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  • Cocina, testosterona y rock

    Cocina, testosterona y rock

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]H[/ms_dropcap]ace unos diez años escribí un texto sobre las diferencias entre el ambiente del sector gastronómico español y el anglosajón. Redactado, como tantos otros en mi vida, más desde la intuición que desde un conocimiento profundo y basado en las evidentes diferencias entre lo que por entonces plasmaban los documentales, los libros y las revistas de aquí y de allí.

    En España todavía no existían ni MasterChef ni Pesadilla en la cocina, los cocineros lanzando miradas asesinas a sus discípulos en primer plano y en prime time eran algo que desconocíamos aún y muchos teníamos la idea de que una cocina debía funcionar como una máquina bien engranada: eficiente, silenciosa, regular, sistemática. Recuerdo comidas en Casa Marcelo o en Dos Cielos, locales en los que por aquella época el comensal podía ver el funcionamiento de la cocina, que me pasmaron por la concentración, la efectividad y el silencio del equipo. Eso, pensaba, es una cocina profesional.

    Al mismo tiempo, en Reino Unido, las revistas se llenaban de comentarios, rumores y anécdotas relativas a la sonada rivalidad entre Gordon Ramsay y el que fuera su mano derecha, Marcus Wareing. Ninguno de los dos tenía grandes reparos en airear trapos sucios, en retar al otro de manera más o menos velada y en colgarse medallas autoproclamándose el más duro entre los duros. Aquello olía a testosterona -y un poco a caspa- incluso desde el otro lado del Cantábrico.

    Uno no podía evitar acordarse de las bravuconadas entre los líderes de Blur y los de Oasis y pensar que aquello que hacían los dos cocineros estrella del Londres de la época tenía muy poco que ver con la cocina y que, aplicado a este nuevo contesto, resultaba esencialmente ridículo. Sin embargo, al poco tiempo Ramsay saltó al estrellato internacional con un programa titulado The F Word que ya desde el título dejaba claro el enfoque.

    Sí, lo sé, las cocinas son duras, el ambientes es casi marcial, la tensión del momento del servicio y demás. Si tienes algo que ver con el sector, por muy de refilón que sea, te han contado doscientas batallitas cargadas de sangre, sudor, camaradería y gritos. Y también de machismo, explotación laboral, reacciones infantiles, adicciones de todo tipo y nervios no siempre bien controlados que, aunque no quedan tan bien en la foto general, suelen estar ahí, de fondo, en buena parte de esas historias.

    Porque las cocinas son duras, sí, pero no tienen la exclusiva de la dureza, los nervios, los plazos y la tensión

    El cocinero que impone su valía con firmeza, al que no le tiembla el pulso, que es capaz de poner orden en el caos y que sale de todo ello como una estrella del rock triunfante después del concierto ante un estadio enfervorizado y el profesional alcoholizado incapaz de gestionar un equipo de otra manera que no sea a gritos, ignorante de los derechos de sus subordinados –ni hablemos de sus sentimientos o de su calidad de vida- no están, en realidad, tan distantes. En muchas ocasiones son la misma persona y depende más bien de quién relate el episodio y en dónde ponga el acento.

    Porque las cocinas son duras, sí, pero no tienen la exclusiva de la dureza, los nervios, los plazos y la tensión. Me pregunto si habéis estado en un laboratorio científico en el momento en el que años de investigación se pueden ir al garete, en una redacción de periódico en el momento del cierre de un día especialmente duro, en una ambulancia del 061 de camino hacia un choque en cadena en la autopista o si os habéis asomado a una reunión de becarios con jefes la víspera de un congreso al que asiste cualquier autoridad. Porque tampoco son precisamente un remanso de paz.

