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  • Fracasar

    Fracasar

    Trabajar con pasión, poner todas las ganes, haber mamado la cocina desde pequeño, años de oficio, saber cocinar y dedicar veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Mira no.

    Si alguien es cocinero es que algo sabe hacer. Algo bien hecho. Ni que sean las ensaladas. Ni que tan sólo sepa emplatar. O hacer decoraciones con el balsámico de Módena. Algo. Porque sino no trabajaría. Por lo tanto, se supone que todos los cocineros saben cocinar. O han sabido hacerlo en algún momento de su vida. Y hasta le han puesto ganas. E ilusión, como si fuera una peli de la Disney. ¿Has visto Chef? Es un mojón de peli, pero te cuentan que si te haces cocinero puedes vivir sueños imposibles. Ratatouille también. Ojalá una rata me enseñara a hacer pisto. Quizás hasta han tenido el sueño de abrir su propio negocio. Con ellos al frente de la cocina, decidiendo qué platos ofrecerán, cuál será el estilo elegido, qué tipo de comida querrán compartir para que el negocio sea rentable. Hasta alguno tendrá un golpe de suerte y podrá hacer su sueño realidad. Porque todos los negocios funcionan si le pones trabajo, ganas y corazón. ¿Verdad? Claro, claro.

    No sabría ni cómo empezar para deducir si un negocio será rentable o no. He trabajado más de diez años en marketing y más allá de considerarlo un campo más próximo a la adivinación o a la predicción del futuro leyendo los posos del té, creo que nadie sabe exactamente cómo asegurar si un negocio será rentable o no. Puedes hacer estudios de mercado, planes de empresa, análisis de coste, escandallos y optimización de menús, pero hay ciertos factores que siempre se te escaparán de las manos. Como cliente he visto cómo restaurantes buenísimos y solventes cerraban en menos de un año, mientras que chiringos absurdos estaban siempre llenos. Como cocinero he visto más de lo segundo que de lo primero, no nos engañemos, pero puedo afirmar que he colaborado a hundir más de un negocio. Es importante destacar que nunca he puesto un duro ni esa va a ser mi intención. Más de una vez me han llegado propuestas para abrir algo, pero ya una vez invertí en un negocio y acabé cerrando en menos de un año y nunca más, santo Tomás. Lo que sí que he hecho es abrir desde cero dos negocios, siempre con el dinero de otros, eso sí.

    Si alguien es cocinero es que algo sabe hacer. Algo bien hecho. Ni que sean las ensaladas. Ni que tan sólo sepa emplatar. O hacer decoraciones con el balsámico de Módena. Algo. Porque sino no trabajaría

    Uno fue muy bien. Cuando lo dejé me fui de buen rollo, con la cabeza bien alta y dejando un negocio que funcionaba como un tiro, con la carta y la propuesta de negocio que habíamos diseñado junto a la propietaria. El otro, no.

    Y es de este del que quiero hablar. Del restaurante del fracaso. Porqué (casi) todos los que trabajamos en el mundo de la restauración, lamentablemente sabemos qué es el fracaso. Y la verdad es que casi nadie habla de ello. Pues para eso estoy yo.

    Nos hallamos en una ciudad pequeña, dentro de la provincia de Barcelona. Alguien pone un anuncio, me inscribo y me llaman. Yo ya tenía trabajo, pero en esa época tenia ambición. Me entrevisto con una señora que me enseña el local que están reformando. “Aquí estará la sala y aquí la cocina”. Es algo realmente pequeño. Una cocina pequeñísima equipada con material reciclado de entreguerras. Neveras y cocina recuperadas de otro negocio que tenían y un solo horno, nuevo y de no muy buena calidad. Cocina con tres fuegos y durante el primer mes y medio funcionando con bombona de butano. Sala con ocho mesas, 25 comensales como máximo. Pero el espacio no era el problema ni el equipamiento de la cocina tampoco, porqué yo dije que sí, que qué chulo todo, que ya me apañaría y que a tope. Nos sentamos y hablamos sobre lo que quieren. Nada de menús y bocadillos como hacían en el antiguo negocio. Ahora quieren algo más sofisticado, más cool, más próximo a lo que se hace en Barcelona (palabras textuales).

    He trabajado más de diez años en marketing y más allá de considerarlo un campo más próximo a la adivinación o a la predicción del futuro leyendo los posos del té, creo que nadie sabe exactamente cómo asegurar si un negocio será rentable o no

    Les suelto cuatro cosas con toques asiáticos y ya se emocionan. Hablamos del sueldo y no pueden pagar demasiado porque “tú ya sabes, las obras, las reformas, todo lo que cuesta esto, pero más adelante ya veremos. Si el negocio funciona tú también tendrás tu parte, claro”. Regateamos un poco y lo dejamos en un sueldo de funcionario base sin pagas extras. Doble turno, seis días a la semana. Me dicen que ya me llamarán que tienen que hacer más entrevistas. Una semana más tarde tengo el trabajo. Les hago una propuesta de menú y voy un día para dárselo a probar y testar la cocina. Estará ella, su marido y sus tres hijos, ya mayores. Les cuelo entre otras cosas grandes éxitos de hoy y de siempre como el tataki de atún, el risotto de boletus, pasta fresca con virutas de foie y el tartar, claro, y les chifla. Decoraciones con brotes, toques de jengibre, melazas y reducciones de salsas varias les acaban de convencer.

    Recordemos que soy un impostor. No sé decorar, estoy en contra de las florecillas y lo bonito para hacer bonito y todo lo que he aprendido lo he copiado, saqueado y almacenado en el disco duro de mi cerebro. Pero ha colado. Tengo el trabajo y se abre el negocio. Nada de menús, recordemos. Van a hacer un trabajo de boca a oreja para anunciar un pequeño restaurante a modo de bistrot. Tengo diez primeros, ocho segundos y cinco postres. Estoy sólo en la cocina. Si hay mucha gente vendrá el marido de la propietaria a echarme una mano para servir y lavar platos (a mano, por cierto). Los primeros clientes son mis hermanos, que vienen adrede porqué les hace ilusión. Mi hermano mediano me dice que guay, pero que no súper guay y que vaya tela con los precios. Bueno. Un poco de crítica constructiva.

    Taylor Grote

    Pasan los días. Durante el mediodía todo es un desierto. Por las noches la cosa se anima, pero entre semana hay días de cero. La propietaria empieza a ponerse nerviosa por lo que propone hacer un menú de mediodía. Venga, a tope. Mantenemos carta más menú de mediodía para ver si así se dinamiza un poco todo, que no se puede subsistir con tan sólo viernes y sábados. Diez menús al día no hacen que deje de ponerse nerviosa. De hecho se pone más nerviosa. Me hace cambiar la carta. Yo le hago caso. Es la que paga. Me llegan proveedores que buscan al marido. Les digo que no sé nada y resulta que el antiguo negocio cerró dejando a muchos de ellos con facturas sin pagar. Oiga mire, a mí no me pegue que yo no sé nada. Más de una vez el marido se esconde si viene gente que le conoce.

    La propietaria me propone hacer un menú también para las cenas, con un precio fijo. Aquí hemos venido a jugar. Investigo proveedores, cambio platos del menú que no salen a cuenta (fuera tanto atún, por el amor de dios) e intento economizar costes y jugar con los distintos menús. La cosa parece animarse, pero llega noviembre y ya se sabe que estos tres meses hasta que llega febrero son el Tourmalet para la restauración. Yo empiezo a perder la confianza (recordemos que soy un impostor), pero se acerca un evento en la ciudad que la va a llenar de turistas. Durante un par de días va fuera el menú y la carta y se hace un menú especial para combatir el frío. También se hacen bocadillos. La verdad es que funciona como un tiro y durante dos días todos recuperamos la sonrisa al trabajar. Pero es un espejismo. Se vuelve al menú habitual y a las propuestas de menú semanales a un precio ajustado y sí, los viernes y sábados noche se llena, pero el resto de días es el desierto de los tártaros.

    Salgo fuera demasiado a menudo y pocas imágenes son tan tristes y poco invitantes como un cocinero fuera de la cocina a las nueve y media de la noche fumando y mirando la pantalla del móvil. Sólo pienso en que quiero irme a mi casa. De vez en cuando la jefa se cabrea. “Pero haz algo. No te quedes ahí parado”. No la culpo, pero sólo pienso en que la herida es de muerte, y que como no hay nada qué hacer, mejor acabar con el sufrimiento de una vez por todas. Y lo que hago es buscarme la vida y nada más empezar el año le digo que he encontrado una oferta de trabajo irrechazable y que lo siento mucho pero que le doy un mes para buscarse otro cocinero.

    Salgo fuera demasiado a menudo y pocas imágenes son tan tristes y poco invitantes como un cocinero fuera de la cocina a las nueve y media de la noche fumando y mirando la pantalla del móvil

    Vino un cocinero muy experimentado que ella conocía y que hacía largas temporadas en Francia, pero que quería volver y establecerse aquí e nuevo, por lo que me fui con la conciencia un poco más tranquila y convenciéndome que no debía sentir la agridulce sensación de ser la rata que salta primero del barco.

