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  • El impostor

    El impostor

    Trabajo de cocinero, pero si me preguntas si soy cocinero, aún no me atrevo a decir que sí. Mi vida laboral ha sido siempre anárquica y caótica, ya que entre otros trabajos remunerados he hecho de jardinero, escrito guiones eróticos para juegos de móviles, vendido petardos por San Juan o conducido coches de alta gama para un taller de recambios de neumáticos. De los no remunerados, mejor no hablamos. No recuerdo tener ninguna vocación desde bien temprano. Me gustaba leer y escribir por lo que creí que quería ser periodista, pero el esfuerzo, el sacrificio y la determinación eran palabras que desconocía cuando estudiaba COU. Acabé estudiando cine en el único centro de formación profesional especializado que existía por entonces, y mientras los más listos optaban por ser técnicos de sonido o editores, yo era feliz haciendo cortometrajes y escribiendo guiones de mierda. Sorprendentemente no conseguí ningún trabajo de director de cine tras acabar los estudios, pero acabé en el sector de la publicidad haciendo chocapics de poliestireno y helados de puré de patata para unos cientos de anuncios. Tras unos años trabajando en negro, con jornadas de 22 horas y sin suficiente dinero para todas las drogas que necesitaba para aguantar semejante ritmo, decidí que la mejor de las ideas era montar un bar con el dinero de la indemnización recibido tras un accidente de trafico. Ideas brillantes nunca me han faltado. ¿Qué mejor socio que escoger a un amigo de por entonces que en tres años se había sacado dos asignaturas de Derecho? Apenas cumplidos los 25 y sin ningún tipo de experiencia previa en el mundo de la restauración y la gestión, increíblemente acabé cerrando tras un año de aventura empresarial, arruinado, sin deudas pero arruinado. Y sin amigo, claro.

    Cuando uno está desesperado suele acabar en el psicólogo o en un bar y como no creo en la ciencia-ficción, empecé a servir cafés y a preparar bocadillos para pagarme el alquiler del piso, mientras seguía soñando con escribir guiones de mierda y dirigir algún día una película.

    Conocí a una italiana con la que convivir, cambié de trabajo un par de veces más y acabé, gracias a una entrevista conseguida por enchufe, en el departamento de marketing de una distribuidora cinematográfica, sector en el que trabajé diez años y que terminó en cuanto me preguntaron si quería ser director de marketing. ¿Director de marketing yo? ¿Por quién me habían tomado? ¿Acaso tenía pinta de saber encarrilar mi vida como hace la gente normal? Habrase visto semejante desfachatez, pensé. A veces aún me arrepiento, pero luego me hago una tortilla de alcachofas y se me pasa. Y ahí me hallaba yo, en plena madurez, desesperado y sin un duro por haberme dilapidado los ahorros en viajes y en un curso de cocina de un año en una escuela para pijos. A punto de ser padre en uno de los peores momentos económicos de mi vida, la desesperación me llevó a intentar entrar en el mundo de la cocina. Una decisión irreflexiva más para añadir a mi largo currículo de subnormalidades.

    Desde hace más de seis años me gano la vida tras los fogones. Empecé como pinche y durante un año aprendí a tragarme el orgullo, la explosividad y la timidez para empezar a desenvolverme con soltura mientras a diario pelaba seis sacos de cebollas, treinta kilos de mejillones y veinte de calamares. Me iba fijando, miraba, aprendía y preguntaba a quienes me rodeaban, que a su vez me miraban como a un bicho raro. Los cocineros de por sí, no preguntan o preguntan más bien poco. Pasé por cuarto frío y postres y más tarde, cuando el negocio se iba hundiendo y cada vez había menos personal, no tuvieron más remedio que ponerme en segundos platos. No sé cómo, pero no salí corriendo y de repente ya tenía un nuevo trabajo. Y desde ahí he desfilado por un par de docenas de cocinas hasta acabar en Florencia, donde me mudé por amor porque esa tontería la tenía pendiente en la larga lista de estupideces cometidas durante toda mi vida.

