El pasado año 2018, según la Encuesta de Población Activa (EPA) del Instituto Nacional de Estadística (INE), el número de trabajadores ocupados en hostelería en España superó los 1,7 millones de personas.
En 2017, y también segun datos del INE, en España había 253.344 empresas dedicadas al sector de la hostelería, 68.454 de las cuales son restaurantes y puestos de comida, 13.528 empresas de provisión de comidas preparadas para eventos y otros servicios y 171.362, bares.
Segun la última edición de la Guía Michelín, la correspondiente al presente año 2019, en España hay 206 restaurantes con alguna estrella de la citada guía.
Así pues, los estrellados representan un 0,3% del total de restaurantes de este país. El 99,7% de los restaurantes que quedan son el resto.
Decía Wittgenstein, autor de la que es considerada la obra filosófica más importante y relevante del siglo XX, Investigaciones Filosóficas de 1953, que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo«. Esto es, cómo hablo del mundo acaba configurando el mundo del que hablo, el lenguaje crea la realidad y, más allá de hablar de lo que vemos, cómo hablamos determina lo que vemos y cómo lo vemos.
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Consideraba el lenguaje como un abigarrado juego de sonidos en el cual el significado de las palabras deriva de su uso público. El significado de lo que decimos se genera después de haber sido dicho y, una vez generado, configura y dibuja la realidad que percibimos. La cháchara en la plaza pública es el Big Bang.
Si algo tienen la sabiduría popular y los dichos de siempre que han conseguido pasar de generación en generación sin desvanecerse es que echan raíces en este mismo fondo del que beben las grandes cuestiones filosóficas, por esto consiguen no perecer y mantenerse vivas a través de modas, edades y tempestades, porque siguen siendo vigentes y útiles en contextos y sociedades variadas y variantes, y nutren como fuentes naturales y campestres la vida y vicisitudes diarias y más pragmáticas de los que somos gente común. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio dice el dicho o, como diría Wittgenstein, aquello de lo que no hablamos no existe.
El 99,7% de los restaurantes de este país no existen. Son nada. Valar Morghulis.
Hablemos de esta nada. Hablemos de aquello de lo que no hablamos. Hablemos de la criatura que habita debajo de la cama.
Hace unos pocos días tuve una conversación interesante con un compañero cocinero. Me gusta, y lo hago a menudo y tanto como puedo, encontrarme con compañeros de oficio, conocer el viaje de estas personas, compartir batallitas. Y hay algo, siempre hay algo en esas conversaciones, que me transporta a esa antigua fábula india en la que a siete hombres se les vendan los ojos y se les acerca a un elefante para que lo palpen y lo describan. Cada uno de ellos palpa una parte diferente del animal y, por lo tanto, cada uno lo describe de forma totalmente distinta de acuerdo con su propia y personal experiencia: un pilar de piedra (la pierna), una serpiente (la cola), una hoja gigantesca de palmera (la oreja)… Al compartir sus impresiones éstas aparecen totalmente diferentes, pero al fin, al quitarse las vendas de los ojos, se dan cuenta de que sus descripciones, pese a ser tan distintas, son todas ellas acertadas y describen a un único animal.
Hay algo en las conversaciones entre compañeros de oficio que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.
El desprecio
Hay algo en estas conversaciones habituales entre compañeros de oficio venidos de restaurantes y trayectorias totalmente diferentes, un mecanismo oculto, que funciona igual que en esta vieja fábula. Algo que en el caso del cuento no hay venda que pueda cubrir. Algo en las conversaciones que es recurrente, una sensación común a la que se llega desde ángulos diametralmente opuestos, un latido de fondo que siempre aflora, una especie de sentimiento terrible y compartido. Un hedor.
El desprecio.
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Como un poliedro o como una criatura viscosa con tentáculos, este fenómeno, esta emoción malsana, muestra una apariencia distinta según el ángulo desde el que se observe, y es percibida, como el elefante, de formas que se diría no tienen nada que ver entre sí.