    Los factores por los cuales el negocio fracasó fueron varios. Ellos montaron un negocio por necesidad. Tenían un montón de deudas, se les acabó el alquiler de renta baja que estaba excelentemente situado y acabaron montando un restaurante en un local pequeño y no muy bien situado, contrataron a un cocinero poco experimentado porqué no podían ofrecerle un sueldo normal a un verdadero profesional, el cocinero había sobrevalorado sus capacidades y se cambió el rumbo del negocio hasta cinco veces distintas en tan sólo cuatro meses.

    En mi nuevo trabajo duré menos de quince días hasta que me fui de nuevo porqué por primera (y única) vez en mi vida me pilló un ataque de ansiedad . El restaurante acabó cerrando, dejando de nuevo a otros proveedores sin cobrar. A modo de epílogo no sé muy bien qué conclusiones extraer. Todo aquel que ha trabajado en hostelería te contará su versión de por qué un negocio no ha acabado de funcionar. Lo cierto es que el ochenta por ciento de negocios de hostelería acaban cerrando en un periodo de tres años y siempre habrá alguien convencido que con ellos al mando, la cosa hubiera ido distinta.

    Aún a sabiendas que me faltaba experiencia y tablas, me he ido apuntando a ciegas a proyectos que me han ofrecido y he encontrado. Unos han salido bien y otros no tanto. Encargarme de la cocina de un pequeño restaurante y estar solo quizás me quedaba grande. Pero meses después repetí la experiencia con un enfoque mucho más práctico y menos pretencioso y fue un éxito inmediato. La propietaria también abrió un negocio movida por la desesperación y esta vez le salió bien. Dicen que del fracaso se aprende. No sé que deciros, la verdad. No me atrevo a decir que el fracaso es necesario para alcanzar el éxito, porque tampoco sé lo que es el éxito. Lo que sí que sé es que aunque no te garantice nada, mejor rodearse de gente con ganas de trabajar y que intente hacerlo bien.

  • El desprecio

    El desprecio

    El pasado año 2018, según la Encuesta de Población Activa (EPA) del Instituto Nacional de Estadística (INE), el número de trabajadores ocupados en hostelería en España superó los 1,7 millones de personas.

    En 2017, y también segun datos del INE, en España había 253.344 empresas dedicadas al sector de la hostelería, 68.454 de las cuales son restaurantes y puestos de comida, 13.528 empresas de provisión de comidas preparadas para eventos y otros servicios y 171.362, bares.

    Segun la última edición de la Guía Michelín, la correspondiente al presente año 2019, en España hay 206 restaurantes con alguna estrella de la citada guía.

    Así pues, los estrellados representan un 0,3% del total de restaurantes de este país. El 99,7% de los restaurantes que quedan son el resto.

    Decía Wittgenstein, autor de la que es considerada la obra filosófica más importante y relevante del siglo XX, Investigaciones Filosóficas de 1953, que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo«. Esto es, cómo hablo del mundo acaba configurando el mundo del que hablo, el lenguaje crea la realidad y, más allá de hablar de lo que vemos, cómo hablamos determina lo que vemos y cómo lo vemos.

    Zhaoqui Yu

    Consideraba el lenguaje como un abigarrado juego de sonidos en el cual el significado de las palabras deriva de su uso público. El significado de lo que decimos se genera después de haber sido dicho y, una vez generado, configura y dibuja la realidad que percibimos. La cháchara en la plaza pública es el Big Bang.

    Si algo tienen la sabiduría popular y los dichos de siempre que han conseguido pasar de generación en generación sin desvanecerse es que echan raíces en este mismo fondo del que beben las grandes cuestiones filosóficas, por esto consiguen no perecer y mantenerse vivas a través de modas, edades y tempestades, porque siguen siendo vigentes y útiles en contextos y sociedades variadas y variantes, y nutren como fuentes naturales y campestres la vida y vicisitudes diarias y más pragmáticas de los que somos gente común. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio dice el dicho o, como diría Wittgenstein, aquello de lo que no hablamos no existe.

     

    El 99,7% de los restaurantes de este país no existen. Son nada. Valar Morghulis.

    Hablemos de esta nada. Hablemos de aquello de lo que no hablamos. Hablemos de la criatura que habita debajo de la cama.

    Hace unos pocos días tuve una conversación interesante con un compañero cocinero. Me gusta, y lo hago a menudo y tanto como puedo, encontrarme con compañeros de oficio, conocer el viaje de estas personas, compartir batallitas. Y hay algo, siempre hay algo en esas conversaciones, que me transporta a esa antigua fábula india en la que a siete hombres se les vendan los ojos y se les acerca a un elefante para que lo palpen y lo describan. Cada uno de ellos palpa una parte diferente del animal y, por lo tanto, cada uno lo describe de forma totalmente distinta de acuerdo con su propia y personal experiencia: un pilar de piedra (la pierna), una serpiente (la cola), una hoja gigantesca de palmera (la oreja)… Al compartir sus impresiones éstas aparecen totalmente diferentes, pero al fin, al quitarse las vendas de los ojos, se dan cuenta de que sus descripciones, pese a ser tan distintas, son todas ellas acertadas y describen a un único animal.

    Hay algo en las conversaciones entre compañeros de oficio que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.

    El desprecio

    Hay algo en estas conversaciones habituales entre compañeros de oficio venidos de restaurantes y trayectorias totalmente diferentes, un mecanismo oculto, que funciona igual que en esta vieja fábula. Algo que en el caso del cuento no hay venda que pueda cubrir. Algo en las conversaciones que es recurrente, una sensación común a la que se llega desde ángulos diametralmente opuestos, un latido de fondo que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.

    El desprecio.

    Ali Yahya

    Como un poliedro o como una criatura viscosa con tentáculos, este fenómeno, esta emoción malsana, muestra una apariencia distinta según el ángulo desde el que se observe, y es percibida, como el elefante, de formas que se diría no tienen nada que ver entre sí.

    Para algunos de los habitantes de este embalse del 99,7%, éste aparece como una especie de cementerio de dinosaurios, un sitio donde van a dejarse morir paulatinamente, y sin grandes sobresaltos, aquellos a los que el sistema considera que ya se les ha dado tiempo suficiente para probar su valía sin éxito; mayores de treinta y cinco años (viejos) con cargas familiares e hipotecas o con deudas y resentimiento de aventuras anteriores. Cocinas de hoteles o así, con horarios contenidos y salarios más o menos cubiertos por la facturación de las pernoctaciones. Una gastronomía grisácea incluída como daño colateral en las pensiones completas y las medias pensiones.

    Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo

    Los dinosaurios conviven en simbiosis con los chavales tontos, se compenetran a la perfección, sea los que en la escuela de hostelería eran etiquetados de poco avispados, sea los blanditos, los que no tienen lo que hay que tener, sea los que tienen vicios caros de los que pueden estropearte un poco, y que entran a las seis para preparar la bollería y los embutidos del buffet de desayunos, o a las 9 para preparar las ensaladas del surtido de entrantes y cortar la macedonia de los postres.

    Bucean en esa charca del 99,7%, tambien, los habitantes de locales que se diría, físicamente, han echado raíces en él. Condenados a ser traspasados cada, pongamos, año y medio, estos espacios preñados de neblina ocre infectan todo emprendedor que entra en ellos detrás de la zanahoria de la ilusión. Locales de los que el cliente no espera nada, a los que nadie tiene previsto ir nunca. Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo.

    Eduardo Sánchez

    Todo el mundo sabe lo que va a pasar. Desesperanza a cubos, de esa que se refiere a lo que es no esperar nada. Hemos visto a esos cocineros y camareros volverse ocres un millón de veces. Antes no lo eran. Y con el empuje inicial, puede muy bien ser que después de zafarse del tentáculo de la mala inercia, sobren fuerzas para hacer una buena tortilla de patatas. Que nadie espera que esté bien, recordemos, que nadie espera que esté rica, que todo el mundo sabe como va a terminar la historia. Y como la vida es cuesta arriba y el tentáculo está en su salsa, por una cuestion de perseverar (como dicen en los cursos) la babosa casi siempre gana, y al huésped se le presentan dos opciones: abandonar y marcharse con la deuda a cuestas para dejar paso al siguiente, o abandonarse y fundirse con el local, pasando a tener un color parecido al de las paredes. Ese ocre. Sin fuerza ni ánimo para hacer una tortilla como la del primer día. Tirando de los oficinistas y currantes de alrededor. Tenía que ser mala. Pues claro. En el fondo todos teníamos razón.

    O pueden hacerles palpar la forma, hablar de ella, describir ese hedor, a los jefes de cocina de lo que llamamos la vieja escuela, que tambien estan en esa zona turbia del 99,7%. Levantan franquicias, locales de provincias, casas de comidas de linaje familiar y restaurantes de esos de los que no habla nadie.