    Y aunque es cierto que existe una cierta épica del periodismo, de la investigación o de casi cualquier oficio esa parte, la desagradable, la que demuestra que todos somos miserablemente humanos, no es la que se suele sacar a relucir como un galón más que ponerse en el hombro. A veces hay gritos, en ocasiones se pierde el control, pero no es algo que los periodistas, los científicos, los organizadores de congresos o los médicos saquen a relucir con especial orgullo. Más bien al contrario, es ese momento en el que se pierde la profesionalidad y que todos preferimos esconder debajo de la alfombra. Mientras que en algunos relatos de cocina todo eso parece ser una medalla que colocarse en el pecho en otras profesiones tiende a verse, más bien, como un pedo en una reunión: algo que está ahí y de lo que nadie está libre, que puede pasar porque todos somos humanos pero que, vamos a ser sinceros, no nos hace quedar particularmente bien.

    Aquí es donde el recientemente desaparecido Anthony Bourdain tiene, en mi opinión, algo de responsabilidad. Porque apareció en el momento en el que perdíamos la inocencia, en el que los cocineros empezaron a ser ídolos de masas, en el que la disciplina, el rigor profesional y la pulcritud empezaron a compartir igualdad de condiciones con esa mitificación del esfuerzo, del cocinero hecho a si mismo a base de sacar pecho, de insultar al jefe, al compañero con el que hay un roce o al cliente que pide la carne a un punto que no considera digno; a base de partirse la cara con quien sea si hace falta y volver a casa magullado, pero orgulloso como un personaje más de Jessica Jones.

    Y apareció contando todo esto, que está ahí desde siempre pero que nunca se había llevado al primer plano. Lo hizo primero en un texto ya clásico en la revista The New Yorker que visto desde hoy hace que nos sorprendamos con los ingenuos que éramos respecto a este oficio no hace tanto. No pretendo negar el valor documental de su retrato de un oficio tan agradecido como en ocasiones degradante, exigente hasta casi impedir cualquier atisbo de vida social normal en muchos casos. Fue, seguramente, el primero en contarlo y en hacerlo desde dentro, sin adornos.

    Sin embargo, ese enfoque que puso una realidad hasta entonces silenciada sobre la mesa acabó por llevar, con el paso del tiempo, a una cierta romantización de lo que, a todas luces, es un ambiente poco sano. Que exista no quiere decir que sea bueno, que alguien lo haga no quiere decir que sea deseable y que a algunos les guste no lo mejora ni, ya puestos a decirlo todo, habla particularmente bien de ellos. Como en cualquier trabajo especialmente exigente –porque la cocina, a determinados niveles, sin duda lo es- son relativamente frecuentes los casos de depresión, de estrés mal resuelto, de alcoholismo, de adicción a drogas, de maltrato, de rivalidades que en ocasiones llegan a lo físico.

    Las cocinas ya no eran cocinas: eran sentinas del Bounty, eran las tripas de un submarino, eran la cubierta de un barco pirata, Lee Marvin pasando revista en Doce del Patíbulo, el Hell’s Kitchen de Sleepers, el camerino de Mötley Crüe después de un concierto

    En el momento que todo eso pasó al papel de la mano de Bourdain ganó un aura mágica, un punto de atracción. La cocina metódica, silenciosa, concentrada pasó a retratarse como un antro no siempre limpio, no siempre en condiciones laborales dignas. Humo, tatuajes, gritos, grasa, porros, miradas asesinas, restos de comida en la cámara. Si, chef. Las cocinas ya no eran cocinas: eran sentinas del Bounty, eran las tripas de un submarino, eran la cubierta de un barco pirata, Lee Marvin pasando revista en Doce del Patíbulo, el Hell’s Kitchen de Sleepers, el camerino de Mötley Crüe después de un concierto. La épica estaba servida.

    Origen y auge del Cock Cook

    You know where you are? You’re in the Jungle, baby. You’re gonna die!

