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[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o es negociable: lo más importante es tomarse en serio la vida de uno. Las cosas que uno dice. Las cosas que uno piensa. Las cosas que uno ha hecho. Que luego, en la descompresión final el día, cuando nos acecha la lucidez, nos preguntemos si hay para tanto, es lo de menos. Nadie nos quitará la satisfacción del deber cumplido.
Lluís Bernils Vinyes es alguien a quien le rezuma esta satisfacción. Ha borrado la frontera invisible entre vida y trabajo, la cesura sangrienta que acaba contigo cuando menos te lo esperas. Ahora todo él es cometido: es un trompetista que se ha puesto la sordina, ha dejado de interpretar el tema principal y se regocija en la improvisación y el contracanto. Su jam session vital. Aparentemente, se ha ganado el derecho al solo y al amor supremo que se eleva por encima de la base rítmica de lo cotidiano. Del mismo modo, también se ha ganado el derecho a la estridencia y, a veces, sus notas se pierden en el limbo de la disonancia. Bernils es un hombre que ha cumplido con sus cuotas de importancia y se desliza feliz y con una mueca guasona por el tobogán del haber conseguido que trabajar sea una bendición y no un sacrificio. Ha cumplido en la medida justa: sin menospreciar el propio trabajo ni caer en la soez falsa modestia, pero tampoco dándoselas de lo que no es. Parece sencillo pero no es común.
Esta es la historia de un cocinero que no fue el mejor. Que se cayó (o le hicieron caer) y tuvo que pedir ayuda para levantarse —como nosotros los mortales, no como los héroes. Una historia de un cocinero que no dejará recetas magistrales ni creaciones rompedoras, pero sí un recuerdo imborrable en su familia, y quizás más allá. Es una historia de éxito y, sobre todo, una historia de gusto.
Pasa que las vidas que vale la pena vivir siempre llevan asociadas una buena dosis de drama y también pasa que sus protagonistas, para sobrevivirlo, se curten en él hasta que lo centrifugan con gracejo. El 1997, Lluís Bernils mandó una carta inaudita —porque lo que suelen recibir de los cocineros y restauradores son insultos— a los editores de la Guía Michelin. En ella se mostraba comprensivo con la decisión de los inspectores de retirarle la estrella que su restaurante El Celler de Matadepera lucía desde hacía cinco años. No sólo eso. Además Bernils les ‘agradecía’ que se la hubieran quitado porque consideró que era una acto de completa justicia. Era una carta sincera, no era ninguna pose y prueba de ello es que Michelin le dio otra oportunidad. Al año siguiente El Celler volvía a entrar en la lista y se mantuvo tres años más. Pero para llegar hasta este punto tenemos que tirar más atrás.
Los años hippies
[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]C[/ms_dropcap]onmemoramos en 2018 el cincuenta aniversario del Celler de Matadepera. En 1968 Bernils tiene diez años. Es hijo único y sus padres lo engendran bastante sobrepasados los cuarenta. Hoy sería más o menos normal, en los años 50 debió ser un rebote, nos pongamos como nos pongamos. El padre de Lluís, como Lluís mismo, como de su hijo Ricard dirá más tarde, es más intuitivo que estudioso, más rebelde que aplicado, más zascandil que otra cosa. Se queda sin trabajo en la industriosa Terrassa textil del desarrollismo. Está más cerca de la jubilación que de la juventud y no es una persona que, como decíamos, se caracterice por su ética de trabajo o carácter emprendedor. La señora Vinyes está naturalmente preocupada y comparte su pesar con conocidos y allegados. Como la gran mayoría de mujeres españolas de la larga posguerra que estamos viviendo los últimos ochenta años, la madre de Lluís está pluriempleada en varios frentes: además del trabajo doméstico se dedica coser para sobrellevar la familia. Es prestando sus servicios como costurera en una casa acomodada de Sabadell donde la señora de la ídem tiene, en una demostración de cómo se detecta una oportunidad de negocio y cómo se transforma una crisis en revolución, la idea: «lo que tienes que hacer es aprovechar la casa tan grande que tenéis en Matadepera y montar un restaurante», le dijo. Y funcionó. La señora Vinyes encendió un fuego de leña y estuvo hasta el final de sus días cuidando las brasas con mimo. El señor Bernils pasó de los telares a las relaciones públicas. En la casa que había visto nacer a Lluís Bernils se empezaron a asar pollos y conejos con un éxito sorprendente que pronto se verían acompañados por escalivadas, ensaladas y ‘mel i mató’. Aún hoy en día, la placa que da la bienvenida al Celler de Matadepera es la que diseñó esa señora lince de Sabadell que tenía una visión empresarial tan precisa y global del Vallès.
