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  • Quien calla otorga

    Quien calla otorga

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]H[/ms_dropcap]oy comienzo mi andadura en Food Undercover de la peor manera posible, criticando unos vinos y al enólogo que los presentó en una concurrida cata pública. ¿Qué por qué lo hago? ¿Qué cuál es el sentido de este artículo? Podría disfrazarlo desde el punto de vista técnico, pero la triste realidad es que es una terapia. Quiero decir que, desde el día en que se llevó a cabo la cata en cuestión, tengo una especie de bola en la entrada del estómago que hace que con otros vinos, cuando comento alguna botella con algún cliente o compañero o simplemente cuando estoy sola en mi sofá disfrutando de ese vinito nocturno y alevoso -en fin- en distintas situaciones, me visualizo a mi misma, roja, atascada, con las palabras a punto de salir de mi boca para no volver a entrar.
    Si soy sincera, creo que a las mujeres de mi generación, los 70, nos sigue pesando el legado de nuestras abuelas y madres en cuanto a los miedos heredados y a la cantidad de frases hechas que nos han taladrado los oídos y la cabeza durante nuestra niñez y adolescencia. Tanto es así, que las tenemos grabadas a fuego en nuestro ADN de forma que, en muchas ocasiones, cuando estamos a punto de manifestar algo trascendente (o intrascendente, igual da), justo en el momento en que nuestras neuronas hacen sinapsis, justo ahí, rebota en nuestra cabeza alguna de las frases malditas a las que me refiero.
    “Niña, no digas la verdad… Que te vas a quedar sin ella”
    “Cristina, bonita, calladita estás más guapa” (bueno, los que me conocen en persona saben que esta frase no se me aplica, puesto que no callo ni debajo del agua).


    Pero me doy cuenta de que todavía no he puesto en contexto la cata. Una presentación de 6 vinos de una bodega de Rioja de tamaño medio, con la prensa presente, unos 100 asistentes (con muchas caras profesionales y otras que supongo correspondían a aficionados), los propietarios de la bodega y su enólogo.
    Así, a bote pronto, calculo que sólo el 30% de los presentes éramos mujeres, algo que seguro me da para otro artículo, puesto que puedo contar mil y una batallitas de mis asistencias a foros, congresos, presentaciones de vinos, salones varios etc. ¿A dónde me lleva esto? A empezar a creer que no sólo las mujeres nos callamos nuestras opiniones. Otra cosa sería analizar porqué callamos unas y porqué lo hacen los otros.
    Éramos un subgrupo de personas de la profesión, conocidos de antemano, formado por tres enólogas, un aficionado con mucho callo en análisis sensorial y otro caballero también técnico. En realidad, estábamos distribuidos en dos mesas distintas, en las que se servía vino de diferentes botellas. A mi derecha tenía a dos caballeros desconocidos, a los que me atreví a consultar sus opiniones. El quid de la cuestión es que todos llegábamos a las mismas conclusiones, pero nadie las manifestaba en voz alta.


    De los 6 vinos, el primero era un blanco soso, plano, pero correcto en su forma. Después un rosado para olvidar, todo lo contrario a fresco, frutal o floral, pero tampoco tenía más defecto que el de ser demasiado aburrido y falto de chispa. Ahora viene el drama. De los cuatro tintos sólo uno estaba correcto e incluso agradable en nariz y boca, aunque le faltaba botella. Pero los otros tres parecían un catálogo de vinos destinados a servirse en las prácticas del primer curso de la facultad de Enología. “Señoras y señores futuros enólogos: Esto es lo que se llaman vinos con defectos. Veamos qué tiene cada uno de ellos para que ustedes, en el futuro, ¡no la pifien!»

    Todos habíamos callado ante lo evidente durante la presentación a la prensa, pero hubiéramos reaccionado igual si fuésemos estadounidenses o alemanes y la cata se hubiese hecho en Nueva York o en Düsseldorf

    El primero de los tintos presentaba un claro defecto de etanal, en el segundo eran patentes los aromas herbáceos desagradables como -por ejemplo- cáscaras de almendruco, césped recién cortado y hojas trituradas. Además, presentaba amargor en boca. Posiblemente todo debido a un algún problema durante el despalillado-estrujado y/o un prensado excesivo. Y para redondear la mañana, qué sería de un catálogo de vinos con defectos si nos faltase el consabido aroma a huevos podridos debido a la presencia de sulfuro de hidrógeno.
    Cuando la cata finalizó, nos quedamos varios grupos a comentar en petit comité lo que nadie había expuesto en voz alta. Todos habíamos callado ante lo evidente durante la presentación a la prensa, pero ahora dábamos rienda suelta a nuestras lenguas. Esto me hace reflexionar sobre si hubiéramos reaccionado igual si fuésemos estadounidenses o alemanes y la cata se hubiese desarrollado en Nueva York o en Düsseldorf, por poner dos ejemplos. Intuyo que no. Entonces, ¿se trata de algo cultural español? Es posible que nos hayan inculcado desde pequeños una buena educación mal entendida. Quiero decir que no es más educado aquel que calla una verdad para no avergonzar al otro, sino aquel que con tacto le explica la situación para que pueda solucionarla y sino, al menos, sacar una vivencia positiva y aprender de ella. O al menos así lo veo yo.


    Así que, cerrando el círculo, vuelvo a las dos preguntas con las que iniciaba este relato: ¿Qué por qué lo hago? ¿Qué cuál es el sentido de este artículo? Y ahora veo claro que la respuesta a ambas cuestiones es poner sobre la mesa algo ya conocido: en el mundo del vino hay mucho postureo. Y, aunque a lo largo de mi carrera he intentado huir de él, a veces te ves inmersa y te dejas arrastrar por situaciones como la que acabo de relatar, una presentación de vinos que, en mi humilde opinión, no debería haber tenido lugar en esas condiciones.
    Porque no todo vale. Porque no consiste en hacer comulgar a nadie con ruedas de molino. Porque a una cata pública con presencia de profesionales no se puede acudir con los deberes mal hechos, ya que te juegas tu prestigio y además te pones las cosas difíciles de cara a la distribución de esos vinos. Porque el mundo del vino es relativamente pequeño y estas cosas corren como la pólvora, y siempre, de una manera u otra, terminan por pasar factura.
    Para terminar, y como seguramente más de uno os preguntáis la razón de que no haya dado ningún nombre, os diré que no es por cobardía, sino porque no es lo que quiero destacar de esta experiencia. No creo necesario poner a nadie en el punto de mira, sino aprender de lo vivido. Al menos puede que en la siguiente ocasión, reaccione de otra manera. No sé si en público o en privado, pero no volveré a actuar igual… ¿O sí?