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  • La cocina como arte

    La cocina como arte

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    La cocina es un perfeccionamiento de la alimentación,

    la gastronomía es un perfeccionamiento de la cocina misma.

    La alimentación es inseparable de la imaginación.

    Un festín en palabras, Jean-François Revel

     

    El arte es una actividad humana consciente capaz de reproducir cosas, construir formas o expresar una experiencia, si el producto de esta reproducción, construcción o expresión puede deleitar, emocionar o producir un choque.

    Wladislaw Tarkiewicz, Historia de seis ideas (1976)

     

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]L[/ms_dropcap]as procelosas aguas de la reflexión sobre lo que es arte y lo que no, y si la cocina y los cocineros o algunos cocineros y alguna cocina pueden ser considerados artistas y arte respectivamente han sido surcadas por otros capitanes -y más expertos que yo- en otras ocasiones. De hecho, lo que viene a continuación es la puesta al día de algo que escribí ya hace mucho tiempo, cuando yo era un bloguero novato con ínfulas y publicaba Homo Gastronomicus.

    La inquietud surgió entonces después de leer un libro que si ya era viejo ni decir que ahora pertenece al pleistoceno. Se trataba y se trata de Comida para pensar. Pensar sobre el comery que a su vez tenía su razón de ser en la invitación que recibió Ferran Adrià para participar en la Documenta 12 de Kassel, uno de los eventos artísticos más importantes del mundo. Este hecho por sí solo, y aunque una sola flor no hace verano, podría zanjar de un plumazo el debate, y este artículo, y llevarnos a decir que rotundamente sí, que la cocina es arte, ya que nunca antes alguien que no practicaba ninguna de las disciplinas artísticas tradicionales, por decirlo de algún modo, había sido invitado a participar en una demostración artística y mucho menos a una de esa envergadura.

    “Estamos en un momento crucial de mi carrera profesional y esta exposición ayudará a entender mi lenguaje expresivo”

    ¿Qué artista creen que dijo estas palabras? Pues, oh sorpresa, fue Quique Dacosta que, en la primavera de 2016, y en el MuVIM de Valencia, realizó una exposición que llevaba por título Paisajes transformados. Y Dacosta añadía:

    “La perspectiva que han dado a la exposición no es puramente gastronómica, sino fundamentalmente artística. Han extraído la parte más inspiracional y conceptual de los platos y la han mezclado con la parte creativa. Las obras comestibles del restaurante entran en el museo como conceptos que crean un lenguaje en el que participan otras disciplinas”.

    Y Quique Dacosta remataba la presentación de la exposición con estas palabras:

    Paisajes Transformadoses un paso más en la expresión artística de mi obra, el fruto del ejercicio de comunicarla desde mi propio lenguaje, trascendiendo al espacio natural para el que he nacido, la cocina y la mesa”

    Pero claro, las cosas nunca son tan fáciles y cabe preguntarse cosas como si, ¿vale todo esto por sí solo para considerar la cocina como arte? O sí, ¿el hecho de que un cocinero en concreto fuera el invitado a participar en la Documenta o a mostrar su «obra» en una exposición museística, le otorga a él y sólo a él el estatus de artista?

    Desde que escribí esa primera reflexión, he podido hablar con algunos cocineros sobre el tema y preguntarles directamente su opinión. Quique Dacosta al margen, todos sin excepción me respondieron que no. Que ni la cocina es arte ni ellos artistas. Incluso se lo pude preguntar al propio Ferran Adrià, y su respuesta fue que no, aunque su argumento fue curioso. Me dijo que no, porque los cocineros «no participan del circuito del arte». No, claro. Los cocineros no participan del circuito del arte del mismo modo que no participan del circuito de los músicos de rock, aunque se pueden establecer anologías entre unos y otros más que evidentes. Incluso hubo un cocinero que me dijo que ellos no eran artistas, que eran artesanos, y que la cocina era, por ende, una artesanía. Bien, en ese caso, los museos de medio mundo están llenos de artesanía que nos cuelan como arte. Para serles sincero, creo que noté cierta vergüenza en los chefs a la hora de rechazar la posibilidad de ser considerados artistas, como si les diera reparo que se les pudiera poner al mismo nivel que Dalí o Picasso. La de cocinero no ha sido una profesión que haya gozado siempre de la mayor de las consideraciones sociales. Quizás sea eso. Claro que la de artista tampoco, y básicamente por los mismos motivos Algo de eso apunta el creativo publicitario Toni Segarra, en una entrevista de Cristina Jolonch, para La Vanguardia. Por cierto, la entrevista -aparte de excelente- es reveladora para el menester que me ocupa hoy.