    La leyenda dice que eso es lo primero que oyeron William Bailey y Jeffrey Isbell (posteriormente conocidos como AXL Rose –casualidad o no, las letras del nombre, reordenadas pueden leerse como Oral Sex- e Izzy Stradlin, de Guns N’ Roses) al bajarse del autobús que los llevó desde Indiana a Nueva York en el barrio equivocado. Con un principio así es fácil trabajarse una biografía de peleas, salas de conciertos, vomitonas en el suelo, strippers, ladillas y botellas vacías de Jack Daniels sobre la que escribir. El rock, en realidad, va de eso en buena medida y por eso nos gusta.

    I’m gonna give you my love / I’m gonna give you every inch of my love

    En los 70 empezó a conocerse todo esto, de una manera entre irónica y despectiva, como Cock Rock: una mezcla de estilos en la que sobrevolaba toda una estética basada en el marcar paquete, en las groupies arrobadas y dispuestas a todo, camisas desabrochadas hasta el ombligo; los más machos del barrio, los que tienen tatuado hasta el reverso de la oreja. Robert Plant con pantalones a punto de provocarle una hernia inguinal mientras le dice a las adolescentes lo que piensa hacerles a poco que se le pongan a tiro, AXL Rose con una erección evidente mientras canta el estribillo de My Michelle ante 70.000 japoneses. Cocaina para todos. Colchones tirados en el suelo del autobús de gira.

    El rock es música pero es también, al menos al 50%, espectáculo. Algunos dicen que es una actitud, otros que es una perfecta herramienta de marketing, pero lo que está claro es que es esencialmente una imagen, una pose. No podemos entenderlo sin todos esos comportamientos asociados. Y eso es algo que nos fascina, a mí el primero. Es una suspensión de la realidad adulta que nos encanta.

    Tanto nos gusta que cuando extrapolamos el estereotipo a otro sector –pongamos, por ejemplo, la cocina- sigue funcionando en buena medida. Seamos sinceros: la imagen de un cocinero gordito, de chaquetilla impoluta y bien abrochada, prematuramente calvo, de uñas cuidadas retirándose a casa al atardecer para escuchar a Monteverdi mientras bebe agua con gas no vendería lo mismo.

    En esto Bourdain tuvo bastante que ver. Su descripción de cocinas con olor a comida al borde de la putrefacción, con una batería de machotes dándolo todo para sobrevivir un día más, para volver a casa después de un último trago, de una última raya, escupiendo en la acera de camino hacia el metro está ahí para quedarse. Tan efectivo fue que ni siquiera hizo falta que lo contase todo. Él escribió algunas cosas, insinuó algo y adoptó, si acaso una cierta actitud. Nosotros imaginamos el resto, adornamos la historia, la cubrimos de nata y pusimos la guinda en el pastel de lo canalla, lo brutal y lo cañero.

    Todos hemos escuchado, desde entonces, historias de infidelidades, de muebles bar vacíos, de señoras que entran y salen de las habitaciones del hotel; nos han contado de aquel que salió desnudo del ascensor –imaginad algo parecido en un congreso de químicos de prestigio- del que se cayó rodando por la escalera o se tiró vestido a la piscina con una botella en la mano, del que se quedó dormido al volante en un descampado a las afueras de alguna ciudad latinoamericana. Cada uno vive su vida como quiere, por supuesto, y no es intención de este texto juzgarlo. No hablo de las actitudes, sino de la relevancia estética que esas actitudes han ganado. Rebuscad, porque no encontraréis en las hemerotecas ni en el boca a boca del sector historias semejantes sobre Guerard, Marchesi, Bocuse, Pic padre o Arbelaitz. Es algo propio de la cocina y sus alrededores en las dos últimas décadas.

    Ese es ya, de hecho, el espinazo de nuestra iconografía del cocinero contemporáneo. Con la diferencia respecto al rock de que la cocina no es –no era- una profesión con una componente visual y estética. Disfrutábamos de los frutos del trabajo del cocinero, pero el cocinero, con su estilo de vida, sus preferencias y sus gustos musicales, quedaba fuera de la ecuación hasta ese momento. Hoy la parte más defendible de ese nuevo personaje que es el cocinero estrella aparece en portada y llena cientos de webs mientras la otra, la que alimenta la leyenda, la necesaria para crear el icono, se comenta en voz baja en los corrillos.

