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[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]Y[/ms_dropcap]o os maldigo, foodies.
Ya lo digo yo, aunque me parece que son muchos quienes lo piensan y no se atreven a decirlo. Cuánta tontería en el encharcado mundo de la gastronomía.
Basta, por favor. Basta de pamemas y mamarrachadas. A todos nos gusta comer bien. Unos tendrán más educación gastronómica que otros, unos habrán viajado mucho y probado cosas sorprendentes y otros vivirán apegados insistentemente a sus recuerdos. Pero a todos nos gusta comer bien. Basta de dar lecciones. Basta de querer infantilmente poner los dientes largos colgando fotos y contando que sí has estado en tal sitio o en tal otro, y que los once meses de espera han valido la pena para conseguir una mesa en el último restaurante de moda.
También basta de querer emular a un Indiana Jones gastronómico, presumiendo de descubrir sitios recónditos de nuestro paisaje rural que funcionan desde hace cuarenta años, antes de que llegaras tú por primera vez. Basta de descubrir un producto por casualidad en un viaje de fin de semana y, por arte de magia, convertirte en un experto y querer humillar al incauto que aún no lo ha probado, repitiendo como un loro la información sacada de la wikipedia. Y basta de hacer un viaje a la otra punta del mundo y a la vuelta hablar tan solo de los restaurantes escondidos que tú has descubierto, como si no existieran las guías gastronómicas y de viajes. Qué harto me tenéis todos.
Igual son unos zoquetes incapaces de hacer un caldo, una tortilla o una pechuga de pollo a la plancha sin que se les pegue, pero seguro que a ellos también les gusta comer bien
Hace unos días un tal Óscar Soneira escribía en estas páginas sobre la pena que le da la gente que rechaza cocinar. Lo leí y lo disfruté, pero me dejó un regustillo amargo en el paladar. Y es que a mucha gente no le gusta cocinar. Y no pasa nada. No hay que rasgarse las vestiduras. A mí los coches y el mundo del motor me interesan cero y no por eso voy a aguantar a pelmazos que me cuenten o me aconsejen sus mierdas. Y es que es muy probable que mucha de esta gente que no sabe cocinar sea quien pueble su cuenta de Instagram con trescientas fotos de platos preciosos y quizás alguno de ellos haya escrito una reseña en Trip Advisor, Yelp o en Google. ¿Tienen menos derecho a opinar que Óscar o que tú? Yo creo que sí, pero tampoco nos vamos a poner los trajes negros de la Schutzstaffel y a vetarles el don de la palabra. Igual son unos zoquetes incapaces de hacer un caldo, una tortilla o una pechuga de pollo a la plancha sin que se les pegue, pero seguro que a ellos también les gusta comer bien.
Otro conocida pluma de Food Undecover contaba no hace tanto que un día fue a comer con su pareja a un famoso restaurante de Barcelona y que por el tour obligatorio del local, una de las paradas consistía en hacerte una foto con el chef, quisieras o no. Pero a ver, ¿estamos locos o qué pasa? Tampoco dudo de que a los clientes que han esperado, degustado y pagado los platos de dicho chef les guste comer bien. Otra cosa es que pueda dudar de su escala de valores si la dichosa foto con el chef mediático es lo que más ilusión les hizo de su experiencia gastronómica.
Otro caso reciente que leí por las redes no hace tanto fue la de un conocido crítico gastronómico al que se le ocurrió colgar una foto de una pizza hecha en casa con los restos que había en su nevera. La de palos que le cayeron -algunos de entendidos-, muchos poniéndole a parir de un burro y otros -los más atrevidos-, poniendo en cuestión la validez objetiva de alguien que escribe profesionalmente sobre restaurantes y que es capaz de perpetrar algo así en su casa. La estupidez es una cosa que nunca dejará de asombrarme, pero aún así, sigo sin poner en duda que tanto al ingenuo crítico como a los que le esperaban con el cuchillo entre los dientes también les gusta comer bien.
A todos nos gusta comer bien. Seguramente nuestros parámetros de calidad sean distintos, con paladares más y menos refinados, con gustos diferentes. Unos tendrán más cultura gastronómica que otros, los habrá con mucho más poder adquisitivo para poder permitirse gambas rojas de Palamós o jamón de bellota y también aquellos cuyos padres les habían acostumbrado a cenar bocadillos casi a diario.