    Pero claro, si el objeto mismo de la cosa, o la mitad de él, se posiciona tan claramente a favor de que los ni cocineros ni cocina forman parte de lo artístico, una vez más, polémica zanjada y punto y final a este artículo.

    Aunque, el 15 de febrero de de 2012, en la web de El Mundo aparecía la noticia de que el restaurante Tristán en Portals (Mallorca), renunciaba a la estrella Michelin para “reinventarse”. La razones aducidas por el propio establecimiento eran “el deseo de ofrecer una cocina sin las ataduras artísticas y reglamentarias que exige Michelin”. Oiga, a ver si al final va a resultar que algunos cocineros sienten la necesidad o la presión de tener que ser artistas, cosa que de ser así sin duda no estaría a la altura de todos.

    Pero vamos a ver, ¿qué carajo es el arte?

    ¿Qué es el arte?

    Morris Weitz dijo que era “imposible establecer cualquier tipo de criterios sobre el arte que sean necesarios y suficientes; por lo tanto cualquier teoría del arte es una imposibilidad lógica y no simplemente algo que sea difícil de obtener en la práctica”. Para Ernst Gombrich “en realidad el arte no existe: sólo hay artistas”. Apaga y vámonos. No se trata de  hacer aquí tratadística sobre arte ni historia del arte, pero parece imprescindible tratar de definir un poco el sujeto del que hablamos, y ver si entender la cocina como arte encaja o no. Imagino que estaremos de acuerdo en que el arte ha sido algo dinámico a lo largo de tiempo. Quiero decir que las disciplinas que se han considerado arte no han sido siempre las mismas, y que si ben no ha habido bajas -vaya, creo-, sin duda sí ha habido altas. También desde el punto de vista formal, las concepciones que basaban el arte sólo en la creación de belleza o en la imitación de la naturaleza han ido cambiando. Hace tiempo que tenemos arte efímero, de percepción instantánea -¿las stories de Instagram pueden ser arte?- o que da el mismo valor a la idea que al objeto que la materializa.

    Atendiendo a una de las definiciones que encabezan este artículo, se necesita cierta intención para que algo sea considerado arte. Obviamente en un menú de 10 euros quizás cueste ver esa intención pero, ¿y en la cocina de Mugaritz,  Quique Dacosta o Massimo Bottura? ¿La tenía la de El Bulli? Pero a la luz -precisamente-, de la definición de Tartarkiewicz y si entendiéramos el arte como cualquier actividad o producto realizado por el ser humano con una finalidad comunicativa, a través de la cual se expresan ideas emociones o, en general, una visión del mundo mediante diversos recursos, ya sean plásticos, lingüísticos, sonoros o una mezcla de todos ellos, y recordamos -por ejemplo-, que Heston Blumenthalservía uno de sus platos con un ipod en el que se oía el sonido del mar, quizás la alta cocina no estaría tan alejada de todos estos planteamientos. Incluso sin la performance del británico, porque otra cosa es la valoración que hacemos a posteriori de la obra de arte. O ¿a caso todos los pintores que exponen y venden su obra en la parisina place du Tertre son unos incomprendidos que deberían tener todos sus cuadros colgados en el museo del Louvre, aunque nadie, y mucho menos ellos mismos, les niega su condición de artistas? Un artista, como un cocinero, lo es más allá de que sea bueno o malo.

