Etiqueta: gastronomía

  • El desprecio

    El desprecio

    El pasado año 2018, según la Encuesta de Población Activa (EPA) del Instituto Nacional de Estadística (INE), el número de trabajadores ocupados en hostelería en España superó los 1,7 millones de personas.

    En 2017, y también segun datos del INE, en España había 253.344 empresas dedicadas al sector de la hostelería, 68.454 de las cuales son restaurantes y puestos de comida, 13.528 empresas de provisión de comidas preparadas para eventos y otros servicios y 171.362, bares.

    Segun la última edición de la Guía Michelín, la correspondiente al presente año 2019, en España hay 206 restaurantes con alguna estrella de la citada guía.

    Así pues, los estrellados representan un 0,3% del total de restaurantes de este país. El 99,7% de los restaurantes que quedan son el resto.

    Decía Wittgenstein, autor de la que es considerada la obra filosófica más importante y relevante del siglo XX, Investigaciones Filosóficas de 1953, que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo«. Esto es, cómo hablo del mundo acaba configurando el mundo del que hablo, el lenguaje crea la realidad y, más allá de hablar de lo que vemos, cómo hablamos determina lo que vemos y cómo lo vemos.

    Zhaoqui Yu

    Consideraba el lenguaje como un abigarrado juego de sonidos en el cual el significado de las palabras deriva de su uso público. El significado de lo que decimos se genera después de haber sido dicho y, una vez generado, configura y dibuja la realidad que percibimos. La cháchara en la plaza pública es el Big Bang.

    Si algo tienen la sabiduría popular y los dichos de siempre que han conseguido pasar de generación en generación sin desvanecerse es que echan raíces en este mismo fondo del que beben las grandes cuestiones filosóficas, por esto consiguen no perecer y mantenerse vivas a través de modas, edades y tempestades, porque siguen siendo vigentes y útiles en contextos y sociedades variadas y variantes, y nutren como fuentes naturales y campestres la vida y vicisitudes diarias y más pragmáticas de los que somos gente común. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio dice el dicho o, como diría Wittgenstein, aquello de lo que no hablamos no existe.

     

    El 99,7% de los restaurantes de este país no existen. Son nada. Valar Morghulis.

    Hablemos de esta nada. Hablemos de aquello de lo que no hablamos. Hablemos de la criatura que habita debajo de la cama.

    Hace unos pocos días tuve una conversación interesante con un compañero cocinero. Me gusta, y lo hago a menudo y tanto como puedo, encontrarme con compañeros de oficio, conocer el viaje de estas personas, compartir batallitas. Y hay algo, siempre hay algo en esas conversaciones, que me transporta a esa antigua fábula india en la que a siete hombres se les vendan los ojos y se les acerca a un elefante para que lo palpen y lo describan. Cada uno de ellos palpa una parte diferente del animal y, por lo tanto, cada uno lo describe de forma totalmente distinta de acuerdo con su propia y personal experiencia: un pilar de piedra (la pierna), una serpiente (la cola), una hoja gigantesca de palmera (la oreja)… Al compartir sus impresiones éstas aparecen totalmente diferentes, pero al fin, al quitarse las vendas de los ojos, se dan cuenta de que sus descripciones, pese a ser tan distintas, son todas ellas acertadas y describen a un único animal.

    Hay algo en las conversaciones entre compañeros de oficio que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.

    El desprecio

    Hay algo en estas conversaciones habituales entre compañeros de oficio venidos de restaurantes y trayectorias totalmente diferentes, un mecanismo oculto, que funciona igual que en esta vieja fábula. Algo que en el caso del cuento no hay venda que pueda cubrir. Algo en las conversaciones que es recurrente, una sensación común a la que se llega desde ángulos diametralmente opuestos, un latido de fondo que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.

    El desprecio.

    Ali Yahya

    Como un poliedro o como una criatura viscosa con tentáculos, este fenómeno, esta emoción malsana, muestra una apariencia distinta según el ángulo desde el que se observe, y es percibida, como el elefante, de formas que se diría no tienen nada que ver entre sí.

    Para algunos de los habitantes de este embalse del 99,7%, éste aparece como una especie de cementerio de dinosaurios, un sitio donde van a dejarse morir paulatinamente, y sin grandes sobresaltos, aquellos a los que el sistema considera que ya se les ha dado tiempo suficiente para probar su valía sin éxito; mayores de treinta y cinco años (viejos) con cargas familiares e hipotecas o con deudas y resentimiento de aventuras anteriores. Cocinas de hoteles o así, con horarios contenidos y salarios más o menos cubiertos por la facturación de las pernoctaciones. Una gastronomía grisácea incluída como daño colateral en las pensiones completas y las medias pensiones.

    Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo

    Los dinosaurios conviven en simbiosis con los chavales tontos, se compenetran a la perfección, sea los que en la escuela de hostelería eran etiquetados de poco avispados, sea los blanditos, los que no tienen lo que hay que tener, sea los que tienen vicios caros de los que pueden estropearte un poco, y que entran a las seis para preparar la bollería y los embutidos del buffet de desayunos, o a las 9 para preparar las ensaladas del surtido de entrantes y cortar la macedonia de los postres.

    Bucean en esa charca del 99,7%, tambien, los habitantes de locales que se diría, físicamente, han echado raíces en él. Condenados a ser traspasados cada, pongamos, año y medio, estos espacios preñados de neblina ocre infectan todo emprendedor que entra en ellos detrás de la zanahoria de la ilusión. Locales de los que el cliente no espera nada, a los que nadie tiene previsto ir nunca. Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo.

    Eduardo Sánchez

    Todo el mundo sabe lo que va a pasar. Desesperanza a cubos, de esa que se refiere a lo que es no esperar nada. Hemos visto a esos cocineros y camareros volverse ocres un millón de veces. Antes no lo eran. Y con el empuje inicial, puede muy bien ser que después de zafarse del tentáculo de la mala inercia, sobren fuerzas para hacer una buena tortilla de patatas. Que nadie espera que esté bien, recordemos, que nadie espera que esté rica, que todo el mundo sabe como va a terminar la historia. Y como la vida es cuesta arriba y el tentáculo está en su salsa, por una cuestion de perseverar (como dicen en los cursos) la babosa casi siempre gana, y al huésped se le presentan dos opciones: abandonar y marcharse con la deuda a cuestas para dejar paso al siguiente, o abandonarse y fundirse con el local, pasando a tener un color parecido al de las paredes. Ese ocre. Sin fuerza ni ánimo para hacer una tortilla como la del primer día. Tirando de los oficinistas y currantes de alrededor. Tenía que ser mala. Pues claro. En el fondo todos teníamos razón.

    O pueden hacerles palpar la forma, hablar de ella, describir ese hedor, a los jefes de cocina de lo que llamamos la vieja escuela, que tambien estan en esa zona turbia del 99,7%. Levantan franquicias, locales de provincias, casas de comidas de linaje familiar y restaurantes de esos de los que no habla nadie.

    Estos jefes de cocina hicieron lo que se supone que debían hacer: subirse al caballo, atravesar tempestades, salvar dificultades, matar al dragón y rescatar a la princesa. Fueron arrastrados por la necesidad de trabajar o por el padre y por la oreja al mundo laboral, sea en el restaurante familiar sea en el ajeno, y empezaron barriendo cámaras y rascando en la pica, pelando patatas y limpiando calamares, hasta ganarse el derecho a entrar en la rueda de partidas a base de aprender a ver, oír, callar y currar. Dos años en gardemanger, otro par en entrantes calientes, arroces, con suerte pescados y al fin carnes, que era el paso previo a ser designado segundo de cocina y aspirar algun día a ser el capataz (pasteleros y salseros son un mundo aparte, orbitan distinto).

    Oliver Rouse

    Saben de sobra que nadie hoy elige con entusiasmo y libremente trabajar en sus cocinas, no son el plan A de ningún estudiante ambicioso de los que salen de la escuela de hostelería o de los cursos prestigiosos pateando como jóvenes centauros. Se comen los marrones del de arriba y la sorna de los de abajo, que en estos tiempos entran siempre sabiendo más, teniendo mucha más visión e ideas creativas, y nunca, nunca, terminarán así. Qué dices. Las escuelas de hostelería y los buenos cursos caros de ahora, consiguen en un par de años lo que antes se conseguía en veinte. Porque eran unos catetos, ea.

    Cargados de malos vicios, cobrando más de lo que se merecen por eso de antes que eran los bonos por antigüedad, malhumorados y quemados.

    Ahora que ya no existen discos ni cassettes la analogía es peliaguda, pero uno podría fácilmente ver su cargo de chef como una cinta en la que sólo se hubieran grabado caras b. Porque se parecen tan poco a los hits que todos conocemos…

    Malte Wingen

    Tamizado el barrizal, buena parte de lo que resta de ese 99,7% está cubierto por la fuerza laboral de inmigrantes. Que son los que se quedan cuando el resto se van. Los que, qué curioso, entran en la rueda de la cocina de un restaurante por la misma puerta que los cocineros de antaño, casi que por los mismos motivos, y terminan convirtiéndose en oficiales más que competentes sin los laureles de los de aquí y de pro. Haber estudiao.

    Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación

    El desprecio.

    Sé perfectamente que la línea que he trazado al inicio alrededor del 0,3% es atrevida y tendenciosa. A brocha gorda si quieren. Pero necesito narrativamente mandar un mensaje. Sé que probablemente el grupo de restaurantes y grandes chefs de los que hablamos cuando hablamos de gastronomía españolao chefs incluye algun que otro nombre más que sólo los estrellados. Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación.

    Y, teniendo clarísimo que los que más brillan son no sólo dignos de todo reconocimiento por méritos incuestionables, sino además fuente de inspiración y por lo tanto de gratitud por todos los que les miramos cuando buscamos referentes (que sí, que vale), me embarga un terror paralizante cuando me paro a observar cómo ese 0,3% ocupa la inmensa mayoría del discurso cuando se habla de restauración.

    Florencia Viadana

    Ese 0,3% ha canibalizado el espacio de diálogo y se ha convertido en el marco de referencia. 0,3% o nada. Hemos llegado a tal punto de martilleo desinformativo por tendencioso e incompleto que por acoso y derribo hemos conseguido que ese 0,3% del pastel sea visto como el todo, como lo normal.

    Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables

    Ese 0,3% es el destino al cual enfocamos la inmensa mayor parte de la formación académica y de expectativas que reciben las nuevas generaciones de cocineros, de la divulgación y oferta de entretenimiento gastronómico televisivo y en línea que llega al público general, que es también la masa de clientes potenciales de, no sólo ese 0,3% que le corresponde, sino del 100%.

    Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables, realistas y competentes y sus grandes problemas y dificultades son ignorados y desatendidos. El abismo entre unos y otros va creciendo.

    Steve Long

    El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española

    Decíamos al principio que el 99,7% de los restaurantes de este país no existen, y lo decíamos porque no se habla de ellos como lo que son, eso es la normalidad, la base de todo.

    El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española. Hemos confundido lo normal con lo mediocre a base de ampliar tantísimo la imagen de lo excelente que ésta ha pasado a ocupar todo el espectro.

    A golpe de congresos gastronómicos, inauguraciones de flamantes escuelas de hostelería y creative labs, programa tras programa de televisión, ranking tras ranking tras lista, discurso tras discurso, la grieta que separa lo que las nuevas generaciones aprenden y esperan del mundo de la gastronomía se aleja cada día más de lo que el mundo real de la restauración necesita, ofrece, es.

    Ye Chen

    ¿Se dan cuenta de lo dañina que es esta forma de abordar la restauración?

    ¿Conocen a alguien que quiera ser nadie? ¿Alguien de ustedes estaría dispuesto a plantearse seriamente dedicar la mayor parte de sus esfuerzos y recursos en formarse y labrarse una carrera profesional en un ámbito en el que no sólo se conoce que es un ambiente peculiarmente duro, sino que lo más probable es que en él acabe por ser y sentirse nadie?

    Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar

    Yo tampoco.

    Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar. Porque es lo que se les ha vendido y se les está vendiendo.

    No es viable que para sentirse parte activa y digna de reconocimiento de la restauración de este país haya que llegar a formar parte de ese 0,3%. Porque no todos tenemos las mismas ambiciones, los mismos sueños, las mismas vocaciones, el mismo talento, los mismos valores, las mismas capacidades ni la misma suerte. Y porque lo que necesita y demanda, legítimamente, ese 0,3% tiene muy poco que ver con lo que necesita y demanda el 99,7% restante.

    Lan Phan

    Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando; más desalentador va siendo cada día ver que las soluciones a las dificultades reales ni están ni se les espera. Porque ni siquiera se tiene el coraje de observar, verbalizar, diagnosticar y compartir el mal del que se adolece.

    Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando

    Puede que algun día salgamos del túnel, que se apague tanto bombo mediático y tanta brillantina, y que podamos calmarnos todos un poco y volver a encontrarnos como, no sé, un oficio cualquiera. Ebanistas, mecánicos de coches, carpinteros, fotógrafos, pintores… Habrá que ver ese día si por el camino hemos perdido algo más que algún que otro eslabón de la cadena de transmisión de la dignidad del oficio.

    Habrá que ver si esos nadies olvidados no se han rendido. Cansados y cabreados por tanto desprecio.

    Por ahora, somo muchos los que hemos decidido entregarnos a esta cocina, darnos a ella para aportar lo que podamos. Nos encontramos, hablamos, compartimos y de forma más o menos evidente nos damos ánimos. Y hay que hacerlo más.

    Muchos hemos pasado por esos restaurantes y esas experiencias que he puesto como ejemplo unos párrafos más arriba. Yo les he dedicado los últimos veinte años de mi vida. Y no tengo intención de rendirme ahora, porque les digo que la vida en este lago del 99,7% es lo más intenso y maravilloso del mundo, y hay tanta cocina por hacer, tantísima, tanto por mejorar, tanto por disfrutar, tanto por aprender, tantas recetas y formas de trabajar valiosísimas que incorporar, que todo aquél que quiera apuntarse será no sólo necesario para que esto siga vivo sino privilegiado de poder vivirlo.

    Yo soy Espartaco.

    ¿Alguien más?

  • Segunda parte, ¿y cómo lo hacemos? Estrategias, riesgos y dificultades

    Segunda parte, ¿y cómo lo hacemos? Estrategias, riesgos y dificultades

    Debo confesar que me siento halagada y sorprendida por la acogida que ha tenido el artículo Recuperar la gastronomía, una cuestión de salud que escribí para Food Undercover. De hecho, se trataba de un texto que tenía pendiente hacía mucho, de manera que, aunque había sido ideado antes del verano -y puedo asegurar que sus raíces se remontan a antes de que escogiera estudiar para ser dietista-nutricionista-, de alguna manera recogió mis inquietudes y convicciones más recientes.

    A la vez, no obstante, soy consciente de que, en un texto que era introductorio y una suerte de declaración de intenciones, algunas de las ideas que presentaba no habían podido ser desarrolladas con la profundidad necesaria.

    Caroline Attwood

    Por esta razón, hoy querría presentar una segunda parte a ese artículo, que desgrane con mayor detalle algunas de las cuestiones clave. Además, la difusión que se ha hecho del texto me ha permitido entrar en conversación con varios lectores que me han expuesto su perspectiva y han confrontado algunos de los puntos tratados. Aspiro, pues, también, a que los siguientes posts aborden y den respuesta sus inquietudes.

    Tres son los aspectos principales que quisiera desarrollar: el peligro de convertir la gastronomía en un nuevo dogma, cómo gestionar condicionamientos fisiológicos (azúcar, bla bla) a la hora de recuperar la parte organoléptica y hedónica de la alimentación para poderlo hacer de manera saludable, y cómo podemos hacer esto en el mundo de la palatabilidad pornográfica. En este artículo me centraré en el primero.

    Mi propuesta de volver a apreciar lo culinario de la alimentación, más allá de los valores de salud, parte de algunos supuestos que tal vez no fueron suficientemente explícitos en el texto previo

    Mi propuesta de volver a apreciar lo culinario de la alimentación, más allá de los valores de salud, parte de algunos supuestos que tal vez no fueron suficientemente explícitos en el texto previo. El primero, es que apuesto por una concepción de la salud muy amplia, que incluye el bienestar psicosocial. Eso implica que no es tanto que le proponga al lector que se olvide de la relación entre alimentación y salud, como que la enmarque de una manera diferente.

    Interpretar un plato de comida en términos de kilocalorías, hidratos de carbono, grasas y proteínas (o de micronutrientes milagrosos) corresponde a una mirada centrada en la parte orgánica de la persona, en sus niveles de colesterol, su índice de masa grasa y su tensión arterial.  Cuando, además, en ese mismo plato vemos reminiscencias de lo que nuestra madre o abuela cocinaba, vemos una disposición de colores que nos resulta estéticamente agradable, o su olor despierta nuestro apetito, entonces estamos incorporando a la persona en su totalidad.

    Joshua Newton

    Ahora bien, así como en la primera parte de esta serie hablábamos, citando a Chul Han y a Cederström y Spicersu, del valor moral de la salud en el contexto actual, quisiera huir de hacer lo mismo con la gastronomía y la parte más culinaria: creo que en general es una buena manera de trabajar para muchos  -sobre todo en el momento social actual-, pero ni tiene que serlo para todos ni tiene que serlo siempre. Y este es el segundo supuesto. Me explico. Habrá quién disfrute de un plato de lechuga iceberg sin aliño mientras que una ensalada con mil colores le resultará difícil; y eso es bien.

    Habrá quién generalmente prefiera la ensalada con mil colores, pero habrá días logísticamente complicados y el plato de iceberg hará las veces de algo verde; y eso también es bien. En definitiva, recuperar la gastronomía tiene sentido en el contexto en el que hemos vanagloriado la salud biológica, dejando demasiadas veces de lado lo organoléptico y en el que hemos priorizado (relativamente obligados) la conveniencia y la rapidez ante el cocinado personal de los alimentos; pero todos le vamos a dar una forma diferente y también puede ser que haya a quién este planteamiento no le sirva.

    Todo lo que los dietistas-nutricionista y organismos relacionados decimos en redes, revistas, guías y demás se construye sobre una base poblacional

    Esto que intento deciros, de hecho, nos da de bruces con uno de los ejes – a mi manera de ver- más críticos de la comunicación en nutrición: lo comunitario versus lo individual. Virtualmente TODO lo que los dietistas-nutricionista y organismos relacionados decimos en redes, revistas, guías y demás se construye sobre una base poblacional. Es decir, y simplificando un proceso algo más complejo, se trata de aseveraciones que surgen de observar cómo se distribuye una conducta en la población (por ejemplo, el consumo de comida rápida, ser vegetariano o no) y cómo ésta se relaciona con la respectiva distribución de algún indicador de salud (por ejemplo, prevalencia de hipertensión, de anemia).

    A partir de aquí se hacen proyecciones acerca de cuánto debería variar la conducta “y” en la población para reducir o incrementar la prevalencia del indicador x”. Al hacer eso, se asume que (1) no todos los individuos harán el cambio, (2) no todos los que lo hagan lo harán de la misma manera, y (3) el efecto de hacerlo puede distribuirse de manera diferente. Esto es algo que Geoffrey Rose desarrolla con gran detalle en su libro The strategy of preventive medicine (Oxford Medical Publications, 1993), y que explica de manera muy amena porqué lo que le va bien a la mayoría -como grupo- no necesariamente va bien a todos. Dicho de esta manera, resulta bastante obvio, ¿verdad?

    Tengo claras dudas sobre el hecho que tener más información sobre nutrición mejore la manera cómo comemos

    En el fondo, mi recuperar la gastronomía refleja mis cuestionamientos personales sobre el imperio de la educación y conocimiento nutricional. Es posible que lo que voy a decir levante suspicacias entre compañeros de profesión, pero debo confesaros que tengo claras dudas sobre el hecho que tener más información sobre nutrición mejore la manera cómo comemos. Es más, creo que en algunos casos lo empeora -especialmente cuando la información proviene de fuentes dispares-, y que, si más no, racionalizar cognitivamente todo lo que comemos es, para la mayoría de personas, una carga mental innecesaria y que puede llegar a ser contraproducente. Al fin y al cabo, ¿cómo podemos disfrutar de lo que comemos mientras lo escudriñamos mentalmente cuál disección en el laboratorio?

  • Escupiendo hacia arriba

    Escupiendo hacia arriba

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    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]Y[/ms_dropcap]o os maldigo, foodies.

    Ya lo digo yo, aunque me parece que son muchos quienes lo piensan y no se atreven a decirlo. Cuánta tontería en el encharcado mundo de la gastronomía.
    Basta, por favor. Basta de pamemas y mamarrachadas. A todos nos gusta comer bien. Unos tendrán más educación gastronómica que otros, unos habrán viajado mucho y probado cosas sorprendentes y otros vivirán apegados insistentemente a sus recuerdos. Pero a todos nos gusta comer bien. Basta de dar lecciones. Basta de querer infantilmente poner los dientes largos colgando fotos y contando que sí has estado en tal sitio o en tal otro, y que los once meses de espera han valido la pena para conseguir una mesa en el último restaurante de moda.

    También basta de querer emular a un Indiana Jones gastronómico, presumiendo de descubrir sitios recónditos de nuestro paisaje rural que funcionan desde hace cuarenta años, antes de que llegaras tú por primera vez. Basta de descubrir un producto por casualidad en un viaje de fin de semana y, por arte de magia, convertirte en un experto y querer humillar al incauto que aún no lo ha probado, repitiendo como un loro la información sacada de la wikipedia. Y basta de hacer un viaje a la otra punta del mundo y a la vuelta hablar tan solo de los restaurantes escondidos que tú has descubierto, como si no existieran las guías gastronómicas y de viajes. Qué harto me tenéis todos.

    Igual son unos zoquetes incapaces de hacer un caldo, una tortilla o una pechuga de pollo a la plancha sin que se les pegue, pero seguro que a ellos también les gusta comer bien

    Hace unos días un tal Óscar Soneira escribía en estas páginas sobre la pena que le da la gente que rechaza cocinar. Lo leí y lo disfruté, pero me dejó un regustillo amargo en el paladar. Y es que a mucha gente no le gusta cocinar. Y no pasa nada. No hay que rasgarse las vestiduras. A mí los coches y el mundo del motor me interesan cero y no por eso voy a aguantar a pelmazos que me cuenten o me aconsejen sus mierdas. Y es que es muy probable que mucha de esta gente que no sabe cocinar sea quien pueble su cuenta de Instagram con trescientas fotos de platos preciosos y quizás alguno de ellos haya escrito una reseña en Trip Advisor, Yelp o en Google. ¿Tienen menos derecho a opinar que Óscar o que tú? Yo creo que sí, pero tampoco nos vamos a poner los trajes negros de la Schutzstaffel y a vetarles el don de la palabra. Igual son unos zoquetes incapaces de hacer un caldo, una tortilla o una pechuga de pollo a la plancha sin que se les pegue, pero seguro que a ellos también les gusta comer bien.

    Otro conocida pluma de Food Undecover contaba no hace tanto que un día fue a comer con su pareja a un famoso restaurante de Barcelona y que por el tour obligatorio del local, una de las paradas consistía en hacerte una foto con el chef, quisieras o no. Pero a ver, ¿estamos locos o qué pasa? Tampoco dudo de que a los clientes que han esperado, degustado y pagado los platos de dicho chef les guste comer bien. Otra cosa es que pueda dudar de su escala de valores si la dichosa foto con el chef mediático es lo que más ilusión les hizo de su experiencia gastronómica.

    Otro caso reciente que leí por las redes no hace tanto fue la de un conocido crítico gastronómico al que se le ocurrió colgar una foto de una pizza hecha en casa con los restos que había en su nevera. La de palos que le cayeron -algunos de entendidos-, muchos poniéndole a parir de un burro y otros -los más atrevidos-, poniendo en cuestión la validez objetiva de alguien que escribe profesionalmente sobre restaurantes y que es capaz de perpetrar algo así en su casa. La estupidez es una cosa que nunca dejará de asombrarme, pero aún así, sigo sin poner en duda que tanto al ingenuo crítico como a los que le esperaban con el cuchillo entre los dientes también les gusta comer bien.

    A todos nos gusta comer bien. Seguramente nuestros parámetros de calidad sean distintos, con paladares más y menos refinados, con gustos diferentes. Unos tendrán más cultura gastronómica que otros, los habrá con mucho más poder adquisitivo para poder permitirse gambas rojas de Palamós o jamón de bellota y también aquellos cuyos padres les habían acostumbrado a cenar bocadillos casi a diario.

    Pero independientemente de todos estos factores, el noventa por ciento de nosotros (excluyendo a veganos sin criterio) vamos a preferir un filete o un chuletón antes que un bistec, y un buen corte de merluza a unos palitos de surimi. Tengo una amiga que hasta hace poco no sabía cocinar y desde hace tres años va a comprar al mercado, ha aprendido las recetas heredadas de su madre y me envía fotos de su pollo guisado o de sus albóndigas y a simple vista ya sabes que es cosa fina. A ella no le hables de restaurantes de moda o de combinaciones sorprendentes e inesperadas, pero sabe apreciar la melosidad de una carrillada de ternera y también sabe que para hacer un buen fricandó los moixernons son imprescindibles.

