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  • Kefi en el páramo

    Kefi en el páramo

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    Las islas Cícladas son un milagro o, como mínimo, una paradoja desde el punto de vista gastronómico: con unas condiciones climáticas más bien adversas, resulta sorprendente encontrarse con un recetario tan variado y suculento como el suyo. Recorremos cuatro escenarios para explorar la cultura gastronómica y la forma de entender la vida en esta porción de Grecia.

     

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»yes» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]D[/ms_dropcap]e repente, una higuera. El camino abrupto, el horizonte yermo, la canícula implacable y, sin embargo, este árbol aquí, a merced del viento. Su tronco nace de la roca y el polvo, y de la roca y el polvo emerge también el follaje abundante y del follaje un higo, violeta, henchido y pesado, que se asoma e invita. No me lo pienso dos veces: salto para arrancarlo.

    Me encuentro en Folégandros, una isla de tan solo 32 km2 permanentemente fustigada por vientos y oleajes iracundos. En sus acantilados crecen matorrales enclenques y en sus playas, puñados de tamarindos: el agua dulce escasea y el clima es demasiado seco como para que brote mucha más vegetación. Es el patrón que se repite en casi todas las islas Cícladas, un archipiélago situado al sudeste de la Grecia continental. Solamente 24 de sus 220 ínsulas están habitadas por algo más que lagartijas y cabras salvajes. El turismo masivo de las dos cícladas más famosas, Mykonos y Santorini, pueden llegar a disimularlo, pero las condiciones de vida por estos lares han sido históricamente muy duras. Cuesta creer que estos islotes hayan acogido poblaciones desde hace más de 6.000 años.

     

    De la misma manera, calificaría de milagro la supervivencia de este árbol en medio de la nada, pero no hay sequía, sal o roca que pueda con las higueras. Ahora mismo un líquido blanco recorre mi muñeca, desciende por mi antebrazo; me tomo unos segundos para examinar la piel del fruto, aparentemente anodina, hasta que la rasgo y descubro un estallido carmín, jugoso y húmedo, de una carnosidad casi sexual. Yo aún no lo sé, pero es la metáfora perfecta de las islas Cícladas: en un escenario árido y hostil, detonaciones de sabor, color y vida.

    Acerco el higo a mi boca y cuando la dulzura revoluciona mi lengua, cuando todas mis papilas se entregan al sabor y se me cierran los ojos, ya no estoy aquí.

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy en la cubierta de un enorme velero. Navegamos alrededor de otra isla cicládica, Milos, y nos dirigimos hacia la bahía de Kleftiko. La tripulación risueña, tostada por el sol, ha pescado un par de pulpos que esperan nuestra hora de comer colgados de un cabo. Yannis, el marinero más curtido -sus pómulos y su pecho rozan la carbonización- resuelve mis preguntas sobre la existencia de las primeras civilizaciones cicládicas: “Estas islas son ricas en minerales y piedras preciosas. Por ejemplo, Milos tenía obsidiana, un vidrio volcánico muy apreciado en el neolítico para utensilios cortantes; Sifnos era rica en oro y plata… Pero como las piedras no se podían comer, y vieron que tampoco ganarían mucho con la agricultura, se lanzaron al mar. De hecho, los primeros colonizadores de Milos fueron pescadores de atunes que atrapaban los animales con arpones desde pequeñas embarcaciones. También cultivaron cereales muy resistentes, como el farro, y domesticaron cabras, ovejas y cerdos, pero el pescado y el marisco eran fundamentales en su dieta”.

