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  • Una novela francesa

    Una novela francesa

    Deben de ser las cinco y pico de la mañana de un sábado, cuándo me despierta mi abuelo. La abuela anda por la cocina preparándome un vaso de leche mojado en unas gotas de café. Ella va enfundada en una bata azul que recuerdo suave y brillante. Él ya está vestido, yo nervioso.

    Salimos a la calle y nos dirigimos a la panadería de la vuelta de la esquina. Hace frío, de esos inviernos de antaño, de leotardos, hielo en el cristal del coche y jerseys que picaban, herencia de primos mayores.

    La calle aún en penumbra, el rótulo de la panadería con sus dos focos iluminando la acera, la persiana bajada. Nos colamos dentro dejando atrás el despacho de pan, y llegamos al obrador. Suelo lleno de serrín y harina, olor a chocolate, trasiego de personas, cajas inmensas de plástico con un montón de payeses de medio quilo, quilo o quilo y medio, sacas de pan llenas de barras con albaranes escritos a mano pegados con celo, dispuestas para su entrega.

    El panadero me atusa el pelo mientras me extiende un croissant pequeño

    El abuelo recoge nuestro pedido, una de las sacas de papel con barras de medio, y una caja plástica amarilla con las pastas. El panadero me atusa el pelo mientras me extiende un croissant pequeño. Está relleno de chocolate, en barra, firme y algo dura, que son los que me gustan desde entonces.

    Llegamos al restaurante de la familia, entramos por la cocina, encendemos las luces, el abuelo deposita su abrigo color camel en el perchero, junto a la zona de la caja, donde trabajaba mamá. Un espacio adyacente a la barra desde donde expedía facturas con una vetusta máquina registradora, los camareros entregaban las comandas, y se anotaban las reservas.

    Enciende los vaporizadores de la cafetera, muele café, expone las pastas, dispone los periódicos, enciende el lavavasos, sube las persianas y me sirve un cacaolat tibio con un chucho de crema, bien frito y rebozado en azúcar, mientras esperamos que entren los primeros clientes.

    Mamá y la abuela, con los tíos Luis, David y Manolo llegarán sobre las once, para comer con la familia, la real y los empleados.

    Después le pediré a mamá que me vista con la camisa blanca, el pantalón negro y el chaleco. Cogeré un libro de comandas y me pasearé por las mesas

    Yo me pasaré toda la mañana, hasta la hora de comer, fiscalizando el trabajo del abuelo en la construcción de los salones de banquetes, los jardines y el parque infantil.

    Después le pediré a mamá que me vista con la camisa blanca, el pantalón negro y el chaleco. Cogeré un libro de comandas y me pasearé por las mesas, preguntando a los clientes si están bien atendidos o les falta alguna cosa. Todo bajo la atenta mirada de Litri, uno de nuestros camareros, que no sabía qué hacer con aquel retaco de metro veinte en medio del comedor haciendo de maître de sala.

    Ya ha llegado la primavera, atrás quedó el invierno, es mayo y estamos en plena temporada de banquetes. Toda la familia echando una mano: mi prima, mi tía Mercedes, mi tío, la abuela, mamá…

    Tía Mercedes con un plástico de helado a granel, reciclado en tupper, lleno de ensaladilla rusa con una boleadora también de helado, montando entremeses

    Yo y mis primas andamos correteando por la cocina del jardín, intentando ayudar a los mayores. Cientos de platos blancos esparcidos por la cocina, encima de la nevera central, las mesas de los laterales, el pase de cocina o en tablillas -puestas encima de fuegos y fregaderos- para qué sirvieran de apoyo.  Tía Mercedes con un plástico de helado a granel, reciclado en tupper, lleno de ensaladilla rusa con una boleadora también de helado, montando entremeses. El resto de la familia detrás, con sus delantales, y bandejas llenas de embutido acabando de montar los entrantes de las comuniones que estaban por venir.

    Nosotros, con cuidado, llevábamos los platos a la cámara frigorífica, donde se apilaban otros tantos cientos de platos montados con cuidado, uno sobre otro. En un lado las piñas con jamón, en otros los entremeses o las copas con los cócteles de gambas.

    La abuela no nos quitaba ojo, no fuera a ser que se nos cayera algún plato y armáramos un estropicio. Tan puntillosa, con tanto carácter, era la que llevaba a todo el mundo firme en aquella casa. Cuando llegaban esas fechas, los fines de semana era la primera en llegar y la última en irse. Durante la semana, andaba en la cocina y por las tardes en la lavandería, remedando servilletas, lavando y planchando aquellos manteles largos y blancos que usábamos para los banquetes.