    Y es que a todos nos gusta comer bien, incluidos el pobre desgraciado que se tiene que conformar con comprar las ofertas del supermercado y el mileurista que sólo se puede permitir un presupuesto de veinte euros un par de veces al mes cuando sale a cenar con sus amigos o su pareja.

    La gastronomía se debería despojar de esta pátina elitista y sobredimensionada que ha ido adquiriendo durante los últimos años. Siempre existirán esos restaurantes que, ya sea por la calidad exclusiva de la materia prima o por la complejidad de sus preparaciones, supongan una cuenta abultada no apta para todo tipo de bolsillos. Pero no pasa nada por no ir o si sólo te lo puedes permitir ocasionalmente.

    Esto del comer se ha convertido casi en una imposición social del molar. Pobre de ti que no hayas probado los ramen o que aún te conformes con los fideos tres delicias del chino del barrio de toda la vida, en lugar de ir a uno de esos “chinos auténticos. Sabes cuáles te digo, ¿no? De esos a los que sólo van los chinos”. Mira, qué cansinos sois. Dejad que la gente coma lo que le salga de los cojones y no deis más la chapa. Yo sólo he ido una vez en mi vida a Ca l’Isidre y aunque me gustaría repetir, creo que podré seguir viviendo tranquilamente si no vuelvo. Lo de los cilicios y la mortificación lo dejo para otros.

    Comer bien ha dejado de ser una cosa de puertas adentro desde los tiempos felices donde salir a comer era una fiesta, o desde que sublimamos los recuerdos culinarios de nuestras abuelas, madres o suegros hasta convertirlos entre todos en algo público, despojándolo de su excepcionalidad para convertirlo en pornografía y exhibicionismo

    Quizás es que ya hace demasiado tiempo que mis únicas preocupaciones son mi hija y la cocina y de ahí que se me agrie el carácter. Quizás es que necesito airearme un poco, salir de Italia, volver a Barcelona y empezar a pensar en otros objetivos vitales, pero precisamente desde que me invitaron a escribir en estas páginas, he intentado reflexionar sobre el mundo de la cocina y he llegado a la conclusión de que en lo del comer, hay demasiada tontería.

    Hemos llegado a un punto en el que ir a comer a un sitio determinado te lleva a hacerlo público u ostensible, porque si no para qué vas. Comer ha dejado de ser una rutina para convertirse en una experiencia. Comer bien ha dejado de ser una cosa de puertas adentro desde los tiempos felices donde salir a comer era una fiesta, o desde que sublimamos los recuerdos culinarios de nuestras abuelas, madres o suegros hasta convertirlos entre todos en algo público, despojándolo de su excepcionalidad para convertirlo en pornografía y exhibicionismo.

    Será que no soy cocinero por vocación y que tengo un carácter ligeramente asocial, pero sigo pensando que el verdadero corazón de la gastronomía se debería hallar en primer lugar en nuestras cocinas. Esos puntos neurálgicos del hogar donde una radio está encendida casi dieciocho horas al día y donde uno faena, pasa el tiempo, se relaja, se abstrae del mundo exterior y se queda solo mientras piensa qué va a hacer para comer. Decidirse por una receta, coger unas materias primas y transformarlas en un plato que te reconforta tras un ajetreado día de trabajo, o que simplemente sirve de excusa para sentarte alrededor de una mesa y pasarlo bien en buena compañía. Y es que será que soy un romántico, pero todavía pienso que la cocina y el comer nos dan algunos de los momentos de intimidad más reales, puros y difíciles de impostar.

  • La cocina como arte

    La cocina como arte

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    La cocina es un perfeccionamiento de la alimentación,

    la gastronomía es un perfeccionamiento de la cocina misma.

    La alimentación es inseparable de la imaginación.

    Un festín en palabras, Jean-François Revel

     

    El arte es una actividad humana consciente capaz de reproducir cosas, construir formas o expresar una experiencia, si el producto de esta reproducción, construcción o expresión puede deleitar, emocionar o producir un choque.

    Wladislaw Tarkiewicz, Historia de seis ideas (1976)

     

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]L[/ms_dropcap]as procelosas aguas de la reflexión sobre lo que es arte y lo que no, y si la cocina y los cocineros o algunos cocineros y alguna cocina pueden ser considerados artistas y arte respectivamente han sido surcadas por otros capitanes -y más expertos que yo- en otras ocasiones. De hecho, lo que viene a continuación es la puesta al día de algo que escribí ya hace mucho tiempo, cuando yo era un bloguero novato con ínfulas y publicaba Homo Gastronomicus.

    La inquietud surgió entonces después de leer un libro que si ya era viejo ni decir que ahora pertenece al pleistoceno. Se trataba y se trata de Comida para pensar. Pensar sobre el comery que a su vez tenía su razón de ser en la invitación que recibió Ferran Adrià para participar en la Documenta 12 de Kassel, uno de los eventos artísticos más importantes del mundo. Este hecho por sí solo, y aunque una sola flor no hace verano, podría zanjar de un plumazo el debate, y este artículo, y llevarnos a decir que rotundamente sí, que la cocina es arte, ya que nunca antes alguien que no practicaba ninguna de las disciplinas artísticas tradicionales, por decirlo de algún modo, había sido invitado a participar en una demostración artística y mucho menos a una de esa envergadura.

    “Estamos en un momento crucial de mi carrera profesional y esta exposición ayudará a entender mi lenguaje expresivo”

    ¿Qué artista creen que dijo estas palabras? Pues, oh sorpresa, fue Quique Dacosta que, en la primavera de 2016, y en el MuVIM de Valencia, realizó una exposición que llevaba por título Paisajes transformados. Y Dacosta añadía:

    “La perspectiva que han dado a la exposición no es puramente gastronómica, sino fundamentalmente artística. Han extraído la parte más inspiracional y conceptual de los platos y la han mezclado con la parte creativa. Las obras comestibles del restaurante entran en el museo como conceptos que crean un lenguaje en el que participan otras disciplinas”.

    Y Quique Dacosta remataba la presentación de la exposición con estas palabras:

    Paisajes Transformadoses un paso más en la expresión artística de mi obra, el fruto del ejercicio de comunicarla desde mi propio lenguaje, trascendiendo al espacio natural para el que he nacido, la cocina y la mesa”

    Pero claro, las cosas nunca son tan fáciles y cabe preguntarse cosas como si, ¿vale todo esto por sí solo para considerar la cocina como arte? O sí, ¿el hecho de que un cocinero en concreto fuera el invitado a participar en la Documenta o a mostrar su «obra» en una exposición museística, le otorga a él y sólo a él el estatus de artista?

    Desde que escribí esa primera reflexión, he podido hablar con algunos cocineros sobre el tema y preguntarles directamente su opinión. Quique Dacosta al margen, todos sin excepción me respondieron que no. Que ni la cocina es arte ni ellos artistas. Incluso se lo pude preguntar al propio Ferran Adrià, y su respuesta fue que no, aunque su argumento fue curioso. Me dijo que no, porque los cocineros «no participan del circuito del arte». No, claro. Los cocineros no participan del circuito del arte del mismo modo que no participan del circuito de los músicos de rock, aunque se pueden establecer anologías entre unos y otros más que evidentes. Incluso hubo un cocinero que me dijo que ellos no eran artistas, que eran artesanos, y que la cocina era, por ende, una artesanía. Bien, en ese caso, los museos de medio mundo están llenos de artesanía que nos cuelan como arte. Para serles sincero, creo que noté cierta vergüenza en los chefs a la hora de rechazar la posibilidad de ser considerados artistas, como si les diera reparo que se les pudiera poner al mismo nivel que Dalí o Picasso. La de cocinero no ha sido una profesión que haya gozado siempre de la mayor de las consideraciones sociales. Quizás sea eso. Claro que la de artista tampoco, y básicamente por los mismos motivos Algo de eso apunta el creativo publicitario Toni Segarra, en una entrevista de Cristina Jolonch, para La Vanguardia. Por cierto, la entrevista -aparte de excelente- es reveladora para el menester que me ocupa hoy.

    Pero claro, si el objeto mismo de la cosa, o la mitad de él, se posiciona tan claramente a favor de que los ni cocineros ni cocina forman parte de lo artístico, una vez más, polémica zanjada y punto y final a este artículo.

    Aunque, el 15 de febrero de de 2012, en la web de El Mundo aparecía la noticia de que el restaurante Tristán en Portals (Mallorca), renunciaba a la estrella Michelin para “reinventarse”. La razones aducidas por el propio establecimiento eran “el deseo de ofrecer una cocina sin las ataduras artísticas y reglamentarias que exige Michelin”. Oiga, a ver si al final va a resultar que algunos cocineros sienten la necesidad o la presión de tener que ser artistas, cosa que de ser así sin duda no estaría a la altura de todos.

    Pero vamos a ver, ¿qué carajo es el arte?

    ¿Qué es el arte?

    Morris Weitz dijo que era “imposible establecer cualquier tipo de criterios sobre el arte que sean necesarios y suficientes; por lo tanto cualquier teoría del arte es una imposibilidad lógica y no simplemente algo que sea difícil de obtener en la práctica”. Para Ernst Gombrich “en realidad el arte no existe: sólo hay artistas”. Apaga y vámonos. No se trata de  hacer aquí tratadística sobre arte ni historia del arte, pero parece imprescindible tratar de definir un poco el sujeto del que hablamos, y ver si entender la cocina como arte encaja o no. Imagino que estaremos de acuerdo en que el arte ha sido algo dinámico a lo largo de tiempo. Quiero decir que las disciplinas que se han considerado arte no han sido siempre las mismas, y que si ben no ha habido bajas -vaya, creo-, sin duda sí ha habido altas. También desde el punto de vista formal, las concepciones que basaban el arte sólo en la creación de belleza o en la imitación de la naturaleza han ido cambiando. Hace tiempo que tenemos arte efímero, de percepción instantánea -¿las stories de Instagram pueden ser arte?- o que da el mismo valor a la idea que al objeto que la materializa.

    Atendiendo a una de las definiciones que encabezan este artículo, se necesita cierta intención para que algo sea considerado arte. Obviamente en un menú de 10 euros quizás cueste ver esa intención pero, ¿y en la cocina de Mugaritz,  Quique Dacosta o Massimo Bottura? ¿La tenía la de El Bulli? Pero a la luz -precisamente-, de la definición de Tartarkiewicz y si entendiéramos el arte como cualquier actividad o producto realizado por el ser humano con una finalidad comunicativa, a través de la cual se expresan ideas emociones o, en general, una visión del mundo mediante diversos recursos, ya sean plásticos, lingüísticos, sonoros o una mezcla de todos ellos, y recordamos -por ejemplo-, que Heston Blumenthalservía uno de sus platos con un ipod en el que se oía el sonido del mar, quizás la alta cocina no estaría tan alejada de todos estos planteamientos. Incluso sin la performance del británico, porque otra cosa es la valoración que hacemos a posteriori de la obra de arte. O ¿a caso todos los pintores que exponen y venden su obra en la parisina place du Tertre son unos incomprendidos que deberían tener todos sus cuadros colgados en el museo del Louvre, aunque nadie, y mucho menos ellos mismos, les niega su condición de artistas? Un artista, como un cocinero, lo es más allá de que sea bueno o malo.

    Hay quien pueda opinar que la gastronomía o la cocina es básicamente un negocio, una actividad mercantil de la que vive mucha gente. El arte igual. Si bien, los inicios de las manifestaciones artísticas nos sitúan en el mundo de lo ritual, lo mágico o lo religioso, después nadie pintaba, esculpía, componía o escribía por amor al arte. Del mismo modo, la cocina empezó vinculada a la nutrición y sobre todo a la salud, pero ahora los profesionales no cocinan por el simple hecho de que le guste pasarse horas y horas ante los fogones. Todos esperan ganar dinero con ello. Además, el arte  también tiene una función ornamental y pedagógica. La cocina, quizás no sea ornamental, pues es difícil imaginar que alguien esté tan zumbado como para querer llevarse un Bottura, un Aduriz o un Roca para decorar una pared de su casa pero, ¿a caso los foodies e Instagram no la han convertido un poco en eso? Y el componente  pedagógico aún es más claro. El famoso discurso sobre sostenibilidad, la educación sobre productos y productores… Y son sólo algunos ejemplos.