Pero tarde o temprano los dos baches generacionales que había entre Lluís y sus padres tenían que asomar. Son los setenta. Con la muerte de Franco, el Mayo del 68 que teníamos guardado en el congelador —porque la amenaza de colleja en este país edificado sobre la violencia es mano de santo contra cualquier atisbo de reivindicación— empezó a deshelarse y a gotear sobre la juventud. Aunque en diferido, la fuerza con que entran en Catalunya los valores libertarios del pacifismo, el feminismo, el ecologismo y el amor libre es la revolución más profunda que se ha vivido por estos lares hasta el advenimiento de internet. En ese intervalo de vacío de poder, estuvo en jaque la familia, la institución que sustenta el capitalismo y, si me apuras, la gastronomía.
No funcionó. Ni en París cuando las playas despuntaban debajo de los adoquines ni aquí, cuando la gente, los que podían o los que se atrevían, se tiraban a las comunas. Pero muchos aún somos producto de ese lustro de interregno, los años donde parecía que nadie quisiera mandar y cuando a muchos jóvenes les pareció que realmente todo era posible. En cierto modo lo era. Lluís, por ejemplo, no quería enastar pollos en el Celler. Hay que comprenderlo. Aunque el restaurante reflotara a los Bernils, aunque las fuentes de canelones y de crema catalana pagaran la carrera de Derecho del hereu de la casa, nada de todo esto podía satisfacer a un joven avispado en el estallido del amor y la libertad. La música, la lisergia, la noche y las primeras discotecas —como las que llevaba en Terrassa el ínclito Juli Soler, un personaje que también aparecerá en esta historia— eran piedras demasiado gordas para llevar en el zapato de un abogado, y hasta de un cocinero. Lluís encuentra un camino, se escapa a Menorca.
Aprovecha que tiene el servicio militar pendiente de cumplir y en su segundo año de carrera no pide prórroga y cruza el charco. Charquito. Los ricos se iban a Formentera a rebozarse de sal y mierda de cabra. La clase media hacía lo que podía, más o menos como siempre. En Maó, en el cuartel, como no podía ser de otra manera, le tocó pelar patatas. Como Ferran Adrià también se curtió en el oficio en Cartagena poco después.
Qué gran escuela de cocineros ha sido el Ejército español, seguramente la mayor contribución que ha tenido en la sociedad des de la guerra de Cuba
Lluís no volvió a la península en toda la mili. En las noches sin guardia y en los permisos, explora la isla, imagina el futuro, no sabe qué va hacer. No lo tenía claro antes ni lo tiene ahora. Pero tiene toda la vida por delante, no hay prisa y todo está abierto. Y pasa algo. Siempre pasa algo. Hay una chica. Siempre hay una chica. Para más inri, la susodicha es de Terrassa, ya se conocen. Ella ha llegado a Menorca a lo que todos, a encontrarse, a disfrutar de la era de Acuario, a hacer fogatas en la playa y tocar la guitarra, a follar y fumar porros. Una noche Lluís deja el cuartel y la recoge con su moto. En Terrassa casi ni se hablan, aquí en la isla todo es bucólico, nadie es extraño, todos son hermanos. Ella se queda embarazada a las primeras de cambio y, como en el fondo hippies de verdad lo son pocos, el Verano del Amor se acaba de un plumazo.
Los años de plomo
[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]L[/ms_dropcap]luís vuelve a Matadepera con veintipocos años, una familia en ciernes y la cola entre las pernas —excusen el catalanismo. Es lo que se conoce en terminología gastronómica como «si no quieres caldo, dos tazas». Huyendo de la estructura familiar, de un destino prestablecido e intentando definirse individualmente, si te descuidas, te caes en el modelo que no querías reproducir por nada del mundo. A los padres de Lluís, huelga decirlo, el retorno del hijo pródigo con sorpresa les sienta como una patada en los huevos. La madre y la esposa de Lluís —porque el retorno a la normalidad pequeñoburguesa exigía matrimonio— nunca se llevaron bien. Tras Pau, llega Ricard. Dos churumbeles para alimentar que conducen a Lluís a la conclusión inexorable de que tiene que sentar cabeza, aunque no sea lo que el cuerpo le pida. Alquila un piso y empieza a trabajar en una imprenta de Terrassa. Ese trabajo lo cruje. Después de los aires libertarios de los setenta, la ciudad postindustrial aparecía gris y plomiza como si lo hubieran confinado en un satélite soviético de la Europa del Este. O como lo que era en realidad, una ciudad llena de edificios de protección oficial de Falange y entregada a las nuevas glorias del socialismo. Muchas horas, mal pagado, esa sensación asfixiante de desechar la juventud por el retrete. Nos lo podemos imaginar todos. Su mujer se encarga de los niños, él llega reventado a casa cada noche y se da cuenta de que algo no chuta. Pero tiene un as en la manga. El restaurante, del que había renegado, se le abre como las puertas del cielo. Sabe el oficio, porque lo ha mamado. Sus padres empiezan a ser mayores para el tute del pollo al ast y la solución de continuidad parece idónea. Es el momento. En 1982 Lluís toma las riendas del Celler de Matadepera y ya no las soltaría hasta pasar el relevo a sus hijos veintiséis años después.