    Hoy nos hemos acostumbrado a cocineros luciendo tatuajes o abdominales en portada, a especiales en los que se nos hace un listado de sus bandas de punk preferidas o de sus escapadas perfectas para perderse en moto o saltar en parapente; a verlos llegar a congresos o ferias rodeados de seguridad privada. Si, hay casos. Los he visto. Hemos ido hibridando la cocina con la estética de la estrella crepuscular de las artes escénicas. Esto no es, seguramente, ni bueno ni malo. Es, simplemente, nuevo; algo que ha nacido ante nuestros ojos, que sigue evolucionando y con lo que tenemos que aprender a convivir.

    Cuando lo conocí en persona, sin embargo, me encontré a un tipo altísimo y de un atractivo innegable, que llevaba un jersey que gritaba dinero con solo mirarlo; una persona cortés, pero absolutamente desinterada por cualquier cosa que pudiera decirle

    Bourdain nos dejaba estos días. Por un momento pensé en hablar del suicido como otro elemento más que ha ido añadiéndose a la ecuación, pero no creo que sea el momento para meternos en ese berejenal y no es un tema sobre el que me apetezca escribir. Con él se va el icono fundacional de esa tendencia. Cuando lo conocí en persona, sin embargo, me encontré a un tipo altísimo y de un atractivo innegable, que llevaba un jersey que gritaba dinero con solo mirarlo; una persona cortés, pero absolutamente desinterada por cualquier cosa que pudiera decirle. Me saludó, esa vez y otra al día siguiente, como podría haberlo hecho George Clooney en una rueda de prensa, mirándome los segundos justos antes de pasar a mirar y sonreir al siguiente. Me dio las gracias de una manera muy cortés y al mismo tiempo absolutamente distante.

    No es que esperase que me invitara a irme de copas a un garito inmundo que sólo él conocía, que acabáramos viendo amanecer en la playa con una botella de bourbon mediada entre los dos, que me metiese en una de esas cocinas – campo de batalla para enseñarme la cruda realidad, el fragor del servicio. Pero no hubo nada en él, en su actitud, en su pose o en sus modales que me hiciera ver al mito que se sacó de la manga.

    Fue, un poco, como cuando para tratar de hablar con un Heston Blumenthal al que tenía que presentar en una mesa redonda, tuve que tratar de franquear –sin éxito- el muro formado por su agente, su jefa de prensa y no sé quién más. Como tratar de acercarte a Pacino en un rodaje y descubrir que no es ni Tony Montana ni Serpico. Conocí, aquel día, a una estrella internacional que se comportó como tal y no vi por ningún lado ni el ruido ni la furia. Me quedo con sus libros y sus programas. Si no son la realidad son una versión estudiadamente sucia de la misma que me sirve igualmente, que refleja un momento, que desmitifica un oficio y que –a esto iba- dan lugar a una nueva estética de la cocina.

    Visto ahora, con casi una década de por medio desde aquel encuentro, la situación me parece un buen ejemplo de cuánto de pose, de artificio y de impostado hay en esto que he llamado, más por la sonoridad que otra cosa, Cock Cook, Cocina o cocinero cipotudo, quizás, en una traducción de urgencia y seguramente injusta con más de uno. Bourdain no es responsable del uso que se ha hecho de su mitología, del la eclosión de cocineros que lo arreglan todo a base de gónadas y actitud. Fue un buen escritor capaz de recoger lo más vicioso de un sector y hacerlo atractivo, fue un divulgador gastronómico más que digno y seguramente esto es lo que recordaremos dentro de 20 o 30 años por encima de sus tatuajes, sus historias de la mala vida y su sonrisa canalla. Son los hijos de esa estética incapaces de arañar más allá de la superficie los que me preocupan, los que se quedan en la parte estética, coreográfica y gestual. Los que estos días sólo recordaban el personaje y se olvidaban de su legado. Los que, en definitiva, no han entendido nada.