    La tradición clásica grecorromana consideraba el arte como una habilidad del ser humano en cualquier terreno productivo. Era casi sinónimo de destreza. ¿Una artesanía? Era una habilidad sujeta a reglas y racional. Para Platón, por ejemplo, era la capacidad de hacer cosas por medio de la inteligencia y ¿qué existe en la vida sin inteligencia más que el vacío, el horror y la estupidez? La buena cocina no, sin duda.

    Para Casiodoro los tres objetivos principales del arte eran enseñar (doceat), conmover (moveat) y complacer (delectet)

    Se puede decir más alto, pero no más claro. Para griegos y romanos los cocineros podían ser artistas. Fue en con el Renacimiento que se separaron los oficios y las ciencias de las artes. Esta separación se vio beneficiada por el creciente interés de los rich and famous de la época por la estética y la belleza, con lo que se inició el consumo de objetos destinados, precisamente, al consumo estético y al coleccionismo y de paso se empezó a generar un star system de artistas -¿no lo hay de cocineros también?- que ganaron en prestigio social y económico. Las guías del color que sean, las listas, los premios y la crítica, entre otros, también han generado un star system de chefs y de forma natural o artificial se ha creado una pugna por ser reconocido como el mejor cocinero del mundo.

    El arte es la idea

    Es obvio que las creaciones de los cocineros no se pueden coleccionar, aunque haya mucha afición a coleccionar visitas a restaurantes, y no es menos obvio que muchas veces se consume gastronomía un poco por las mismas razones que se consume arte. Por presumir o por ser partícipe de algo original, distinto, bello y creativo.  Un consumo de obras efímeras, sin duda, pero ¿quién no ha oído hablar del arte efímero? Marcel Duchamp dijo que “el arte es la idea” o sea el concepto, con lo que parecería que el arte pudiera quedar desligado de su parte material, de su realización física palpable. ¿Alguien conoce a un cocinero y un restaurante que hayan producido más ideas y conceptos que Ferrán Adrià y elBulli? De hecho, los conceptos y las ideas eran la razón de ser su producción, no los platos en sí. Lo importante era el concepto que los había originado, puro arte conceptual,  así que si el arte es la idea…

    El arte debe ser original, se dice, creativo se afirma. La creatividad es no copiar oyó Adrià de Jacques Maximin y Jean Dubuffet opinaba que  que “el arte es la novedad”. La creación es infinita y hay tantas artes como artistas, lo que introduce la idea de originalidad del artista. Ya no hay que representar las cosas como son, sino como las ve el artista. Todo es posible. Inspiración y genio que el Romanticismo reivindicó y que dio paso a la mitificación del artista por su genio creativo. Adolf Loos dijo que “el arte es la libertad del genio”. Todo esto son conceptos que maneja la cocina actual. Unos espaguetis a la carbonara ya no tienen que ser como fueron toda la vida, ni una simple ensalada ni la tortilla de patatas. Ahora son como el cocinero quiere que sean, según su interpretación. Vivimos la era de los platos interpretados.

    Es verdad que no toda la cocina participa de esto, pero  se manejan estos mismos conceptos. ¿Y el proceso creativo?

    El proceso creativo

    Es muy habitual que los cocineros cierren los restaurantes una temporadita y se enclaustran en sus talleres, para crear la nueva carta, como el pintor que se encierra en el suyo para crear sus telas que después expondrá como el cocinero expone sus nuevas creaciones en el nuevo menú de su restaurante. Tampoco ahí, hay tantas diferencias, ¿no? Los cocineros hasta hacen bocetos antes de materializar un plato. Además, cuando uno acude a una exposición o a un concierto, uno ve lo que el artista expone, lo que él mismo ha decidido mostrarnos de su obra, o escucha la música que el músico decide interpretar. Ahí la audiencia poco decide. Con el triunfo absoluto del menú degustación y la eliminación de la carta tradicional, la cocina actual ha eliminado la posibilidad a su audiencia, a su público, de elegir qué comer. Ahora, en muchos de los restaurantes a los que acudimos con devoción, sólo podemos comer lo que el chef ha decidido que comamos, con la única posibilidad de cambiar aquello que nos produce alergia o alguna incompatibilidad gustativa severa.

    Hay quien puede pensar que un cocinero no es un artista, que no es más que un artesano que domina muy bien una serie de técnicas, propias de su oficio, y que usa para crear un producto original y con un marcado carácter personal. Pues bien, el proceso artístico comienza con la elaboración mental de la obra por parte del artista, el diseño mediante esbozos, dibujos y bocetos trazados en cualquier soporte, pero ésta se debe plasmar en materia, proceso que se realiza a través de la técnica. A su vez, la técnica es la manera cómo el artista da forma a la obra de arte, como moldea la materia para conseguir expresar aquello que desea crear. ¿Y un pintor no usa la técnica? ¿Y un escultor? ¿Y estos son artistas y los cocineros son como mucho artesanos?

    Estilos y modas, un paso más hacia la cocina como arte

    El arte está sujeto a modas, ¿y la cocina no? Para Charles de Baudelaire, los rasgos definitorios del arte moderno son lo transitorio, lo fugaz, lo efímero y lo cambiante, rasgos todos ellos que convergen en lo que llamamos la moda. La codificación de Escoffier dio paso a la Nouvelle Cuisine, a las nuevas cocinas, a la cocina tecnoemocional y a lo que vino y a lo que venga. Modas y tendencias de cocina como modas hay en el arte. Y las habrá. Si la palabra moda no gusta cambiémosla por estilo. En arte hay estilos y los hay también en cocina. Los explicó y definió muy bien Pau Arenós en su La cocina de los valientes.

    El estilo es aquella cualidad que identifica la forma de trabajar, de expresarse o de concebir una obra de arte por parte del artista. Si eso existe en el arte, no es menos cierto que existe en cocina: la cocina tecnoemocional, la cocina naturalista, la cocina…. infinidad de ellos. E incluso sin ser tan precisos y sin etiquetas, hay características que definen la cocina de un cocinero, como el cubismo geométrico define a Picasso.

    Gusto, placer y el arte involuntario

    Cada época ha tenido sus cánones inmutables sobre el gusto, algo que se encuentra íntimamente ligado a la idea de aquello que produce placer. En pleno siglo XXI esto es más oscilante. Lo que nos produce placer es mucho más cambiante. Al final es arte del bueno lo que a la gente le produce placer. Con la cocina pasa lo mismo. John Dewey definió el arte como “culminación de la naturaleza”, y defendió que la base de la estética es la experiencia sensorial, aspecto en el que la cocina brilla con luz propia y fuerte. Es pura experiencia sensorial, pues es la que involucra a más sentidos de todas. Con el nacimiento de la sociedad de la cultura de masas, Wilhelm Dilthey vislumbró cómo el arte se alejaba de las reglas académicas y cómo cobraba cada vez mayor importancia la función del público, que tiene el poder de ignorar o ensalzar la obra de un artista y su obra. Y esta observación de Dilthey cobra, en cocina y con las redes sociales de por medio, mayor sentido que nunca.

    Por otro lado, quizás algo no se ha hecho con finalidades artísticas, pero puede ser interpretado como tal por la persona que lo percibe, pues como decía Marcel Mauss, “es obra de arte el objeto que es reconocido como tal por un grupo social definido”. O sea que si nos da la gana de reconocer y proclamar a los cuatro vientos que tal o cual cocinero es un artista, por favor, perdamos la vergüenza y hagámoslo sin miedo.

    Las nuevas técnicas de reproducción industrial del arte pueden haber hecho variar el concepto de éste, al perder su carácter de objeto único y, por tanto, su halo de reverencia mítica. Quizás sí, pero todo cocinero tiene sus platos emblemáticos, los signature dishes que dicen los anglosajones, aquellos que les han dado fama y  reconocimiento, sus platos míticos. En este sentido, en el Museo of Modern Art de San Francisco abrió hace un par de años, In Situ, un restaurante en cuya carta se ofrecen «reproducciones» de los platos más celebrdos de los mejores cocineros del mundo. Justo lo que hace un museo, ¿no?

    Además hay platos que, a pesar de su carácter efímero, permanecen en nuestra memoria y en nuestro recuerdo como muestras imborrables de la sapiencia culinaria de su autor, como tenemos el recuerdo de esa novela maravillosa que nos conmovió o el de ese cuadro que tanto nos impactó.

    ¿La cocina como arte? Pues claro que sí

    En definitiva, el arte es también un juego (playfood) con las apariencias sensibles (trampantojo), los colores, las formas, los volúmenes, los sonidos, etcétera. En el caso de la cocina es un juego placentero que satisface nuestras necesidades de simetría, de ritmo de sorpresa, de ilusión, de belleza, de placer, de creer que el mundo puede ser un lugar mejor. Por eso yo creo que sí, que los cocineros son artistas. Seguramente no todos, del mismo modo que muchos pintores no lo son, ni muchos músicos ni, ni, ni. Pero la cocina puede ser arte, ya lo creo. Y al fin, arte es todo aquello que los hombres llaman arte.

  • Kefi en el páramo

    Kefi en el páramo

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    Las islas Cícladas son un milagro o, como mínimo, una paradoja desde el punto de vista gastronómico: con unas condiciones climáticas más bien adversas, resulta sorprendente encontrarse con un recetario tan variado y suculento como el suyo. Recorremos cuatro escenarios para explorar la cultura gastronómica y la forma de entender la vida en esta porción de Grecia.

     

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]D[/ms_dropcap]e repente, una higuera. El camino abrupto, el horizonte yermo, la canícula implacable y, sin embargo, este árbol aquí, a merced del viento. Su tronco nace de la roca y el polvo, y de la roca y el polvo emerge también el follaje abundante y del follaje un higo, violeta, henchido y pesado, que se asoma e invita. No me lo pienso dos veces: salto para arrancarlo.

    Me encuentro en Folégandros, una isla de tan solo 32 km2 permanentemente fustigada por vientos y oleajes iracundos. En sus acantilados crecen matorrales enclenques y en sus playas, puñados de tamarindos: el agua dulce escasea y el clima es demasiado seco como para que brote mucha más vegetación. Es el patrón que se repite en casi todas las islas Cícladas, un archipiélago situado al sudeste de la Grecia continental. Solamente 24 de sus 220 ínsulas están habitadas por algo más que lagartijas y cabras salvajes. El turismo masivo de las dos cícladas más famosas, Mykonos y Santorini, pueden llegar a disimularlo, pero las condiciones de vida por estos lares han sido históricamente muy duras. Cuesta creer que estos islotes hayan acogido poblaciones desde hace más de 6.000 años.

     

    De la misma manera, calificaría de milagro la supervivencia de este árbol en medio de la nada, pero no hay sequía, sal o roca que pueda con las higueras. Ahora mismo un líquido blanco recorre mi muñeca, desciende por mi antebrazo; me tomo unos segundos para examinar la piel del fruto, aparentemente anodina, hasta que la rasgo y descubro un estallido carmín, jugoso y húmedo, de una carnosidad casi sexual. Yo aún no lo sé, pero es la metáfora perfecta de las islas Cícladas: en un escenario árido y hostil, detonaciones de sabor, color y vida.

    Acerco el higo a mi boca y cuando la dulzura revoluciona mi lengua, cuando todas mis papilas se entregan al sabor y se me cierran los ojos, ya no estoy aquí.

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy en la cubierta de un enorme velero. Navegamos alrededor de otra isla cicládica, Milos, y nos dirigimos hacia la bahía de Kleftiko. La tripulación risueña, tostada por el sol, ha pescado un par de pulpos que esperan nuestra hora de comer colgados de un cabo. Yannis, el marinero más curtido -sus pómulos y su pecho rozan la carbonización- resuelve mis preguntas sobre la existencia de las primeras civilizaciones cicládicas: “Estas islas son ricas en minerales y piedras preciosas. Por ejemplo, Milos tenía obsidiana, un vidrio volcánico muy apreciado en el neolítico para utensilios cortantes; Sifnos era rica en oro y plata… Pero como las piedras no se podían comer, y vieron que tampoco ganarían mucho con la agricultura, se lanzaron al mar. De hecho, los primeros colonizadores de Milos fueron pescadores de atunes que atrapaban los animales con arpones desde pequeñas embarcaciones. También cultivaron cereales muy resistentes, como el farro, y domesticaron cabras, ovejas y cerdos, pero el pescado y el marisco eran fundamentales en su dieta”.

