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[ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]L[/ms_dropcap]La cocina en casa murió el día que mi abuela Juanita mandó astillar para quemar la mesa larga de madera maciza de roble americano donde comía toda la familia, hecha por mi abuelo, y la cambió por una plegable de melamina, de las modernas, hará unos cincuenta años, después de que la televisión se asentase en su sitio de honor en el salón.
Con la cocina pasa un poco lo mismo que con Dios: por un lado, hemos puesto una imagen de ella en un pedestal, para idolatrarla y, manteniéndola bien alta y bien por encima de los mortales humanos corrientes, evocarla como entidad amada, lejana y difícil, utópica. Y por otro, hemos cogido su cuerpo físico y lo hemos extirpado como un tumor del cuerpo vivo del mundo cotidiano, lo hemos descuartizado, porcionado en trozos más o menos identificables y manejables y hemos convertido a cada uno de ellos en una máquina de fabricar dinero, sentimiento de culpa, y residuos no reciclables.
Lo primero, alimentado por ideas como que la cocina es difícil, laboriosa o una actividad que demanda dedicación, tiempo y hasta talentos especiales sólo a mano de unos pocos elegidos. Y ahora la cocina se encuentra en los restaurantes, donde los que saben cocinan, en las grandes cadenas de fabricación y distribución de comida precocinada, desde donde los que cobran una miseria te salutan, o en los programas de televisión, donde los que molan, te lo enseñan. Los caminos del neoliberalismo són inescrutables.
Hemos extirpado la cocina de la vida doméstica y la hemos colocado en territorio mercantil. Pagamos para que nos cocinen, cada día más
Y esto no es nuevo, no es una fase ni una etapa, esto es nuestro estilo de vida, el modus operandi humano por excelencia. Lo mismo que hacemos, por ejemplo, cuando extirpamos cultura y la exponemos en un museo haciendo pagar entrada para verla. ¿Han estado alguna vez en el British Museum?
Al principio del texto, les he citado a mi abuela Juanita. Me parece inexacto que se identifique la cocina como una forma de opresión femenina. La opresión no estaba en la cocina, sino en el veto al acceso a la propiedad y a los factores de producción. La mejor arma contra la opresión que conozco es hacerse hábil, llenarse de recursos, de cultura, de herramientas; hacerse cuan más autónomo mejor, lo más capaz posible de sacarse uno mismo las castañas del fuego para no tener que rendirse a ningun tipo de chantaje por necesidad. ¿La cocina opresión?
La cocina me salva de quedar a la merced de que la corporación de turno me saque del apuro de tener que cenar vendiéndome una solución en blister individual y con instrucciones de recalentado. Eso, o un taburete en la barra de un restaurante. El tema, al fin y al cabo, es que las mujeres conseguimos finalmente ejercer el derecho que humanamente siempre ha sido nuestro de salir al mundo y acceder a la posibilidad de autonomía económica, y la cocina quedó desierta.
La cocina, en un mundo en el que cada día más gente usa el horno como un armario extra para guardar sartenes, es parte orgánica e indivisible de ese cuarto propio, de esa autonomía feminista que reclamaba Virginia Woolf, donde autonomía es la palabra clave, conocimiento, herramientas, capacidad de hacer cosas, y es autonomía no contra nadie ni nada, sino en pro de la libertad personal sin etiqueta de género alguna. Cosa de mujeres y de hombres.
¿Puede ser que, entre el ímpetu de salir adelante femenino y el horror vacui masculino, que veía de reojo en los fogones como el vacío le devolvía la mirada, el espacio de la cocina se convirtiese en una de las oportunidades de negocio más brillantes de las últimas décadas?
Oigo a menudo decir que la cocina es el corazón de una casa y me provoca escalofríos de repulsa el tono condescendiente y cursi que carga esa afirmación.
La cocina es el epicentro del oikos nomos, del gobierno de una casa, de una organización doméstica, el vórtice alrededor del cual se toman decisiones económicas y políticas de calado; la sala de control que decide cómo nos alimentamos nosotros y a qué proveedores y productores alimentamos de rebote invirtiendo en ellos nuestro dinero; en la cocina decidimos también cómo gestionamos nuestros desechos y si delegamos su gestión en los camiones municipales o si aplicamos eso de las recetas de aprovechamiento.