  • El impostor

    El impostor

    Trabajo de cocinero, pero si me preguntas si soy cocinero, aún no me atrevo a decir que sí. Mi vida laboral ha sido siempre anárquica y caótica, ya que entre otros trabajos remunerados he hecho de jardinero, escrito guiones eróticos para juegos de móviles, vendido petardos por San Juan o conducido coches de alta gama para un taller de recambios de neumáticos. De los no remunerados, mejor no hablamos. No recuerdo tener ninguna vocación desde bien temprano. Me gustaba leer y escribir por lo que creí que quería ser periodista, pero el esfuerzo, el sacrificio y la determinación eran palabras que desconocía cuando estudiaba COU. Acabé estudiando cine en el único centro de formación profesional especializado que existía por entonces, y mientras los más listos optaban por ser técnicos de sonido o editores, yo era feliz haciendo cortometrajes y escribiendo guiones de mierda. Sorprendentemente no conseguí ningún trabajo de director de cine tras acabar los estudios, pero acabé en el sector de la publicidad haciendo chocapics de poliestireno y helados de puré de patata para unos cientos de anuncios. Tras unos años trabajando en negro, con jornadas de 22 horas y sin suficiente dinero para todas las drogas que necesitaba para aguantar semejante ritmo, decidí que la mejor de las ideas era montar un bar con el dinero de la indemnización recibido tras un accidente de trafico. Ideas brillantes nunca me han faltado. ¿Qué mejor socio que escoger a un amigo de por entonces que en tres años se había sacado dos asignaturas de Derecho? Apenas cumplidos los 25 y sin ningún tipo de experiencia previa en el mundo de la restauración y la gestión, increíblemente acabé cerrando tras un año de aventura empresarial, arruinado, sin deudas pero arruinado. Y sin amigo, claro.

    Cuando uno está desesperado suele acabar en el psicólogo o en un bar y como no creo en la ciencia-ficción, empecé a servir cafés y a preparar bocadillos para pagarme el alquiler del piso, mientras seguía soñando con escribir guiones de mierda y dirigir algún día una película.

    Conocí a una italiana con la que convivir, cambié de trabajo un par de veces más y acabé, gracias a una entrevista conseguida por enchufe, en el departamento de marketing de una distribuidora cinematográfica, sector en el que trabajé diez años y que terminó en cuanto me preguntaron si quería ser director de marketing. ¿Director de marketing yo? ¿Por quién me habían tomado? ¿Acaso tenía pinta de saber encarrilar mi vida como hace la gente normal? Habrase visto semejante desfachatez, pensé. A veces aún me arrepiento, pero luego me hago una tortilla de alcachofas y se me pasa. Y ahí me hallaba yo, en plena madurez, desesperado y sin un duro por haberme dilapidado los ahorros en viajes y en un curso de cocina de un año en una escuela para pijos. A punto de ser padre en uno de los peores momentos económicos de mi vida, la desesperación me llevó a intentar entrar en el mundo de la cocina. Una decisión irreflexiva más para añadir a mi largo currículo de subnormalidades.

    Desde hace más de seis años me gano la vida tras los fogones. Empecé como pinche y durante un año aprendí a tragarme el orgullo, la explosividad y la timidez para empezar a desenvolverme con soltura mientras a diario pelaba seis sacos de cebollas, treinta kilos de mejillones y veinte de calamares. Me iba fijando, miraba, aprendía y preguntaba a quienes me rodeaban, que a su vez me miraban como a un bicho raro. Los cocineros de por sí, no preguntan o preguntan más bien poco. Pasé por cuarto frío y postres y más tarde, cuando el negocio se iba hundiendo y cada vez había menos personal, no tuvieron más remedio que ponerme en segundos platos. No sé cómo, pero no salí corriendo y de repente ya tenía un nuevo trabajo. Y desde ahí he desfilado por un par de docenas de cocinas hasta acabar en Florencia, donde me mudé por amor porque esa tontería la tenía pendiente en la larga lista de estupideces cometidas durante toda mi vida.

