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  • Chattanooga Choo Choo

    Chattanooga Choo Choo

    Aunque soy un señor viajado, jamás he salido del viejo continente, era de los que pensaba que Europa ya ofrecía un infinito sinfín de posibilidades que no hacían necesario viajar al exterior… Yanquis, leones, canguros, chinos y bailadores de tango no tenían suficiente fuerza para hacerme gastar un dineral para viajar a sus lejanos y a la vez dignos países.

    Por un hecho extremadamente casual y por un extraño, porque no decirlo, ajuste de fechas laborales, me vi sin tenerlo previsto con cuatro días de vacaciones de la noche a la mañana. La venta, por fin, de una plaza de párquing mal vendida, todo sea dicho, hizo que por primera vez en mi vida dispusiera de cuatro duros… cuatro. Y cuadrando el círculo, tenía a la mujer inmersa en exámenes universitarios -clausura total- y a mi hija de colonias en Olot.

    Pensé que era el momento ideal para abrir las alas y cruzar el charco.

    Stephen Cook

    Momentos después de despedirme de mis compañeros de trabajo, me dirigí presto al bar para hacer un merecido after-work y con un gin-tonic en mi poder empecé a estrujarme las neuronas dispersas que pueblan mi desértico cerebro. Tenía que preparar un plan conciso y certero para que todo saliera bien rodado.

    ¿Qué le digo a mi mujer?
    ¿A dónde voy?
    ¿Qué le traigo de regalo a mi mujer?
    ¿Cómo supero mis ansiedades ante tantas horas dentro de un avión?

    Las respuestas tenían que ser rápidas… no podía perder ni un segundo.
    Mmmm, que sé yo… mmmm, ya me lo pienso en el metro.
    A Chattanooga, Estados Unidos… Sí, sí, Chattanooga.

    Mmm, un libro, a ella le encanta leer. Mmmm a lo mejor me lo tira por la cabeza… mmm, me lo pienso en Chattanooga.
    Pastillas, alcohol, tilas, no dormir desde ya para así subir destruido al avión, no respirar hasta quedarme morado durante el despegue y desmayarme….
    Todo parecía que estaba controlado.
    Con la mejor de mis sonrisas entré en casa perfumado con el primer tester que pillé en El Corte Inglés.
    -Cari, ya estoy aquí.
    -Holaaaa, com ha anat?
    -Bieeen, tengo una semana de vacaciones. Me voy a Estados Unidos
    -Com? Qué collons dius?

    Interesados en esta insignificante parte de la historia, consultar a @olibakf

    Enclaustrado, gracias a mis dos metros, dentro del avión, en medio de un niño hiperactivo y un religioso naftalítico que hablaba solo, despegábamos del aeropuerto de El Prat dirección Atlanta.
    Mi querida mujer sufre de grandes dolores de espalda y sin intención alguna de hacer propaganda del medicamento, se toma de vez en cuando una pastillita que la deja mansa mansa, momento que acostumbro a explicarle cosas que sé que no son de su agrado.

    -Cari, quin mal que em fa l’esquena.
    -¿Pastillita?
    – Sí
    -Sabes, este mes la Visa me sube a 800€

    -No passa reeees, amor meeeeu….

    Pues ya está, como si se tratara de heroína, pastillita pa el bolsillo.
    Las horas dentro del avión iban pasando, y parecía tenerlo bajo control, pero a medio camino aquello empezó a moverse de mala manera…. Pastillita pa dentro y quede fulminado al instante.

    Con unos ligeros golpecitos en el hombro, la azafata me indicaba que nos acercábamos al aeropuerto de Hartsfield-Jackson de la capital de Georgia.

    Nathan Gonthier

    Esquivando el errático y voluminoso cráneo del niño que tenía a mi vera, pude ver, mientras el aeroplano descendía, una inmensidad boscosa, con el skyline de Atlanta al fondo, una auténtica Nueva York de tercera división.

    Después de una larga cola y de un inútil mini interrogatorio en la zona de aduanas, pillé el típico shuttle que me disparaba al downtown de la city. No quería perder el mínimo resquicio de tiempo en aquella mierda de ciudad, y sin comer, con una tortícolis y empanamiento descomunal me dirigí a una lamentable estación de autobuses, que a mi pesar estaba en la otra punta de Atlanta.

    El puto jetlag me estaba literalmente destruyendo, hacía mucho tiempo que no me encontraba tan mal, y el trayecto hasta la eestación fue un auténtico vía crucis. ¿Qué coño estaba haciendo allí?