Pero independientemente de todos estos factores, el noventa por ciento de nosotros (excluyendo a veganos sin criterio) vamos a preferir un filete o un chuletón antes que un bistec, y un buen corte de merluza a unos palitos de surimi. Tengo una amiga que hasta hace poco no sabía cocinar y desde hace tres años va a comprar al mercado, ha aprendido las recetas heredadas de su madre y me envía fotos de su pollo guisado o de sus albóndigas y a simple vista ya sabes que es cosa fina. A ella no le hables de restaurantes de moda o de combinaciones sorprendentes e inesperadas, pero sabe apreciar la melosidad de una carrillada de ternera y también sabe que para hacer un buen fricandó los moixernons son imprescindibles.
Y es que a todos nos gusta comer bien, incluidos el pobre desgraciado que se tiene que conformar con comprar las ofertas del supermercado y el mileurista que sólo se puede permitir un presupuesto de veinte euros un par de veces al mes cuando sale a cenar con sus amigos o su pareja.
La gastronomía se debería despojar de esta pátina elitista y sobredimensionada que ha ido adquiriendo durante los últimos años. Siempre existirán esos restaurantes que, ya sea por la calidad exclusiva de la materia prima o por la complejidad de sus preparaciones, supongan una cuenta abultada no apta para todo tipo de bolsillos. Pero no pasa nada por no ir o si sólo te lo puedes permitir ocasionalmente.
Esto del comer se ha convertido casi en una imposición social del molar. Pobre de ti que no hayas probado los ramen o que aún te conformes con los fideos tres delicias del chino del barrio de toda la vida, en lugar de ir a uno de esos “chinos auténticos. Sabes cuáles te digo, ¿no? De esos a los que sólo van los chinos”. Mira, qué cansinos sois. Dejad que la gente coma lo que le salga de los cojones y no deis más la chapa. Yo sólo he ido una vez en mi vida a Ca l’Isidre y aunque me gustaría repetir, creo que podré seguir viviendo tranquilamente si no vuelvo. Lo de los cilicios y la mortificación lo dejo para otros.
Comer bien ha dejado de ser una cosa de puertas adentro desde los tiempos felices donde salir a comer era una fiesta, o desde que sublimamos los recuerdos culinarios de nuestras abuelas, madres o suegros hasta convertirlos entre todos en algo público, despojándolo de su excepcionalidad para convertirlo en pornografía y exhibicionismo
Quizás es que ya hace demasiado tiempo que mis únicas preocupaciones son mi hija y la cocina y de ahí que se me agrie el carácter. Quizás es que necesito airearme un poco, salir de Italia, volver a Barcelona y empezar a pensar en otros objetivos vitales, pero precisamente desde que me invitaron a escribir en estas páginas, he intentado reflexionar sobre el mundo de la cocina y he llegado a la conclusión de que en lo del comer, hay demasiada tontería.
Hemos llegado a un punto en el que ir a comer a un sitio determinado te lleva a hacerlo público u ostensible, porque si no para qué vas. Comer ha dejado de ser una rutina para convertirse en una experiencia. Comer bien ha dejado de ser una cosa de puertas adentro desde los tiempos felices donde salir a comer era una fiesta, o desde que sublimamos los recuerdos culinarios de nuestras abuelas, madres o suegros hasta convertirlos entre todos en algo público, despojándolo de su excepcionalidad para convertirlo en pornografía y exhibicionismo.
Será que no soy cocinero por vocación y que tengo un carácter ligeramente asocial, pero sigo pensando que el verdadero corazón de la gastronomía se debería hallar en primer lugar en nuestras cocinas. Esos puntos neurálgicos del hogar donde una radio está encendida casi dieciocho horas al día y donde uno faena, pasa el tiempo, se relaja, se abstrae del mundo exterior y se queda solo mientras piensa qué va a hacer para comer. Decidirse por una receta, coger unas materias primas y transformarlas en un plato que te reconforta tras un ajetreado día de trabajo, o que simplemente sirve de excusa para sentarte alrededor de una mesa y pasarlo bien en buena compañía. Y es que será que soy un romántico, pero todavía pienso que la cocina y el comer nos dan algunos de los momentos de intimidad más reales, puros y difíciles de impostar.