Para algunos de los habitantes de este embalse del 99,7%, éste aparece como una especie de cementerio de dinosaurios, un sitio donde van a dejarse morir paulatinamente, y sin grandes sobresaltos, aquellos a los que el sistema considera que ya se les ha dado tiempo suficiente para probar su valía sin éxito; mayores de treinta y cinco años (viejos) con cargas familiares e hipotecas o con deudas y resentimiento de aventuras anteriores. Cocinas de hoteles o así, con horarios contenidos y salarios más o menos cubiertos por la facturación de las pernoctaciones. Una gastronomía grisácea incluída como daño colateral en las pensiones completas y las medias pensiones.
Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo
Los dinosaurios conviven en simbiosis con los chavales tontos, se compenetran a la perfección, sea los que en la escuela de hostelería eran etiquetados de poco avispados, sea los blanditos, los que no tienen lo que hay que tener, sea los que tienen vicios caros de los que pueden estropearte un poco, y que entran a las seis para preparar la bollería y los embutidos del buffet de desayunos, o a las 9 para preparar las ensaladas del surtido de entrantes y cortar la macedonia de los postres.
Bucean en esa charca del 99,7%, tambien, los habitantes de locales que se diría, físicamente, han echado raíces en él. Condenados a ser traspasados cada, pongamos, año y medio, estos espacios preñados de neblina ocre infectan todo emprendedor que entra en ellos detrás de la zanahoria de la ilusión. Locales de los que el cliente no espera nada, a los que nadie tiene previsto ir nunca. Hay que estar muy bien amueblado y tener un bolsillo muy lleno para contrarrestar la tirantez del tentáculo que estira hacia lo hondo, nutrido por el hastío casi masticable que le echa la gente, como alpiste para las palomas, al pasar con sólo verlos de reojo.
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Todo el mundo sabe lo que va a pasar. Desesperanza a cubos, de esa que se refiere a lo que es no esperar nada. Hemos visto a esos cocineros y camareros volverse ocres un millón de veces. Antes no lo eran. Y con el empuje inicial, puede muy bien ser que después de zafarse del tentáculo de la mala inercia, sobren fuerzas para hacer una buena tortilla de patatas. Que nadie espera que esté bien, recordemos, que nadie espera que esté rica, que todo el mundo sabe como va a terminar la historia. Y como la vida es cuesta arriba y el tentáculo está en su salsa, por una cuestion de perseverar (como dicen en los cursos) la babosa casi siempre gana, y al huésped se le presentan dos opciones: abandonar y marcharse con la deuda a cuestas para dejar paso al siguiente, o abandonarse y fundirse con el local, pasando a tener un color parecido al de las paredes. Ese ocre. Sin fuerza ni ánimo para hacer una tortilla como la del primer día. Tirando de los oficinistas y currantes de alrededor. Tenía que ser mala. Pues claro. En el fondo todos teníamos razón.
O pueden hacerles palpar la forma, hablar de ella, describir ese hedor, a los jefes de cocina de lo que llamamos la vieja escuela, que tambien estan en esa zona turbia del 99,7%. Levantan franquicias, locales de provincias, casas de comidas de linaje familiar y restaurantes de esos de los que no habla nadie.
Estos jefes de cocina hicieron lo que se supone que debían hacer: subirse al caballo, atravesar tempestades, salvar dificultades, matar al dragón y rescatar a la princesa. Fueron arrastrados por la necesidad de trabajar o por el padre y por la oreja al mundo laboral, sea en el restaurante familiar sea en el ajeno, y empezaron barriendo cámaras y rascando en la pica, pelando patatas y limpiando calamares, hasta ganarse el derecho a entrar en la rueda de partidas a base de aprender a ver, oír, callar y currar. Dos años en gardemanger, otro par en entrantes calientes, arroces, con suerte pescados y al fin carnes, que era el paso previo a ser designado segundo de cocina y aspirar algun día a ser el capataz (pasteleros y salseros son un mundo aparte, orbitan distinto).