    La tercera acepción de la RAE define impostor como

    impostor, ra
    Suplantador, que se hace pasar por quien no es


    Obviamente soy un impostor en la cocina. Me gano la vida con ello, soy bastante bueno en lo que hago y sobre todo me gusta dar de comer bien a mis comensales, pero no me siento cómodo diciendo que soy cocinero. Llevo poquísimos años ejerciendo, no lo llevo en la sangre, no me viene de familia, no he creado un plato en mi vida, no se me saltan las lágrimas comiendo, no hago fotos de platos de restaurantes, no considero que el buen yantar deba ser considerado un arte y el sueño común de la mayoría de cocineros de abrir algún día su propio local, se convertiría en la peor de mis pesadillas.

    Creo en la cocina como una serie de factores culturales que pueden llegar a definir un territorio, como un elemento hedonístico, como un compendio de física y química que da lugar a reacciones estupendas para el paladar, como una serie de factores nutricionales imprescindibles para el buen funcionamiento del cuerpo humano y sobre todo, como una de las pamemas más grandes jamás creadas y desarrolladas en los últimos años.

    Y digo pamema y me afianzo en esta boutade porque esto de dar de comer se ha convertido en un disparate y las cocinas están llenas de intrusos e impostores como yo. La cara pública de la cocina es amable y glamurosa. Enfundados en chaquetillas ajustadas e impecables, todos los cocineros sonríen en las fotos publicitarias o de reportajes, pero precisamente pocas sonrisas verás en una cocina a excepción de cuando acaba el pase y el propietario te trae una cerveza o cuando un cliente ruso ha dejado un billete de quinientos a modo de propina.

    Los cocineros se han ganado la mala fama de alcohólicos, depravados sexuales, furibundos, despóticos, drogadictos, divorciados, deprimidos, derrotados o todo a la vez. Y aunque generalizar está feo, algo de verdad hay.

    Los cocineros generosos, de espíritu altruista y con vocación didáctica son el menor porcentaje que he visto en una cocina, pero he tenido la suerte de encontrarme a un par de ellos y he de decir que seguramente sin su ayuda, no me encontraría ahora hablando de esta profesión tan dura y sacrificada. También está lleno de gatos escaldados que un día fueron y ya no son, cocineros que quieren compaginar en vano el trabajo con la vida familiar, cocineros que no soportan más el ritmo infernal de un restaurante que funciona y cocineros que no pueden soportar el tedio de un restaurante que no funciona. Luego están los que están de vuelta de todo. Para ellos trabajar en una cocina es un empleo, nada más. Pasan de las envidias y celos que reinan en una cocina grande y saben que si van a la suya, trabajan sin pausa, hablan poco, se quejan menos y cumplen con lo que se les exige, ya tienen mucho ganado, empezando por el respeto del chef. Y por último están los impostores, los que no sabes de dónde han salido, los que nunca te contarán sus andaduras profesionales antes de recalar en una cocina. De estos sí que puedo hablar con conocimiento de causa porque soy uno de ellos. Muchos de ellos son un fraude, pero otros muchos son los que se pasan diez horas diarias a más de cuarenta grados de temperatura haciendo trabajos rutinarios, tediosos, aburridos y a veces sin sentido. Empezaron de la nada y como antaño, han desarrollado una profesión a base de aprender, saber hacer y perfeccionar. Ellos son los que pueblan un alto porcentaje de cocinas de restaurantes que trabajan y son los que te dan de comer esos ramen tan chupiguays por los que pagas un dineral y haces cola de cuarenta y cinco minutos.