    Cuando miro a mi alrededor, estamos rodeados de altísimos acantilados de piedra blanca -más propia de un paisaje lunar que de uno terrenal-, cuya base está horadada por cuevas donde refulge un azul sideral, y el agua es tan transparente que alcanzamos a ver la arena y los peces nadando muy por debajo de nuestros pies. Hemos llegado a Kleftiko, y es la hora del aperitivo. Sirven aceitunas -pero no unas aceitunas cualquiera, sino las más carnosas, suculentas y aromáticas que he probado nunca- y fava, una pasta de legumbres (de arvejas partidas amarillas, para ser más exactos) cremosa y suave, coronada con cebolla cruda y alcaparras para un delicioso punch de crujido y salazón. El aceite de oliva con la que está aliñada es impresionante, denso y aterciopelado. Otra vez nos topamos con vegetación resistente al calor y a la carencia de agua, como son el olivo y el arbusto de alcaparra, que proliferan en las Cícladas. La arveja se cultiva en estas islas desde hace más de tres milenios.

    Mientras comemos, Yannis nos explica con una sonrisa traviesa que los piratas aprovechaban las ondulaciones y hendiduras de las paredes de esta bahía para esconder sus embarcaciones, pillar por sorpresa a los barcos mercantes y saquearlos. “¡Para saqueo, el de la Venus de Milo!”, farfulla otro tripulante con la boca llena. La famosa estatua de mármol, que un campesino encontró semienterrada en esta isla, se expone en el museo parisino del Louvre desde hace dos siglos, y no parece que vaya a volver. En los despeñaderos de Milos se puede apreciar también la lasaña volcánica que forman las sucesivas capas de lava, ceniza y roca, y es que esta isla es, presuntamente, un antiguo volcán.

    Si digo presuntamente es porque hay un par de explicaciones mitológicas para la existencia de las islas Cícladas: o bien son gigantes petrificados después de enfrentarse a Hércules, o bien son ninfas que Poseidón castigó por su mal comportamiento. Los geólogos las describirán como el resultado de una serie de terremotos y erupciones volcánicas, pero apuesto a que vosotros también preferís una de las versiones legendarias.

    Levamos anclas, navegamos hacia el este y nos cruzamos con Paliochori, una de las 70 playas de Milos. “Si haces snorkel aquí, verás burbujitas brotando del fondo marino”, me aseguran, y es que en este tramo del litoral la energía geotérmica está muy presente. También gastronómicamente: el restaurante Sirocco, en un extremo de la playa, aprovecha los puntos donde la arena alcanza los 110 ºC para enterrar pescado, carne y verduras debidamente envueltos en papel de aluminio y lograr un punto de cocción imbatible.

    Finalmente, alguien coloca delante de mí una pata de pulpo, rosada y con los tentáculos ligeramente tostados. La ataco y el aderezo invade cada rincón de mi boca, placentero, mientras la carne del cefalópodo se revela crujiente por fuera y extraordinariamente tierna por dentro. Cuando voy a preguntar qué demonios le han hecho para conseguir esta textura, ya no estoy aquí.

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy dentro de una cocina muy oscura, en una casa cerca de la costa. Al otro lado de la ventana, la noche está a punto de caer sobre la isla de Sifnos. En los fogones, ollas de aluminio; sobre la encimera, cacerolas de terracota; en el aire, un sinfín de aromas de especias y guisos, de hierbas y vino tinto. Efi, que debe rondar los sesenta años y se recoge el pelo con un pañuelo estampado, tiene un nivel de inglés similar a mi dominio del griego, es decir, nada. Decreto que eso es totalmente irrelevante cuando me acerca un bandeja con tarritos llenos de queso. No son para que me los coma, sino para sacarlos a la terraza, donde una mesa de madera cubierta con manteles bordados y una pérgola rebosante de parras cobijan nueve invitados más. Soy recibida con gritos de alegría y Kali orexi –buen provecho-, me quitan la bandeja de las manos y me obligan a sentarme en la cabecera de la mesa. “Están hechos con la leche de esas cabras de ahí”, me cuentan señalando la parte posterior de la casa, que da a un corral cercado. Uno de los quesos es tierno, muy salado y desmenuzable; el otro, cremoso y untable sobre las rebanadas de pan artesano, aún caliente.

