Etiqueta: Les Grands Buffets

  • Salvaje

    Salvaje

    Vivimos en la gran desgracia de no tener que cazar para comer.

    Como decía la abuela muy vieja de mi amigo Pere, vivimos en la ambulancia, en tono de queja y mirando de reojo a los jóvenes de hoy en día, jóvenes ese día de hace veinte años, presentes en la habitación. Abundancia, interpretábamos todos, pero su error era sin quererlo una diana transparente.

    Hobbes (1588 – 1679) le habría dado la razón, la yaya Núria había conseguido reformular a lo tonto el empirismo inglés en cuatro palabras, añadiéndole ese toque fúnebre, el mismo que empañaba de duelo la teoría del filósofo ante el hecho trágico de habernos vendido la libertad a cambio de la paz social entre lobos, pacto contra el que se rebelaría una y otra vez siglos después el instinto de Hobbes el tigre empeñándose en cazar el desayuno.

    Calvin and hobbes food on the run

    Volví hace un par de días de una inmersión canónica en esto de la vida en la abundancia, una escapada de puro hedonismo a Narbonne para dominguear en martes: paseo por el mercado municipal y carga de alforjas con decenas de quesos, quesitos y quesazos, visita al casco antiguo y la catedral de San Justo y San Pastor y, por supuesto, comida en Les Grands Buffets, considerado por algunos como uno de los mejores restaurantes de tipo bufé de Europa, quintaesencia del all you can eat, sostenido por una idea de negocio clara, redonda, y bien ejecutada. Abundancia perfectamente domesticada y transmitida, sublimada en una cascada de langostas. Un éxito de comunicación, ofrece exactamente lo que promete. Y llena cada día.

    Ese día salí de casa feliz y volví a casa feliz. Me acordé por la noche antes de acostarme del detalle de haber pedido a la camarera que por favor no retirase el pan ni la mantequilla de la mesa durante los postres. Me atraqué a pan con mantequilla salada, después de la langosta y de los éclairs.

    Fue quizá ese detalle sin importancia, ese pequeño acto de transgresión, transgresión que lo era en la forma, en relación al protocolo de servicio contra el que mi querido TOC estuvo protestando sin ser atendido durante un buen rato, y transgresión en relación al contenido, al hecho de que uno se supone que va a atracarse de langosta y foie, no de pan con mantequilla, en una experiencia de la gastronomía de la Francia burguesa de celebración y opulencia, lo que me llevó a dudar y a parar a reflexionar cuando el jefe me propuso escribir sobre mi experiencia.

    Agatha Christie es a la literatura lo que el pollo al ast es a la gastronomía, la promesa siempre fiable de un rato de felicidad plena y fácil para los domingos de agosto de vuelta a casa

    Me viene a la memoria una conversación magnífica que tuve hace años, una tarde con mi hermana, librófaga sagaz y mi aguda prescritora de literatura de cabecera, en la que terminamos por concluir que Agatha Christie era a la literatura lo que el pollo al ast es a la gastronomía, la promesa siempre fiable de un rato de felicidad plena y fácil para los domingos de agosto de vuelta a casa, siempre un poco demasiado tarde, después de una mañana de bochorno y trasiego en la playa. Esos pollos al ast que saben a Diez Negritos. Que sientan de tal forma que uno se siente obligado a sonreír fuerte y ancho y dar gracias a la vida, minutos antes de la siesta.

    Me acuerdo tambien de los gitanos de las Siete Tetas de Vallecas en Madrid y de sus carcasas de pollo repeladas y fritas, crujientes, aliñadas con casi demasiada sal y casi demasiada pimienta y se me pone la piel de gallina. Sabían a abundancia y a fiesta entonces y acuden al presente si se les invoca haciéndome salivar mientras escribo.

    Recuerdo la ruta a la aventura que hice hace diez años con mi Van van de 125cc por el sur de la Francia rural, tan cerca y tan lejos de Les Grands Buffets en muchos sentidos, tomando por mapa una agenda de mercados semanales de pueblos pequeños. Frutas, quesos, panes, patés de campaña y mesas comunales. Visitas a granjas de cabras y sótanos de affinage en estanterías de madera. Olor a heno y a heces y los pies a remojo en el agua del río Tarn. Por la noche guateques y jaranas de fiestas mayores con señoras en sillas plegables en los portales y sardinas a la brasa. En Carcassonne, cassoulet, la plaza, Zebda y detrás de la barra un señor mayor de cara y gafitas redondas, pasando la suciedad de los vasos de un sitio a otro con un paño de algodón repuerco colgado del delantal.

    Yo disfruto como una jabata de estas cosas como disfruto y salivo observando hipnotizada en un documental de National Geographic como los osos cazan salmones en Alaska. No lo puedo evitar: me entra el hambre. Ningún salmón en ese momento me resulta más apetecible. Los ojos de ningun comensal brillan con más ganas que los de ese oso mientras exprime con sus garras las huevas frescas y vivas del vientre del animal y zambulle el hocico en esas vísceras (me excuso si generalizo porque no he tenido el gusto de verles a todos ustedes con hambre).

    Disfruté en les Grands Buffets. Enormemente. Pero cuando sea mayor quiero ser un palmo más alta, unos quilos más gorda y bailar desnuda a la luz de la luna. En un mundo que me ofrece también la posibilidad de sentarme en un tres estrellas Michelín a alucinar en serio.

    La abundancia la tenemos de base, y no tenemos que cazar ni arriesgar la vida cada día para disfrutarla. Ese hambre que despierta el reconocimiento de esta simple realidad, hambre que es gratitud por tenerla al alcance en medio de este pacto hobbesiano de no agresión, tendría que hacernos brillar los ojos cada segundo y celebrarlo. La domesticación es lo que me incomoda.