    Hay quien pueda opinar que la gastronomía o la cocina es básicamente un negocio, una actividad mercantil de la que vive mucha gente. El arte igual. Si bien, los inicios de las manifestaciones artísticas nos sitúan en el mundo de lo ritual, lo mágico o lo religioso, después nadie pintaba, esculpía, componía o escribía por amor al arte. Del mismo modo, la cocina empezó vinculada a la nutrición y sobre todo a la salud, pero ahora los profesionales no cocinan por el simple hecho de que le guste pasarse horas y horas ante los fogones. Todos esperan ganar dinero con ello. Además, el arte  también tiene una función ornamental y pedagógica. La cocina, quizás no sea ornamental, pues es difícil imaginar que alguien esté tan zumbado como para querer llevarse un Bottura, un Aduriz o un Roca para decorar una pared de su casa pero, ¿a caso los foodies e Instagram no la han convertido un poco en eso? Y el componente  pedagógico aún es más claro. El famoso discurso sobre sostenibilidad, la educación sobre productos y productores… Y son sólo algunos ejemplos.

    La tradición clásica grecorromana consideraba el arte como una habilidad del ser humano en cualquier terreno productivo. Era casi sinónimo de destreza. ¿Una artesanía? Era una habilidad sujeta a reglas y racional. Para Platón, por ejemplo, era la capacidad de hacer cosas por medio de la inteligencia y ¿qué existe en la vida sin inteligencia más que el vacío, el horror y la estupidez? La buena cocina no, sin duda.

    Para Casiodoro los tres objetivos principales del arte eran enseñar (doceat), conmover (moveat) y complacer (delectet)

    Se puede decir más alto, pero no más claro. Para griegos y romanos los cocineros podían ser artistas. Fue en con el Renacimiento que se separaron los oficios y las ciencias de las artes. Esta separación se vio beneficiada por el creciente interés de los rich and famous de la época por la estética y la belleza, con lo que se inició el consumo de objetos destinados, precisamente, al consumo estético y al coleccionismo y de paso se empezó a generar un star system de artistas -¿no lo hay de cocineros también?- que ganaron en prestigio social y económico. Las guías del color que sean, las listas, los premios y la crítica, entre otros, también han generado un star system de chefs y de forma natural o artificial se ha creado una pugna por ser reconocido como el mejor cocinero del mundo.

    El arte es la idea

    Es obvio que las creaciones de los cocineros no se pueden coleccionar, aunque haya mucha afición a coleccionar visitas a restaurantes, y no es menos obvio que muchas veces se consume gastronomía un poco por las mismas razones que se consume arte. Por presumir o por ser partícipe de algo original, distinto, bello y creativo.  Un consumo de obras efímeras, sin duda, pero ¿quién no ha oído hablar del arte efímero? Marcel Duchamp dijo que “el arte es la idea” o sea el concepto, con lo que parecería que el arte pudiera quedar desligado de su parte material, de su realización física palpable. ¿Alguien conoce a un cocinero y un restaurante que hayan producido más ideas y conceptos que Ferrán Adrià y elBulli? De hecho, los conceptos y las ideas eran la razón de ser su producción, no los platos en sí. Lo importante era el concepto que los había originado, puro arte conceptual,  así que si el arte es la idea…

    El arte debe ser original, se dice, creativo se afirma. La creatividad es no copiar oyó Adrià de Jacques Maximin y Jean Dubuffet opinaba que  que “el arte es la novedad”. La creación es infinita y hay tantas artes como artistas, lo que introduce la idea de originalidad del artista. Ya no hay que representar las cosas como son, sino como las ve el artista. Todo es posible. Inspiración y genio que el Romanticismo reivindicó y que dio paso a la mitificación del artista por su genio creativo. Adolf Loos dijo que “el arte es la libertad del genio”. Todo esto son conceptos que maneja la cocina actual. Unos espaguetis a la carbonara ya no tienen que ser como fueron toda la vida, ni una simple ensalada ni la tortilla de patatas. Ahora son como el cocinero quiere que sean, según su interpretación. Vivimos la era de los platos interpretados.

    Es verdad que no toda la cocina participa de esto, pero  se manejan estos mismos conceptos. ¿Y el proceso creativo?