    Efi no para de sacar más platitos: bolas de calabacín fritas, una crema de berenjena asada llamada melitzanosalata (más dulce, suave y ligera que el baba ganush), hojas de parra rellenas de arroz. Mi favorito es un curioso guiso de alcaparras y cebolla pochadas hasta lindar la confitura, bocados cargados de umami totalmente adictivos. Tanta comida es necesaria para amortiguar los efectos del ouzo que llena nuestros vasos, un licor anisado de muy alta graduación que ha adquirido un tono blanquecino al mezclarlo con agua fría. Estamos en la típica cena a base de mezes o mezedes, el equivalente a las tapas españolas, pues pueden constituir una comida en sí mismos. Las risas, los gritos y la música sobrevuelan nuestras cabezas, así como el cielo más estrellado que recuerdo haber visto en mucho tiempo.

    Me doy cuenta de que, además, se trata de una cena vegetariana. Niko, el hijo moreno y fornido de Efi, me lo explica: “En el siglo XIII nos invadieron los venecianos, en el XVIII los otomanos, y sin duda tuvieron influencia en la cocina cicládica, pero si alguien ha marcado nuestra mesa es el cristianismo ortodoxo griego”. Bebe un buen sorbo de ouzo antes de continuar. “Nuestra religión recomienda la abstinencia de productos de origen animal durante casi un tercio del año, así que hasta hace poco los griegos reservábamos la carne sólo para los días de fiesta. Aunque ahora se consume mucha más carne, nuestras recetas vegetarianas siguen petándolo”, suelta con una carcajada.

    En ese preciso momento sus padres traen una enorme fuente colmada de cabrito y patatas, y boles llenos de ensalada típica griega -tomate, pepino, cebolla, queso feta, aceitunas y alcaparras espléndidamente regados con aceite de oliva. Miro a mi alrededor para comprobar que soy la única al borde de la implosión gástrica: todos vitorean hambrientos la llegada del plato principal. Dirijo una mirada hacia Niko: “¿Reservada para los días de fiesta, eh?”. “¡Cada día es una fiesta!”, responde riendo mientras toma mi plato de cerámica marrón y lo llena hasta los topes. “¿No has oído hablar del kefi?”.

    Niko asegura que es una palabra imposible de traducir a otros idiomas, pero que vendría a ser un sinónimo de la alegría de vivir, la pasión, el entusiasmo; del goce del aquí y el ahora. Una sensación muy especial que, según él, solo se experimenta en tierras griegas. Me gusta el concepto. Kefi.

    Durante unos segundos, pierdo el hilo de las conversaciones a mi alrededor, no por falta de interés sino porque acabo de probar el cabrito. Aunque lo más típico es asar esta carne en espetón, esta vez lo han condimentado con mejorana, limón y mostaza, envuelto y cocinado entre cenizas durante 24 horas. Cada trozo se descompone al pincharlo con el tenedor y se deshace inmediatamente al aterrizar en la boca, liberando una cantidad insospechada de jugo y sabor acumulados.

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    La música suena más fuerte, los comensales se levantan para bailar. Cogiéndose de los brazos, forman una cadena que da vueltas en círculo, cruzan ahora una pierna por delante, después la otra por detrás. Es un baile típico llamado syrtos, aparentemente de poca dificultad; a mi entender, casi acrobático. Viendo sus caras sonrosadas y felices, no tengo ninguna duda de que están poseídos por el kefi. Me invitan a unirme al baile, insisten e insisten. Estoy intentando tomar una decisión cuando Efi me trae un platito de postre, señalando la parra que nos arropa: son uvas confitadas en canela y miel, un ingrediente esencial en la repostería y los dulces cicládicos. “De acuerdo, voy a bailar, está decidido y no hay marcha atrás”, me digo, y el kefi empieza a invadirme también a mí, me recorre de pies a cabeza, tan cálido y tan eléctrico, me proyecta lejos de la silla. Pero antes de unirme a la danza cometo el error de probar una uva, y ya no estoy aquí.