    En los pocos años que hace que estoy en las cocinas he visto desde chavales de hostelería que afirmaban haber escogido esta profesión porque decían que se follaba, a un ex profesor de bellas artes que para hacer la foto perfecta de una liebre a la royale destinada a Instagram, cocinaba una pechuga de pollo y la decoraba a base de pinceles y temperas, hasta cantamañanas que se autoproclamaban genios y que en un pase de 150 comensales han acabado en una esquina de la cocina llorando en pleno ataque de pánico mientras el maître le gritaba que se levantara y cocinara.
    Poco a poco me dejé de hostias y de sentirme fuera de lugar, ya que vi que podía hacer exactamente el mismo trabajo que mis compañeros de brigada. Seguí durante meses con un perfil bajo y traté de aprender todo lo posible. Aprendí a mentir como un bellaco en los currículos hasta que comprobé que restauradores y personal de recursos humanos o no los leen o tienen graves problemas de comprensión lectora. El miedo a quedar expuesto como un fraude siempre estaba ahí, pero entendí que el currículo no sirve de nada, tan sólo el día o la semana de prueba que te exigen en muchos puestos de trabajo y que si trabajas bien y te quejas poco, ya tienes un pie dentro.

    He pasado por muchos sitios pero no puedo opinar de la Primera División. Soy como el jugador de regional que ha llegado a jugar en el equipo del pueblo porque todos los jóvenes han emigrado a la capital. Mi liga es la de las cocinas de polígono, cocinas de centros de desintoxicación para cocainómanos agresivos, cocinas para hospitales, cocinas de casa de colonias, cocinas para residencias de ancianos, comedores para empresas, banquetes, catering para matrimonios, restauradores inexpertos que no pueden pagar el sueldo de un profesional, restauradores desesperados que ya no saben qué hacer cuando son conscientes que el barco ya se ha hundido y cocinas colectivas gigantescas donde conviven cuarenta personas mal pagadas y donde reina la ley de “ya lo hará el que viene en el siguiente turno”. Este es mi mundo y aquí es donde he aprendido un oficio. Descubrí que el ritmo frenético de los pases de un restaurante me ponían las pilas, pero me mataban los dobles turnos. Que trabajar en catering requiere una gran capacidad de abstracción, próxima al síndrome de Asperger. Que las colectividades para hospitales y residencias pueden acabar de una vez por todas con cualquier pasión por la cocina. Que el trabajo diario en cantinas y comedores de escuelas y empresas es gratificante por el horario, pero muy mal pagado y a pesar de ello, que acabar cocinando con un único turno de lunes a viernes es lo que quería hacer para poder compaginar mi trabajo con estar el máximo tiempo posible con mi hija. Y lo conseguí.

    Actualmente trabajo como jefe de cocina en una mensa scolastica, colectividades vaya, la serie Z de los cocineros. Como Ed Wood tras los fogones, pero sin los jerséis de angora. Sigo siendo un impostor, pero ahora soy yo quien selecciona a posibles candidatos para trabajar en cocina.

    He dicho que no a gente con formación que tras trabajar una hora seguida me han pedido un descanso o han dimitido tras sólo un día de prueba. Mi actual ayudante de cocina vota a la extrema derecha, y es también una impostora como yo, pero trabaja a mi ritmo, no he de decirle constantemente lo que tiene que hacer y sé que puedo confiar en ella aunque de vez en cuanto le llame fascista di merda y ella a mí comunista schifoso. Doy de comer a más de setecientos niños de un comune famoso por su aceite, y a pesar de ser una de las caras menos atractivas de la gastronomía, trabajo exclusivamente con productos biológicos frescos de primera categoría y del territorio, me levanto a las cuatro y media de la mañana y no odio mi vida. De hecho me gusta mi trabajo, me gusta tanto que me hace sentir orgulloso, aún pregunto casi a diario si han comido o les ha gustado la lasagna al ragù o las scaloppine alla pizzaiola y por encima de todo, soy un impostor que creo haber encontrado mi sitio en el mundo de la cocina.

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  • El cocinero que nunca estuvo allí

    El cocinero que nunca estuvo allí

    [ms_divider style=»normal» align=»center» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    Les dijo que no mirasen los hechos, sino el sentido de los hechos. Y luego dijo que los hechos no tenían sentido. Ed Crane en El hombre que nunca estuvo allí

     

     

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]Ú[/ms_dropcap]ltimamente me pasa que me doy cuenta de que me estoy haciendo vieja.