    Nosotros, a lo nuestro. Cuando nos cansábamos salíamos a los comedores, donde un ejército de camareros acababa de montar las mesas, en forma de U, con presidencia, sin presidencia o redondas. Algunos movían maceteros y biombos, separando el sinfin de celebraciones que acontecían cada fin de semana durante la temporada.  Otros preparaban los cócteles, San Francisco y sangría de cava.

    Cuando ellos terminarán el montaje, la abuela iría a cortar los rosales con el jardinero, y acabaría de decorar las mesas, junto a los centros que había traído el florista, para economizar algo. Total, se los acababan llevando.

    Mamá se pondría con las tarjetas dónde escribía el nombre de cada invitado y su lugar en la mesa, según indicaciones de los anfitriones. Después se quitaría el mandil, se cambiaría y maquillaría, para recibir a los invitados y ejercer con un par de camareros, de guardia de seguridad, para qué nadie moviese las tarjetas de lugar buscándose sentarse dónde le diera la gana y no dónde el anfitrión quería.

    En la cocina central olía a redondo de ternera, patatas asadas y a canelones gratinándose para los menús de los pequeños

    Nosotros mientras, esperábamos a que llegará el pastelero, con aquellas inmensas torres de tarta massini, con flores y brillantes perlas de azúcar, entrando y saliendo de la cocina de la masía, edificio neurálgico del negocio, adyacente a los jardines donde estaban las carpas de banquetes, la cocina de apoyo, lavabos, barra, lavandería…

    En la cocina central olía a redondo de ternera, patatas asadas y a canelones gratinándose para los menús de los pequeños. En la de fuera, a huevo duro, piña, sorbete de limón, charcutería y patatas chips.

    Jugábamos también con el tío David, con sus tejanos dos tallas más grandes, su camisa con algunos botones abiertos, su pecho sin vello, pálido, muy delgado, sus ojos azules y aquel pelo canoso que alguna vez fue rubio, sacando patatas sin descanso de la peladora automática, rallando tomate para el pan, dándole un trago a las distintas botellas de vino que tenía escondidas por la cocina y nosotros asustándolo y gritándole “maloqueiro” mientras simulaba que salía a perseguirnos, aunque andaba bastante desbordado con aquella jarana.

    Él llevaba el cuarto frío durante la semana, hacía lo que buenamente podía, dado su alcoholismo. Pelaba las patatas, cortaba lechugas y tomates, preparaba los cortes de helado, las copas de frutas, los pijamas…

    Brasil, permanentemente, Brasil. El éxodo a Brasil, en todas las comidas, en todas las sobremesas

    Vivía con los abuelos, que una vez lo llevaron a Brasil con ellos, que empezaban a prosperar, para que triunfara, y se lo tuvieron que traer de vuelta con ellos, sin haberlo conseguido.

    Brasil, permanentemente, Brasil. El éxodo a Brasil, en todas las comidas, en todas las sobremesas. Brasil, Sao Paulo, Santos, siempre había una historia, y a nosotros nos encantaban las historias.

    El restaurante que tenían allá allí, abierto 24horas, que la abuela llevaba con mano firme por la mañana y el abuelo por las noches, donde se juntaban estudiantes, intelectuales, escritores, a la salida de las últimas sesiones del cine que tenían enfrente.

    El abuelo que se pasaba muchas mañanas con el cónsul español en Sao Paulo, arreglando papeles de compatriotas.

    La abuela tuvo que dar la cara cuando el abuelo permutó por aquel restaurante dos pisos que le quedaban del último bloque que había construido, sin mirar las cuentas, y que tenía más deudas de la que pudiera imaginar. Colas de prestamistas y empeño de joyas, volver a pedir favores a familiares, salir a escondidas a comprar con la furgoneta, para que entrara género y poder servir a los clientes para pagar esas deudas.

    El abuelo, enamorado de Barcelona desde que hizo el servicio militar, y cuando para poder comer caliente se iba a la sala de fiestas La Paloma para ligar con las criadas de las casas bien

    El abuelo, leonés enamorado de Cataluña, cada vez que oía a alguien en Brasil hablar catalán trababa amistad. Como con Vicente, pintor paisajista, cuya amistad perduro hasta acompañarnos en el 80 aniversario de la abuela.