    What time does the first coach to Chattanooga leave?
    In chen miñuts, cha!!
    Raich, af a Chiket, nu (pa acentos…mi Geordie)

    Después de una primera hora durmiendo en el bus me desperté en medio de una vasta tierra de bosques, con extrañísimas casas insoladas, habitadas en medio de la soledad más absoluta, con el típico coche, el porche de madera y la banderita sureña. La curiosidad me comía por dentro. ¿Cómo debería ser el día a día de esa gente?

    Una hora más tarde, me adentraba en una enorme zona industrial, a la vez que cruzaba la frontera entre Georgia y Tennessee y entraba de lleno, por fin, en la ciudad de Chattanooga. Una ciudad del tamaño de Sabadell, pero con una extensión como la de Barcelona.

    Presto, me dirigí al hotel Chatt Inn en la interminable Calle 23. El sitio… bien… El sitio, una puta mierda, era tarde y ni las cucarachas, ni el agua de la ducha 3 segundos hirviendo, 3 segundos helada, hicieron que me quitaran el terrible sueño. Tenía por delante un día y medio para descubrir una extraña ciudad de la América profunda.

    Jason Leung

    El día despertó con un sol radiante y después de una ducha de 120 segundos, divididos en 50 segundos de caldarium, 20 segundos de placer y 50 segundos de frigidarium, con una jarra de agua con gusto a café, encaré la jodida Calle 23 dirección centro. A los 5 minutos de caminar arribé a un párquing con el típico café-cadena que vemos en todas las películas. Muerto de hambre, solo Dios nuestro Señor sabía las horas que llevaba sin comer, me adentré para tomarme a las 10:15 las mejores albóndigas industriales de pollo muerto que recuerdo haber catado jamás, junto con un descomunal coleslaw de acompañamiento y una infinita fuente de french fries.

    Ahora sí, ahora sí…. Ara, ara!!!!

    Como no me veía nadie, pensé que mi esencia punk no se vería afectada si destinaba mis escasos recursos en un ticket turístico. La verdad es que por un módico precio, no sé qué coño me vendieron, pero la señorita de las taquillas, me llenó de tickets, descuentos, entradas, para toda una vida.

    Me uní a un rebaño de turistas panochas y nos metieron en una barcaza que empezó a descender el rio Tennessee. La verdad es que me estaba cagando en todo. Mi manera de ser antisocial y el no saber decir no me condujeron a una maratoniana jornada rodeado de una “colla” de guiris flipados de Alabama que le hacía fotos a cada gota de agua del río. Ya no había marcha atrás, y en la proa de la “golondrina” con un hot dog en la mano -deferencia de la tripulación-, imaginé ser Leonardo di Caprio, en Titanic… Eso sí, con unas ganas de tirarme por la borda que te cagas.

    Después de sobrepasar un aburridísimo meandro divisamos el Lookout, un peñasco de tres al cuarto que le da nombre a la ciudad. Chattanooga quiere decir roca levantada en el idioma de los indios que antaño habitaban esas fértiles tierras. Allí, bajo un espectacular salto de agua desembarcamos y nos dividimos en dos grupos; los aventureros dispuestos a patearse una barbaridad de escaleras y los jubilados que nos quedamos en un snack-bar degustando unas riquísimas ostras junto a un vaso de ginebra.

    Lee Weng

    A la vuelta de tan lamentable crucero, nos enviaron a visitar el acuario de agua dulce mas importante del mundo, pero como ustedes supondrán, no estaba yo después de tantos kilómetros para meterme en un antro, para ver, truchas, sapos y alguna que otra salamandra. Así que despidiéndome a la francesa me adentre en el downtown de la ciudad.

    Cerca del bonito puente peatonal, el  Walnut street bridge, encontré el restaurante Big River Grille, una autentica trampa para turistas, pero que con buena vista me anticipé al que pudo ser un atraco a mano armada, y cené un delicioso salmón a la brasa, acompañado de un sinfín de verduras y una buena cerveza artesanal. De allí hasta de regreso al hotel cucaracha fui visitando extraños tugurios repletos de mala gente, esa mala gente que te arrean con una pala, te descuartizan y al agua patos.