Decidimos también cuánto gasoil quemamos cuando abordamos la disyuntiva de usar lo de aquí o lo de allí, y decidimos también si invertimos en salud a largo plazo o en liquidez y fondo de maniobra a corto.
Cuando uno no ocupa el mando y la toma de decisiones ese mando lo ocupará otro, y las decisiones las tomará en pos de sus intereses. Faltaría más. Hemos delegado la cocina, y lo pagaremos, lo estamos pagando ya, muy caro.
Es tentador decir que antes la cocina era la herramienta, el camino para hacer con lo que había lo máximo posible, aprovechándolo todo y sin tirar nada, sabiduría y maestría combinadas en pos de la gestión óptima de los recursos de una casa, pero sería falso, puesto que aún lo es. Eso es la cocina, a la espera de que nos demos cuenta.
Por ahora, la cocina es una faena, un problema.
Pienso y elijo el plato que quiero servir (que no significa que sea el plato que quiero hacer, cuidado con la sutileza), busco la receta, hago la lista de la compra y me dirijo al supermercado. Ante la dificultad de conseguir exactamente los 32 gramos de pimentón, pongamos, que indican las instrucciones, compro un bote, así con toda la lista, y me planto en casa con media nevera llena de bolsas empezadas, tarros abiertos y medias cosas, y la bolsa de bolsas colgada detrás de la puerta a rebosar. Este proceso se va repitiendo con más o menos frecuencia, y con el ánimo de quien emprende una tarde de manualidades, con recetas más o menos complejas y quizá hasta acudiendo, pagando, a algun taller de cocina para ampliar el repertorio.
A la tercera tarde de cinco, los ingredientes del primer día están ya todos medio pochos. Congelamos demasiado tarde y tiramos más de lo que usamos, sin contar envoltorios y despojos (a quienes miramos con cara de asco y aires de superioridad). Abordando el acto de cocinar desde esta perspectiva, la cocina se convierte en una fuente de enormes problemas e incomodidades tanto para la vida y la logística particular como para la vida y la sostenibilidad a lo grande. Es profúndamente incómodo.
Citando a la periodista Mar Calpena en un artículo de 2014 en el que se preguntaba si ¿Es la gastronomía española cultura de la transición?:
La cocina se ha convertido en un acto más de consumo, en un deporte para los fines de semana, en algo que ver por la tele en un reality.
Hemos abandonado la cocina como forma de mirar y como conjunto de saberes, herramientas y conocimiento para la toma de decisiones y nos hemos convertido en sujetos pasivos de consumo.
Consumimos comida precocinada, consumimos campañas contra el despilfarro alimentario, consumimos cocina como hobby y como forma de etiqueta de estatus social y de imagen, consumimos campañas en pro de la sostenibilidad, de lo ecológico, de lo próximo, consumimos programas de cocina con los que dormitar y documentales de Netflix sobre biodiversidad, consumimos consejos de cocina para una alimentación saludable en paralelo a consumir comida ultraprocesada compensada con suplementos alimenticios y material de farmacia, consumimos todo lo relacionado con la cocina que el neoliberalismo tomó, porque lo abandonamos, y que ahora nos vende porcionado, plastificado, masticado y al módico precio que a él le conviene.
Y encima, encima, compramos la idea de que pedir una pizza a domicilio es más rápido, más barato y más fácil que planchar un bistec y acompañarlo de ensalada. Y es que el drama está en que miramos al bistec y a la lechuga y ya no tenemos nada que decirnos.
¿Saben cuál es la verdad? Cocinar está mucho más cerca de lo que hace un borracho al llegar a casa en mitad de la noche que de lo que se hace en Masterchef.
Cocinar nos empodera como lo hace cualquier tipo de conocimiento, de cultura. Cocinar nos hace más libres, y es el arma económica y política más potente y más a nuestra disposición que tenemos
No saben ustedes, no tienen ni idea, del drama y la profunda tristeza que me causa pensar que la sabiduría, todos los trucos, ideas, conocimientos, saber hacer conscientes o inconscientes acumulados tras vidas de experiencia en la cocina de mis abuelas, de mis antepasados, de todos los nuestros, desaparecerán.
Hay velociraptores en la cocina mientras en el salón nosotros vemos la televisión comiendo pizza, y nos va llegando la hora de morir chillando.