    Estos jefes de cocina hicieron lo que se supone que debían hacer: subirse al caballo, atravesar tempestades, salvar dificultades, matar al dragón y rescatar a la princesa. Fueron arrastrados por la necesidad de trabajar o por el padre y por la oreja al mundo laboral, sea en el restaurante familiar sea en el ajeno, y empezaron barriendo cámaras y rascando en la pica, pelando patatas y limpiando calamares, hasta ganarse el derecho a entrar en la rueda de partidas a base de aprender a ver, oír, callar y currar. Dos años en gardemanger, otro par en entrantes calientes, arroces, con suerte pescados y al fin carnes, que era el paso previo a ser designado segundo de cocina y aspirar algun día a ser el capataz (pasteleros y salseros son un mundo aparte, orbitan distinto).

    Oliver Rouse

    Saben de sobra que nadie hoy elige con entusiasmo y libremente trabajar en sus cocinas, no son el plan A de ningún estudiante ambicioso de los que salen de la escuela de hostelería o de los cursos prestigiosos pateando como jóvenes centauros. Se comen los marrones del de arriba y la sorna de los de abajo, que en estos tiempos entran siempre sabiendo más, teniendo mucha más visión e ideas creativas, y nunca, nunca, terminarán así. Qué dices. Las escuelas de hostelería y los buenos cursos caros de ahora, consiguen en un par de años lo que antes se conseguía en veinte. Porque eran unos catetos, ea.

    Cargados de malos vicios, cobrando más de lo que se merecen por eso de antes que eran los bonos por antigüedad, malhumorados y quemados.

    Ahora que ya no existen discos ni cassettes la analogía es peliaguda, pero uno podría fácilmente ver su cargo de chef como una cinta en la que sólo se hubieran grabado caras b. Porque se parecen tan poco a los hits que todos conocemos…

    Malte Wingen

    Tamizado el barrizal, buena parte de lo que resta de ese 99,7% está cubierto por la fuerza laboral de inmigrantes. Que son los que se quedan cuando el resto se van. Los que, qué curioso, entran en la rueda de la cocina de un restaurante por la misma puerta que los cocineros de antaño, casi que por los mismos motivos, y terminan convirtiéndose en oficiales más que competentes sin los laureles de los de aquí y de pro. Haber estudiao.

    Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación

    El desprecio.

    Sé perfectamente que la línea que he trazado al inicio alrededor del 0,3% es atrevida y tendenciosa. A brocha gorda si quieren. Pero necesito narrativamente mandar un mensaje. Sé que probablemente el grupo de restaurantes y grandes chefs de los que hablamos cuando hablamos de gastronomía españolao chefs incluye algun que otro nombre más que sólo los estrellados. Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación.

    Y, teniendo clarísimo que los que más brillan son no sólo dignos de todo reconocimiento por méritos incuestionables, sino además fuente de inspiración y por lo tanto de gratitud por todos los que les miramos cuando buscamos referentes (que sí, que vale), me embarga un terror paralizante cuando me paro a observar cómo ese 0,3% ocupa la inmensa mayoría del discurso cuando se habla de restauración.

    Florencia Viadana

    Ese 0,3% ha canibalizado el espacio de diálogo y se ha convertido en el marco de referencia. 0,3% o nada. Hemos llegado a tal punto de martilleo desinformativo por tendencioso e incompleto que por acoso y derribo hemos conseguido que ese 0,3% del pastel sea visto como el todo, como lo normal.

    Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables

    Ese 0,3% es el destino al cual enfocamos la inmensa mayor parte de la formación académica y de expectativas que reciben las nuevas generaciones de cocineros, de la divulgación y oferta de entretenimiento gastronómico televisivo y en línea que llega al público general, que es también la masa de clientes potenciales de, no sólo ese 0,3% que le corresponde, sino del 100%.

    Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables, realistas y competentes y sus grandes problemas y dificultades son ignorados y desatendidos. El abismo entre unos y otros va creciendo.

    Steve Long

    El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española

    Decíamos al principio que el 99,7% de los restaurantes de este país no existen, y lo decíamos porque no se habla de ellos como lo que son, eso es la normalidad, la base de todo.

    El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española. Hemos confundido lo normal con lo mediocre a base de ampliar tantísimo la imagen de lo excelente que ésta ha pasado a ocupar todo el espectro.

    A golpe de congresos gastronómicos, inauguraciones de flamantes escuelas de hostelería y creative labs, programa tras programa de televisión, ranking tras ranking tras lista, discurso tras discurso, la grieta que separa lo que las nuevas generaciones aprenden y esperan del mundo de la gastronomía se aleja cada día más de lo que el mundo real de la restauración necesita, ofrece, es.

    Ye Chen

    ¿Se dan cuenta de lo dañina que es esta forma de abordar la restauración?

    ¿Conocen a alguien que quiera ser nadie? ¿Alguien de ustedes estaría dispuesto a plantearse seriamente dedicar la mayor parte de sus esfuerzos y recursos en formarse y labrarse una carrera profesional en un ámbito en el que no sólo se conoce que es un ambiente peculiarmente duro, sino que lo más probable es que en él acabe por ser y sentirse nadie?

    Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar

    Yo tampoco.

    Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar. Porque es lo que se les ha vendido y se les está vendiendo.

    No es viable que para sentirse parte activa y digna de reconocimiento de la restauración de este país haya que llegar a formar parte de ese 0,3%. Porque no todos tenemos las mismas ambiciones, los mismos sueños, las mismas vocaciones, el mismo talento, los mismos valores, las mismas capacidades ni la misma suerte. Y porque lo que necesita y demanda, legítimamente, ese 0,3% tiene muy poco que ver con lo que necesita y demanda el 99,7% restante.

    Lan Phan

    Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando; más desalentador va siendo cada día ver que las soluciones a las dificultades reales ni están ni se les espera. Porque ni siquiera se tiene el coraje de observar, verbalizar, diagnosticar y compartir el mal del que se adolece.

    Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando

    Puede que algun día salgamos del túnel, que se apague tanto bombo mediático y tanta brillantina, y que podamos calmarnos todos un poco y volver a encontrarnos como, no sé, un oficio cualquiera. Ebanistas, mecánicos de coches, carpinteros, fotógrafos, pintores… Habrá que ver ese día si por el camino hemos perdido algo más que algún que otro eslabón de la cadena de transmisión de la dignidad del oficio.

    Habrá que ver si esos nadies olvidados no se han rendido. Cansados y cabreados por tanto desprecio.

    Por ahora, somo muchos los que hemos decidido entregarnos a esta cocina, darnos a ella para aportar lo que podamos. Nos encontramos, hablamos, compartimos y de forma más o menos evidente nos damos ánimos. Y hay que hacerlo más.

    Muchos hemos pasado por esos restaurantes y esas experiencias que he puesto como ejemplo unos párrafos más arriba. Yo les he dedicado los últimos veinte años de mi vida. Y no tengo intención de rendirme ahora, porque les digo que la vida en este lago del 99,7% es lo más intenso y maravilloso del mundo, y hay tanta cocina por hacer, tantísima, tanto por mejorar, tanto por disfrutar, tanto por aprender, tantas recetas y formas de trabajar valiosísimas que incorporar, que todo aquél que quiera apuntarse será no sólo necesario para que esto siga vivo sino privilegiado de poder vivirlo.

    Yo soy Espartaco.

    ¿Alguien más?

  • Una novela francesa

    Una novela francesa

    Deben de ser las cinco y pico de la mañana de un sábado, cuándo me despierta mi abuelo. La abuela anda por la cocina preparándome un vaso de leche mojado en unas gotas de café. Ella va enfundada en una bata azul que recuerdo suave y brillante. Él ya está vestido, yo nervioso.

    Salimos a la calle y nos dirigimos a la panadería de la vuelta de la esquina. Hace frío, de esos inviernos de antaño, de leotardos, hielo en el cristal del coche y jerseys que picaban, herencia de primos mayores.

    La calle aún en penumbra, el rótulo de la panadería con sus dos focos iluminando la acera, la persiana bajada. Nos colamos dentro dejando atrás el despacho de pan, y llegamos al obrador. Suelo lleno de serrín y harina, olor a chocolate, trasiego de personas, cajas inmensas de plástico con un montón de payeses de medio quilo, quilo o quilo y medio, sacas de pan llenas de barras con albaranes escritos a mano pegados con celo, dispuestas para su entrega.

    El panadero me atusa el pelo mientras me extiende un croissant pequeño

    El abuelo recoge nuestro pedido, una de las sacas de papel con barras de medio, y una caja plástica amarilla con las pastas. El panadero me atusa el pelo mientras me extiende un croissant pequeño. Está relleno de chocolate, en barra, firme y algo dura, que son los que me gustan desde entonces.

    Llegamos al restaurante de la familia, entramos por la cocina, encendemos las luces, el abuelo deposita su abrigo color camel en el perchero, junto a la zona de la caja, donde trabajaba mamá. Un espacio adyacente a la barra desde donde expedía facturas con una vetusta máquina registradora, los camareros entregaban las comandas, y se anotaban las reservas.

    Enciende los vaporizadores de la cafetera, muele café, expone las pastas, dispone los periódicos, enciende el lavavasos, sube las persianas y me sirve un cacaolat tibio con un chucho de crema, bien frito y rebozado en azúcar, mientras esperamos que entren los primeros clientes.