Entiende en seguida, no obstante, que para que el negocio le cunda personalmente tiene que dar un paso más. Acude a Josep Lladonosa, el tótem de la cocina catalana tradicional para consolidar sus bases técnicas. Al mismo tiempo, en Terrassa, en el Vallès y en todo el país, el derrumbe de las utopías hippies y comunistas despiertan un nuevo hedonismo. Juli Soler deja las discotecas y empieza la aventura del Bulli en Roses. Es el enlace que conecta a Bernils con la nueva vanguardia culinaria, que va soltándose poco a poco de la ortodoxia francesa. Lluís se enorgullece de su equidistancia entre Santi Santamaria —del que se puede decir sin mucho reparo que es del que está ideológicamente más cerca— y el dúo Adrià-Soler. Entonces son todos amigos y compañeros de fatigas, por llamarlo de algún modo. Más tarde se las tendrá con Juli Soler porque el traspasado, cundo te descuidabas le echaba jeta y a Lluís alguna factura que otra se la dejó sin pagar. Se fragua una nueva generación de cocineros que trabajan y aprenden juntos, viajan a Francia, se lo pasan bien y definen lo que será la revolución gastronómica española de los 90.
En sus días libres, Lluís recoge a Ferran en Barcelona, se pasan por el mercado de la Boqueria a comprar productos que sólo pueden obtenerlos ahí —aún no era la trampa para guiris de la actualidad—, almuerzan en la barra del Pinotxo y emprenden el camino hasta Cala Montjoi
En 1987 ya encontramos cenas a cuatro manos entre Bernils y Adrià en el Celler de Matadepera, con minutas aún afrancesadas, vieiras, foies y macarons, pero ya con toques evidentes de lo que vendría, como el uso casi fetiche del conejo. Podemos datar en esa época las expediciones que los mejores cocineros catalanes, y alguno vasco que se apuntaba, organizaban para ir cada año a Lyon, al Bocuse d’Or, a aprender. Se encontraban en el Motel Empordà de Figueres y se montaban pantagruélicos cáterings de caviar y champán en las áreas de servicio de la autopista, amén de todos los vicios posibles de la carne y la nariz. No es extraño que de tal fraternidad de la juerga surgieran lazos de amistad, conocimiento y como no de promoción. Lluís ya es un cocinero reputado y con oficio, el nombre de su restaurante resuena, pero sabemos que eso no basta. Los Santamaria, Soler, Adrià envían clientes y críticos a Matadepera, que no es ni por asomo un lugar de paso. El lobby da sus frutos. En 1992, Bernils y el Celler de Matadepera obtienen, casi por sorpresa, su primera estrella Michelin.
Los años estrellados
[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]El Celler se convierte en el restaurante de cabecera de la comarca. Matadepera, conviene destacarlo, es el municipio con mayor renta por cápita de Cataluña, con una burguesía con origen en el sector textil que si bien no ha conservado su poderío industrial sí que mantiene patrimonio y capital. Aún hoy, Lluís presume de haber cocinado para tres y cuatro generaciones de una misma familia. Un lugar de reunión y celebración de referencia en Matadepera, Terrassa y alrededores. Del mismo modo, el Celler empieza a ser conocido en Barcelona y fideliza también la primera clientela de fuera de su zona de influencia. Las cosas van bien. Demasiado bien. Van tan bien que el restaurante, en vez de consolidarse, inicia el declive. Al principio leve, luego poco a poco agravándose.
Lluís está cada vez menos al pie del fogón, neglige las compras y los escandallos, el servicio decae, hasta el punto que los inspectores de Michelin deciden retirarle la distinción. ¿Qué pasó ahí?
En el mundillo, tan proclive a los dimes y diretes se ha especulado durante largo tiempo. Que no dio la talla, que no soportó la presión, que dilapidaba todo lo que ganaba de día por la noche. Cualquier barbaridad que uno se pueda imaginar. La realidad fue mucho más prosaica. Siempre según lo cuenta el propio Lluís Bernils, los problemas de politoxicomanía que acarreaba su mujer desde ya hacía unos años empeoraron por aquel entonces. El drama familiar fue mayúsculo. Cuando la situación ya es insostenible y por ambas partes se acepta que la adicción se puede llevar por delante el matrimonio, la familia y el negocio, se toma la decisión de ingresar en un centro de desintoxicación en La Garriga, una clínica cercana donde va a parar toda la sociedad barcelonesa pudiente enganchada a las drogas, que no es poca en los 90. Es un pozo. La cantidad de dinero y esfuerzo que supone el internamiento repercute en la marcha normal del Celler. La relación entre los padres de Bernils y su nuera, que nunca había sido buena, estalla. Lluís nada entre dos aguas, toda la prosperidad de la familia se ve empeñada por la situación. Por eso no es de extrañar que el restaurante caiga en picado y que, cuando Michelin retira la estrella, Lluís les admita en su famosa carta que tienen toda la razón. Está extenuado y se ve incapaz de cumplir con la mínima exigencia que requiere un restaurante de nivel.