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]E[/ms_dropcap]stoy en una barra delante del mar, sentada sobre un taburete, y aunque el calor aprieta como es preceptivo en cualquier mediodía de agosto, la brisa y la sombra lo mitigan. Sigo en Sifnos, esta vez en el restaurante Omega 3. Tanto teletransporte en el tiempo y el espacio me ha mareado un poco, pero un trago de vino blanco local, fresco pero con cuerpo, me reanima. A ambos lados, la turística playa de Platis Gialos; ante mí, cielo y mar compitiendo por ser la franja azul más bella. Una camarera de sonrisa anchísima me trae el primer platillo, bautizado como taco de las islas griegas. En el momento en que me dispongo a morderlo aparece Giorgos Samoilis, el chef del Omega 3, con su gorra, su delantal a rayas y su pez espada tatuado en una pantorrilla.

    Giorgos, biólogo molecular de profesión, se aventuró a abrir este restaurante hace 5 años. Eso no quiere decir que abandonara la ciencia, pero ahora la pone en práctica desde una cocina, a la que él llama laboratorio. Por un lado, sus platos derrochan innovación y creatividad y, por el otro, priorizan productos locales de la dieta tradicional cicládica. El taco que tengo en las manos es un muy buen ejemplo de ello: “Para la tortilla, decidí utilizar harina de garbanzo porque es una legumbre muy arraigada a esta tierra. Tuve que sacrificar la textura crujiente que tiene un taco normal de harina de maíz”, dice señalando una base mucho más esponjosa. “Para darle cremosidad, descarté el aguacate o la nata agria y aposté por la tarama, una salsa de huevas de pescado muy típica de aquí”. Los pisos que les siguen son las gambitas del Egeo -fritas a la perfección, muy abundantes-, rodajas de tomate, láminas de cebolla y aceite de chipotle. Cuando finalmente puedo hincarle el diente, el conjunto se descubre delicioso pero es la gamba la que me noquea y deja fuera de combate. ¡Cuánta potencia, qué textura, qué festival!

    Giorgos se despide para ir a charlar con otro grupo de comensales. Al probar el tartar de atún (de aleta amarilla, premium y sostenible) y algas frescas, suelto un gemido demasiado explícito como para que las dos chicas a mi lado no estallen en risotadas. “¡Tranquila, te entendemos! Todo está riquísimo” declara una de ellas. “No nos da vergüenza admitirlo: si hace años que veraneamos en esta isla es por lo bien que se come”. Adriani y Flo, atenienses de aires hipsters, me cuentan que Sifnos tiene fama de isla gastronómica y que aquí nació Nikolaos Tselementes, uno de los chefs más famosos de Grecia. Tampoco es santo de su devoción: “Lo inundaba todo de mantequilla y bechamel. Nuestra cocina tradicional siempre ha sido muy sana, nada que ver con sus recetas”, opina Adriani. Tselementes, que empezó a publicar en la década de 1920, es autor de algunos de los libros de cocina griega moderna más influyentes.

    Sin embargo, el influjo francés es cada vez menor en el panorama culinario griego. Samoilis y el resto de chefs que poco a poco transforman la gastronomía cicládica van en dirección contraria: valoran la tradición y el producto autóctono, lo ensalzan y lo dan a conocer. Vuelven a las raíces, que no a la simplicidad.