    Mamá y la abuela, con los tíos Luis, David y Manolo llegarán sobre las once, para comer con la familia, la real y los empleados.

    Después le pediré a mamá que me vista con la camisa blanca, el pantalón negro y el chaleco. Cogeré un libro de comandas y me pasearé por las mesas

    Yo me pasaré toda la mañana, hasta la hora de comer, fiscalizando el trabajo del abuelo en la construcción de los salones de banquetes, los jardines y el parque infantil.

    Después le pediré a mamá que me vista con la camisa blanca, el pantalón negro y el chaleco. Cogeré un libro de comandas y me pasearé por las mesas, preguntando a los clientes si están bien atendidos o les falta alguna cosa. Todo bajo la atenta mirada de Litri, uno de nuestros camareros, que no sabía qué hacer con aquel retaco de metro veinte en medio del comedor haciendo de maître de sala.

    Ya ha llegado la primavera, atrás quedó el invierno, es mayo y estamos en plena temporada de banquetes. Toda la familia echando una mano: mi prima, mi tía Mercedes, mi tío, la abuela, mamá…

    Tía Mercedes con un plástico de helado a granel, reciclado en tupper, lleno de ensaladilla rusa con una boleadora también de helado, montando entremeses

    Yo y mis primas andamos correteando por la cocina del jardín, intentando ayudar a los mayores. Cientos de platos blancos esparcidos por la cocina, encima de la nevera central, las mesas de los laterales, el pase de cocina o en tablillas -puestas encima de fuegos y fregaderos- para qué sirvieran de apoyo.  Tía Mercedes con un plástico de helado a granel, reciclado en tupper, lleno de ensaladilla rusa con una boleadora también de helado, montando entremeses. El resto de la familia detrás, con sus delantales, y bandejas llenas de embutido acabando de montar los entrantes de las comuniones que estaban por venir.

    Nosotros, con cuidado, llevábamos los platos a la cámara frigorífica, donde se apilaban otros tantos cientos de platos montados con cuidado, uno sobre otro. En un lado las piñas con jamón, en otros los entremeses o las copas con los cócteles de gambas.

    La abuela no nos quitaba ojo, no fuera a ser que se nos cayera algún plato y armáramos un estropicio. Tan puntillosa, con tanto carácter, era la que llevaba a todo el mundo firme en aquella casa. Cuando llegaban esas fechas, los fines de semana era la primera en llegar y la última en irse. Durante la semana, andaba en la cocina y por las tardes en la lavandería, remedando servilletas, lavando y planchando aquellos manteles largos y blancos que usábamos para los banquetes.

    Nosotros, a lo nuestro. Cuando nos cansábamos salíamos a los comedores, donde un ejército de camareros acababa de montar las mesas, en forma de U, con presidencia, sin presidencia o redondas. Algunos movían maceteros y biombos, separando el sinfin de celebraciones que acontecían cada fin de semana durante la temporada.  Otros preparaban los cócteles, San Francisco y sangría de cava.

    Cuando ellos terminarán el montaje, la abuela iría a cortar los rosales con el jardinero, y acabaría de decorar las mesas, junto a los centros que había traído el florista, para economizar algo. Total, se los acababan llevando.

    Mamá se pondría con las tarjetas dónde escribía el nombre de cada invitado y su lugar en la mesa, según indicaciones de los anfitriones. Después se quitaría el mandil, se cambiaría y maquillaría, para recibir a los invitados y ejercer con un par de camareros, de guardia de seguridad, para qué nadie moviese las tarjetas de lugar buscándose sentarse dónde le diera la gana y no dónde el anfitrión quería.

    En la cocina central olía a redondo de ternera, patatas asadas y a canelones gratinándose para los menús de los pequeños

    Nosotros mientras, esperábamos a que llegará el pastelero, con aquellas inmensas torres de tarta massini, con flores y brillantes perlas de azúcar, entrando y saliendo de la cocina de la masía, edificio neurálgico del negocio, adyacente a los jardines donde estaban las carpas de banquetes, la cocina de apoyo, lavabos, barra, lavandería…

    En la cocina central olía a redondo de ternera, patatas asadas y a canelones gratinándose para los menús de los pequeños. En la de fuera, a huevo duro, piña, sorbete de limón, charcutería y patatas chips.

    Jugábamos también con el tío David, con sus tejanos dos tallas más grandes, su camisa con algunos botones abiertos, su pecho sin vello, pálido, muy delgado, sus ojos azules y aquel pelo canoso que alguna vez fue rubio, sacando patatas sin descanso de la peladora automática, rallando tomate para el pan, dándole un trago a las distintas botellas de vino que tenía escondidas por la cocina y nosotros asustándolo y gritándole “maloqueiro” mientras simulaba que salía a perseguirnos, aunque andaba bastante desbordado con aquella jarana.

    Él llevaba el cuarto frío durante la semana, hacía lo que buenamente podía, dado su alcoholismo. Pelaba las patatas, cortaba lechugas y tomates, preparaba los cortes de helado, las copas de frutas, los pijamas…

    Brasil, permanentemente, Brasil. El éxodo a Brasil, en todas las comidas, en todas las sobremesas

    Vivía con los abuelos, que una vez lo llevaron a Brasil con ellos, que empezaban a prosperar, para que triunfara, y se lo tuvieron que traer de vuelta con ellos, sin haberlo conseguido.

    Brasil, permanentemente, Brasil. El éxodo a Brasil, en todas las comidas, en todas las sobremesas. Brasil, Sao Paulo, Santos, siempre había una historia, y a nosotros nos encantaban las historias.

    El restaurante que tenían allá allí, abierto 24horas, que la abuela llevaba con mano firme por la mañana y el abuelo por las noches, donde se juntaban estudiantes, intelectuales, escritores, a la salida de las últimas sesiones del cine que tenían enfrente.

    El abuelo que se pasaba muchas mañanas con el cónsul español en Sao Paulo, arreglando papeles de compatriotas.

    La abuela tuvo que dar la cara cuando el abuelo permutó por aquel restaurante dos pisos que le quedaban del último bloque que había construido, sin mirar las cuentas, y que tenía más deudas de la que pudiera imaginar. Colas de prestamistas y empeño de joyas, volver a pedir favores a familiares, salir a escondidas a comprar con la furgoneta, para que entrara género y poder servir a los clientes para pagar esas deudas.

    El abuelo, enamorado de Barcelona desde que hizo el servicio militar, y cuando para poder comer caliente se iba a la sala de fiestas La Paloma para ligar con las criadas de las casas bien

    El abuelo, leonés enamorado de Cataluña, cada vez que oía a alguien en Brasil hablar catalán trababa amistad. Como con Vicente, pintor paisajista, cuya amistad perduro hasta acompañarnos en el 80 aniversario de la abuela.

    El abuelo, enamorado de Barcelona desde que hizo el servicio militar, y cuando para poder comer caliente se iba a la sala de fiestas La Paloma para ligar con las criadas de las casas bien y cambiaba sexo por algo que llevarse a la boca.

    El abuelo enamorado de la ciudad en la que nací y que me ha visto crecer, fue el que, al regresar tras la muerte de Franco, hizo que la familia se instalara aquí.

    La abuela el día que descubrió que un cocinero le robaba los solomillos, con un doble forro en el pantalón y tuvo que echarlo.

    Los abuelos y la anécdota del día que vinieron los militares de Hacienda y Seguridad Social a cobrar atrasos, en plena época de Carnaval que era cuándo más se facturaba, y el abuelo saco brandy y anís español y los emborrachó a todos. Se fueron bailando un pasodoble sin llevarse un duro de la caja.

    El día que mamá llegó a casa y se encontró sin su ropa, y el abuelo le dijo que la había regalado a un español sin suerte, al que había metido de polizón en un barco de chanchullo con el práctico para que volviera a España con algo entre las manos.

    Cuando los abuelos compraban coches de lujo en Andorra, para pasear por España unos meses, y lo revendían al mismo comprador -les salía más barato que alquilarlo- y recorrían la península visitando a amigos o familiares, antes de volver a Santos, en Brasil y que una vez fueron invitados a comer por aquel español que mandaron de vuelta con la ropa de mi madre, al que se cruzaron sin buscarlo.

    La abuela y el dinero que presto el abuelo a un tipo que desapareció del mapa, y en un viaje a España, haciendo escala en Caracas, consiguió encontrarlo y recuperarlo. Menuda era la abuela.

    Siempre fuimos los más ciertos en horas inciertas, como cantaba Roberto Carlos.

    Cientos de historias, fotografías, familiares que venían a visitarnos ahora a España o brasileños cómo Gisela, que vino a estudiar Periodismo, fue estafada con el alquiler del piso y la mandaron a que preguntara por los abuelos al restaurante en busca de ayuda. Obtuvo casa, comida y un trabajo: cuidarnos a nosotros mientras mamá trabajaba.  Pudo seguir los estudios y por supuesto, obtuvimos una amistad que aún perdura.