    Cuando miro a mi alrededor, estamos rodeados de altísimos acantilados de piedra blanca -más propia de un paisaje lunar que de uno terrenal-, cuya base está horadada por cuevas donde refulge un azul sideral, y el agua es tan transparente que alcanzamos a ver la arena y los peces nadando muy por debajo de nuestros pies. Hemos llegado a Kleftiko, y es la hora del aperitivo. Sirven aceitunas -pero no unas aceitunas cualquiera, sino las más carnosas, suculentas y aromáticas que he probado nunca- y fava, una pasta de legumbres (de arvejas partidas amarillas, para ser más exactos) cremosa y suave, coronada con cebolla cruda y alcaparras para un delicioso punch de crujido y salazón. El aceite de oliva con la que está aliñada es impresionante, denso y aterciopelado. Otra vez nos topamos con vegetación resistente al calor y a la carencia de agua, como son el olivo y el arbusto de alcaparra, que proliferan en las Cícladas. La arveja se cultiva en estas islas desde hace más de tres milenios.

    Mientras comemos, Yannis nos explica con una sonrisa traviesa que los piratas aprovechaban las ondulaciones y hendiduras de las paredes de esta bahía para esconder sus embarcaciones, pillar por sorpresa a los barcos mercantes y saquearlos. “¡Para saqueo, el de la Venus de Milo!”, farfulla otro tripulante con la boca llena. La famosa estatua de mármol, que un campesino encontró semienterrada en esta isla, se expone en el museo parisino del Louvre desde hace dos siglos, y no parece que vaya a volver. En los despeñaderos de Milos se puede apreciar también la lasaña volcánica que forman las sucesivas capas de lava, ceniza y roca, y es que esta isla es, presuntamente, un antiguo volcán.

    Si digo presuntamente es porque hay un par de explicaciones mitológicas para la existencia de las islas Cícladas: o bien son gigantes petrificados después de enfrentarse a Hércules, o bien son ninfas que Poseidón castigó por su mal comportamiento. Los geólogos las describirán como el resultado de una serie de terremotos y erupciones volcánicas, pero apuesto a que vosotros también preferís una de las versiones legendarias.

    Levamos anclas, navegamos hacia el este y nos cruzamos con Paliochori, una de las 70 playas de Milos. “Si haces snorkel aquí, verás burbujitas brotando del fondo marino”, me aseguran, y es que en este tramo del litoral la energía geotérmica está muy presente. También gastronómicamente: el restaurante Sirocco, en un extremo de la playa, aprovecha los puntos donde la arena alcanza los 110 ºC para enterrar pescado, carne y verduras debidamente envueltos en papel de aluminio y lograr un punto de cocción imbatible.

    Finalmente, alguien coloca delante de mí una pata de pulpo, rosada y con los tentáculos ligeramente tostados. La ataco y el aderezo invade cada rincón de mi boca, placentero, mientras la carne del cefalópodo se revela crujiente por fuera y extraordinariamente tierna por dentro. Cuando voy a preguntar qué demonios le han hecho para conseguir esta textura, ya no estoy aquí.

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy dentro de una cocina muy oscura, en una casa cerca de la costa. Al otro lado de la ventana, la noche está a punto de caer sobre la isla de Sifnos. En los fogones, ollas de aluminio; sobre la encimera, cacerolas de terracota; en el aire, un sinfín de aromas de especias y guisos, de hierbas y vino tinto. Efi, que debe rondar los sesenta años y se recoge el pelo con un pañuelo estampado, tiene un nivel de inglés similar a mi dominio del griego, es decir, nada. Decreto que eso es totalmente irrelevante cuando me acerca un bandeja con tarritos llenos de queso. No son para que me los coma, sino para sacarlos a la terraza, donde una mesa de madera cubierta con manteles bordados y una pérgola rebosante de parras cobijan nueve invitados más. Soy recibida con gritos de alegría y Kali orexi –buen provecho-, me quitan la bandeja de las manos y me obligan a sentarme en la cabecera de la mesa. “Están hechos con la leche de esas cabras de ahí”, me cuentan señalando la parte posterior de la casa, que da a un corral cercado. Uno de los quesos es tierno, muy salado y desmenuzable; el otro, cremoso y untable sobre las rebanadas de pan artesano, aún caliente.

    Efi no para de sacar más platitos: bolas de calabacín fritas, una crema de berenjena asada llamada melitzanosalata (más dulce, suave y ligera que el baba ganush), hojas de parra rellenas de arroz. Mi favorito es un curioso guiso de alcaparras y cebolla pochadas hasta lindar la confitura, bocados cargados de umami totalmente adictivos. Tanta comida es necesaria para amortiguar los efectos del ouzo que llena nuestros vasos, un licor anisado de muy alta graduación que ha adquirido un tono blanquecino al mezclarlo con agua fría. Estamos en la típica cena a base de mezes o mezedes, el equivalente a las tapas españolas, pues pueden constituir una comida en sí mismos. Las risas, los gritos y la música sobrevuelan nuestras cabezas, así como el cielo más estrellado que recuerdo haber visto en mucho tiempo.

    Me doy cuenta de que, además, se trata de una cena vegetariana. Niko, el hijo moreno y fornido de Efi, me lo explica: “En el siglo XIII nos invadieron los venecianos, en el XVIII los otomanos, y sin duda tuvieron influencia en la cocina cicládica, pero si alguien ha marcado nuestra mesa es el cristianismo ortodoxo griego”. Bebe un buen sorbo de ouzo antes de continuar. “Nuestra religión recomienda la abstinencia de productos de origen animal durante casi un tercio del año, así que hasta hace poco los griegos reservábamos la carne sólo para los días de fiesta. Aunque ahora se consume mucha más carne, nuestras recetas vegetarianas siguen petándolo”, suelta con una carcajada.

    En ese preciso momento sus padres traen una enorme fuente colmada de cabrito y patatas, y boles llenos de ensalada típica griega -tomate, pepino, cebolla, queso feta, aceitunas y alcaparras espléndidamente regados con aceite de oliva. Miro a mi alrededor para comprobar que soy la única al borde de la implosión gástrica: todos vitorean hambrientos la llegada del plato principal. Dirijo una mirada hacia Niko: “¿Reservada para los días de fiesta, eh?”. “¡Cada día es una fiesta!”, responde riendo mientras toma mi plato de cerámica marrón y lo llena hasta los topes. “¿No has oído hablar del kefi?”.

    Niko asegura que es una palabra imposible de traducir a otros idiomas, pero que vendría a ser un sinónimo de la alegría de vivir, la pasión, el entusiasmo; del goce del aquí y el ahora. Una sensación muy especial que, según él, solo se experimenta en tierras griegas. Me gusta el concepto. Kefi.

    Durante unos segundos, pierdo el hilo de las conversaciones a mi alrededor, no por falta de interés sino porque acabo de probar el cabrito. Aunque lo más típico es asar esta carne en espetón, esta vez lo han condimentado con mejorana, limón y mostaza, envuelto y cocinado entre cenizas durante 24 horas. Cada trozo se descompone al pincharlo con el tenedor y se deshace inmediatamente al aterrizar en la boca, liberando una cantidad insospechada de jugo y sabor acumulados.

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    La música suena más fuerte, los comensales se levantan para bailar. Cogiéndose de los brazos, forman una cadena que da vueltas en círculo, cruzan ahora una pierna por delante, después la otra por detrás. Es un baile típico llamado syrtos, aparentemente de poca dificultad; a mi entender, casi acrobático. Viendo sus caras sonrosadas y felices, no tengo ninguna duda de que están poseídos por el kefi. Me invitan a unirme al baile, insisten e insisten. Estoy intentando tomar una decisión cuando Efi me trae un platito de postre, señalando la parra que nos arropa: son uvas confitadas en canela y miel, un ingrediente esencial en la repostería y los dulces cicládicos. “De acuerdo, voy a bailar, está decidido y no hay marcha atrás”, me digo, y el kefi empieza a invadirme también a mí, me recorre de pies a cabeza, tan cálido y tan eléctrico, me proyecta lejos de la silla. Pero antes de unirme a la danza cometo el error de probar una uva, y ya no estoy aquí.

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy en una barra delante del mar, sentada sobre un taburete, y aunque el calor aprieta como es preceptivo en cualquier mediodía de agosto, la brisa y la sombra lo mitigan. Sigo en Sifnos, esta vez en el restaurante Omega 3. Tanto teletransporte en el tiempo y el espacio me ha mareado un poco, pero un trago de vino blanco local, fresco pero con cuerpo, me reanima. A ambos lados, la turística playa de Platis Gialos; ante mí, cielo y mar compitiendo por ser la franja azul más bella. Una camarera de sonrisa anchísima me trae el primer platillo, bautizado como taco de las islas griegas. En el momento en que me dispongo a morderlo aparece Giorgos Samoilis, el chef del Omega 3, con su gorra, su delantal a rayas y su pez espada tatuado en una pantorrilla.

    Giorgos, biólogo molecular de profesión, se aventuró a abrir este restaurante hace 5 años. Eso no quiere decir que abandonara la ciencia, pero ahora la pone en práctica desde una cocina, a la que él llama laboratorio. Por un lado, sus platos derrochan innovación y creatividad y, por el otro, priorizan productos locales de la dieta tradicional cicládica. El taco que tengo en las manos es un muy buen ejemplo de ello: “Para la tortilla, decidí utilizar harina de garbanzo porque es una legumbre muy arraigada a esta tierra. Tuve que sacrificar la textura crujiente que tiene un taco normal de harina de maíz”, dice señalando una base mucho más esponjosa. “Para darle cremosidad, descarté el aguacate o la nata agria y aposté por la tarama, una salsa de huevas de pescado muy típica de aquí”. Los pisos que les siguen son las gambitas del Egeo -fritas a la perfección, muy abundantes-, rodajas de tomate, láminas de cebolla y aceite de chipotle. Cuando finalmente puedo hincarle el diente, el conjunto se descubre delicioso pero es la gamba la que me noquea y deja fuera de combate. ¡Cuánta potencia, qué textura, qué festival!

    Giorgos se despide para ir a charlar con otro grupo de comensales. Al probar el tartar de atún (de aleta amarilla, premium y sostenible) y algas frescas, suelto un gemido demasiado explícito como para que las dos chicas a mi lado no estallen en risotadas. “¡Tranquila, te entendemos! Todo está riquísimo” declara una de ellas. “No nos da vergüenza admitirlo: si hace años que veraneamos en esta isla es por lo bien que se come”. Adriani y Flo, atenienses de aires hipsters, me cuentan que Sifnos tiene fama de isla gastronómica y que aquí nació Nikolaos Tselementes, uno de los chefs más famosos de Grecia. Tampoco es santo de su devoción: “Lo inundaba todo de mantequilla y bechamel. Nuestra cocina tradicional siempre ha sido muy sana, nada que ver con sus recetas”, opina Adriani. Tselementes, que empezó a publicar en la década de 1920, es autor de algunos de los libros de cocina griega moderna más influyentes.

    Sin embargo, el influjo francés es cada vez menor en el panorama culinario griego. Samoilis y el resto de chefs que poco a poco transforman la gastronomía cicládica van en dirección contraria: valoran la tradición y el producto autóctono, lo ensalzan y lo dan a conocer. Vuelven a las raíces, que no a la simplicidad.

    Hace rato que Flo ha probado una galleta de queso de cabra curado y anguila ahumada, y sigue con los ojos cerrados, en pleno éxtasis. Esta vez somos Adriani y yo las que nos echamos a reír. Cada vez más animadas, pedimos un plato tras otro y el vino blanco corre, baja y sube a una velocidad desenfrenada y maravillosa. Pulpo estofado con caramelo de aceituna negra. Bottarga con yema de huevo curada y albaricoque. De repente nos parece una idea fantástica brindar con la familia sentada a nuestra derecha. Sashimi. Buñuelos. Carpaccio. Flo declara sus intenciones de bañarse desnuda en la playa que tenemos a pocos metros, los comensales próximos gritan, la chica se pone en pie y solo la llegada de un nuevo platillo consigue que vuelva a sentarse. Es el tiradito de vieira, gamba, erizo de mar y pescado blanco, que nadan en una piscina cítrica y picante junto a varios brotes de salicornia. Me fijo en su composición artística -colorida y alocada y exageradamente bella- y sospecho los efectos que tendrá en mí. Aun así, no puedo resistir la tentación, pesco una gamba y cuando su carne tiernísima empieza a bailar en mi boca, ya no estoy aquí.

    Estoy de vuelta a mi higuera solitaria; en mi mano, medio higo mordisqueado. Suspiro. Ahora entiendo por qué tanto interés, por qué tanta insistencia en habitar este páramo hostil y estéril que son las Cícladas. La respuesta está en mi mano derecha: cada higo, cada aceituna, cada bocado que das en estas islas contiene una genuina e irrefutable dosis de kefi.

     

  • Monocrom

    Monocrom

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]U[/ms_dropcap]n nombre, un lugar, una familia.