    Hace rato que Flo ha probado una galleta de queso de cabra curado y anguila ahumada, y sigue con los ojos cerrados, en pleno éxtasis. Esta vez somos Adriani y yo las que nos echamos a reír. Cada vez más animadas, pedimos un plato tras otro y el vino blanco corre, baja y sube a una velocidad desenfrenada y maravillosa. Pulpo estofado con caramelo de aceituna negra. Bottarga con yema de huevo curada y albaricoque. De repente nos parece una idea fantástica brindar con la familia sentada a nuestra derecha. Sashimi. Buñuelos. Carpaccio. Flo declara sus intenciones de bañarse desnuda en la playa que tenemos a pocos metros, los comensales próximos gritan, la chica se pone en pie y solo la llegada de un nuevo platillo consigue que vuelva a sentarse. Es el tiradito de vieira, gamba, erizo de mar y pescado blanco, que nadan en una piscina cítrica y picante junto a varios brotes de salicornia. Me fijo en su composición artística -colorida y alocada y exageradamente bella- y sospecho los efectos que tendrá en mí. Aun así, no puedo resistir la tentación, pesco una gamba y cuando su carne tiernísima empieza a bailar en mi boca, ya no estoy aquí.

    Estoy de vuelta a mi higuera solitaria; en mi mano, medio higo mordisqueado. Suspiro. Ahora entiendo por qué tanto interés, por qué tanta insistencia en habitar este páramo hostil y estéril que son las Cícladas. La respuesta está en mi mano derecha: cada higo, cada aceituna, cada bocado que das en estas islas contiene una genuina e irrefutable dosis de kefi.

     

  • La pizza de Sophia Loren

    La pizza de Sophia Loren

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]R[/ms_dropcap]ecientemente visité Nápoles por segunda vez en poco tiempo. Tenía la sensación de que necesitaba regresar, quería sentirme otra vez parte de ese caos y desorden, de ese ritmo anárquico que no deja a nadie indiferente. Así pues, compré el vuelo más barato que encontré e hice la maleta, procurando que estuviera medio vacía, para poder llenarla de pasta, taralli y provola a la vuelta.
    Nápoles está organizada en quartieres. A algunos, como los quartieri Spagnoli, se les ha otorgado la denominación de peligrosos y no aptos para turistas. De hecho, recibí algún que otro comentario de preocupación cuando decía que iba sola a Nápoles. “¿Y no es muy peligroso?” me preguntaban. Nada más lejos de la realidad. Tan sólo una calle separa los quartieri Spagnoli del centro de la ciudad considerado “seguro”. Pocos son los aventurados que deciden desviarse de Via Toledo para conocer las zonas más populares y auténticas de Nápoles.

    Una frase que me han dicho varias veces es que “en Italia siempre se come bien” y os puedo asegurar que no es verdad. Pero lo que sí puedo decir es que en Nápoles es muy fácil acertar, y si decides ir a los quartieri Spagnoli a comer, lo más fácil es dar en la diana. Eso sí, no esperes nada bonito y cómodo. Lo más habitual es que las tratorías estén mal decoradas, oscuras, ruidosas y te sirvan la comida encima de un mantel cutre de papel y la televisión encendida, como si de un bar se tratara. Esto es así. Pero lo que te darán de comer, pidas lo que pidas, estará bueno.
    Históricamente, la cocina de las tratorías era más bien de aprovechamiento y servían comida del día a día, con productos  baratos y simples que hubiera disponibles, como pasta, hortalizas, pescados poco valorados y algo de carne. Algunas de estas recetas pueden encontrarse aún hoy, como la pasta e patate: un plato humilde hecho principalmente a partir de patatas y pasta mischiata o munnezzaglia, que significa pasta mezclada. Tradicionalmente la pasta se vendía a granel. Al final de la jornada, los pedacitos rotos de las distintas pastas se mezclaban y se vendían a un precio menor. Las amas de casa compraban esos pedazos de pasta para ahorrar y elaborar platos como la pasta e patate, la pasta e fagioli alla napoletana o la pasta e ceci.
    Hoy en día ya no existen esos descartes de pasta, pero se puede encontrar munnezzaglia, confeccionados por algunas empresas, en un formato especial, que curiosamente es más caro que los otros tipos de pasta.
    Otra receta de la cucina popolare es el ‘O suffritt, un sofrito hecho de las partes menos nobles del cerdo: pulmones, corazón y otros restos de carne, que las familias más pobres reciclaban con peperoncino, romero y otros condimentos. El resultado era una sopa de un sabor fuerte (motivo por el cual la receta también se conocía como zuppa forte), que se tomaba con el pan que se había puesto duro del día anterior, o usado para acompañar un plato de pasta.
    La minestra maritata (‘A menesta ‘mmaretata, en dialecto napolitano) es uno de los platos más antiguos de la cocina napolitana, ya que aparece por primera vez en el siglo XIV. Se cree que podría tener sus orígenes en la española olla podrida, y que debe su nombre a que es una sopa que “casa” la verdura con la carne.

