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    Corks-crew

    Mi madre nos dejó una mañana. Me acostó, me dio un beso y susurró un buenas noches.

    Mi padre nunca me dijo nada, ni yo le exigí nunca una explicación. Durante años, para mí, mi madre se había mudado a mis sueños y jugaba con mi imaginación. Antes de dormirme la veía luchando contra los malos en la otra punta del mundo. O que se había ido en un viaje espacial a impedir que un meteorito destruyese la Tierra. Mis batallitas siempre nacían de la premisa de que era algo tan secreto que si me lo decía me ponía en peligro. Cuando se lo explicaba a mi padre, se reía.

    -Bien podría hacerlo – aseguraba, y me besabas la frente.

    Solo estábamos mi padre y yo. Él trabajaba de noche, soy camarero, me decía siempre, especialista en vino, pero camarero. Mis abuelos venían a darme la cena y a acostarme hasta que tuve edad suficiente para quedarme sola y que una llamada fuera suficiente para que todos estuvieran tranquilos.

    Alguna noche me sorprendió con su llegada a casa. Eran altas horas de la madrugada y me encontraba en el sofá con un libro. Entraba y se dirigía a la vinoteca o, como la llamaba yo de pequeña, el dormitorio del vino, y cogía una botella tras otra hasta que daba con la correcta para esa noche. Cuando ponía el marca-páginas en el libro me miraba y me decía:

    -Deberías estar durmiendo.

    -Ya voy – respondía, resignada.

    Una de esas noches, quise saber porque se servía una copa de vino después de pasarse horas rodeado de vino.

    -¿No te cansas?

    -No

    -Pero es tu trabajo, ¿no te apetece desconectar un poco?

    -También. Ayuda a pagar las facturas y me gusta. Pero, en mi caso, el trabajo es la consecuencia de una pasión. O la prolongación si lo prefieres. Soy un privilegiado en eso.

    -¿Por qué te gusta tanto todo ese mundillo, papá?

    Se quedó en silencio unos segundos.

    -Sinceramente, no lo sé. Solo sé que me hace disfrutar. Que disfruto mucho. Las pasiones son muy difíciles de explicar, solo puedes intentar transmitirla. Que los demás lo noten y les entre la curiosidad. Que se pregunten si están hablando con alguien raro, un loco, o si son ellos los que se están perdiendo algo.

    Me quedé callada, pensativa.

    -¿Y luego? – pregunté.

    -Esperas a ver si has atrapado a otro – me guiñó el ojo.

    -¿Y cómo lo sabes?

    -Porque hay cierta complicidad. Como un código. Ninguno entiende del todo por qué le gusta, pero si se hace esa pregunta, ya es tarde. ¡Uno más!

    -¿Me intentarás atrapar a mí también? – le lancé una mirada inquisitiva.

    -Ya he empezado – dijo, haciéndome cosquillas con el dedo en el costado –. Lo que te puedo decir, cariño, es que todo en ese mundillo es único. Cada botella es diferente. Te da cosas diferentes.

    -Parece divertido. Son como sorpresas todo el rato.

    Me sonrió.

    -Pero, ante todo, lo que más me gusta es compartirlo. Disfrutarlo con alguien para hacerlo más único, si cabe.

    Se pasó el dedo índice y pulgar por la comisura de los labios, mirando la copa en la mesa. Quise preguntar. No me atreví. Sabía la respuesta.

     

    Tenía miedo a crecer. No por mí, sino por mi padre. La edad me fue distanciando de él, no más de lo normal en una adolescente, pero siempre tenía que volver a casa. Me recibía con una sonrisa, me preguntaba si estaba bien y con eso se quedaba tranquilo. Confío en ti, me dijo.

    Pero llego el día en el que no tenía por qué volver. El día en que me iba y no sabía cuándo iba a entrar de nuevo por la puerta. Me iba a la universidad, era feliz, pero estaba preocupada por él. No quería dejarle solo. Cuando le comuniqué mis inquietudes me miró fijamente a los ojos.

    -No dudes ni un minuto – dijo en un tono irreconociblemente serio en él –. Lárgate – continuó riendo, al fin.

    Le dije que saliera, que conociera a alguien, que lo pasara bien.

    -¿Por qué no sales con otras mujeres? Aún tienes tu qué.

    Reímos.

     

    Alquilé una habitación en la ciudad. Vivía haciendo malabares con el sueldo que podía ganar con un trabajo de fines de semana, una beca y con la ayuda que mi padre me enviaba. Me quedaba poco tiempo para poder visitarle. Estábamos a menos de una hora en tren, pero, durante los tres primeros años, salvando festivos, era muy complicado vernos.

    En el verano antes de empezar el que sería mi último año de universidad, una tarde, después de comer, mi padre me preguntó si este curso iba a mantener el mismo ritmo. Me extrañó.

    -El primer semestre estaré algo más ocupada pero en el segundo poder jugar un poco más con la agenda. Si me organizo bien tendré más tiempo libre.

    Asintió apurando el vino que le quedaba en la copa. Siempre las alargaba.