    -Estamos a dos semanas de la obertura y no tenemos nombre.
    -Tus propuestas no me gustan, y las mías a ti tampoco.
    -La verdad es que lo veo un poco negro…
    -Negro, negro…un único color ¿Por qué no le llamamos Monocrom?

    Y ya hace dos años, que Monocrom abrió por primera vez la persiana. El 1 de julio del 2016, la puerta blanca abría dando vida a un proyecto vinícola y gastronómico en la plaza Cardona del barrio de Sant Gervasi, en Barcelona.
    Dos hermanos que deciden arrancar un plan juntos, y dedicarse a lo que más les gusta: el comer y el beber. Xavi cumplirá 40 años y Janina 36, aparte de hermanos son muy amigos. Los dos me lo han dicho por separado sin escucharse el uno al otro. Me queda muy claro porque veo con mis propios ojos que se entienden a la perfección. Está claro, están en su mejor momento. Los dos tienen su espacio, discuten miles de cosas, pero no hay lugar para la confrontación, porque cada uno sabe cuál es su parcela, aunque al final siempre tomen las decisiones conjuntamente.
    Es la primera vez que trabajan codo a codo, pero han aprendido a hacer lo que más les gusta unidos desde que eran pequeños. Son de Vilanova y la Geltrú, vienen de una familia de pescadores, conocen el producto a la perfección y saben con exactitud lo que quieren. Me gusta la gente con las ideas claras y ellos las tienen.

    El punto de partida y el futuro

    Xavi hace 8 años que está dentro del sector, en su anterior vida (por decirlo de algún modo) había trabajado en el ramo inmobiliario, pero no era del todo feliz, porque creía que no era consecuente con lo que hacía. Decidió entonces empezar a estudiar sommelier, y como su hermana ya hacía años que trabajaba en sala, porque había estudiado hostelería, la animó para hacerlo juntos. Así que, como buenos hermanos, decidieron formarse juntos. Poco a poco, el camino se iba forjando.
    Xavi se encontró hace 7 años con Joan València, y le encantó la idea de formar parte del equipo. Janina nunca había dejado de trabajar en sala (Moo, Lluçanès, etc), diferentes proyectos, todos de mucho nivel. Su último trabajo antes de Monocrom, fue Coure, donde formó parte, durante 8 años, del equipo de Albert Ventura.
    Llegados a este punto, momento vital en que te planteas cómo quieres avanzar, esa idea que siempre te baila en la cabeza pero necesitas realizarla. La lógica de abrir su propio espacio era evidente, era su momento. Tenían la gastronomía en su ADN y el vino en sus venas, por lo tanto la lógica era ya aplastante. Pero llega ese momento en que te preguntas ¿Y ahora, dónde abrimos? Se consideran un poco outsiders, en el sentido positivo de la palabra. En este mundo, si no tienes personalidad y un poco claro el camino, te acabas difundiendo en el grupo de moda. Sant Gervasi era un buen lugar, diferentes cosas coincidían y su pequeña terraza de 4 mesas, fue el punto final para decidirse.

    ¿Qué es Monocrom?

    Pueden ir con paso más lento, pero van sobre seguro, y no hablo de comodidad, hablo de saber cuándo haces lo que sientes y cómo hacerlo. Antes de arrancar, viajaron por algunas ciudades, visitando aquellos wine bars que pensaban que podían encajar en su filosofía. Observar, aprender y avanzar, y repetir una y otra vez.
    Tienen un público fiel, se nota muy fácilmente cuando miras a las mesas. Hay gente que repite incluso en la misma semana, algo querrá decir. Su propuesta: explicar la historia que hay detrás de cada producto, saber la procedencia, conocer el origen y ser fieles a lo que les gustaría encontrar si estuvieran al otro lado. La gente escucha atenta las explicaciones de los vinos que tienen en su carta, les hacen abrir un poco la mente, prepararlos para algo nuevo (o quizás no), pero siempre desde la humildad. Hablamos de romper esa barrera invisible que algunos han creado entre un lado y el otro de la mesa. Ese papel (mal jugado) en el que algunos han querido demostrar que sabían más, cuando en realidad el comensal sólo quiere que le enseñes cosas y disfrutar de este momento. Los dos forman parte de ese juego, unos vienen a que les enseñes lo que tú conoces y los otros quieren sentirse felices mientras lo hacen. Los dos salen ganando.

    Sus reglas: calidad, profesionalidad y humildad

    La primera vez que fui a Monocrom, hacía tan sólo dos semanas que habían abierto, lo comento con Janina y me alucina que se acuerde de la mesa dónde me senté (yo también lo recuerdo perfectamente).
    Para mí, hay algunas cosas que lo identifican y me hacen tenerlo siempre en mente: carta de platos corta, concisa, una hoja en blanco con letras negras, lo mismo para la carta de vinos. La originalidad no está en el diseño, está en el contenido, y eso es lo que más me alucina.
    Quieren una carta fácil de cambiar, que puedan ir actualizando con las múltiples incorporaciones que vienen y van: añadas que entran, añadas que se acaban, producciones limitadas, etc. Quieren que toques la carta, que juegues con ella, que si la ensucias no pase nada, como invitado formas parte de ese entretenimiento. Se han acabado los clasicismos, dejemos de hablar de conceptos vacíos, hablemos de su origen, de su historia, de lo que los diferencia.

    Si te sirvo un vino, o una verdura, o una carne y no te explico la procedencia, esto se está perdiendo en el camino, y esto también forma parte de nuestro compromiso. Es absurdo que perdamos el sentido del porqué estamos aquí y en este preciso momento

    Los dos coinciden en esta filosofía.

    Alejarnos de eso que un día nos hizo sentirnos libres, cuando en realidad no estaba encorsetando. ¿Un vino para una ocasión especial? Hay una ocasión para cada vino, y cada momento es especial, sólo tenemos que re-aprender que tenemos que saber disfrutar en cada momento. Sólo buscando un único ritual: compartir para disfrutar.
    En cocina ya hace un año que tiene el mismo equipo, y eso se nota. Energía de 25 años, con una profesionalidad brutal.

    Me dice Janina que:

    Al principio te parece tener muchas cosas claras, parece que sabes perfectamente todo lo que quieres hacer, pero llega el día a día y tu visión se vuelve algo surrealista. Tienes que adaptarte, ver cómo funciona de verdad, aplicar cambios que no habías tenido en cuenta, etc. –

    En realidad la vida es esto, lo que imaginas que pasará y lo que luego en realidad pasa, pero no está mal del todo, el rodaje es parte del juego, todo va poniéndose poco a poco en su lugar. Hay que trabajar los músculos de fondo, la resistencia, para que lo que se vaya construyendo encima, tenga una base sólida.
    Lo tienen claro, igual que creen que de cara a cara, de tú a tú, es la mejor manera de entenderse. Conectar es el punto de partida, sorprenderte su meta, que disfrutes y repitas su último propósito.
    Doy un último vistazo a cada rincón, la librería que sale en la mayoría de fotos de las redes sociales (la #winelibrary la llaman), la luz tenue, la decoración discreta, y finalmente acabo con la mirada en ellos dos, que están sentados en la barra mientras acabamos de hablar. Y entonces me doy cuenta, que ya lo he dicho todo cuando en realidad no he dicho nada, simplemente que son fieles a un único color –Monocrom-, al color blanco porque es en realidad la suma de todos los colores.

  • Salvaje

    Salvaje

    Vivimos en la gran desgracia de no tener que cazar para comer.

    Como decía la abuela muy vieja de mi amigo Pere, vivimos en la ambulancia, en tono de queja y mirando de reojo a los jóvenes de hoy en día, jóvenes ese día de hace veinte años, presentes en la habitación. Abundancia, interpretábamos todos, pero su error era sin quererlo una diana transparente.

    Hobbes (1588 – 1679) le habría dado la razón, la yaya Núria había conseguido reformular a lo tonto el empirismo inglés en cuatro palabras, añadiéndole ese toque fúnebre, el mismo que empañaba de duelo la teoría del filósofo ante el hecho trágico de habernos vendido la libertad a cambio de la paz social entre lobos, pacto contra el que se rebelaría una y otra vez siglos después el instinto de Hobbes el tigre empeñándose en cazar el desayuno.

    Calvin and hobbes food on the run

    Volví hace un par de días de una inmersión canónica en esto de la vida en la abundancia, una escapada de puro hedonismo a Narbonne para dominguear en martes: paseo por el mercado municipal y carga de alforjas con decenas de quesos, quesitos y quesazos, visita al casco antiguo y la catedral de San Justo y San Pastor y, por supuesto, comida en Les Grands Buffets, considerado por algunos como uno de los mejores restaurantes de tipo bufé de Europa, quintaesencia del all you can eat, sostenido por una idea de negocio clara, redonda, y bien ejecutada. Abundancia perfectamente domesticada y transmitida, sublimada en una cascada de langostas. Un éxito de comunicación, ofrece exactamente lo que promete. Y llena cada día.

    Ese día salí de casa feliz y volví a casa feliz. Me acordé por la noche antes de acostarme del detalle de haber pedido a la camarera que por favor no retirase el pan ni la mantequilla de la mesa durante los postres. Me atraqué a pan con mantequilla salada, después de la langosta y de los éclairs.

    Fue quizá ese detalle sin importancia, ese pequeño acto de transgresión, transgresión que lo era en la forma, en relación al protocolo de servicio contra el que mi querido TOC estuvo protestando sin ser atendido durante un buen rato, y transgresión en relación al contenido, al hecho de que uno se supone que va a atracarse de langosta y foie, no de pan con mantequilla, en una experiencia de la gastronomía de la Francia burguesa de celebración y opulencia, lo que me llevó a dudar y a parar a reflexionar cuando el jefe me propuso escribir sobre mi experiencia.

    Agatha Christie es a la literatura lo que el pollo al ast es a la gastronomía, la promesa siempre fiable de un rato de felicidad plena y fácil para los domingos de agosto de vuelta a casa

    Me viene a la memoria una conversación magnífica que tuve hace años, una tarde con mi hermana, librófaga sagaz y mi aguda prescritora de literatura de cabecera, en la que terminamos por concluir que Agatha Christie era a la literatura lo que el pollo al ast es a la gastronomía, la promesa siempre fiable de un rato de felicidad plena y fácil para los domingos de agosto de vuelta a casa, siempre un poco demasiado tarde, después de una mañana de bochorno y trasiego en la playa. Esos pollos al ast que saben a Diez Negritos. Que sientan de tal forma que uno se siente obligado a sonreír fuerte y ancho y dar gracias a la vida, minutos antes de la siesta.

    Me acuerdo tambien de los gitanos de las Siete Tetas de Vallecas en Madrid y de sus carcasas de pollo repeladas y fritas, crujientes, aliñadas con casi demasiada sal y casi demasiada pimienta y se me pone la piel de gallina. Sabían a abundancia y a fiesta entonces y acuden al presente si se les invoca haciéndome salivar mientras escribo.

    Recuerdo la ruta a la aventura que hice hace diez años con mi Van van de 125cc por el sur de la Francia rural, tan cerca y tan lejos de Les Grands Buffets en muchos sentidos, tomando por mapa una agenda de mercados semanales de pueblos pequeños. Frutas, quesos, panes, patés de campaña y mesas comunales. Visitas a granjas de cabras y sótanos de affinage en estanterías de madera. Olor a heno y a heces y los pies a remojo en el agua del río Tarn. Por la noche guateques y jaranas de fiestas mayores con señoras en sillas plegables en los portales y sardinas a la brasa. En Carcassonne, cassoulet, la plaza, Zebda y detrás de la barra un señor mayor de cara y gafitas redondas, pasando la suciedad de los vasos de un sitio a otro con un paño de algodón repuerco colgado del delantal.

    Yo disfruto como una jabata de estas cosas como disfruto y salivo observando hipnotizada en un documental de National Geographic como los osos cazan salmones en Alaska. No lo puedo evitar: me entra el hambre. Ningún salmón en ese momento me resulta más apetecible. Los ojos de ningun comensal brillan con más ganas que los de ese oso mientras exprime con sus garras las huevas frescas y vivas del vientre del animal y zambulle el hocico en esas vísceras (me excuso si generalizo porque no he tenido el gusto de verles a todos ustedes con hambre).

    Disfruté en les Grands Buffets. Enormemente. Pero cuando sea mayor quiero ser un palmo más alta, unos quilos más gorda y bailar desnuda a la luz de la luna. En un mundo que me ofrece también la posibilidad de sentarme en un tres estrellas Michelín a alucinar en serio.