    La tercera acepción de la RAE define impostor como

    impostor, ra
    Suplantador, que se hace pasar por quien no es


    Obviamente soy un impostor en la cocina. Me gano la vida con ello, soy bastante bueno en lo que hago y sobre todo me gusta dar de comer bien a mis comensales, pero no me siento cómodo diciendo que soy cocinero. Llevo poquísimos años ejerciendo, no lo llevo en la sangre, no me viene de familia, no he creado un plato en mi vida, no se me saltan las lágrimas comiendo, no hago fotos de platos de restaurantes, no considero que el buen yantar deba ser considerado un arte y el sueño común de la mayoría de cocineros de abrir algún día su propio local, se convertiría en la peor de mis pesadillas.

    Creo en la cocina como una serie de factores culturales que pueden llegar a definir un territorio, como un elemento hedonístico, como un compendio de física y química que da lugar a reacciones estupendas para el paladar, como una serie de factores nutricionales imprescindibles para el buen funcionamiento del cuerpo humano y sobre todo, como una de las pamemas más grandes jamás creadas y desarrolladas en los últimos años.

    Y digo pamema y me afianzo en esta boutade porque esto de dar de comer se ha convertido en un disparate y las cocinas están llenas de intrusos e impostores como yo. La cara pública de la cocina es amable y glamurosa. Enfundados en chaquetillas ajustadas e impecables, todos los cocineros sonríen en las fotos publicitarias o de reportajes, pero precisamente pocas sonrisas verás en una cocina a excepción de cuando acaba el pase y el propietario te trae una cerveza o cuando un cliente ruso ha dejado un billete de quinientos a modo de propina.

    Los cocineros se han ganado la mala fama de alcohólicos, depravados sexuales, furibundos, despóticos, drogadictos, divorciados, deprimidos, derrotados o todo a la vez. Y aunque generalizar está feo, algo de verdad hay.

    Los cocineros generosos, de espíritu altruista y con vocación didáctica son el menor porcentaje que he visto en una cocina, pero he tenido la suerte de encontrarme a un par de ellos y he de decir que seguramente sin su ayuda, no me encontraría ahora hablando de esta profesión tan dura y sacrificada. También está lleno de gatos escaldados que un día fueron y ya no son, cocineros que quieren compaginar en vano el trabajo con la vida familiar, cocineros que no soportan más el ritmo infernal de un restaurante que funciona y cocineros que no pueden soportar el tedio de un restaurante que no funciona. Luego están los que están de vuelta de todo. Para ellos trabajar en una cocina es un empleo, nada más. Pasan de las envidias y celos que reinan en una cocina grande y saben que si van a la suya, trabajan sin pausa, hablan poco, se quejan menos y cumplen con lo que se les exige, ya tienen mucho ganado, empezando por el respeto del chef. Y por último están los impostores, los que no sabes de dónde han salido, los que nunca te contarán sus andaduras profesionales antes de recalar en una cocina. De estos sí que puedo hablar con conocimiento de causa porque soy uno de ellos. Muchos de ellos son un fraude, pero otros muchos son los que se pasan diez horas diarias a más de cuarenta grados de temperatura haciendo trabajos rutinarios, tediosos, aburridos y a veces sin sentido. Empezaron de la nada y como antaño, han desarrollado una profesión a base de aprender, saber hacer y perfeccionar. Ellos son los que pueblan un alto porcentaje de cocinas de restaurantes que trabajan y son los que te dan de comer esos ramen tan chupiguays por los que pagas un dineral y haces cola de cuarenta y cinco minutos.