    -Qué te parece si los domingos vienes y comemos. Te pago yo el billete.

    -Claro, pero no me tienes que pagar el billete. ¿Pasa algo?

    -¿Por qué tiene que pasar nada? Te estás haciendo una mujer y me apetece pasar algo de tiempo contigo.

    -Vale, papá.

    -Además, a principios del año que viene, me prejubilo.

    Le miré pidiendo alguna explicación más.

    -No pasa nada, sólo quiero disfrutar un poco más del tiempo. A penas tengo gastos. Así, cuando vengas, podemos disfrutar juntos de alguna botella de vino, porque…

    -Esas son las mejores – le interrumpí.

    Me levanté para recoger la mesa y le besé en la mejilla.

     

    Llegué hacia el mediodía. Mi padre me hizo subir. Una vez estuvo la comida en la mesa, le pregunté por qué no había puesto vino.

    -Lo tomaremos luego.

    -¿Aquí?

    -En un sitio que conozco. Te gustará – añadió al ver la sorpresa en mis ojos –. Es nuevo y está a sólo un paseo.

    Después de una cabezada, cerca de las cinco de la tarde, salimos de casa. El trayecto no duró más de quince minutos. Llegamos al final de una calle y giramos a la izquierda. De pronto, ante nosotros, se abrió un jardín, un pequeño oasis, con un camino que llevaba a la terraza de una casa reacondicionada. Era un jardín delantero, grande, que terminaba en una valla de madera vieja que anunciaba la caída del barranco. Había bastante gente. Unos alargaban la comida, otros tomaban café al calor del sol. Algunos niños correteaban por el césped.

    Nos sentamos en una mesa, algo apartada del resto, cerca de la valla. Estirando un poco la cabeza, era fácil ver el final de aquel pequeño monte en el que se levantaba la casa.

    Recuerdo que aquella primera botella fue un Vailet. Una niña, de unos dos años, tropezó. Miró a sus padres y, al ver que estos la miraban sin alarma, se levantó y continuó con su juego. Eso provocó que empezaras a explicarme pequeñas anécdotas e historietas sobre mi torpeza en mis primeros años. Fue la tarde que más reímos.

    Con Bancal del bosc, te dije que había encontrado faena en una redacción en la que había hecho unas prácticas, que esperarían a que terminara con la universidad. Me felicitaste orgulloso.

    Con Ferrer Bobet decidimos seguir hablando, de lo que quiera que fuera que estuviéramos hablando, con la cena. Volvería a la ciudad por la mañana temprano, no había prisa.

    Con el Syrah de Casa Mariol te confesé que, en el fondo, quería ser escritora, que ese era mi sueño, que me daba miedo y vergüenza decírtelo. Siempre lo has sido, dijiste con un brillo en los ojos.

    Con Set Sitis nos quedamos en silencio viendo como el sol, poco a poco, desaparecía entre las montañas. No dijimos nada, nos miramos y brindamos con el rumor de los árboles y las familias que se marchaban.

    Con Embruix te dije que hacía meses que me estaba viendo con un chico y que creía que me había enamorado. ¿Eres feliz con él?, preguntaste. Te dije que sí. Eso es lo que importa, sentenciaste mientras me apretabas cariñosamente la mano.

    Con el Brut Nature de Agustí Torelló me hablaste de mamá. Me dijiste que esa era su favorito, que siempre quería tener una botella en casa. Vi que tus ojos se humedecían.

    -Sé que si mamá se fue era porque tenía sus razones. No me siento culpable. No te culpo.

    -Pero…

    -No hacen falta explicaciones. No las necesito.

    Apretaste la mandíbula y forzaste una mueca que recordaba a una sonrisa para aguantar las lágrimas.

     

    Ahora, años después, me encuentro en ese salón en el que me sorprendías leyendo. Sola, en silencio, intento relajarme en el sofá. Tú también me has dejado. Aunque luchaste mucho contra ello.

    Hace una hora que he llegado. Mientras recogía todo lo que quedaba, libros, ropa, postales… toda una vida, me he encontrado una pequeña caja con mi nombre y dos fechas. Unos dos meses las separaban.

    La tengo frente a mí, en la mesa de cristal. Los habías guardado sin que yo me diera cuenta. Están los corchos de las botellas que nos bebimos durante aquellas semanas. Durante aquellas siete semanas. Cada una de ellas unida a un cuadrado de cartón fino con el nombre del vino y una pequeña frase en la que se resumía la tarde que pasamos compartiéndolas. Fueron pocas horas, pocos días. Pero no hay ninguno que recuerde tan claramente como aquellos. Es inevitable cruzarme con alguna de esas botellas y no pensar en ti, en mamá, en el césped, en el barranco, en los niños, en tu sonrisa, en tus palabras.

    El tiempo y las obligaciones truncaron esa rutina. Seguimos bebiendo vinos y compartiéndolos. Pero ya no sólo entre nosotros. Ya no de aquella manera. Sólo nos quedan estos, los de la caja. Los mejores. Nuestros vinos. Más únicos, si cabe, ¿no?