    La actual abundancia y disponibilidad de productos durante todo el año también ha afectado a los menús de las trattorías de los quartieri Spagnoli: aparecen platos de marisco y pescado a los que tiempo atrás sólo podían tener acceso la minoría adinerada de la ciudad, o recetas con tomate y otros productos de temporada están en sus cartas los 365 días del año. No obstante, los napolitanos han sabido mantener muchas de sus recetas más tradicionales. Admiro como la sociedad napolitana es crítica a la hora de comer. Exigen productos frescos, de proximidad y de temporada, desde  mucho antes de que llegaran las modas del km0 y la slow food. Siempre te pedirán que el pan sea bueno, o que los maccheroni con pomodorini freschi sean realmente tomates frescos y sabrosos. Que la pasta sea de calidad, extruida y cortada con piezas de bronce y secadas mediante un proceso lento. Y evidentemente, la cocción está siempre en su punto justo: al dente. Creo que gracias a esta educación gastronómica se ha mantenido este nivel tan alto de cocina popular, o quizás, en el orden inverso, la buena comida casera les ha enseñado a discernir entre qué es bueno y qué no.

    [ms_panel title=»» title_color=»#000″ border_color=»#000000″ title_background_color=»#f5f5f5″ border_radius=»0″ class=»» id=»»][ms_heading style=»doubleline» color=»#dd3333″ border_color=»#dd3333″ text_align=»left» font_weight=»200″ font_size=»24″ margin_top=»0″ margin_bottom=»0″ border_width=»5″ responsive_text=»yes» class=»» id=»»]La elaboración de la pasta[/ms_heading]

    Según la legislación vigente, en España las pastas “pueden ser elaboradas de sémolas, semolinas o harinas procedentes del trigo duro, semiduro o sus mezclas”, o sea, todo tipo de trigo. Y solamente aquellas elaboradas con trigo duro (la variedad Triticum durum) podrán calificarse de calidad superior. En Italia en cambio, la normativa es mucho más estricta, y está prohibido el uso de harinas o sémolas procedentes grano blando (que es otra variedad de trigo, distinta a la del trigo duro, llamada Triticum aestivum). Aunque esta norma sólo es obligatoria para las pastas destinadas a Italia, mientras que para  las que se exportan no está prohibido el uso de trigo blando. ¿Curioso, eh? Así pues, para producir una pasta de calidad se usa exclusivamente sémola de grano duro. La sémola hace referencia al grado de molturación del grano, siendo más gruesa que las harinas y las semolinas. La hidratación varía en función del tamaño de la partícula usada. No es lo mismo hervir una pasta hecha a partir de sémola que una elaborada con harinas y semolinas, que dan una peor hidratación. Algo parecido sucede con la variedad de trigo usada, que contiene mayor contenido en proteína que el trigo blando. Con todo esto, la pasta de trigo duro no solamente queda mejor cocinada, sino que además tiene más proteína, y es más rica nutricionalmente. (La próxima vez que compréis pasta mirad la cantidad de proteína que contiene, es una buena manera para ver si es de calidad). Tradicionalmente la pasta se extruía (es decir, el formado de la figura de la pasta, a altas presiones) en piezas de bronce, obteniendo la pasta trafilata al bronzo. Esta característica es propia de las pastas con denominación IGP Gragnano. La pasta extruída al bronce se diferencia fácilmente de la extruida en una boquilla de teflón, ya que el bronce provoca pequeñas lesiones a la pasta, que después del secado, la deja ligeramente rugosa y porosa. Cuando se forma con una boquilla de teflón, en cambio, da una pasta lisa y eso provoca que al cocinarla no se adhiera tan bien a la salsa. Finalmente, la pasta ya formada se seca. Las pastas de Gragnano gozan de un secado lento. El secado permite eliminar la humedad del producto, y que este dure durante más tiempo. Pero otra vez más, el proceso se puede hacer de dos maneras que influirán en la calidad de la pasta final: usando aire a alta temperatura y así ahorrar en tiempo de secado (método HT), o bien con aire a temperatura baja y tiempos más largos (método NT). A temperaturas bajas, la pasta puede tardar hasta 48 horas en secarse, logrando que las propiedades organolépticas se mantengan inalteradas, cosa que no sucede durante el secado rápido a altas temperaturas.  [/ms_panel]