    La abundancia la tenemos de base, y no tenemos que cazar ni arriesgar la vida cada día para disfrutarla. Ese hambre que despierta el reconocimiento de esta simple realidad, hambre que es gratitud por tenerla al alcance en medio de este pacto hobbesiano de no agresión, tendría que hacernos brillar los ojos cada segundo y celebrarlo. La domesticación es lo que me incomoda.

  • La sostenibilidad gastronómica

    La sostenibilidad gastronómica

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]U[/ms_dropcap]na de las cuestiones que recurrentemente se plantean en relación a todas las actividades que comportan una interacción activa con la naturaleza es la de la sostenibilidad. La gastronomía no es una excepción, porque además de exigirle mayor y mejor creatividad, de pedirle una selección cuidadosa de los alimentos y la salubridad de los mismos, crece la demanda en torno a su sostenibilidad.
    ¿Qué significa ser sostenible? ¿En qué afecta a una actividad como puede ser la gastronómica? ¿En qué nos beneficia a los humanos ser conscientes de la responsabilidad que tenemos en relación al entorno?
    Quizás no esté tan claro que los procesos tecnológicos son «neutros», es decir, que la transformación «objetiva» de la materia y las condiciones de su manipulación es el significado obvio y último de la tecnología. Lo cierto es que más allá de lo políticamente correcto, como toda «cultura», es decir, como toda producción humana, la era tecnológica tiene también la suya. Todos aquellos valores, códigos y estructuras de comprensión que acompañan y fundamentan esta noción «objetiva» son, justamente, los vectores sobre los que se sostiene su ideal, entre los que encontramos, curiosamente, el de su pretendida neutralidad.


    Existe una cultura tecnológica, una determinada «cosmovisión» de la interacción con el mundo, que tiene sus implicaciones. Y sólo a partir de este reconocimiento podemos pasar a discernir algunos de los implícitos que la sustentan, porque, como toda cultura, los implícitos nutren sus vectores fundamentales.
    Una de las críticas más relevantes esgrimidas contra la primacía del mero interés técnico del pasado siglo fue la realizada por Hans Jonas (1903-1993). Su obra, rica en caminos y matices, tiene un epicentro continuo: la recuperación de la naturaleza como centro de la reflexión filosófica y el destierro del antropocentrismo colonizador como elemento hermenéutico fundamental.
    Su libro El principio de responsabilidad (1979) es una de las tentativas contemporáneas más importantes de encontrar una fundamentación sólida (ontológica) del principio de responsabilidad en relación a la totalidad de la naturaleza, sin apelar a ninguna noción teológica. El punto de partida para Jonas es el determinante papel del dictado tecnológico en nuestra manera de estar en el mundo. La esencia humana no responde a parámetros fijos válidos para siempre, dice, sino que es la facticidad del ‘hacer’ y su dinamismo lo que nos define como humanos. Por ello la asunción del hombre como homo faber debe conllevar una revisión de la esencia básica de la política y sus parámetros, teniendo en cuenta, además, que la acción técnica acumulativa y los efectos que se derivan (aunque no sean intencionados) no son neutros.

    [ms_panel title=»El poder de la responsabilidad» title_color=»#000″ border_color=»#ddd» title_background_color=»#f5f5f5″ border_radius=»0″ class=»» id=»»][ms_row] [ms_column style=»1/3″ align=»left» class=»» id=»»][ms_image_frame src=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/05/hansjonas.jpg» border_radius=»0″ link=»https://www.herdereditorial.com/el-principio-de-responsabilidad_1″ link_target=»_blank» light_box=»no» class=»» id=»»][/ms_column] [ms_column style=»2/3″ align=»left» class=»» id=»»]La era tecnológica actual y la inminente posibilidad de destruir o de alterar la vida planetaria hace necesario que la magnitud del ilimitado poder de la ciencia vaya acompañado por un nuevo principio, el de la responsabilidad. Sólo esto podrá devolver la inocencia perdida por la degradación del medio ambiente. Bajo estos parámetros de responsabilidad el hombre y el mundo salvarán su libertad y saldrán invulnerables frente a cualquier amenaza o «ingenuidad» de nuevos poderes.[/ms_column] [/ms_row][/ms_panel]
    Así, constata Jonas que la naturaleza ha dejado de ostentar aquella fuerza propia de la primera revolución industrial; la naturaleza es vulnerable. Por ello, y teniendo en cuenta este dictamen tecnológico, la naturaleza, como elemento también de la responsabilidad humana, debe constituir un ingrediente imprescindible de cualquier teoría política actualizada. La naturaleza se ha convertido en algo que se opuesto a nosotros, una amalgama de seres y de condiciones vivas que hay dominar, además de explotar, para el beneficio propio. Y esa es la creencia que habría que al menos modular, porque nosotros también somos seres que participamos de lo natural.
    En este contexto, para Jonas la moral debe convertirse en un saber práctico comprometido con el futuro del entorno. Su preocupación central es, en efecto, el futuro de la naturaleza, porque lo que le preocupa es el futuro de la humanidad. Es decir, no hay oposición entre humanidad y naturaleza porque los humanos formamos parte de ella. Somos naturaleza. Por eso la dieta es fundamental para nuestra salud, así como el equilibrio sistémico del entorno.

    Todas las actividades presentes deben hacerse desde la conciencia de responsabilidad hacia nuestros semejantes, los derechos de los que todavía no están.

    Jonas recurre a un silogismo pesimista para despertar la conciencia por la naturaleza: partiendo de la premisa de que el conocimiento del mal es más fácil de conseguir que el del bien, la ética orientada al futuro debe proyectar el daño que ya se está convirtiendo hoy en día en relación con la naturaleza. No hay que ser fatalistas, pero ciertamente para Jonas hay motivos más que razonables para sostener que lo que está realmente en juego no es intrascendente. Urge cambiar, sin duda. Lo positivo es que todavía hay tiempo para ello.
    La responsabilidad se convierte para Jonas en la clave de la relación con nuestro futuro y su incertidumbre. Todas las actividades presentes deben hacerse desde la conciencia de responsabilidad hacia nuestros semejantes, los derechos de los que todavía no están. No podemos hipotecar las posibilidades de vivir y escoger de las generaciones futuras, por eso no hay razón para dañar de antemano sus posibilidades. Ni tampoco los posibles goces y disfrutes que puedan tener, como los que ofrece la gastronomía.

    No es que estemos implicados en la supervivencia de todos los seres humanos, sino que estamos llamados a hacernos corresponsables de la idea de humanidad, y con ello, de una digna existencia en la Tierra.

    Para Jonas no es que estemos implicados en la supervivencia de todos los seres humanos, sino que estamos llamados a hacernos corresponsables de la idea de humanidad, y con ello, de una digna existencia en la Tierra. Si explotando de manera indiscriminada los recursos que la naturaleza pone a nuestra disposición, ponemos en riesgo el futuro desarrollo de las generaciones venideras, estamos cayendo en la más flagrante de las irracionalidades y de las irresponsabilidades.


    El poder, unido a la razón, comporta para Jonas la aparición de responsabilidad. Un deber en relación al entorno que hasta ahora no requería ser explicitado porque no había «cuestión». Ahora, en cambio, hay que decir, en primer lugar, no al avance del cortoplacismo que pone en entredicho la misma supervivencia del ser humano, para luego aparcar esta ética de la urgencia y pasar al sí colectivo respeto a la vida, más propositivo. Un punto este donde el papel de cada uno de nosotros se ve puesto en su máximo punto de interpelación, pues debe procurar no poner en riesgo el bien de las futuras generaciones y de su libre y espontáneo desarrollo, tanto natural como personal. Es en esta actitud paradigmática donde la responsabilidad encuentra una expresión privilegiada: el cuidado, reconocido como deber hacia el otro, como cuidado humano que, dando cuenta de la vulnerabilidad existencial que la acecha, se convierte en preocupación.

    No hace falta profesar ningún misticismo naturalista o defender una metafísica que entienda que existe un equilibrio “natural” que sea bueno en sí. La cuestión va por otros derroteros

    De este modo, el planteamiento de una relación sostenible con el entorno y, por lo tanto, de una interacción humana igualmente sostenible con este no parte de una caprichosa lectura de la realidad. No hace falta profesar ningún misticismo naturalista o defender una metafísica que entienda que existe un equilibrio “natural” que sea bueno en sí. La cuestión va por otros derroteros. Porque además no queda claro qué significa “natural”: ¿se refiere al global de los acontecimientos que ocurren en el espacio y el tiempo, también los destructores? ¿O más bien sólo en la percepción ética deseable de la relación con el entorno que nos rodea, y por lo tanto algo que depende de nuestra percepción?
    Aceptar las leyes de la naturaleza implica aceptar tanto que los organismos parecen programados a desarrollar y proteger su vida, como que el así llamado equilibrio natural incluye no ciertas dosis de violencia, crueldad e insensibilidad hacia el más débil. Siempre ha habido enfermedades, y no porque el hombre las haya creado. Siempre ha habido fenómenos naturales destructores, y no porque el hombre no los haya querido dominar. Esto no excluye desestimar como directa la implicación humana en su acentuación, pero en muchos casos el origen del desequilibrio no está en las manos.


    En efecto, no hace falta defender que la “naturaleza” es un todo perfecto (una idea del todo dudosa, viendo la amalgama de experiencias contradictorias que el entorno natural acoge). La clave de la sostenibilidad se encuentra en la capacidad de interactuar con ella, lo que nos otorga un cierto poder de acción y reacción, y por lo tanto, de responsabilidad. Es en la consideración llana y simple de hacer que las cosas buenas duren lo más posible y evitar aquellas que son nocivas donde reside el principio de responsabilidad hacia el entorno.
    La obra de Jonas es una llamada: es la humanidad como conjunto, y cada uno de nosotros en particular, quienes debemos preocuparnos por el presente de nuestro futuro. Por eso estamos convocados a responder de las acciones que llevamos a cabo, incluyendo el mismo ser humano . Es una cuestión de libertad orientada al futuro lo que se pone en juego.
    Si la gastronomía tiene que ver con el goce y deleite de las capacidades gustativas de nuestro sistema sensorial, más sentido tiene todavía desarrollar una conciencia de responsabilidad hacia el entorno. No solo porque es la condición de posibilidad de la experiencia gastronómica, sino porque va en nuestro propio beneficio y además revierte en nuestra propia salud. El entorno, “naturaleza”, o como quiera entenderse el conjunto de seres vivos que mutan, cambian y se adaptan a las necesidades y condiciones que se van dando, no viene con ninguna garantía de nada. Es, como nosotros, finito y contingente, así que lo que hoy es quizás mañana deje de serlo. Conviene no dar nada por descontado y comenzar a sustituir la mentalidad de mera explotación de los recursos por la de un responsable y sostenible aprovechamiento de todo lo que nos ofrece. Aquello de “pan para hoy, hambre para mañana” nunca ha sido una buena estrategia, y menos cuando de lo que se trata es de explorar y expandir el horizonte del disfrute de los placeres culinarios.

  • El ethos de la gastronomía

    El ethos de la gastronomía

    [ms_divider style=»normal» align=»center» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]G[/ms_dropcap]astronomía es una palabra que combina gaster, que en griego significa vientre o estómago, y nomos, que significa ley. La gastronomía denotaría, pues, todo lo que tiene que ver con las leyes de la alimentación. Sin embargo, le damos a la palabra un cariz más abierto, menos determinado por lo que marcan las “leyes” de la alimentación. De hecho, no es incorrecto decir que lo que entendemos por gastronomía se acerca más a gastrología, en el sentido que logos significa ciencia, estudio o discurso (arte de, en definitiva), dejando la revisión de las leyes o condiciones necesarias de una buena alimentación para la dietética.

    [quote]No es incorrecto decir que lo que entendemos por gastronomía se acerca más a gastrología, en el sentido que logos significa ciencia, estudio o discurso, dejando la revisión de las leyes o condiciones necesarias de una buena alimentación para la dietética.[/quote]

     

    Lo gastronómico se proyecta como algo refinado y selecto, que se añade a la necesidad de alimentarse. Un proceso que se concreta en una experiencia sensorial e interpretable desde múltiples puntos de vista. Así que juega con los sentidos, todos, pero no solo, porque la gastronomía se relaciona también con la capacidad creativa. Y diría que hasta con la revolución, ya que se mueve constantemente en el límite del estereotipo, buscando dar una vuelta de tuerca de más a las experiencias sensoriales que tenemos con los alimentos. Un ejemplo: existe un restaurante en Barcelona donde uno degusta una serie de platos a oscuras. Eso implica la automática generación de una expectativa/miedo que conduce a los comensales por los derroteros de la ambigüedad. Si como dice la sabiduría popular uno empieza a comer por los ojos, a falta de primordiales certezas visuales, mayor desarrollo de otros sentidos, ensanchando sus capacidades. Pero al mismo tiempo, hay que añadir, también desatando más estrategias instintivas de defensa.

