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  • Un ejercicio de cinismo

    Un ejercicio de cinismo

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]sto empieza con una confesión. Antes de escribir sobre comida de manera profesional –esto es, cobrando–, yo me ganaba la vida como creativo publicitario –esto es, haciendoel mal–.
    Hacía el mal. Fueron casi 20 años de apóstol del Maligno y vi toda clase de barbaridades: marcas de alcohol tratando de saltarse la legislación; proyectos de cacao soluble para bebés enriquecidos bien con estimulantes, para tomarlo por la mañana, o bien con relajantes, para la noche; explotación y acoso laboral y sexual; conspiraciones para acabar con la carrera de compañeros que harían palidecer a Cersei Lannister; consumos estratosféricos de alcohol, cocaína y MDMA –tal vez para soportar lo anterior–; y de pronto, con una frecuencia anual, el encargo de una ONG que lavaba nuestras conciencias.


    Viví durante dos décadas un conflicto interno tremendo. Hacia el final de mi carrera despreciaba lo que hacía, pero cobraba bien y, además, ¿qué otra cosa podía hacer? Había normalizado todo eso. El trabajo era fácil y yo, un cobarde. No me lapiden, ya me quité. Casi. Dentro del capitalismo o, mejor, del neoliberalismo, que viene a ser un spinoff del anterior y es el verdadero nombre del brutal marco económico en el que vivimos, los publicistas son la infantería del enemigo, los departamentos de marketing, su servicio secreto y las mesas de consejo de las grandes empresas son Kim Jong Un con hemorroides y dolor de muelas al mismo tiempo. Lo digo riendo porque es muy serio –la frase, por cierto, es de Vila-Matas–, pero así eran las cosas en el mundo de la publicidad de gran consumo –ojo, matiz importante–. Todo esto viene a raíz de un tweet en el que Albert Molins se preguntaba si un mensaje de los supermercados franceses Leclerc eran buen marketing o caradura –como si fueran conceptos antitéticos y no la misma cosa–. Yo creo que Albert quería decir si el anuncio era una muestra de idealismo o de cinismo.

    Si comer equilibradamente es un privilegio de clase, es necesario luchar. En el comercial, el supermercado llama a la luchar para evitar que comer de forma equilibrada sea privilegio de los más pudientes. Se llama a la lucha de clases, alehop, usando publi, una arma para dominar a la masa, alehop

    La cosa se plantea con una estética muy guerrera y callejera, que recuerda a una copia pésima de Banksy . Parece que Leclerc pretende empatizar con gente a pie de calle, con personas sensibilizadas sobre la alimentación, que pretende plantar cara a la industria alimentaria de la que es pieza indispensable. El cuerpo de texto del anuncio puntualiza que los productos distinguidos con determinadas etiquetas son accesibles a casi todo tipo de bolsillos, como debería ser con lo esencial para la salud. Pero la salud, ay, debería ser un derecho universal, ouch, sin mediar tamaño de bolsillo. Es el tipo de anuncio que te hace sentir muy de izquierdas y beligerante cuando lo preparas junto a tu equipo, cuando en realidad tú y tu equipo habéis sido fagocitados por el sistema y excretados como caricatura de vuestras pretensiones. Todo muy ji ji ja ja.


    Supongo que a nadie se le escapa, aunque habrá quien prefiera pasarlo por alto, que la publicidad es, en su inmensa mayoría, una farsa deshonesta. No hay nadie, o casi nadie –¿verdad?– para quien este texto sea necesario, ocurre que Molins y yo teníamos estas preguntas que hacernos y solo medias respuestas, y seguro que nadie niega que el drama de la obesidad está demostradamente relacionado con la renta o que comemos aquello a lo que nos expone la publi. Convencido de la futilidad del textito de marras, iba a terminarlo abruptamente, sin apartado final de conclusiones porque me parecía que las conclusiones eran obvias. Pero justo cuando iba a hacerlo, me he encontrado con el siguiente tweet.

    Joder, me he dicho, ¿no va a ser que sí es necesario un texto como este? SinAzucar.org es un bastión de la denuncia contra la industria de la comida –me resisto a llamarle alimentaria, porque no produce alimentos–, dato que imagino todo el mundo conoce y dato que hace inquietante la pregunta formulada en su tweet. ¡Es la industria! ¡La industria es la culpable! Y ni siquiera es la industria, la cosa es mucho más sencilla y cutre.

    La culpa es de unos señoros que viven opulentamente en Ginebra, Nueva York o Bahamas, señoros que saben que sus decisiones perjudican a millones de congéneres, que les perjudican hasta provocarles enfermedades, crónicas o la muerte, y que sin embargo pasan de todo porque, vuelva usted a la casilla de salida, son señoros que viven opulentamente en esos sitios tan guays, donde el nivel de vida es muy alto, y necesitan ingresos para sostener sus complejas economías familiares, egos y ansias de influencia.

    industria alimentaria

    Ellos se sientan alrededor de una mesa, se hacen llamar consejo de administración, señalan los beneficios que desean procurarse ese año y dan manga ancha a una larga cadena de esbirros, que llega hasta los departamentos creativos de la agencia de publicidad de Leclerc, para hacer todo lo que sea necesario para conseguir esos beneficios que les permitirán mantener su estilo de vida opulento y repugnante. La culpa es de unas pocas decenas de hombres blancos occidentales de entre cuarenta y sesenta años. No nos tomaría mucho tiempo escribir una lista con sus nombres y apellidos. Pero no les conocemos, porque no se mezclan con nosotros, pertenecen a otra clase social, una clase social privilegiada que se sirve de todas las mierdas habidas y por haber para que los demás compremos su veneno. Una clase social que paga anuncios que se ríen de la lucha de clases porque saben que en el contexto neoliberal la lucha de clases es algo imposible, en la tele quedaría muy cutre, muy de 1917, muy viejo. Pasado de moda. Y lo tienen muy bien montado, se lo montaron ellos mismos en 1938, también muy viejo, lo inauguraron Tatcher y Reagan y lo han estirado hasta ahora. Hasta el infinito y más allá.
    Respondiendo a Molins: el anuncio era cinismo.