    Al noreste del quartiere Spagnoli está una de las calles más recorridas por los turistas y los propios napolitanos: la Via dei Tribunali. Es conocida por su infinidad de pizzerías.
    Desde lejos se pueden reconocer porqué, al lado de la entrada, suelen tener un mostrador pequeño de vidrio, donde se pueden comprar unas pizzas más pequeñas, llamadas portafoglio (te las sirven dobladas por la mitad dos veces, formando un bolsillo) y que se comen en la calle. Además, estos pequeños puestos suelen ser un paraíso de la buena fritanga con los sfizi (delicias), como los fiorilli (flores de calabacín fritas), la mozzarella in carroza (mozzarella entre dos rebanadas de pan posteriormente rebozadas y fritas), la pizza fritta de ricotta i cicoli (pizza tipo calzone rellena de gratons y frita en aceite). Otras productos también ideales para llevar son los taralli, unas pequeñas rosquillas hechas a base de harina, lardo, avellanas y pimienta. El tortano, una bomba de calorías en forma de tortón, similar a un tarallo gigante, pero que además lleva en su interior cicoli, otros embutidos y huevo. En estos puestos seguramente que encuentres también cortes de frittata di maccheroni (una tortilla de pasta bastante densa y tostada en su parte más externa, que puede ser blanca o roja en función de cómo esté condimentada. En Nápoles, el uso del término maccheroni no hace referencia a los macarrones, sino que comprende cualquier tipo de pasta. Por esa razón una frittata di maccheroni puede estar hecha con espaghetti o vermicelli).
    El caso es que la abundancia de comida es enorme, las calles saturadas y repletas de cosas que picar, y seguramente te hayas puesto las botas antes de llegar a la pizzería.

    https://youtu.be/J3Qq8qB56-8

    A pesar de que algunas pizzerías tengan una imagen moderna y renovada, como es el caso de Sorbillo, lo más probable es terminar en un local de lo más cutre, donde las mesas sean incómodas y apretujadas, con el habitual mantel de papel de usar y tirar. No dejan de sorprenderte cuando, con la bebida, te traen un vaso de plástico. Además, resulta difícil no encontrar una imagen, cuadro o altar a Diego Armando Maradona o Sophia Loren en alguna pared, algún peperoncino gigante, así como referencias a las islas de Capri, Ischia o Procida. Y siempre a la vista está el horno de leña, esencial para hornear la vera pizza napoletana.