    El abuelo, enamorado de Barcelona desde que hizo el servicio militar, y cuando para poder comer caliente se iba a la sala de fiestas La Paloma para ligar con las criadas de las casas bien y cambiaba sexo por algo que llevarse a la boca.

    El abuelo enamorado de la ciudad en la que nací y que me ha visto crecer, fue el que, al regresar tras la muerte de Franco, hizo que la familia se instalara aquí.

    La abuela el día que descubrió que un cocinero le robaba los solomillos, con un doble forro en el pantalón y tuvo que echarlo.

    Los abuelos y la anécdota del día que vinieron los militares de Hacienda y Seguridad Social a cobrar atrasos, en plena época de Carnaval que era cuándo más se facturaba, y el abuelo saco brandy y anís español y los emborrachó a todos. Se fueron bailando un pasodoble sin llevarse un duro de la caja.

    El día que mamá llegó a casa y se encontró sin su ropa, y el abuelo le dijo que la había regalado a un español sin suerte, al que había metido de polizón en un barco de chanchullo con el práctico para que volviera a España con algo entre las manos.

    Cuando los abuelos compraban coches de lujo en Andorra, para pasear por España unos meses, y lo revendían al mismo comprador -les salía más barato que alquilarlo- y recorrían la península visitando a amigos o familiares, antes de volver a Santos, en Brasil y que una vez fueron invitados a comer por aquel español que mandaron de vuelta con la ropa de mi madre, al que se cruzaron sin buscarlo.

    La abuela y el dinero que presto el abuelo a un tipo que desapareció del mapa, y en un viaje a España, haciendo escala en Caracas, consiguió encontrarlo y recuperarlo. Menuda era la abuela.

    Siempre fuimos los más ciertos en horas inciertas, como cantaba Roberto Carlos.

    Cientos de historias, fotografías, familiares que venían a visitarnos ahora a España o brasileños cómo Gisela, que vino a estudiar Periodismo, fue estafada con el alquiler del piso y la mandaron a que preguntara por los abuelos al restaurante en busca de ayuda. Obtuvo casa, comida y un trabajo: cuidarnos a nosotros mientras mamá trabajaba.  Pudo seguir los estudios y por supuesto, obtuvimos una amistad que aún perdura.

    Es nuestro corazón una casa de puertas abiertas, siempre fuimos los más ciertos en horas inciertas, como cantaba Roberto Carlos

    Los inviernos y las primaveras de la infancia, dieron paso a un triste otoño que duró demasiado.

    El abuelo ya no estaba con nosotros, tío Luis, hermano de mi madre tampoco. Tía Mercedes ha fallecido no hace mucho y la bisabuela Carolina fallecería poco después.

    Quiero ir al cine con los amigos, pero hay faena ese fin de semana. Mi hermano y yo nos refugiamos en el piso de arriba de la masía. Hace tiempo que aquello dejo de ser divertido, para convertirse en una obligación fastidiosa.

    Mamá nos llama para que bajemos a fregar platos, nosotros estamos tumbados sobre los camastros que sirven para que la familia descanse entre turnos, viendo la pequeña televisión. Decimos que ahora vamos, pero ninguno de los dos se mueve. Es la eterna pelea, yo tengo la sensación que sobre mí ha recaído el peso del hermano mayor y me niego a bajar.
    Él ni se mueve, y se que no piensa hacerlo. Me mantengo en mis trece, me levanto, le razono, me saca de mis casillas, se ríe de mí. Vuelvo al camastro hasta que mamá sube y aparece para abroncarnos. Esta vez me niego a moverme. Ya lo he hecho cientos de veces.

    Tocaba aguantar a la abuela vigilando que no gastará demasiado jabón si tocaba fregar las ollas, y me repetía mil veces cómo y qué cantidad había que poner

    Por lo menos con la reforma de la cocina, con el nuevo lavavajillas, era más fácil que fregar a mano como antaño. La ducha del grifo a presión ayudaba, se montaban los platos en las cestas, se pasaban por la máquina, se secaban con algún mantel viejo y se apilaban en su lugar. Lo único que tocaba aguantar era a la abuela vigilando que no gastará demasiado jabón si tocaba fregar las ollas, y me repetía mil veces cómo y qué cantidad había que poner en aquel cuenco de plástico rojo, diluido con agua para economizar. Y por supuesto oírla repetir la cantinela que el diseño de aquella cocina se le había ocurrido a ella, que era la más lista de todos lo inútiles que la rodeábamos, excepto sus hermanos.