    Al día siguiente, ya paseaba de nuevo por las calles de Atlanta, una ciudad que me lleva a disgusto. Honestamente está en el número 12 de mis ciudades estadounidenses más odiadas, por lo tanto no iba a hacer el mínimo esfuerzo para que me agradara. El avión de regreso a la capital catalana me salía de noche, por lo tanto decidí sentarme en un bar cercano a la estación y empezar a beber, más que nada para hacer algo. El lugar se llamaba The Nook entre trago y trago se me hizo el lunch time, y animado por las deliciosas aromas que salían de la cocina decidí catar la gastronomía local. ¿Qué mejor sitio que un bar? Pedí la especialidad de la casa, un extrañísimo bloody mary -más alcohol para el cuerpo- con unas brochetas de guindillas, bacon, carne, y huevo duro avinagrado. Eso de una manera o otra lo tengo que meter en el menú de mi restaurant. Empecé -de manera extraña en mi- a platicar animadamente con el público local, estaban encantadísimos de hablar con alguien de Barcelona, además, puta como soy, les mentí diciendo que era una estrella de la televisión local -¿Por qué coño hago estas cosas?-, comentario que hizo que las jarras de cerveza no pararan de acercarse, sin pedirlo, a mi vera.

    Amigos míos, cuando me di cuenta, y después de jurar que Atlanta era mi ciudad favorita, caí en alarma viendo que el jodido Cronos me había hecho una putada monumental.

    Con un, see you later aligator, salí disparado de The Nook con movimiento cercano a la polio, para pillar un taxi que me enviara a la velocidad de la luz al aeropuerto Harstfield-Jackson. Comiéndome las uñas de los pies en un descomunal traffic-jam fui dándome cuenta que perdía sin solución visible el avión. Y así fue.

    El siguiente vuelo, 24 horas después, estaba repleto y solo 2 días más tarde me salía otro con unos precios astronómicos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué hubieran hecho ustedes?

    En mi caso, me abrí otra lata de cerveza desde el sofá de mi casa, y con un golpe certero con el pié, acerté a cerrar el portátil, cansado ya, de viajar, gracias al Google Earth, el Google maps, el Landing del Youtube y las recomendaciones dispares del Tripadvisor.

    ¿Donde iré mañana?…. Lo veo……. Ulm.

  • Carne de prisión (y 2)

    Carne de prisión (y 2)

    Pues aquí estoy, queridos lectores, arrancando una linda nueva etapa en mi vida.
    Aunque Los Angeles en un primer momento la encontré una ciudad fea, la verdad es que en mi día a día, fui descubriendo una preciosa urbe. ¿Se pueden creer que hay montones de negros? Pero muchísimos, de verdad. Pero se les ve contentos, bailan y saltan constantemente, y verles tan felices me gusta mucho.
    En cuanto a mi trabajo, ¿qué quieren que les diga? La mayor parte del día me estaba tocando las pelotas. El chef me hacía pelar patatas, buscar en el ordenador personal alguna salsa francesa…. Yo me hacía el tonto porque me conozco todas las salsas del mundo, pero aprovechaba para mirar alguna web porno o consultar que hacía mi querido Numancia.
    Un día me dijo que por la noche venía gente importante a cenar. Ya era hora, pensé para mis adentros.Iba a ser mi primer servicio. Decepcionado, entendí que sólo se trataba de una mesa de 9 personas… Una mierda de servicio, vaya. Pero el chef me alertó de que se iban a gastar mucho dinero…. Que tenía que salir todo extremadamente exquisito.
    Llegó a primera hora de la mañana un camión blindado, de esos que llevan el dinero de las tragaperras, los operarios, pistolas en mano, nos hicieron llegar unas neveras típicas de las que usamos para refrescar las cervezas en el camping.
    En el interior de las neveras, había varios paquetes de carne humana. El chef me hacía manipular la carne con sumo cuidado, pero a mí me sudaba la polla. Yo aoy un profesional y lo que quería era ponerme a cocinar pero que ya.
    La indicación de la etiqueta del gobierno norteamericano disponía que se tratara de carne de mujer, blanca y anciana…. Nivel de textura 3, Gusto 6, Frescura 1 día, Muerte tipo 2. Bueno, todo eso me lo comentó el chef, porque ustedes entenderán que mi nivel de inglés no se movía del, «Hello,fucking fucking», que quiere decir amor.

