o Duncan Nicol- se retiran o se exilian. No hay forma de que trabajen clandestinamente después de experimentar la gloria. La Hoffman House cierra. Pronto será seguida por Delmonico’s, el restaurante más prestigioso de Estados Unidos pues -ayer como hoy- los márgenes de los mejores restaurantes dependen del alcohol. ¿Qué queda? Algunos locales que deciden servir alcohol en secreto y bartenders sin experiencia que están dispuestos a arriesgarlo todo. Trece años después, cuando el comercio de licor vuelve a ser legal de nuevo, la profesión es un desierto. Incluso será necesario pedir a los barmen que se establecieron en París o La Habana que reabran los bares de los grandes palacios de Estados Unidos. En este contexto, resulta  absurdo creer que los bares clandestinos albergaban grandes genios.

    Más allá de la ausencia de verdaderos profesionales en los bares clandestinos, uno también puede preguntarse si realmente estaban sirviendo cócteles. Un establecimiento ilegal busca maximizar las ganancias sabiendo que puede cerrar en cualquier momento. El cóctel lleva tiempo y por lo tanto es un problema. Es mucho más fácil servir un alcohol con soda o cerveza de jengibre. Y, de hecho, esto es lo que se bebe en los speakeasies. Sólo en los speakeasies de lujo, protegidos por la policía y frecuentados por personas muy acomodadas, se podían ver cócteles. E incluso allí, el cliente prefería el champán. El lugar de supervivencia del cóctel entre 1920 y 1933 no es el bar sino el hogar. Sólo podían hacer cócteles las personas que habían podido adquirir bastante alcohol de calidad antes de la prohibición o aquellos que tenían acceso a un contrabandista de confianza. Con esas botellas, montaban cocktail parties. Francis Scott Fitzgerald las describe en detalle en The Great Gatsby. Pero como la mayoría de las veces era el anfitrión quien agitaba la coctelera, el nivel de las recetas no solía ser muy alto, algo que a los invitados no parecía importarle. Esto es, en cualquier caso, lo que explica, en 1934, Patrick Gavin Duffy en uno de los primeros manuales publicados después de la prohibición. Reúne los clásicos de antes y las recetas inventadas durante esta larga y maldita década. Estas últimas, nos advierte, son todas malas.

    Cada vez que se escribe un artículo sobre el tema o alguien propone una carta de «cócteles de la Prohibición», la selección consiste en cócteles inventados antes o creados en un país donde el alcohol era legal

    Si la Prohibición hubiera sido una edad de oro, debería haber dado lugar a una serie de grandes clásicos. Esto está lejos de ser el caso. Todos los cócteles conocidos que menciona Fitzgerald en su Gatsby -desde el Mint Julep hasta el Gin Rickey- son del siglo XIX. Se trata de bebidas inventadas en los mismos años que esos clásicos que a día de hoy los aficionados siguen bebiendo — el Dry Martini, el Manhattan, o el Gin Fizz. De hecho, cada vez que un «experto» escribe un artículo sobre el tema o un barman propone una carta de «cócteles de la Prohibición», la selección suele consistir en cócteles inventados antes o, simplemente, creados en un país que no vivía bajo el yugo de los fanáticos anti-alcohol. El Negroni es italiano, el Boulevardier es francés, la White Lady inglesa y el Mary Pickford cubano. Tal vez sólo se podría considerar «cóctel de la Prohibición» el French 75, cuya receta se publicó por primera vez durante la ley seca en un libro estadounidense (escrito por un aficionado, no un barman). Y ni siquiera estamos seguros de su historia.

    Pero el problema de la Prohibición no se limita a las recetas o la calidad de los profesionales. Las consecuencias fueron dramáticas para los espirituosos y el consumidor. Los destilados más famosos de Estados Unidos, el bourbon, el whisky de centeno o el Applejack, deben pasar por el envejecimiento en barrica. Por lo tanto, no estaban disponibles una vez que el comercio de licor volvió a ser legal. Por razones de conveniencia y costes, los bares se pasan a la ginebra, al vodka o al ron caribeño. Durante décadas, los destiladores estadounidenses tuvieron que correr detrás de sus competidores europeos, abandonando en el camino una serie de características que constituían la riqueza de sus productos antes de 1920. Al mismo tiempo, la nueva generación de consumidores no había sido educada en beber cócteles con discernimiento y exigencia. Todo valía y si todo valía, ¿por qué acudir al profesional que busca la excelencia? Al final, no es una exageración decir que la Prohibición, y luego la Segunda Guerra Mundial (esa es otra historia), echaron a perder el cóctel durante décadas. Fue sólo en los años 90 cuando el arte de la mezcla  recuperó el esplendor perdido en esa época.

    El mito de la edad de oro de la Prohibición, por desgracia, sobrevive. En primer lugar, se debe a la ignorancia histórica de los profesionales del bar. La Prohibición, sus barras clandestinas y sus gangsters con armas automáticas fascinan. El período tiene algo romántico, y varios emprendedores lo han sabido aprovechar. La fantasía se impone a la realidad. Con una historia hecha a medida para seducir al cliente, el barman no tiene ninguna razón para ir más allá. Pero el mito también sobrevive gracias al desprecio de cierta prensa gourmet que durante mucho tiempo ha visto el cóctel como algo bastardo: estadounidense, por lo tanto, incivilizado. Es inevitable que no sea difícil convencer a estas grandes mentes con una historia popular que confirma sus prejuicios en todos los puntos. Incluso los periodistas que tienen afición por la coctelería tienen una parte de la culpa: sin verdadera educación en la materia o conocimiento, toman el cóctel como una anécdota divertida y aceptan con tanta facilidad las historias poco probables que les cuentan como las recetas mediocres que alaban en sus publicaciones.

    En este contexto, los pocos autores o barmen para quienes un Daiquiri perfectamente equilibrado es algo tan sagrado como una ensalada de tomate perfectamente sazonada tienen la impresión de predicar en el desierto. Y se hacen una pregunta legítima: ¿hablaríamos de una época dorada de la gastronomía sin grandes chefs, sin grandes restaurantes, sin grandes platos? La respuesta es obvia: no. Dejemos de llamar ‘edad de oro del cóctel’ si no somos capaces de citar un buen bar que apareciera en ese momento, un buen barman cuya carrera hubiera florecido bajo Al Capone o un buen cóctel nacido bajo la doble amenaza del arma del gángster y el brazo armado de la ley.

    Traducción del francés: Albert Molins Renter