    El proceso creativo

    Es muy habitual que los cocineros cierren los restaurantes una temporadita y se enclaustran en sus talleres, para crear la nueva carta, como el pintor que se encierra en el suyo para crear sus telas que después expondrá como el cocinero expone sus nuevas creaciones en el nuevo menú de su restaurante. Tampoco ahí, hay tantas diferencias, ¿no? Los cocineros hasta hacen bocetos antes de materializar un plato. Además, cuando uno acude a una exposición o a un concierto, uno ve lo que el artista expone, lo que él mismo ha decidido mostrarnos de su obra, o escucha la música que el músico decide interpretar. Ahí la audiencia poco decide. Con el triunfo absoluto del menú degustación y la eliminación de la carta tradicional, la cocina actual ha eliminado la posibilidad a su audiencia, a su público, de elegir qué comer. Ahora, en muchos de los restaurantes a los que acudimos con devoción, sólo podemos comer lo que el chef ha decidido que comamos, con la única posibilidad de cambiar aquello que nos produce alergia o alguna incompatibilidad gustativa severa.

    Hay quien puede pensar que un cocinero no es un artista, que no es más que un artesano que domina muy bien una serie de técnicas, propias de su oficio, y que usa para crear un producto original y con un marcado carácter personal. Pues bien, el proceso artístico comienza con la elaboración mental de la obra por parte del artista, el diseño mediante esbozos, dibujos y bocetos trazados en cualquier soporte, pero ésta se debe plasmar en materia, proceso que se realiza a través de la técnica. A su vez, la técnica es la manera cómo el artista da forma a la obra de arte, como moldea la materia para conseguir expresar aquello que desea crear. ¿Y un pintor no usa la técnica? ¿Y un escultor? ¿Y estos son artistas y los cocineros son como mucho artesanos?

    Estilos y modas, un paso más hacia la cocina como arte

    El arte está sujeto a modas, ¿y la cocina no? Para Charles de Baudelaire, los rasgos definitorios del arte moderno son lo transitorio, lo fugaz, lo efímero y lo cambiante, rasgos todos ellos que convergen en lo que llamamos la moda. La codificación de Escoffier dio paso a la Nouvelle Cuisine, a las nuevas cocinas, a la cocina tecnoemocional y a lo que vino y a lo que venga. Modas y tendencias de cocina como modas hay en el arte. Y las habrá. Si la palabra moda no gusta cambiémosla por estilo. En arte hay estilos y los hay también en cocina. Los explicó y definió muy bien Pau Arenós en su La cocina de los valientes.

    El estilo es aquella cualidad que identifica la forma de trabajar, de expresarse o de concebir una obra de arte por parte del artista. Si eso existe en el arte, no es menos cierto que existe en cocina: la cocina tecnoemocional, la cocina naturalista, la cocina…. infinidad de ellos. E incluso sin ser tan precisos y sin etiquetas, hay características que definen la cocina de un cocinero, como el cubismo geométrico define a Picasso.

    Gusto, placer y el arte involuntario

    Cada época ha tenido sus cánones inmutables sobre el gusto, algo que se encuentra íntimamente ligado a la idea de aquello que produce placer. En pleno siglo XXI esto es más oscilante. Lo que nos produce placer es mucho más cambiante. Al final es arte del bueno lo que a la gente le produce placer. Con la cocina pasa lo mismo. John Dewey definió el arte como “culminación de la naturaleza”, y defendió que la base de la estética es la experiencia sensorial, aspecto en el que la cocina brilla con luz propia y fuerte. Es pura experiencia sensorial, pues es la que involucra a más sentidos de todas. Con el nacimiento de la sociedad de la cultura de masas, Wilhelm Dilthey vislumbró cómo el arte se alejaba de las reglas académicas y cómo cobraba cada vez mayor importancia la función del público, que tiene el poder de ignorar o ensalzar la obra de un artista y su obra. Y esta observación de Dilthey cobra, en cocina y con las redes sociales de por medio, mayor sentido que nunca.