    Dicen que ya Sócrates se quejaba de que la juventud en su época no era como la de antes y que de seguir así las cosas el mundo se iba al carajo en cuatro días. Cinco días después aquí estamos, aún vivos como especie, galopando hacia la extinción.

    La otra tarde en el pueblo donde vivo, unos chavales que están de colonias en una de las casas de campo de los alrededores me pararon en medio de la calle, una calle de un pueblo que sólo tiene dos, para preguntarme si podía ayudarles con un cuestionario para su trabajo de Crédito de Síntesis (este dato es relevante porque nos indica que su edad debía rondar los catorce años).

    Me hicieron varias preguntas, que si cuántos habitantes tiene el pueblo, que si la iglesia es románica o gótica, etc. Al final me preguntaron si había alguna calle o plaza en el pueblo con nombre de personaje histórico. Necesitaban nombre y profesión. Les hablé de la plaza de Serrallonga, bandolero y contrabandista, y de la calle de Santa María.

    Me respondieron: ¿y su profesión?

    Se hizo el silencio. En teoría es la madre de Dios, respondí, digo yo que eso debe de dar bastante curro. Lavar sábanas divinas, hacer cenas divinas…

    Hice un esfuerzo para ponerme de nuevo en movimiento y me fui medio en estado de shock dispuesta a seguir con la vida pese a todo. Tengo la extinción muy presente.

    Y me sobrevino la epifanía. Superando las ganas de vestirme en camisón y encaramarme a la rotonda de la entrada del pueblo a lanzar bolas de fuego anunciando el fin del mundo, me di cuenta de que esos chicos, simplemente, no están aquí.

    Esto. Es exactamente esto.

    El mismo motivo detrás de la imposibilidad en este país de entrar sin mirar mucho en cualquier bar o restaurante, pedir una tortilla a la francesa, y comerse algo en condiciones. La incógnita detrás de la lucha casi perdida por encontrar una ensalada verde en un menú del día que no contenga ingredientes enlatados o plastificados, o el misterio de tener que rendirse de cansancio ante las enésimas patatas fritas congeladas acompañando un bistec.

    [quote]Ese vacío en los ojos del cocinero que ni siquiera es capaz de esperar a que el aceite esté suficientemente caliente para freír unos buenos huevos con puntilla[/quote]

    Ese misterio. Ese vacío en los ojos del cocinero que ni siquiera es capaz de esperar a que el aceite esté suficientemente caliente para freír unos buenos huevos con puntilla. Esos cocineros que, simplemente, no están allí para preguntarse por qué hacen lo que hacen. Porque saben. Todos ellos saben que pueden hacerlo mejor. Me niego a creer lo contrario.

    Me atrevería a pensar que no se han parado nunca a mirar. A estar por completo donde están.

    De alguna forma, nadie les ha agarrado por las solapas de la chaquetilla y mirándoles a los ojos les ha vuelto a la tierra y les ha preguntado qué tienen previsto hacer con todo el tiempo que han ahorrado no pelando y no cortando las patatas. En qué van a invertir ese tiempo que ahorraron. En qué. Que sea tan importante como para dejarse la dignidad por el camino.

    Nada lo vale. Somos cocineros y nos merecemos poder estar orgullosos de, si es necesario, hacer menos. Pero hacerlo impecablemente bien.

    En un mundo sano, con sus cositas, pero sano y vivo, esa cocina de parvulario, esa base, tendría que ser como el abecedario. No debería darse una licencia de restauración sin poder dar eso por sentado, como no se puede firmar según qué contratos cuando uno no sabe leer ni escribir.

    Hay que conseguir pintar esa línea roja en todas nuestras vocaciones o al final todo será excusa para echarle al bistec patatas congeladas y, camino de la extinción, a la buena cocina matarla de hambre.