    La pizza, a pesar de que fue un plato económico no era exclusivo de las clases populares, ya que entre la nobleza también era apreciada. La pizza nació a Nápoles de la influencia griega, pero no fue hasta el año 1929 cuando Leone Lagnani y su mujer Rosetta Oldoni la llevaron a Milán, a la trattoria-pizzeria A Santa Lucia, y empezó su recorrido en los demás países.
    Tradicionalmente, sólo había dos tipo de pizza: la margherita y la marinara, sin contar la ya nombrada pizza fritta. La primera y más conocida lleva solamente tomate, fior di latte, aceite y albahaca. Mientras que la marinara, en lugar de queso, está condimentada con ajo y orégano. La masa de la pizza napolitana se caracteriza por ser muy delgada, de lo contrario no sería una pizza, sino que sería algo como una focaccia, del mismo modo que un arroz caldoso nunca será una paella. Tiene un diámetro grande y el borde (cornicione) no demasiado abultado. Existe una forma de hacer pizza ligeramente distinta, la pizza de Caserta (municipio cercano a Nápoles), que da unos bordes mucho más gruesos. En mi opinión, se hace más pesada de comer por el simple hecho que la cantidad de masa de la pizza que no está recubierta por tomate o queso es mayor, vaya, que tiene más pan y menos chicha.


    Ambas pizzas tienen en común que son masas muy hidratadas y fermentadas durante varias horas. Se usa muy poca levadura y a veces se le añade masa madre.
    Las pizzas gozan del lema de alta digeribilità y buena parte de razón tienen, ya que cuando más fermentadas están las masas, los hidratos de carbono que forman parte de la harina son digeridos por las levaduras, transformándolos en azúcares más simples, que nos son más fáciles de digerir. De todas maneras, las dimensiones de la pizza son bastante considerables, por lo que después de comerla, aunque se digiera bien, lo que más apetece es una buena siesta.

    En uno de mis paseos por el quartiere di Avvocada, entré en una bodega de toda la vida un tanto particular. En realidad era más bien una quesería-salumeria donde, en una de sus dos mesas altas, tomé asiento para hacer el aperitivo. Salvatore, el sommelier y a la vez quesero, me sirvió unos quesos producidos en la región de Campania, entre ellos una provola affumicata de escándalo, acompañados, como no, de vinos campanos.


    Al rato entró  Luigi, el padre de Salvatore. Como si se tratase de un pueblo, venía para pedirle un poco de queso para su cena. Aunque quizás parezca algo normal, a mí me fascinó que Luigi, como otros clientes, vinieran a por un panino, un trozo de queso o algo de embutido. ¿Cómo es posible que en un barrio humilde de una gran ciudad, aún se preserven los pequeños comercios, y que las grandes superficies sean la minoría? Mientras estaba haciendo el aperitivo entró una clienta preguntando si le quedaba mozzarella fresca, pero a Salvatore se le había acabado. No pude evitar pensar en todos los productos que tenemos en la zona de refrigerados de los supermercados a los que llamamos mozzarella: la mozzarella artesana se come en un máximo de 3 días y se guarda a temperatura ambiente en su suero, nunca refrigerada. Luigi, me contó que trabajaba vendiendo bacalao, justamente en un pequeño negocio al lado del de su hijo. Estuvimos hablando durante horas sobre los taralli, la minestra maritata y lo mucho que trabajaban, bromeando que eran los únicos que trabajaban los sábados en Napoli. Padre e hijo me trataron como si fuera una más de la familia y me acababan de conocer. El aperitivo se hizo tan agradable que terminó en cena.

    Napoli è terra di fuoco e mare: la fuerza del fuego y el ritmo del mar. Nápoles es una ciudad anárquica, de una belleza marcada de fuerza y carácter. Igual que la gente, la gastronomía napolitana exprime la calidez de sus tierras volcánicas en todos sus productos y recetas. Pero a la vez, es honesta y simple. Es el lugar dónde una masa de pan con tomate y queso es mucho más que la suma de sus factores, y sólo ellos nos pueden hacer entender como de perfecto puede ser lo simple. Conocen la abundancia de sus tierras, y mantienen con responsabilidad y orgullo sus raíces, haciendo de Nápoles una ciudad única.