    Es nuestro corazón una casa de puertas abiertas, siempre fuimos los más ciertos en horas inciertas, como cantaba Roberto Carlos

    Los inviernos y las primaveras de la infancia, dieron paso a un triste otoño que duró demasiado.

    El abuelo ya no estaba con nosotros, tío Luis, hermano de mi madre tampoco. Tía Mercedes ha fallecido no hace mucho y la bisabuela Carolina fallecería poco después.

    Quiero ir al cine con los amigos, pero hay faena ese fin de semana. Mi hermano y yo nos refugiamos en el piso de arriba de la masía. Hace tiempo que aquello dejo de ser divertido, para convertirse en una obligación fastidiosa.

    Mamá nos llama para que bajemos a fregar platos, nosotros estamos tumbados sobre los camastros que sirven para que la familia descanse entre turnos, viendo la pequeña televisión. Decimos que ahora vamos, pero ninguno de los dos se mueve. Es la eterna pelea, yo tengo la sensación que sobre mí ha recaído el peso del hermano mayor y me niego a bajar.
    Él ni se mueve, y se que no piensa hacerlo. Me mantengo en mis trece, me levanto, le razono, me saca de mis casillas, se ríe de mí. Vuelvo al camastro hasta que mamá sube y aparece para abroncarnos. Esta vez me niego a moverme. Ya lo he hecho cientos de veces.

    Tocaba aguantar a la abuela vigilando que no gastará demasiado jabón si tocaba fregar las ollas, y me repetía mil veces cómo y qué cantidad había que poner

    Por lo menos con la reforma de la cocina, con el nuevo lavavajillas, era más fácil que fregar a mano como antaño. La ducha del grifo a presión ayudaba, se montaban los platos en las cestas, se pasaban por la máquina, se secaban con algún mantel viejo y se apilaban en su lugar. Lo único que tocaba aguantar era a la abuela vigilando que no gastará demasiado jabón si tocaba fregar las ollas, y me repetía mil veces cómo y qué cantidad había que poner en aquel cuenco de plástico rojo, diluido con agua para economizar. Y por supuesto oírla repetir la cantinela que el diseño de aquella cocina se le había ocurrido a ella, que era la más lista de todos lo inútiles que la rodeábamos, excepto sus hermanos.

    Pero está vez me niego a bajar y me quedo sin cine con los amigos.
    Muchos familiares han ido falleciendo, y los qué no, se fueron, cómo papa, que buscó refugio para un corazón roto, aún enamorado de mama, lejos de sus hijos. O las primas, que se hicieron mayores y preferían quedarse en Barcelona con sus amigas.

    Qué más da ya el cine, soy un adolescente incomprendido más.

    Tras aquel largo otoño en una etapa de mi vida, vino un duro verano. Siendo un estudiante mediocre, por vago, no por falta de capacidad, hubo que arremangarse en el restaurante de la familia, tras casi tres años en la escuela de Hostelería.

    Mis primeros servicios como camarero en el restaurante. Ramón enseñándome el oficio y dejándome toda la pila de cubiertos, las aceiteras, rellenar los vinos y remonte de parte del comedor para el servicio de la noche.

    Ramón era el tercer miembro de la familia López que pasaba por allí. Su padre Boni, fue maître en nuestra casa con la abuela. Después le tocó a su hermano Isidro cuando mandaban a medias mamá y la abuela, y ahora le tocaba a él. Era la mano derecha de mamá.

    Por las noches había que dar de cenar a los camioneros que aparcaban en nuestro parking. Venían de Francia, Alemania, Andalucía, Asturias o Valencia

    Ramón abría la casa a las siete de la mañana y se iba por las tardes. Yo hacía los turnos de mediodía y noche, sirviendo menús a los currantes de la zona.

    Por las noches había que dar de cenar a los camioneros que aparcaban en nuestro parking. Venían de Francia, Alemania, Andalucía, Asturias o Valencia, y pasaban días con nosotros, semana tras semana.

    Espejo, D’Artagnan, Angelillo, Gato, Varón, el Turbo, Roque, Paco, Jose Luis -años más tarde supimos que era Juan Luis, mi abuelo le había cambiado el nombre y así se había quedado cuándo venía a Barcelona, con su camión, desde Santander-, Lucas, Sánchez, Román, los de Coreco, los de los Muebles de Valencia…
    Todos ellos nos vieron crecer y nos acompañaron mucho tiempo, dejando de ser muchas veces meros clientes.

     

    Cuando mamá cerraba, nos acostumbramos a que los dejara en Barcelona, con la furgoneta del negocio, para qué se tomaran una copa, y yo, siguiendo la tradición, también lo hice. Igual que tocaba llevarlos de copas, también había que llevarlos al médico cuando les caía un mueble en el pie, recogerlos en la autopista cuando se quedaban tirados a pocos kilómetros de nuestra casa, indicarles cómo llegar a los sitios de entrega, guardarles enseres mientras cargaban parte de sus camiones, intentando completar la carga para sacarse un dinero digno y volver a casa sin perder los ingresos de la vuelta.

    No supimos adaptarnos a los tiempos. Seguramente por falta de experiencia. Mamá no había visto otro restaurante que no fuera aquel, yo tampoco

    Todos aquellos largos veranos, otoño suaves y cálidos inviernos -ya no hacían falta leotardos, ni rascábamos hielo de los parabrisas, ni mucho menos heredábamos ropa de los mayores- fueron de aprendizaje, aunque también de altivez inmadura, de decisiones precipitadas que dieron al traste con un negocio que ya iba en franca decadencia.

    No supimos adaptarnos a los tiempos. Seguramente por falta de experiencia. Mamá no había visto otro restaurante que no fuera aquel, yo tampoco.

    Muchas veces vivíamos un choque generacional, yo quería emprender cambios, ellas no los compartían. Los clientes también cambiaban.

    Donde antes bastaba un buen plato de comida, una botella de vino modesto y un módico precio, ahora exigían cocina saludable, vino superior, mantelería acorde y el mismo módico precio.

    Los banquetes exigían exclusividad de espacio, pero no estaban dispuestos a pagarlo. Exigían vajilla, menaje, mantelería, aperitivos largos en los jardines y platos principales de diseño y nuestra cocina e instalaciones seguían ancladas en otros tiempos.

    La decoramos como un castillo medieval, pusimos tiradores de cerveza en algunas mesas, me traje de Brasil los novedosos metros de bebida, dónde servíamos a granel de 2 a 5 litros de cualquier bebida

    Antes de pasar cuatro estaciones más, viéndolas venir, tomamos la decisión de reconvertir los antiguos comedores de banquetes en una simple cervecería. Dejar el restaurante funcionando con los menús y la carta únicamente al mediodía, y abrir por las noches el otro espacio.

    La decoramos como un castillo medieval, pusimos tiradores de cerveza en algunas mesas, me traje de Brasil los novedosos metros de bebida, dónde servíamos a granel de 2 a 5 litros de cualquier bebida. Desmantelamos una pizzería de Mataró, que cerraba, y nos trajimos mesas, sillas, horno…

    La llamativa decoración dio paso a servicios de doscientas y trescientas personas en viernes y sábado. Al principio desbordados, ante la demanda, novedosa para nosotros. Pero conseguimos, mes a mes, mejorar los tiempos de servicio, montar buenos equipos de sala y cocina, que siguen siendo amigos.

    Volvía cierta alegría a la casa, la abuela seguía dando guerra en la cocina, mientras nos aleccionaba sobre cómo hacer buenas pizzas, como las qué hacía ella en su restaurante brasileño. La de palmito, la de presunto con queijo

    Mamá nos ayudaba en la barra y llevaba la caja, como siempre.

    La cosa iba tan bien, que montamos un bar de copas en la antigua masía de los abuelos, que cerramos sin mirar atrás.

    Fueron cinco años de alegrías, para nosotros, hasta que la crisis nos devolvió a la triste realidad, y todos aquellos clientes del cinturón obrero de Barcelona que poblaban nuestras mesas, jóvenes y familias, dejaron de venir.

    Tras aquel invierno, aquella primavera, el oscuro otoño, el duro verano y los años que siguieron, cerramos. De eso hace ya bastantes años, todo se pierde en el horizonte. La abuela paró de trabajar y se nos fue marchitando poco a poco. Mamá vive ahora de alquilar plazas de párking a camiones.
    Yo sigo dando guerra en la hostelería, mi hermano harto de los bares eligió las discotecas.

    La abuela se fue, se fue sin entender que no nos iba tan mal, que quizá ahora somos más felices, sin vivir por y para aquel negocio

    Hace ya un año que falleció mi abuela. Es una losa demasiado pesada, ella, la constante, la que se fue a Sudamérica con 18 años y triunfó. Se casó, emprendió, montó hotel y restaurantes, se llevó hermanos y junto a mi abuelo, ayudaron a todo aquel que pudieron.

    La abuela se fue, se fue sin entender que no nos iba tan mal, que quizá ahora somos más felices, sin vivir por y para aquel negocio.

    Pero se fue mientras en su entierro sonaba My way de Sinatra, en paz, y habiéndose despedido de todos los que siguieron ahí.