    Pero está vez me niego a bajar y me quedo sin cine con los amigos.
    Muchos familiares han ido falleciendo, y los qué no, se fueron, cómo papa, que buscó refugio para un corazón roto, aún enamorado de mama, lejos de sus hijos. O las primas, que se hicieron mayores y preferían quedarse en Barcelona con sus amigas.

    Qué más da ya el cine, soy un adolescente incomprendido más.

    Tras aquel largo otoño en una etapa de mi vida, vino un duro verano. Siendo un estudiante mediocre, por vago, no por falta de capacidad, hubo que arremangarse en el restaurante de la familia, tras casi tres años en la escuela de Hostelería.

    Mis primeros servicios como camarero en el restaurante. Ramón enseñándome el oficio y dejándome toda la pila de cubiertos, las aceiteras, rellenar los vinos y remonte de parte del comedor para el servicio de la noche.

    Ramón era el tercer miembro de la familia López que pasaba por allí. Su padre Boni, fue maître en nuestra casa con la abuela. Después le tocó a su hermano Isidro cuando mandaban a medias mamá y la abuela, y ahora le tocaba a él. Era la mano derecha de mamá.

    Por las noches había que dar de cenar a los camioneros que aparcaban en nuestro parking. Venían de Francia, Alemania, Andalucía, Asturias o Valencia

    Ramón abría la casa a las siete de la mañana y se iba por las tardes. Yo hacía los turnos de mediodía y noche, sirviendo menús a los currantes de la zona.

    Por las noches había que dar de cenar a los camioneros que aparcaban en nuestro parking. Venían de Francia, Alemania, Andalucía, Asturias o Valencia, y pasaban días con nosotros, semana tras semana.

    Espejo, D’Artagnan, Angelillo, Gato, Varón, el Turbo, Roque, Paco, Jose Luis -años más tarde supimos que era Juan Luis, mi abuelo le había cambiado el nombre y así se había quedado cuándo venía a Barcelona, con su camión, desde Santander-, Lucas, Sánchez, Román, los de Coreco, los de los Muebles de Valencia…
    Todos ellos nos vieron crecer y nos acompañaron mucho tiempo, dejando de ser muchas veces meros clientes.

     

    Cuando mamá cerraba, nos acostumbramos a que los dejara en Barcelona, con la furgoneta del negocio, para qué se tomaran una copa, y yo, siguiendo la tradición, también lo hice. Igual que tocaba llevarlos de copas, también había que llevarlos al médico cuando les caía un mueble en el pie, recogerlos en la autopista cuando se quedaban tirados a pocos kilómetros de nuestra casa, indicarles cómo llegar a los sitios de entrega, guardarles enseres mientras cargaban parte de sus camiones, intentando completar la carga para sacarse un dinero digno y volver a casa sin perder los ingresos de la vuelta.

    No supimos adaptarnos a los tiempos. Seguramente por falta de experiencia. Mamá no había visto otro restaurante que no fuera aquel, yo tampoco

    Todos aquellos largos veranos, otoño suaves y cálidos inviernos -ya no hacían falta leotardos, ni rascábamos hielo de los parabrisas, ni mucho menos heredábamos ropa de los mayores- fueron de aprendizaje, aunque también de altivez inmadura, de decisiones precipitadas que dieron al traste con un negocio que ya iba en franca decadencia.

    No supimos adaptarnos a los tiempos. Seguramente por falta de experiencia. Mamá no había visto otro restaurante que no fuera aquel, yo tampoco.

    Muchas veces vivíamos un choque generacional, yo quería emprender cambios, ellas no los compartían. Los clientes también cambiaban.

    Donde antes bastaba un buen plato de comida, una botella de vino modesto y un módico precio, ahora exigían cocina saludable, vino superior, mantelería acorde y el mismo módico precio.

    Los banquetes exigían exclusividad de espacio, pero no estaban dispuestos a pagarlo. Exigían vajilla, menaje, mantelería, aperitivos largos en los jardines y platos principales de diseño y nuestra cocina e instalaciones seguían ancladas en otros tiempos.