    Por otro lado, quizás algo no se ha hecho con finalidades artísticas, pero puede ser interpretado como tal por la persona que lo percibe, pues como decía Marcel Mauss, “es obra de arte el objeto que es reconocido como tal por un grupo social definido”. O sea que si nos da la gana de reconocer y proclamar a los cuatro vientos que tal o cual cocinero es un artista, por favor, perdamos la vergüenza y hagámoslo sin miedo.

    Las nuevas técnicas de reproducción industrial del arte pueden haber hecho variar el concepto de éste, al perder su carácter de objeto único y, por tanto, su halo de reverencia mítica. Quizás sí, pero todo cocinero tiene sus platos emblemáticos, los signature dishes que dicen los anglosajones, aquellos que les han dado fama y  reconocimiento, sus platos míticos. En este sentido, en el Museo of Modern Art de San Francisco abrió hace un par de años, In Situ, un restaurante en cuya carta se ofrecen «reproducciones» de los platos más celebrdos de los mejores cocineros del mundo. Justo lo que hace un museo, ¿no?

    Además hay platos que, a pesar de su carácter efímero, permanecen en nuestra memoria y en nuestro recuerdo como muestras imborrables de la sapiencia culinaria de su autor, como tenemos el recuerdo de esa novela maravillosa que nos conmovió o el de ese cuadro que tanto nos impactó.

    ¿La cocina como arte? Pues claro que sí

    En definitiva, el arte es también un juego (playfood) con las apariencias sensibles (trampantojo), los colores, las formas, los volúmenes, los sonidos, etcétera. En el caso de la cocina es un juego placentero que satisface nuestras necesidades de simetría, de ritmo de sorpresa, de ilusión, de belleza, de placer, de creer que el mundo puede ser un lugar mejor. Por eso yo creo que sí, que los cocineros son artistas. Seguramente no todos, del mismo modo que muchos pintores no lo son, ni muchos músicos ni, ni, ni. Pero la cocina puede ser arte, ya lo creo. Y al fin, arte es todo aquello que los hombres llaman arte.

  • Los arquitectos del paisaje del vino

    Los arquitectos del paisaje del vino

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    En casa bebo agua

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o es raro abrir la nevera de mi casa y encontrar un par de botellas de agua. Incluso en invierno, fuera del frigorífico. Más porque me gusta del tiempo, no muy fría. Sí, en casa bebo agua. Es de lógica. Soy muy de hidratarme. Es más, esta lógica también la aplico al día a día. Tengo mi botella de agua en el trabajo. Cuando camino me da por llevar una botellita de agua. Si hago el guiri por algún recóndito lugar de este mundo, suele acompañarme una botella de litro y medio. Embarazosa de llevar, pero viene. Es muy común y los que me conocen lo saben, que cuando como, ceno o algo por el estilo, sea fuera o en casa, incluso en casa de los demás, que tenga mi copa de vino y el agua cerca. Exacto, lees bien. Mi copa de vino y el agua. Ellos también se sorprenden. Pero la verdad, si quiero hidratarme bebo agua.
    No me cansaré de decir que el vino para mi, es un alimento más a la hora de comer. Quizás sea un excéntrico hijo de Selene, pero tiendo a normalizarlo de esta forma, en un país empeñado en que las bebidas alcohólicas sean deporte nacional. Quien más bebe más… Bueno más nada, esa es la verdad. Pues eso, el vino para mi es parte del comer, y si tengo sed, bebo agua de mi vaso. El vino no calma mi sed, calmar mi sed con él es incurrir en un error de final etílico. Y no siempre esta uno para fiestas. Dicho esto, el vino forma parte de mi vida igual que el agua. Tanto es así, que en mi nevera, y lugares frescos aledaños a la cocina, suelen coexistir con alimentos u otros enseres, botellas abiertas o esperando a ser abiertas.

     

    La excepción a la norma

    Cuando abro neveras cercanas. Véase familia, amigos, etcétera. Suelo ver en ellas multitud de bebidas. Zumos extraños multivitaminas, bebidas de dudosa procedencia con mejoras para tus hijos o familia. Como no, también la consabida azucarada zarzaparrilla y sus amigas cítricas con ¡un 8% de zumo! Y me siento extraño. Sí, la excepción a la norma. Cuando alguien viene a comer a casa y trae niños, siempre pregunto qué es lo que beben. Porque en casa sólo hay vino y agua. La dictadura de la bebida azucarada, de lo que debemos o no hacer con nuestros hijos, del tiempo, de las modas es lo que tiene. Perder la costumbre de lo que era normal y que la norma se convierta en excepción.