    El Instituto Max Planck ha indicado que, en efecto, podemos afirmar que empezamos a comer por los ojos. A tenor de los resultados del estudio, observar directamente o intuir un plato de comida que tenga un aspecto delicioso estimula y pone en marcha el apetito. Y si el olor acompaña, el proceso se hace todavía más irresistible. Por eso las agencias de publicidad saben que una imagen vale más que mil palabras, sobre todo en el campo de lo que tiene que ver con el comer. Y aun así, a riesgo de contradecir lo que instintivamente nos sale de las entrañas, nos gusta experimentar con el comer y llevarlo al ámbito de lo no necesario, de lo liberado y más lúdico. Aquí es donde lo gastronómico encuentra su razón de ser.

    ¿Pero por qué justamente en esta época, en estos tiempos, se ha popularizado tanto?

     

    El gusto por la buena comida no es un invento de ahora. El placer sensorial que la alimentación comporta es un clásico de la historia de la humanidad y de las relaciones intersubjetivas. Las cosas se celebraban, como ahora, con un buen banquete, con un buen ágape, por ejemplo. Lo que sucede es que seguramente eso antes estaba circunscrito para unos pocos, para las clases dominantes, aristocráticas, cuando no pertenecientes a la esfera real.  La democratización del placer culinario indica por lo menos dos cosas de nuestra época y sociedad: que la mayoría de nosotros estamos nutridos, lo que nos permite plantearnos poder imaginar nuevas y diferentes experiencias culinarias; y que disponemos de recursos para ello.

    Claro que también el placer de comer puede enmascarar una estrategia de negociación, la que sea. Las comidas pueden favorecer un clima positivo que canaliza mejor el acuerdo, y si eso se explota en la hora de los postres o de las copas, el porcentaje de posibilitar un resultado positivo crece.  Pero en general, el utilitarismo aplicado a la comida remite más bien al placer que proporciona. Esa es, de hecho, la definición de felicidad que da la escuela utilitarista: placer. Pensemos si no en algunas frases que decimos cuando debemos acudir a actos que no nos motivan en especial: “al menos comeremos bien”. Es decir, habrá una experiencia gastronómica que compensará algunos trances no del todo agradables.

    [quote]El utilitarismo aplicado a la comida remite más bien al placer que proporciona. Pensemos si no en algunas frases que decimos cuando debemos acudir a actos que no nos motivan en especial: “al menos comeremos bien”[/quote]

    Los humanos buscamos la felicidad. Ese es el sentido de la pregunta ética, decía Aristotéles, que definía la vida buena como la que reporta felicidad, eudaimonia. El quid de la cuestión se halla en determinar qué es eso bueno, y aquí es donde las divergencias se hacen notables. Incluso hay quien pueda pensar que la filosofía va reñida con lo gastronómico, porque aquella trabaja con las ideas y el intelecto, mientras que esta encuentra su finalidad en propiciar nuevas y mejores experiencias. Pero la filosofía, si lo es, no puede cerrarse a nada de antemano. Eso sería ideología. Lo suyo es escrudiñar y establecer por qué algo puede ser bueno (es decir, qué aporta a la felicidad) o por qué no. Incluso aquellas posiciones más deontológicas, orientadas al deber, deben considerar el placer y argumentar por qué nos creen que conviene.

    Se dice que Immanuel Kant (siglo XVIII) antes de morir dijo que esperaba no haber cometido ninguna injusticia. Kant es conocido por formular el imperativo categórico, punto de fuga de una ética formal, no material, en la que todos los comportamientos particulares deben ser susceptibles de universalización. Esa era la regla de oro para saber qué debo y qué no hacer, lo que imposibilita que sea la felicidad (por definición particular y subjetiva) la medida de la acción ética.

    Kant ha pasado al imaginario popular como un filósofo austero, que nunca salió de su ciudad natal, la prusiana Königsberg,  y defensor de la razón, diseccionada en sus tres críticas, la de la razón pura, la de la razón práctica y la del juicio. Sus textos son sobrios, como lo era su aspecto físico, muy condicionado por la escoliosis que padecía. Se dice que pasaba siempre a la misma hora por algunos lugares de la ciudad, lo que permitía a sus conciudadanos saber con exactitud dónde estaban las agujas del reloj en ese momento.

    [quote]El imperativo categórico de Kant, en la que todos los comportamientos particulares deben ser susceptibles de universalización, imposibilita que sea la felicidad (por definición particular y subjetiva) la medida de la acción ética.[/quote]

    Sin embargo, y a pesar de haberse formado en círculos pietistas, una corriente de fuerte religiosidad individual y disciplinada, la vida de Kant y sus amigos no discurría por los cauces esperables de un estricto pietismo. Kant fue un tipo muy sociable, bien aclimatado a la relativa a apertura social que en ocasiones se vivía en la ciudad. Se sabe, por ejemplo, que era un habitual jugador de póquer. Y que participaba de las fiestas y encuentros de la clase acomodada de la ciudad, alargando al máximo las sobremesas. Eso sí, no era muy dado al desenfreno de los apetitos (se cree que jamás practicó sexo), ni tampoco participaba del gusto nacional por la cerveza, ni de las bebidas alcohólicas en general, aunque sí solía tomar vino, con moderación. Pero aunque ciertamente huía del exceso, aceptaba que la embriaguez podía ayudar a estimular la sinceridad para con uno mismo.

    Es decir, que también en la disciplinada austeridad kantiana se reconoce aquello de  in vino veritas,  frase latina que se le atribuye a Plinio el Joven y que es en sí misma elocuente: “en el vino está la verdad” (mientras que “en el agua está la salud”, añade la segunda parte del proverbio).

    El comer, como el beber, es democrático. A todos nos afecta, a todos nos puede reportar bienestar o malestar. Este proverbio y su sentido, que ya se encontraba en el mundo griego, indica que ya por entonces lo que en una cena o en una noche de copas puede comprobarse: el alcohol en exceso inhibe peligrosamente las funciones mentales, también las defensivas, lo que puede propiciar que se digan cosas que en estado de sobriedad uno difícilmente aceptaría pronunciar.

    Curiosamente In vino veritas fue también el título de uno de los libros de Soren Kierkegaard. Y decimos curiosamente porque Kierkegaard fue un sufrido pensador danés del siglo XIX, precursor del existencialismo, de religiosidad protestante muy marcada y de espíritu atormentado, de quien se sabe que apenas comía, y cuando lo hacía privilegiaba los caldos y las sopas. No parecía gustar del placer de comer ni tenerlo en gran estima.

    Claro que, a todo esto, alguien podría reparar en que los dos autores a los que hemos hecho referencia son nórdicos, alejados de las riberas del mediterráneo. Lo que podría influir decisivamente en algunas de sus posiciones en relación a la comida. Los griegos y los romanos eran diferentes en este punto, como acabamos de apuntar. Epicuro de Samos, fundador en su propio jardín de la escuela epicúrea allá por el año 300 a. C., es el ejemplo arquetípico. Para el epicureísmo la búsqueda del placer es la máxima virtud de todo humano. Pero el hedonismo epicúreo no es una llamada a la propagación indiscriminada del placer. Hay modos mejores y peores de acercarse a ellos, por eso apela a la prudencia. Si buscáramos saciar el hambre mediante una placentera comida, por ejemplo, pero lo hiciéramos a través de un gran banquete, probablemente el objetivo opuesto sería lo único que conseguiríamos: un dolor estomacal de lo más desagradable. De hecho, el epicúreo Apolodoro relata que su maestro solía alimentarse de pan y queso, y que solamente bebía agua. Así que para este referente del hedonismo ni los banquetes continuos ni copiosos ofrecen la satisfacción plena de la felicidad que anhelamos.

    En momentos de estrés, sin embargo, donde la tensión reclama vías de satisfacción compulsiva inmediata, esa prudencia queda en entredicho. Por eso es usual acudir a dulces, snacks o demás “productos” alimenticios para compensar ese urgente reclamo. Incluso el mismo Jean-Paul Sartre reconocía que le pasaba. Pero justamente lo gastronómico apunta a todo lo contrario: hay que aprender a gozar del placer de comer, hay que desarrollar un gusto prudente, ponderado, de las posibilidades que la experiencia culinaria nos brinda. Es, en este sentido, genuinamente aristotélica: implica la habilidad de saber encontrar por medio de la deliberación qué hay de óptimo y qué no en las acciones que se quieren llevar a cabo. Y eso es justamente la prudencia: ni exceso ni defecto, ni temerario ni temeroso.

    [ms_panel title=»Para saber más…» title_color=»#dd3333″ border_color=»#ddd» title_background_color=»#f5f5f5″ border_radius=»0″ class=»» id=»»][ms_featurebox style=»2″ title_font_size=»14″ title_color=»#000000″ icon_circle=»no» icon_size=»46″ title=»El vientre de los filósofos» icon=»» alignment=»left» icon_animation_type=»» icon_color=»» icon_background_color=»» icon_border_color=»» icon_border_width=»0″ flip_icon=»none» spinning_icon=»no» icon_image=»https://www.foodundercover.us/wp-content/uploads/2018/03/vientre.jpg» icon_image_width=»240px» icon_image_height=»385px» link_url=»» link_target=»_blank» link_text=»» link_color=»#dd3333″ content_color=»» content_box_background_color=»» class=»» id=»»]Michel Onfray, filósofo francés nacido en Argentan en 1959, pretende en este libro, según sus propias palabras, “mostrar en qué consistía el olvido del cuerpo en la filosofía, de qué manera se ocultaba la carne cuando todos los pensamientos son simple producto de un cuerpo en interacción con la realidad, los otros, el mundo” para lo cual, tomó como ángulo de ataque la relación con la alimentación de siete de algunos de los filósofos más importantes: Diógenes, Rousseau, Kant, Fourrier, Nietzsche, Marinetti, y Sarte.[/ms_featurebox][/ms_panel]

    La gastronomía tiene que ver con una constante reconsideración de las posibilidades del comer. Es un campo permanentemente abierto, por eso está más centrado en la cualidad y calidad de lo sentido, que en la satisfacción inmediata de la necesidad biológica. Por eso presupone, como hemos dicho, una saciada nutrición y una posibilidad real de acceder a su posibilidad, tanto en lo económico como en lo socio-cultural. Si gastronomía es ahora más que nunca cultura, arte, profundización en lo humano, es porque se cultiva, es la expansión del ethos, del carácter, del gozo que puede comportar la experiencia humana.

    [quote]La gastronomía tiene que ver con una constante reconsideración de las posibilidades del comer. Es un campo permanentemente abierto, por eso está más centrado en la cualidad y calidad de lo sentido, que en la satisfacción inmediata de la necesidad biológica[/quote]

    Ethos, palabra griega de la que proviene ética, significa carácter. Carácter entendido como el punto en el que las cosas alcanzan la expresión de lo que pueden llegar a ser. El ethos de la gastronomía es la experiencia prudente de un placer sensorial que se trasciende a él mismo constantemente. Por eso mismo debe ser sostenible, es decir, constituida por una actitud de responsabilidad y de cuidado con el entorno (una agricultura lo más natural y ecológica posible; una ganadería respetuosa con el bienestar de los animales) y crítica con la explotación capitalista de la industria alimenticia a costa de la salud general.

    Asimismo, el gozo, el bien y la felicidad, cuanto más universales y a disposición de más seres humanos, más plenos y más sostenibles. La plena felicidad va de la mano de la plena felicidad de los demás, dice el utilitarista Stuart Mill (siglo XIX), por eso Aristóteles acuñó eso de que somos animales sociales. Así que abrámonos y curioseemos en el gozo del comer, sí, pero jamás dejemos de recordar la tragedia que es que demasiados prójimos sufran de hambruna y severa desnutrición. En pleno siglo XXI, cuando en el primer mundo los supermercados pueden abrir 24horas, 365 días al año, eso es una imperdonable injusticia.

    El comer constituye una cultura, y por ende un arte, pero es ante todo una necesidad. Así que si la gastronomía no quiere convertirse en una cínica frivolidad y sí en un camino para experimentar más y mejor la vida, entonces debe asumir como propia e irrenunciable la necesidad, imperiosa, primaria e irrestricta, de que el hambre en el mundo no dure ni un minuto más. Es la principal condición de posibilidad para que todos los humanos, sin excepción, podamos experimentar el placer del buen comer. No hacerlo la haría inhumana, y por eso indigna de ser tenida por cultura.