    Y ahora yo estoy aquí, acordándome de todo esto, en un terreno de 8.000 m2.

    Terreno yermo, en lo que antaño fueron los jardines dónde correteaba con mis primas, jugábamos al mini golf, saltábamos en las camas elásticas, esperábamos al pastelero y llamábamos “maloquero” a mi tío David, fallecido unos años antes que la abuela.

    Un terreno, negocio, que fue huracán, que nos marcó a todos, y del que algunos aún nos estamos recomponiendo.

    Cuántos fantasmas bailan en este terreno yermo.  Cuántas lágrimas, discusiones… Qué de cosas vivimos, qué felices fuimos, en este solar, que antaño fue lugar de celebraciones

    Mientras, observo a los camiones aparcados. El restaurante ahora es un parking, y aún puedo ver las carpas llenas de mesas, biombo tras biombo, cientos de familias celebrando la comunión de sus hijos, los camareros de smoking y pajarita, niños correteando por los jardines, el músico o la orquesta animando la fiesta, mientras el Larios con Coca cola o el Cubalibre de Bacardí bajan por las gargantas de los sedientos, vuelan las corbatas a las cabezas de algunos mientras suena Paquito el chocolatero, alguien sube a una novia a una silla mientras le cortan la liga al ritmo de Joe Cocker y un grupo de chicos, amigos del novio, entra en la cocina para pedirnos una bandeja con un par de huevos duros, una zanahoria y un chorretón de mayonesa para gastar una broma.

    Cuántos fantasmas bailan en este terreno yermo.  Cuántas lágrimas, discusiones… Qué de cosas vivimos, qué felices fuimos, en este solar, que antaño fue lugar de celebraciones.

     

     

     

  • ¿Y tú qué tipo de comensal eres?

    ¿Y tú qué tipo de comensal eres?

    ESTOY COMO EN MI CASA

    Llegas al restaurante vociferando, no sea que alguien de las otras mesas no se percate de tu presencia. Saludas con familiaridad a quien sea que te atiende, recordando siempre de levantar el tono de voz muy por encima de lo normal. Aunque sólo hayas venido una vez, seguro que se acuerda de ti. ¿Cómo no podría? Bromear con tu camarero es imprescindible. Hazle saber que tienes sed y que te traiga unas cervecitas antes de pedir. Recuerda hablar siempre con diminutivos, que siempre resulta simpático.

    Brinda mucho y muchas veces. Que el chín-chín sea cada vez más alto, que te oiga todo el mundo. La camarera tiene cara de cansada. Bromea con ella constantemente cuando pidas otra botella de vino, cuando seas el último a quien le traen los segundos, cuando la veas con tres platos en las manos y se te antoje que te traiga más pan. Seguro que así le animas el día y se relaja. Si te gusta mucho un plato, compártelo con todos los que están en la mesa. Quizás ellos te dicen que no les apetece probarlo, pero lo dicen por vergüenza. Insiste, no te rindas, no aceptes un no. Mételes tu tenedor en la boca si hace falta, seguro que luego te dirán que sí que está bueno, aunque les hayas manchado la camisa.

    Relájate, desabróchate el botón del pantalón, repantígate en la silla y quítate los zapatos sin que nadie se entere, pero luego se lo cuentas a todos

    Después del café no pueden faltar unos chupitos o unos pacharanes. Relájate, desabróchate el botón del pantalón, repantígate en la silla y quítate los zapatos sin que nadie se entere, pero luego se lo cuentas a todos, no sea que no se percaten de lo a gusto que estás. Alarga las sobremesas hasta que veas que los camareros ya han recogido todas las otras mesas y estén de pie mirando tu mesa de reojo. Tú estás como en tu casa, y aunque ya sean las cinco de la tarde, has pagado y estás la mar de relajado. Lástima que no existan restaurantes donde puedas hacer la siesta, piensas.

    LOS TÍMIDOS

    Es una celebración especial. Has reservado desde hace un mes y por fin vas a ir con tu pareja a ese restaurante de moda del que todo el mundo habla y nunca hay sitio. Sorprendentemente no está lleno. Bueno, quizás es que hemos venido a las nueve y aún es pronto. Te has arreglado y le has dicho a tu pareja que se comporte y no actúe como un mequetrefe. Por un día que vais a un sitio de categoría, que no te arruine el día con sus salidas de pueblerino.

    Os acomodan y os traen una copa con un líquido naranja. Tu pareja te susurra si no se habrán equivocado de mesa, que vosotros no habéis pedido eso. Le dices que se calle y que no te haga quedar en ridículo. El líquido es anaranjado dulce, salado y sabe a alcohol y a tomate. Te recuerda al Dalsy que le das a tu hija, pero abres mucho los ojos y le dices a tu pareja que qué bueno, ¿verdad?. Os traen la carta. Lees con atención y le das patada por debajo de la mesa a tu pareja cuando te dice: ¿pero tú entiendes algo?

    Los segundos los traen en platos. Ninguno redondo, pero todos demasiado grandes para la ración minúscula

    Escogéis y os traen los platos. Pero no son platos. Tú tienes la comida sobre un trozo de madera y a tu pareja le han traído una ensalada dentro de un tarro de conservas. Os miráis. Tú le fulminas con la mirada y así abortas lo que tiene que decir. Los segundos los traen en platos. Ninguno redondo, pero todos demasiado grandes para la ración minúscula que os han traído. Oye, ¿esto es como el cóctel de bienvenida para abrir el apetito o es lo que hemos pedido? Al final te ríes. La botella de vino ayuda y te sientes un poco más relajada.

    Ya ha pasado una hora. El restaurante sigue medio vacío. Miras las caras de los comensales de las otras mesas y todos tienen la misma cara de susto disimulado. El vino te empieza a hacer ver que quizás no hay para tanto. Tu pareja lleva diez minutos buscando con la mirada al camarero. Tiene sed, quiere más vino y no entiende como el camarero no os ha dejado la botella en la mesa. Se está empezando a cabrear y ya no intentas apaciguarlo, sino que empiezas a entenderlo.

    Los postres os los sirven en una cuchara y cuando tu pareja te dice que cuando lleguéis a casa se va a hacer un bocadillo de lomo con pimientos, piensas que le pedirás que te haga la mitad para ti. Has hecho muchas fotos, eso sí. Por una vez que vienes aquí, que se entere todo el mundo.

    Patrick Fore

    GENTE QUE COME ENFADADA

    Tu padre os ha invitado a comer. A la una, un domingo. Tu padre tiene siempre prisa. Cuando era más joven era el primero en alargar las sobremesas e invitarte a un buen whisky, pero desde que se ha jubilado tiene una prisa constante, nada es demasiado rápido. La última vez que comisteis todos juntos acabó con la esposa de tu hermano diciéndole que no volvía a comer fuera con sus padres nunca más.

    Tu madre es todo sonrisas con vosotros, pero trata a los camareros sin mirarles a los ojos. Te sientas y tu madre sigue de pie. Ay. Que por qué no les cambian de mesa, dice. Vuestra mesa está en un sitio demasiado oscuro. Quiere la de la ventana. “Señora, esa mesa está reservada”. Bueno, pues la última vez nos pusisteis en la de la ventana y no entiendo porque ahora nos tratáis así, comenta como si fuera la cosa más natural del mundo. Me cago en mi puta vida, piensas para tus adentros. Tu hermano y su mujer no se han enterado. Mejor, que no quieres que te dejen sólo.

    Notas el repiquetear debajo de la mesa. Es el pie de tu padre. Tu hermano y tú os miráis con expresión compungida. Oh no, otra vez no

    Los primeros llegan rápido. Tu sobrina no tiene ni un año y por fortuna es el centro de atención. Tu madre sólo quiere cogerla en brazos, tu padre observa la escena con expresión relajada y tu hermano y tú podéis charlar de cuatro cosas mientras esperáis los segundos. Notas el repiquetear debajo de la mesa. Es el pie de tu padre. Tu hermano y tú os miráis con expresión compungida. Oh no, otra vez no. “Sí que tardan, ¿no?”. Han pasado sólo diez minutos desde que se han llevado los platos vacíos de los primeros. “Pst, oye, ¿te acuerdas de nosotros?” Bebes sin darte cuenta que ya llevas media botella de vino. Esto acabará mal, piensas. Tu hermano no puede seguirte el ritmo por la niña y te mira con envidia.

    Pasan cinco minutos y traen los segundos. Naturalmente a tu padre no le han traído el suyo. “Empezad, eh, que se enfría”. Nadie coge el tenedor. Tu padre mira al plato, resopla y busca al camarero. “He dicho que empecéis”. Cuando el camarero llega con su plato, respiras aliviado. Tu padre os pregunta si queréis postres y no puede disimular la expresión contrariada cuando respondéis que sí. Él pide que le traigan el café junto a los postres.