    Sin vacilar, me metí un pedazo de carne cruda en la boca, necesitaba conocer el sabor de esa carne…. Mmm, que sé yo… Demasiado elástica para comer cruda, pero el sabor no fue para nada desagradable, aunque tampoco se trataba de una gran carne

    Sin vacilar, me metí un pedazo de carne cruda en la boca, necesitaba conocer el sabor de esa carne…. Mmm, que sé yo… Demasiado elástica para comer cruda, pero el sabor no fue para nada desagradable, aunque tampoco se trataba de una gran carne pero, si la trabajábamos bien, se podía sacar un buen rendimiento.
    Como snack, hervimos con un buen fondo, durante media hora las falanges, que una vez enfriadas y secadas, rebozamos con levadura nutricional, sal, pimienta y comino y tras un breve pero intenso golpe de freidora sazonamos con curri y sésamo tostado.
    Con la panza de la señora acertamos de lleno en crear unas extraordinarias albóndigas. Picamos ajos y champiñones, que salteamos en una sartén, hidratamos unas uvas pasas. En un robot picamos la carne y lo mezclamos gentilmente con un queso cremoso, los champiñones, sal, pimienta, las pasas cortaditas y perejil picado.
    Con las manos húmedas -muy importante- formamos unas pequeñas bolas estilo dim-sum y las pasamos por almidón, huevo y copos de avena triturado, por este orden, que si no la vais a cagar. El resultado se introdujo en la freidora y las acompañamos de una salsa de yogur y menta, bien sencilla y suave, para que los comensales disfrutaran del pleno sabor de las albóndigas.
    Como sorpresa, entre platos, se me apareció la divertida ocurrencia -debido al morbo demostrado por los solventes clientes- de introducir misteriosos pedacitos crudos de carne en el interior de unos cubitos de gelatina de bloody mary. Una vez consumidos, deberían acertar de qué parte de la anciana se trataba. Queda mal, amigos míos, decir que mi idea fue la más aplaudida. Aunque, se nos prohibía ver a los clientes, escuchamos las risas y los gritos encucados del tipo que descubrió escrito en una hoja de piel, que en el interior de su estómago se hallaba nada menos que la pipa de la abuelita.
    Con cierto nerviosismo, porqué no decirlo, nos acercábamos a la responsabilidad de hacer el plato principal.

    Giulia Pugliese

    Tomé las riendas de la cocina, apartando al chef como se tiene que hacer, ¡¡¡pisándolo!!!. Su estúpida idea de hacer un carpaccio me resultaba demasiado básica. En prisión, concoí a un cocinero negro. Pero negro de esos que apagas la luz y mejor que no te pille, porque te parte por la mitad, ya me entienden. El hijo de la gran puta tenía un rabo, que yo cuando lo veía venir, lo encendía todo. El putas era traidor, a la mínima te la clavaba…. Disculpen el inciso, pero seguro que tenían curiosidad por el pollón del chaval. Tenía…. Bueno, basta.
    El preso, entre otras cosas, me enseño un plato típico de Nigeria. Puse cebollas, jengibre, hierba de limón, y el zumo de 5 limas en una cacerola de fondo pesado. Coloqué encima la carne de los glúteos y lo espolvoreé con guindillas machacadas. Lo cocí a fuego vivo hasta que empezó a desprender vapor, a continuación, tapé la cacerola y bajé el fuego. Lo dejé hervir a fuego lento durante20 minutos, al tratarse de señora vieja. Añadimos mantequilla de cacahuete, tomate triturado y el caldo de las rodillas.
    Volví a llevar a ebullición removiéndolo bien, tapé de nuevo y a fuego lento aguanté 15 minutos. Lo decoré con perejil y lo acompañé con un sencillo cuscús.
    No hace falta que les recuerde que la ceremonia fue un éxito espectacular. De esa manera tan simple me convertí en el chef más importante del mundo, las anónimas personalidades del planeta venían a dejarse auténticas fortunas para probar mis platos, cada vez más innovadores y creativos. Los hijos de puta, gobernantes, estrellas del rock, deportistas de élite, cada vez se atrevían -bajo precios cósmicos- a pedir cosas más morbosas. Incluso yo, viejos amigos, persona de moral transparente, me avergonzaba a qué extremo ha llegado la especie humana para hacer o pedir según qué.
    Mi historia, termina de la manera más brusca que se pueden imaginar. Un día, mientras despellejaba a un señor, blanco y joven, aparecieron de la nada unos militares que me pegaron una paliza monumental y después de largos juicios, me metieron de una patada en el culo en una cárcel espectacular, con una cocina a estrenar, con todo tipo de utensilios tecnológicos que consiguieron que pasara los mejores años de mi vida.