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Saben de sobra que nadie hoy elige con entusiasmo y libremente trabajar en sus cocinas, no son el plan A de ningún estudiante ambicioso de los que salen de la escuela de hostelería o de los cursos prestigiosos pateando como jóvenes centauros. Se comen los marrones del de arriba y la sorna de los de abajo, que en estos tiempos entran siempre sabiendo más, teniendo mucha más visión e ideas creativas, y nunca, nunca, terminarán así. Qué dices. Las escuelas de hostelería y los buenos cursos caros de ahora, consiguen en un par de años lo que antes se conseguía en veinte. Porque eran unos catetos, ea.
Cargados de malos vicios, cobrando más de lo que se merecen por eso de antes que eran los bonos por antigüedad, malhumorados y quemados.
Ahora que ya no existen discos ni cassettes la analogía es peliaguda, pero uno podría fácilmente ver su cargo de chef como una cinta en la que sólo se hubieran grabado caras b. Porque se parecen tan poco a los hits que todos conocemos…
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Tamizado el barrizal, buena parte de lo que resta de ese 99,7% está cubierto por la fuerza laboral de inmigrantes. Que son los que se quedan cuando el resto se van. Los que, qué curioso, entran en la rueda de la cocina de un restaurante por la misma puerta que los cocineros de antaño, casi que por los mismos motivos, y terminan convirtiéndose en oficiales más que competentes sin los laureles de los de aquí y de pro. Haber estudiao.
Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación
El desprecio.
Sé perfectamente que la línea que he trazado al inicio alrededor del 0,3% es atrevida y tendenciosa. A brocha gorda si quieren. Pero necesito narrativamente mandar un mensaje. Sé que probablemente el grupo de restaurantes y grandes chefs de los que hablamos cuando hablamos de gastronomía españolao chefs incluye algun que otro nombre más que sólo los estrellados. Tambien sé que ese 99,7% de restaurantes, si bien puede no ser la cantidad precisa, es de facto lo que tapamos, lo que no mostramos, lo que no queremos ver, la inmensa y apabullante restauración real que despreciamos, tanto como para ni siquiera nombrarla. Enorme en empleados, en historia, en vidas, en clientes y en facturación.
Y, teniendo clarísimo que los que más brillan son no sólo dignos de todo reconocimiento por méritos incuestionables, sino además fuente de inspiración y por lo tanto de gratitud por todos los que les miramos cuando buscamos referentes (que sí, que vale), me embarga un terror paralizante cuando me paro a observar cómo ese 0,3% ocupa la inmensa mayoría del discurso cuando se habla de restauración.
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Ese 0,3% ha canibalizado el espacio de diálogo y se ha convertido en el marco de referencia. 0,3% o nada. Hemos llegado a tal punto de martilleo desinformativo por tendencioso e incompleto que por acoso y derribo hemos conseguido que ese 0,3% del pastel sea visto como el todo, como lo normal.
Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables
Ese 0,3% es el destino al cual enfocamos la inmensa mayor parte de la formación académica y de expectativas que reciben las nuevas generaciones de cocineros, de la divulgación y oferta de entretenimiento gastronómico televisivo y en línea que llega al público general, que es también la masa de clientes potenciales de, no sólo ese 0,3% que le corresponde, sino del 100%.
Estamos sembrando frustración a manos llenas. En los estudiantes, que no caben todos en ese espacio del 0,3% ni como stagiers ni como asalariados, y en los restaurantes del 99,7% que ven como sus ofertas de trabajo quedan desiertas de candidatos viables, realistas y competentes y sus grandes problemas y dificultades son ignorados y desatendidos. El abismo entre unos y otros va creciendo.
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El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española
Decíamos al principio que el 99,7% de los restaurantes de este país no existen, y lo decíamos porque no se habla de ellos como lo que son, eso es la normalidad, la base de todo.