    Naturalmente no ocurre así. Vuelve a pedir el café y cuando todavía estamos comiendo los postres nos pregunta si queremos café. Pide los cafés para todos junto a la cuenta. Naturalmente tampoco ocurre así. Llega el momento de aplacar su ira. “No te puedes poner así cada vez que salimos a comer, el restaurante está lleno, los camareros van de bólido, la comida estaba toda buenísima, relájate por el amor de dios”. Nada surge efecto. Tu padre es de esa gente que está convencida que si paga, tiene sus derechos. Son las dos y media cuando salís del restaurante. Cuidado con esta gente, que son legión.

    Pelle Martin

    INVITADO

    Te han invitado al famoso restaurante Tal. Todo es maravilloso. El servicio, la presentación, el equilibrio de la carta, la magnífica oferta de vinos, la exquisitez de los platos, la cuidad decoración del local. Sólo por la liebre a la royale, ya debería valer la pena venir una vez al año a comer aquí. Así tendría que ser el ejemplo estandarizado de todos los restaurantes con nombre del país. Una jornada excepcional.

    PAGANDO TÚ

    Vas al famoso restaurante Tal. Habías hablado tan bien de este sitio que cuando tus amigos te propusieron venir, no pudiste decir que no. Llegan las croquetitas y el pan tostado a modo de bienvenida. Una por cabeza, solo. Intentas hacer memoria y crees que cuando viniste invitado eran dos o tres por comensal. Y encima os hacen esperar cinco minutos antes de que vengan a anotaros la comanda. La carta sigue igual que hace seis meses, cuando viniste por primera vez. Ahora no sabes si han subido los precios debido al éxito o si ya estaban así. Tendrías que haber venido a principios de mes y no cuando ya casi no tienes un duro y todavía quedan seis días para el día de cobro.

    Preguntas si alguien quiere compartir primeros, pero te responden que no, que todos prefieren escoger su propio plato. Punzada en el estómago. Alfredo, el que sabe más de vinos, se hace con la carta de bebidas. No me jodas, Alfredo, ahora no vayas de experto que sólo has hecho un curso de cata de once horas, piensas para tus adentros. Alfredo elige y tu contrapropuesta, el tercero más económico, queda rechazada por unanimidad. Jodidos sibaritas.

    Dices que no tienes mucha hambre y te estás comiendo una puta ensalada con flores, trozos de frutas exóticas y cosas que crujen

    Te has pedido una ensalada para empezar. Dices que no tienes mucha hambre y te estás comiendo una puta ensalada con flores, trozos de frutas exóticas y cosas que crujen. Bebes pero sin pasarte, no vaya a ser que Alfredo se anime y quiera demostrar cuánto sabe. Llegan los segundos. La liebre a la royale está buena, pero crees que te han traído menos cantidad que la última vez. Y la salsa no está ligada como debería. Y sabe demasiado a chocolate. Y es demasiado oscura. Y no está todo lo caliente que debería. Y la carne de la liebre está demasiado deshilachada. Y fijo que no es libre, seguro que es conejo. ¡Qué hijos de puta, me están timando! Alguien dice que no es de postres, pero que hoy es un día especial y Alfredo dice que ya le ha echado el ojo al carro de los quesos. La punzada en el estómago ya es perenne. Los cabrones de tus amigos te acaban de arruinar el día y el fin de mes. La próxima vez que les hables de un restaurante para ir todos juntos será un chino de barrio, que ya sabes que no superará los veinte euros por cabeza.

    Priscilla du Prez

    LOS DEL GREMIO

    Rodéate de buena gente, que haberlos haylos, porque las envidias, los celos y las pretensiones entre los del gremio son una cosa muy común y que asusta. Si no estás convencido que son buena gente, mejor ir a comer con pareja, amigos y familia. O hasta con un vegano.

     

    LOS ENTENDIDOS

    Cuidado con estos que cada vez hay más. Son como una plaga. Les ha entrado el gusanillo por la cocina y han convertido de este hobby una obsesión. Saben quién es Brillat Savarin, conocen las reacciones químicas de los procesos de cocina y hasta te pueden decir los cinco platos que no debes dejar de probar cuando comentas que tienes que ir por trabajo a Lietchenstein. Su librería de libros gastronómicos compite con los de La casa del libro y guardan recetas antiguas como oro en paño.

    Quizás han hecho hasta un par de cursillos de cocina, pero cuando te lo cuentan sin que tú se lo hayas preguntado, te dirán que era un curso demasiado básico, enfocado sobre todo a principiantes. Hijo de puta, habla como si fuera Arzak, pensarás. Cuando estés leyendo la carta te recomendará platos por si no los has probado y hasta te dirá la historia de un par de ellos, naturalmente sin provocación mediante.

    Recomiendo que le cuentes alguna desgracia familiar. Nada de dinero, más bien de salud. El tema del cáncer suele funcionar para callar a estos bocachanclas

    Tendrá la tentación de explicarte que tiene un blog por lo que deberás reaccionar rápido. Recomiendo que le cuentes alguna desgracia familiar. Nada de dinero, más bien de salud. El tema del cáncer suele funcionar para callar a estos bocachanclas. Y si no, invéntatelo o te estarán dando la paliza toda la comida. Pero no te relajes. Tarde o temprano sacarán a relucir los nombres del Noma y de Ferran para contarte una puta anécdota sin ningún tipo de gracia.

    Con toda la naturalidad del mundo, como si el primero fuera la tasca del barrio y el segundo el vecino de enfrente de casa de tu madre. Luego, fijo que encontrarán dos o tres defectos por cada plato y te soltarán el rollo de cómo se hace según la tradición y cómo ha evolucionado la receta a través del tiempo. Mira, ¿sabes qué? Lo mejor que podrías hacer es como yo hice en una reunión de exalumnos de bachillerato. Di que tienes el coche mal aparcado y no vuelvas, y que le den. No seáis insensatos, huid de esta gente y no miréis atrás.

  • La verdad

    La verdad

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]T[/ms_dropcap]ransitar el camino hacia la verdad es difícil. Como el de la felicidad. Ambos son -como se dice ahora- cuestiones aspiracionales, y con una gran carga, perdón por la expresión, de basura emocional. En defensa de aquello que cada cual considera como cierto e indiscutible se usan a menudo, como armas arrojadizas o auténticas balas de cañón destinadas a desmentir al adversario -que también cree su que su verdad es incontestable-, afirmaciones que nada tienen que ver con argumentos, y sí con apelaciones a lo vivido, en el sentido más experiencial y emocional del término. El resultado final suele ser el conocido diálogo de besugos, que ni es diálogo ni es nada más que una prueba de lo estúpidos que podemos llegar a ser. Pero lo que sí pone de manifiesto todo esto es la tremenda subjetividad -personal e histórica- de algo como la verdad, a la que muchos suponen objetiva y atemporal. Y que nadie me venga con eso de que la ciencia sí que nos asegura el conocimiento de la verdad, porque hubo un día en el que la «ciencia» consideró verdad que la Tierra era plana y que el sol daba vueltas a su alrededor. Así que bien harían, aquellos que traten de hallar la verdad en hacer caso de la advertencia de Dante Allighieri y abandonar toda esperanza. Y los demás, cuando nos encontremos a alguien que se cree en posesión de la certeza absoluta nos deberíamos acordar de Gandalf y su «¡Huíd insensatos!».

    De hecho, lo que es intrínsecamente humano es cocinar, porque alimentarse, lo que se dice alimentarse, lo hacen hasta los líquenes

    En gastronomía, que es a lo que vamos aquí, las cosas van igual. Comer tiene una trascendencia tremendamente vinculada al hecho de ser humano. Descartes escribió aquello de «pienso, luego existo», pero antes de pensar siquiera si existimos hay que alimentarse, la única cosa que sin duda asegura nuestra existencia y que nos permite, luego, tener conciencia de nostros mismos mediante el pensamiento. De hecho, lo que es intrínsecamente humano es cocinar, porque alimentarse, lo que se dice alimentarse, lo hacen hasta los líquenes. Cocino, luego soy (vivo). Eso es una cosa, pero la importancia que se le otorga a cierta manera de comer en nuestras sociedades occidentales, ricas y obesas es otra, y seguramente sin mucho sentido. Sin ir más lejos, a los restaurantes se le llama «templos» y los cocineros reciben tratamiento de estrellas del rock. Escribo esto y, sin embargo, aquí estoy yo, dirigiendo y editando una revista gastronómica, aunque su propósito no sea el de dedicar mucho espacio a esta determianda forma de comer.

    Y la pregunta a continuación es si existe una verdad en gastronomía o en cocina. La respuesta es, obviamente, que no. Por ejemplo, afirmar, como verdad absoluta e incontestable, la superioridad de la cocina de vanguardia sobre la tradicional -o viceversa-, como verdad  universal es un absurdo. Proclamar que la cocina francesa es mejor que la de Ruanda Burundi también es ridículo, e insistir en que tal cocinero y su restaurante son mejores que otro raya lo paranoico. ¿Y por qué? Pues porque, si tal y como decíamos antes, la verdad tiene una gran carga de subjetividad, esto es especialmente cierto en gastronomía, y al final la apreciación y posterior valoración del hecho gastronómico dependerá, con todos los matices que se quiera, de la pura experiencia personal, y sobre todo de aquello que nos guste más o aquello que nos haga más felices. De hecho, creo que estaremos de acuerdo en que aquello de que todo el mundo explica el mercado según le ha ido es especialmente cierto en los temas del comer ¿Y sabéis qué?Al final se trata, precisamente, de comer aquello y en esos lugares que nos hacen felices. Y este artículo, niños y niñas, podría terminar aquí y ahora, pero vamos a llevar las cosas un poco más allá.