    En los pocos años que hace que estoy en las cocinas he visto desde chavales de hostelería que afirmaban haber escogido esta profesión porque decían que se follaba, a un ex profesor de bellas artes que para hacer la foto perfecta de una liebre a la royale destinada a Instagram, cocinaba una pechuga de pollo y la decoraba a base de pinceles y temperas, hasta cantamañanas que se autoproclamaban genios y que en un pase de 150 comensales han acabado en una esquina de la cocina llorando en pleno ataque de pánico mientras el maître le gritaba que se levantara y cocinara.
    Poco a poco me dejé de hostias y de sentirme fuera de lugar, ya que vi que podía hacer exactamente el mismo trabajo que mis compañeros de brigada. Seguí durante meses con un perfil bajo y traté de aprender todo lo posible. Aprendí a mentir como un bellaco en los currículos hasta que comprobé que restauradores y personal de recursos humanos o no los leen o tienen graves problemas de comprensión lectora. El miedo a quedar expuesto como un fraude siempre estaba ahí, pero entendí que el currículo no sirve de nada, tan sólo el día o la semana de prueba que te exigen en muchos puestos de trabajo y que si trabajas bien y te quejas poco, ya tienes un pie dentro.

    He pasado por muchos sitios pero no puedo opinar de la Primera División. Soy como el jugador de regional que ha llegado a jugar en el equipo del pueblo porque todos los jóvenes han emigrado a la capital. Mi liga es la de las cocinas de polígono, cocinas de centros de desintoxicación para cocainómanos agresivos, cocinas para hospitales, cocinas de casa de colonias, cocinas para residencias de ancianos, comedores para empresas, banquetes, catering para matrimonios, restauradores inexpertos que no pueden pagar el sueldo de un profesional, restauradores desesperados que ya no saben qué hacer cuando son conscientes que el barco ya se ha hundido y cocinas colectivas gigantescas donde conviven cuarenta personas mal pagadas y donde reina la ley de “ya lo hará el que viene en el siguiente turno”. Este es mi mundo y aquí es donde he aprendido un oficio. Descubrí que el ritmo frenético de los pases de un restaurante me ponían las pilas, pero me mataban los dobles turnos. Que trabajar en catering requiere una gran capacidad de abstracción, próxima al síndrome de Asperger. Que las colectividades para hospitales y residencias pueden acabar de una vez por todas con cualquier pasión por la cocina. Que el trabajo diario en cantinas y comedores de escuelas y empresas es gratificante por el horario, pero muy mal pagado y a pesar de ello, que acabar cocinando con un único turno de lunes a viernes es lo que quería hacer para poder compaginar mi trabajo con estar el máximo tiempo posible con mi hija. Y lo conseguí.

    Actualmente trabajo como jefe de cocina en una mensa scolastica, colectividades vaya, la serie Z de los cocineros. Como Ed Wood tras los fogones, pero sin los jerséis de angora. Sigo siendo un impostor, pero ahora soy yo quien selecciona a posibles candidatos para trabajar en cocina.

    He dicho que no a gente con formación que tras trabajar una hora seguida me han pedido un descanso o han dimitido tras sólo un día de prueba. Mi actual ayudante de cocina vota a la extrema derecha, y es también una impostora como yo, pero trabaja a mi ritmo, no he de decirle constantemente lo que tiene que hacer y sé que puedo confiar en ella aunque de vez en cuanto le llame fascista di merda y ella a mí comunista schifoso. Doy de comer a más de setecientos niños de un comune famoso por su aceite, y a pesar de ser una de las caras menos atractivas de la gastronomía, trabajo exclusivamente con productos biológicos frescos de primera categoría y del territorio, me levanto a las cuatro y media de la mañana y no odio mi vida. De hecho me gusta mi trabajo, me gusta tanto que me hace sentir orgulloso, aún pregunto casi a diario si han comido o les ha gustado la lasagna al ragù o las scaloppine alla pizzaiola y por encima de todo, soy un impostor que creo haber encontrado mi sitio en el mundo de la cocina.

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