El 99,7% de cocineros de este país, pues, los correspondientes a esos puestos de trabajo, lejos de ser lo normal, lejos de ser vistos como personas normales, son don nadies. No son lo bastante buenos como para formar parte de lo que ha sido instaurado como la restauración española. Hemos confundido lo normal con lo mediocre a base de ampliar tantísimo la imagen de lo excelente que ésta ha pasado a ocupar todo el espectro.
A golpe de congresos gastronómicos, inauguraciones de flamantes escuelas de hostelería y creative labs, programa tras programa de televisión, ranking tras ranking tras lista, discurso tras discurso, la grieta que separa lo que las nuevas generaciones aprenden y esperan del mundo de la gastronomía se aleja cada día más de lo que el mundo real de la restauración necesita, ofrece, es.
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¿Se dan cuenta de lo dañina que es esta forma de abordar la restauración?
¿Conocen a alguien que quiera ser nadie? ¿Alguien de ustedes estaría dispuesto a plantearse seriamente dedicar la mayor parte de sus esfuerzos y recursos en formarse y labrarse una carrera profesional en un ámbito en el que no sólo se conoce que es un ambiente peculiarmente duro, sino que lo más probable es que en él acabe por ser y sentirse nadie?
Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar
Yo tampoco.
Y cuesta mucho, horrores, encontrar a alguien dispuesto a simplemente trabajar de cocinero sin poder ofrecerle ni fama ni fortuna, que es lo que ahora mismo todos ellos esperan encontrar. Porque es lo que se les ha vendido y se les está vendiendo.
No es viable que para sentirse parte activa y digna de reconocimiento de la restauración de este país haya que llegar a formar parte de ese 0,3%. Porque no todos tenemos las mismas ambiciones, los mismos sueños, las mismas vocaciones, el mismo talento, los mismos valores, las mismas capacidades ni la misma suerte. Y porque lo que necesita y demanda, legítimamente, ese 0,3% tiene muy poco que ver con lo que necesita y demanda el 99,7% restante.
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Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando; más desalentador va siendo cada día ver que las soluciones a las dificultades reales ni están ni se les espera. Porque ni siquiera se tiene el coraje de observar, verbalizar, diagnosticar y compartir el mal del que se adolece.
Cuanto más fuerte gritan los altavoces las bondades y maravillas de la gastronomía de este país, más espeso se torna el aire que se respira en las cocinas normales; más difícil se hace seguir yendo hacia adelante a medida que los engranajes de ese sistema naturalmente van envejeciendo y se van estropeando
Puede que algun día salgamos del túnel, que se apague tanto bombo mediático y tanta brillantina, y que podamos calmarnos todos un poco y volver a encontrarnos como, no sé, un oficio cualquiera. Ebanistas, mecánicos de coches, carpinteros, fotógrafos, pintores… Habrá que ver ese día si por el camino hemos perdido algo más que algún que otro eslabón de la cadena de transmisión de la dignidad del oficio.
Habrá que ver si esos nadies olvidados no se han rendido. Cansados y cabreados por tanto desprecio.
Por ahora, somo muchos los que hemos decidido entregarnos a esta cocina, darnos a ella para aportar lo que podamos. Nos encontramos, hablamos, compartimos y de forma más o menos evidente nos damos ánimos. Y hay que hacerlo más.
Muchos hemos pasado por esos restaurantes y esas experiencias que he puesto como ejemplo unos párrafos más arriba. Yo les he dedicado los últimos veinte años de mi vida. Y no tengo intención de rendirme ahora, porque les digo que la vida en este lago del 99,7% es lo más intenso y maravilloso del mundo, y hay tanta cocina por hacer, tantísima, tanto por mejorar, tanto por disfrutar, tanto por aprender, tantas recetas y formas de trabajar valiosísimas que incorporar, que todo aquél que quiera apuntarse será no sólo necesario para que esto siga vivo sino privilegiado de poder vivirlo.
Yo soy Espartaco.
¿Alguien más?