    Muy bien, aceptemos que no existe la verdad o dejemos a la verdad por impossible, pero lo que sí existe es la opinión informada. La nuestra y la de los demás. El problema de la opinión informada -la cosa no iba a ser tan fácil, lo siento- es que necesita de otras opiniones informadas para formarse. Y aquí juegan un papel fundamental -o deberían hacerlo- los críticos gastronómicos, que deberían ir a los lugares para formarse una opinión, para que los demás nos pudiéramos formar la nuestra para decidir si queremos ir o no a ese local y, a nuestra vez, ayudar a otros a formarse su opinión informada. Y así en un bucle infinito. El problema es que los buenos críticos no abundan.

    Y aunque la libertad tiene un precio, que normalmente coincide con el de la cuenta del restaurante, uno sospecha que ese no termina de ser exactamente el problema

    Básicamente, en España no tenemos críticos gastronómicos. Yo aún no he leído nada remotamente parecido a lo que escribió Pete Wells en The New York Times sobre Per se, el restaurante de Thomas Keller. Si un crítico de aquí se hubiera encontrado con un desastre parecido en cualquier restaurante patrio, sencillamente no hubiera escrito nada. Ni tampoco existe un Jay Rayner poniendo a bajar de un burro a un gran restaurante parisino, en The Guardian. Y nadie me convencerá de que cada vez que va un crítico a un gran restaurante de aquí todo ha ido rodado. Y si así ha sido, algo huele a cuerno quemado. Lo que tenemos aquí son una buena colección de cronistas gastronómicos, pero no críticos. Como siempre con todas las excepciones que se quiera, pero críticos muy pocos. Y no voy a entrar aquí y ahora en que si encima les invitan, y que así es imposible hacer crítica, porque te sientes obligado a hablar bien. No lo voy a hacer porque a todos los que nos hemos dedicado a escribir de restaurantes nos han invitado alguna vez -a mi también-, y al final, en todo caso, eso es responsabilidad de los cocineros que son los que deciden quién paga y quién no y por qué por comer en su negocio. Y aunque la libertad tiene un precio, que normalmente coincide con el de la cuenta del restaurante, uno sospecha que ese no termina de ser exactamente el problema, y que el problema es más sistémico.

    Pero en todo caso, la dejación de funciones sí tiene sus riesgos y sus consecuencias. Si, por ejemplo, un gobierno no hace su trabajo en un aspecto concreto de la vida de sus ciudadanos, que no se preocupe nadie que alguien se ocupará, pero con la diferencia -enorme-  de que lo más probable es que no lo haga pensando en el bien común, sino en sacar el máximo provecho para él mismo. Creo que la Mafia e Italia, simplificando mucho, son un buen ejemplo.

    Que internet ha democratizado el acceso a la información en los dos carriles por la que esta suele circular es una obviedad. Ha hecho más fácil acceder a información sobre más temas y sobre cualquier parte del mundo, pero también ha dado la posibilidad a cualquier persona -en cualquier parte del mundo y sobre cualquier tema humano o divino- de convertirse en fuente de información. Y eso, a parte de la obviedad ya reconocida, es bueno. En principio, porque también ha añadido una buena cantidad de entropía.

    No se me ocurre peor enemigo de la verdad que esta falacia democrática, que da naturaleza de verdadero a un argumento por el mero hecho de que es repetido machaconamente por mucha gente diferente

    Tampoco voy a entrar aquí a hablar de blogers, influencers y prescriptores. Los hay que lo hacen admirablemente bien y otros que se venden por un plato de lentejas. De los escribidores profesionales se puede decir exactamente lo mismo, así que empate en Las Gaunas. Sirva todo esto para recalcar que si ya dábamos a la verdad por perdida, todo esto aún hace más difícil poder encontrarla. Entre otras cosas, porque se ha producido una cierta uniformidad del discurso y de las opiniones, porque los unos se quieren parecer a los otros y los otros a los unos. Al final, como todo el mundo dice lo mismo, simpre bueno, sobre los mismos locales todos terminamos por creer tales afirmaciones como ciertas. No se me ocurre peor enemigo de la verdad que esta falacia democrática, que da naturaleza de verdadero a un argumento por el mero hecho de que es repetido machaconamente por mucha gente diferente. Así es muy fácil crear el mito de «la mejor gastronomía del mundo». Creo que fue Fraçois de La Rochefocauld el que dijo que una tontería aunque la repita mucha gente, no deja de ser una tontería.  Y lo que todavía me parece más claro es que la falta de una autoritas de la crítica gastronómica ha hecho que los malos, los que lo hacen rematadamente mal, tengan un espacio y una audiencia que no merecen. Mirad, yo dejé de escribir sobre restaurantes por dos motivos. El principal fue que lo hacía rematadamente mal. No sabía, no sé y ahora sé que no sabré nunca. El segundo es que me interesa mucho reflexionar sobre gastronomía, pero bastante menos sobre restaurantes. Me gusta ir, sentarme a la mesa, comer y ser inmensamente feliz. Pero hasta ahí. No sé escribir sobre ellos. Sencillamente no sé.  Personalmente se me ponen los pelos de punta cada vez que oigo opiniones sobre restaurantes que contienen expresiones como «brutal» referidas algún plato, «el mejor restaurante (o cocinero) del mundo», «experiencia», y cosas por el estilo. Sobre todo porque hubo un día en el que yo mismo usé todas estas expresiones.

    Escribir es como follar. Es mucho mejor si lo haces pensado en el otro. Con la cocina es lo mismo, curiosamente

    Y llegamos a donde realmente quería llegar con todo esto, para intentar acercarnos algo a lo que puede ser la verdad. A principios de mayo, apareció una crítica en el ABC en la que Salvador Sostres escribía una supuesta «crítica» del restaurante Hisop de Barcelona. No voy a negar que Oriol Ivern, propietario y chef del restaurante, es amigo mío. Sostres se deshacía en elogios hacia la cocina de Oriol, para después arremeter con virulencia contra el servicio del restaurante, al que acusaba de ser «borde hasta decir basta», entre otras lindezas.  Oriol, normalmente discreto contestó, defendió a su equipo, y a partir de ahí una oleada de solidaridad en favor del restaurante en las redes sociales que terminó llegando a los medios de comunicación.

    Escribir es como follar. Es mucho mejor si lo haces pensado en el otro. Con la cocina es lo mismo, curiosamente. Sale mejor si lo haces pensando en que le guste al que se lo va a comer, en lugar de pensar únicamente en tu lucimiento personal. Oye, no hace falta estar enamorado, pero un poco de empatía ayuda a que la cosa vaya mejor. El problema es cuando escribir se convierte en un ejercicio onanístico. Cuando escribes sólo para tu propio regocijo. Cuando es sólo para demostrar, principalmente a ti mismo y a tu banda de aduladores, lo bien que escribes. Como ejercicio de estilo puede estar bien, pero ahí termina todo. Todo lo que escribe Sostres, también cuando habla de restaurantes, es así. Vacío. Puro fuego de artificio adornado con grandes dosis, no ya de mala leche, sino de auténtica maldad. De hecho, me lo imagino después de haber escrito la «crítica» sobre Hisop, en la ducha, masturbándose mientras declamaba el texto que acaba de escribir, encantado como está de haberse conocido, convencido de su genialidad y sin ser consciente de su auténtica miseria. Por cierto, esto que acabo de escribir es una falacia ad hominem, pero me da igual.

    Sostres y su cuadrilla creen que sabe mucho de restaurantes. No es cierto. Haber estado en muchos restaurantes, de alta cocina, no es garantía de nada. Son muescas en el revólver del pistolero, nada más. Y es que el camino hacia la verdad es difícil, pero la única esperanza, si queremos desoir a Dante, es poner todo el empeño en alcanzarla. No perder la esperanza. No es el caso de Salvador Sostres, a quien la verdad le trae sin cuidado. Al día siguiente de la publicación de la «crítica», Oriol Ivern explicaba que después de las oportunas comprobaciones estaba convencido de que Sostres hacía seis años que no pisaba su restaurante. Así que el muchacho se lo había inventado todo.

    No mentir es la única cosa que nos acerca un poco, quizás muy poco, a la verdad

    Y termino. En esta vida muchas cosas se explican o se definen por sus carencias. Por ejemplo. El frío no existe como tal. No es nada más que la falta de calor. La oscuridad tampoco. Es la ausencia total de luz. ¿Y la verdad? Pues la verdad quizás no exista como tal o quizás, simplemente, sea complicada de aprehender, pero seguro que si la verdad existe consiste en la ausencia total y absoluta de falsedad. No mentir es la única cosa que nos acerca un poco, quizás muy poco, a la verdad.