    El desarraigo de las costumbres

    El vino en este país ha sufrido dos catarsis de las que aún no se ha recuperado. Por una lado está la vinculada al provincianismo. Sí, hubo una época en la que para ser moderno quisimos imitar al vecino. Al del otro lado del charco o de los Pirineos. Imitar su estilo de vida no se acababa en los coches bonitos ni los vestidos más allá del domingo. En comer foie o queso amoniacado. O beber cerveza a todas horas. También era perder el arraigo a lo tradicional. Las tradiciones vinculadas a esas costumbres tan pasadas de moda según el clínico ojo moderno. Como el beber en porrón, tomar una copa de vino en el bar, el mondadientes del vermú, ponerse un vaso de vino entre amigos… Un largo etcétera de cambios originados por ese desarraigo de lo tradicional. El exorcismo de todo lo que nos diera imagen de pueblerinos. Éramos citizens, de pueblo sí, de esos de a kilómetros de la ciudad, pero citizens de alma. A esto después se le suma cierto puritanismo a la hora de criar a nuestros hijos. No darles a probar vino, porque puede ser que estés criando a un potencial alcohólico. O no poner azúcar y vino en el pan, porque el bollo industrial relleno de crema de cacao es una merienda sana y no adictiva que no provoca trastornos. ¡Ay!
    La segunda catarsis ha sido incorporar el vino a cierto estilo de vida. Un estilo de vida de señorío y tronío. O en este caso, de gente guapa. A la hora de querer hacer subir la calidad de nuestro vino, (el más consumido aquí siempre ha sido el vino de mesa y el vino a granel) se le asoció a una comunicación errónea. El vino era para la élite. El vino. Un producto tan asociado a nuestra forma de vida como el aceite. Pongo el aceite como ejemplo, porque es la ejemplificación perfecta.
    El aceite se ha adaptado fenomenalmente a nuestras casas. Si uno requiere de aceite para freír lo tiene, si es para la ensalada o bocadillos fetén, también. Incluso se hacen catas y ha llegado a niveles de calidad tan altos, que se permite el lujo de tener cuñados del aceite. En definitiva, está posicionado en todas las capas de la sociedad sin perder un ápice de su esencia. Ser producto asociado a la cotidianidad.

    Es un error hablar de la cultura del vino dejando de lado todo lo que comporta la expresión, sin explicar en qué consiste o a qué nos referimos cuando hablamos de la cultura del vino

     

    Comunicación fail 2.0

    No contentos con esto, la era moderna, la de las conexiones, las tablets, las apps, lejos de acercar el producto a la gente, lo está alejando. Se está dejando erróneamente la comunicación a golpe de like, retuit, follow y el consabido influencer. Un error continuo, repetitivo y que en un tiempo veremos su alcance. Digo error no porque no confié en esas personas, hay algunas a las que admiro mucho, como no, otras son parásitos que habitan en cualquier trabajo, y que sacan provecho al miedo y a la ignorancia, a los palos de ciego y ahí están, vendiendo fórmulas magistrales para la comunicación del vino. Para expresarme mejor, pondré un ejemplo:

    Una plataforma como Twitter, (que utilizo bastante), tiene en España un total de 4,5 millones de usuarios (datos del año 2016). Si de este total, por poner generosamente, decimos que un 10% son seguidores de cuentas del mundo del vino, tendríamos unos 450.000 usuarios en toda la península. La península tiene 46,5 millones de habitantes. Esto es un 0,9% de la población, (siempre con la intención de ser generosos), que son usuarios de Twitter y siguen cuentas relacionadas con el vino. Seguimos. Entre esos 450 mil hay profesionales, horeca, distribución, bodegueros, periodistas, blogueros, y un tanto por ciento menor de seguidores o amantes del vino per se. Es decir, al final la información ahí volcada, es de una gran valía entre el grupo profesional. Este se nutre constantemente de nuevas técnicas, vinos, modas, etcétera. ¿Pero es esto el tipo de comunicación que busca la Denominación de Origen? ¿Es el tipo de difusión que necesita el vino?, ¿Qué tipo de repercusión tiene esta entre la gente? Cero. Lejos de eso, si encima nos fijamos en estos datos, la comunicación en dichas plataformas no deja de ser muy endogámica.
    Luego ponemos el puntero en el influencer. Este, paladín de la comunicación, tiene el deber de llegar cual Papa Noel a todas las mentes y llenarlas del bonito mundo del vino. La cultura del vino por bandera. Doble error. Un comunicador de redes sociales, no deja de ser eso. Un comunicador de un sector muy concreto. El otro error es hablar de la cultura del vino dejando de lado todo lo que comporta la expresión. Sin explicar en qué consiste o a qué nos referimos cuando hablamos de la cultura del vino.  Al hacerlo así, nos volvemos a alejar de la gente. A nadie se le ocurre hablar de la cultura del aceite, o la cultura del pan sin hablar de las panaderías, las masas madres o del vareado del olivo. Cuando hacemos esto, decir que el vino puede ser azul, presentar a los bodegueros como estrellas del rock o utilizamos un lenguaje similar a sacarse el teórico del carné de conducir, volvemos a comunicar de nuevo que el vino es par gente guay, con estudios o vete a saber qué. Si hablamos de cultura del vino, hay que hablar de la cultura del campo, de elaboradores, de viñadores, de payeses, agricultores y campesinos. Esa es la verdadera cultura de nuestro país.

    Arquitectos del campo

    Los agricultores. Ese reducto cada vez más escaso en el mundo del vino, esa gente a la que deberíamos poner una alfombra roja hasta las ciudades. Esos son los verdaderos comunicadores. Arquitectos del campo. Esa gente debería tener una alfombra roja directa a colegios, casas, pueblos, ciudades, qué digo, directa a nuestras vidas. La desconexión con el mundo rural que sufre nuestra sociedad es aún más sensible en el mundo del vino. Y a mi entender,  sólo se podrá salvar entendiendo esto mismo. No podemos seguir desconectados, ignorantes o pasivos ante esta situación. Son parte del tejido social y los verdaderos defensores de la cultura del vino. Con su pasión, con su vehemencia por la viña, son capaces de llegar al corazón de la gente. Pero es más, con su sencillez, sin palabras rimbombantes ni esdrújulas, polisílabos ni esa pedantería característica de la comunicación actual, ellos son capaces de hacer entender este mundo y por qué alguien decide involucrarse en él. Un trabajo de esfuerzo, gasto, jornadas larguísimas llenas de trabajos titánicos, sólo por una cosa. Llevar una botella de su vino a tu mesa. Esto solo, sólo lo pueden contar ellos.
    Así que no se lo piensen más, ese dinero de denominaciones para llevar a diez influencers a un hotel, que duerman bien, coman bien y pisen con sus looks ultramodernos la viña, para hacer una foto de lo bonito que es el vino y la copa, el paisaje y decir que viven un experiencia imborrable, gástenlo en llenar autobuses de niños, infestado de colegiales con ganas de comerse el mundo, porque si llegamos a ellos, habrá futuro.

    Sigo bebiendo agua

    Sigo bebiendo agua. Sigo teniendo botellas de vino en mi nevera. Sigo tomado vino a deshoras, comiendo con agua y vino, celebrando con mis amigos con vino… Sigo en definitiva, manteniendo el vino en mi vida. Es más, escribo estas líneas con una copa al lado. No se me ocurre mejor forma. Porque desde este pequeño cubil, donde mi influencia es mínima, sigo manteniendo mi arraigo a una tradición, a un líquido que es base de mi sociedad y a una forma de ganarse la vida dignamente. Tener vino en mi vida, llevar vino a donde vaya, es la única forma que tengo de comunicar mi respeto hacia ellos, los viñadores y elaboradores de ayer, hoy y mañana. Larga vida.