    La decoramos como un castillo medieval, pusimos tiradores de cerveza en algunas mesas, me traje de Brasil los novedosos metros de bebida, dónde servíamos a granel de 2 a 5 litros de cualquier bebida

    Antes de pasar cuatro estaciones más, viéndolas venir, tomamos la decisión de reconvertir los antiguos comedores de banquetes en una simple cervecería. Dejar el restaurante funcionando con los menús y la carta únicamente al mediodía, y abrir por las noches el otro espacio.

    La decoramos como un castillo medieval, pusimos tiradores de cerveza en algunas mesas, me traje de Brasil los novedosos metros de bebida, dónde servíamos a granel de 2 a 5 litros de cualquier bebida. Desmantelamos una pizzería de Mataró, que cerraba, y nos trajimos mesas, sillas, horno…

    La llamativa decoración dio paso a servicios de doscientas y trescientas personas en viernes y sábado. Al principio desbordados, ante la demanda, novedosa para nosotros. Pero conseguimos, mes a mes, mejorar los tiempos de servicio, montar buenos equipos de sala y cocina, que siguen siendo amigos.

    Volvía cierta alegría a la casa, la abuela seguía dando guerra en la cocina, mientras nos aleccionaba sobre cómo hacer buenas pizzas, como las qué hacía ella en su restaurante brasileño. La de palmito, la de presunto con queijo

    Mamá nos ayudaba en la barra y llevaba la caja, como siempre.

    La cosa iba tan bien, que montamos un bar de copas en la antigua masía de los abuelos, que cerramos sin mirar atrás.

    Fueron cinco años de alegrías, para nosotros, hasta que la crisis nos devolvió a la triste realidad, y todos aquellos clientes del cinturón obrero de Barcelona que poblaban nuestras mesas, jóvenes y familias, dejaron de venir.

    Tras aquel invierno, aquella primavera, el oscuro otoño, el duro verano y los años que siguieron, cerramos. De eso hace ya bastantes años, todo se pierde en el horizonte. La abuela paró de trabajar y se nos fue marchitando poco a poco. Mamá vive ahora de alquilar plazas de párking a camiones.
    Yo sigo dando guerra en la hostelería, mi hermano harto de los bares eligió las discotecas.

    La abuela se fue, se fue sin entender que no nos iba tan mal, que quizá ahora somos más felices, sin vivir por y para aquel negocio

    Hace ya un año que falleció mi abuela. Es una losa demasiado pesada, ella, la constante, la que se fue a Sudamérica con 18 años y triunfó. Se casó, emprendió, montó hotel y restaurantes, se llevó hermanos y junto a mi abuelo, ayudaron a todo aquel que pudieron.

    La abuela se fue, se fue sin entender que no nos iba tan mal, que quizá ahora somos más felices, sin vivir por y para aquel negocio.

    Pero se fue mientras en su entierro sonaba My way de Sinatra, en paz, y habiéndose despedido de todos los que siguieron ahí.

    Y ahora yo estoy aquí, acordándome de todo esto, en un terreno de 8.000 m2.

    Terreno yermo, en lo que antaño fueron los jardines dónde correteaba con mis primas, jugábamos al mini golf, saltábamos en las camas elásticas, esperábamos al pastelero y llamábamos “maloquero” a mi tío David, fallecido unos años antes que la abuela.

    Un terreno, negocio, que fue huracán, que nos marcó a todos, y del que algunos aún nos estamos recomponiendo.

    Cuántos fantasmas bailan en este terreno yermo.  Cuántas lágrimas, discusiones… Qué de cosas vivimos, qué felices fuimos, en este solar, que antaño fue lugar de celebraciones

    Mientras, observo a los camiones aparcados. El restaurante ahora es un parking, y aún puedo ver las carpas llenas de mesas, biombo tras biombo, cientos de familias celebrando la comunión de sus hijos, los camareros de smoking y pajarita, niños correteando por los jardines, el músico o la orquesta animando la fiesta, mientras el Larios con Coca cola o el Cubalibre de Bacardí bajan por las gargantas de los sedientos, vuelan las corbatas a las cabezas de algunos mientras suena Paquito el chocolatero, alguien sube a una novia a una silla mientras le cortan la liga al ritmo de Joe Cocker y un grupo de chicos, amigos del novio, entra en la cocina para pedirnos una bandeja con un par de huevos duros, una zanahoria y un chorretón de mayonesa para gastar una broma.

    Cuántos fantasmas bailan en este terreno yermo.  Cuántas lágrimas, discusiones… Qué de cosas vivimos, qué felices fuimos, en este solar, que antaño fue lugar de celebraciones.