Pero no se acaba ahí la cosa. Lluís remonta. Cuando considera que ha hecho lo que tenía que hacer y habiendo su mujer conseguido desintoxicarse, deciden divorciarse. No hay matrimonio que resista algo así. Al cabo de un año y quizá enternecidos por el agradecimiento de la carta, Michelin opta por darle otra oportunidad y recupera la estrella durante tres años más. Igual ya es demasiado tarde. Lluís, liberado de la carga pesada de los últimos años, se pierde. Alquila un piso en la costa para él solo y deja la gestión del restaurante a unos empleados poco comprometidos. Va poco por Matadepera, vive mucho de noche, en una crisis de los cuarenta casi canónica. Mientras, en paralelo, se mete en el negocio de los cáterings y los eventos que le resultan muy lucrativos, pero que son cada vez más incompatibles con mantener la calidad en la casa madre, que entra en otra espiral de decadencia que la pérdida por segunda vez de la estrella no hace más que certificar. El Celler, que con los años se ha convertido en una institución, ve peligrar su continuidad. Está muy cerca de cerrar puertas. Su clientela, las familias que han crecido con el restaurante aún acuden, pero la cocina y las ganas de tirar delante de Lluís se estancan. Hay algo roto en él, la inconsciencia y el empuje de la juventud se desvanecen y el proyecto que se inició hace ya más de treinta años está a punto de disolverse en la tormenta que desbasta lo personal y lo profesional.
Los buenos años
[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]L[/ms_dropcap]a salida del agujero la encontrará, como ya había pasado al volver Lluís de Menorca, en la familia. Entre todo lo que merece ser contado del Celler de Matadepera, lo primero es que, mucho antes de ser la historia de un restaurante, es la historia de una familia. De los lazos y de la sangre, de los muros del caserón, de las hiedras y de las parras de la terraza, de la madre de Lluís, que pasados los noventa prendía las brasas cada día, hasta su muerte. Es la ilusión de la continuidad y la pervivencia, que igual no nos acerca a la inmortalidad, pero consigue que nos codeemos con ella y la invitemos a cenar. Huelga decir que todo esto se respira, se come y se bebe en el Celler. Y eso no se compra ni se diseña en ningún restaurante de moda de Barcelona. Los hijos de Lluís se confabulan para que la casa reflote.
En 2008 toman definitivamente el control del barco. Ricard es más díscolo, le cuesta más adaptarse, pero al final encuentra su sitio en la sala. Pau, más metódico, se adueña de la cocina. Como su padre, han mamado el oficio, pero con el plus de haberse pateado con él los mejores restaurantes de Europa. Ahí es nada
La revolución en la cocina es sutil, la transmisión generacional se nota más en la organización. Hay despidos. Lluís ya había visto la necesidad de renovar la plantilla, con mucha gente con años de experiencia en el lugar, pero también acomodada. Se completa la regeneración. Bernils da un paso al lado, consciente de su nuevo papel. La fórmula cuaja: hoy, el Celler llena todos los pases, cada día. No me parece exagerado afirmar que, actualmente, el Celler de Matadepera interpreta como nadie en el país la cocina tradicional catalana, con un equilibrio exacto entre la excelencia del producto de temporada, el recetario clásico, el gusto arraigado en el subconsciente de los comensales y el punto de transgresión necesario para no adormecer los paladares.
Y luego está Lluís. Que oficialmente está semi jubilado, pero que siempre está por ahí. Entendió que su nueva misión era convertirse en el mascarón de proa de la nave, presente y dando la cara, pero tendiendo a la ornamentación. Cedió el negocio a sus hijos y se pasó al noble arte de la consultoría, que en el Celler se traduce en saber que quieren sus clientes y dárselo, como una forma trasunta de la felicidad. Parece fácil, pero hacen falta cincuenta años para aprenderlo. Este domingo, 30 de septiembre de 2018 —entre clientes, amigos y familia, un poco difuminados los límites y sin que se sepa ya qué es qué— El Celler de Matadepera vivirá una fiesta de aniversario, la celebración de qué, aunque no estemos, nada se acaba. Fin. Descompresión. Gintónic.